Josef Mengele, ángel de la muerte, el terror en Auswitch, científico loco del nazismo. El hombre que experimentaba con gemelos vivos, el hombre cuyo índice envió a las cámaras de gas a millones de personas, el hombre que silbaba óperas mientras torturaba a sus víctimas en aras de la ciencia y del Reich. Si bien todo ese imaginario forma parte de lo que el francés Olivier Guez cuenta en las páginas de La desaparición de Josef Mengele (Tusquets), el libro en realidad se ocupa de otra cosa.
Suerte de novela documental, La desaparición de Josef Mengele narra el itinerario sudamericano que el más famoso de los criminales nazis de la posguerra recorrió para evitar ser detenido y procesado como criminal de guerra. Un recorrido que durante 30 años lo llevó por Argentina, Paraguay y Brasil, donde murió ahogado en una playa paulista en 1979. Tenía 67 años y su vida durante esas tres décadas es un misterio sobre el que Guez se propone arrojar luz. Para ello se concentra en el presente de la huida de su personaje, evitando que los detalles macabros de su pasado compliquen el relato. De esa manera elude poner el acento en lo bestial para darle a su figura una dimensión humana, recurso que lejos de aligerar sus crímenes los vuelve aún más inconcebibles. Guez no escribe sobre un monstruo que es ajeno a lo humano, sino sobre Josef Mengele, el hombre.
“Al principio tenía presente la mitología clásica de Mengele, la cosa mítica, toda la cultura popular que se había desarrollado en torno a él desde los años 60”, revela el autor. “Estaban los relatos de Simon Wiesenthal y dos películas muy populares: Marathon Man y Los niños del Brasil, inspiradas muy libremente en su figura. Todo eso estaba en mi cabeza desde niño. Luego supe además que había vivido 30 años en Sudamérica y que, por supuesto, nunca fue capturado”, continua. “Quería saber qué había hecho Mengele durante ese período, porque 30 años es mucho tiempo para evadir a todos los que lo buscaban. Ese fue el primer impulso del libro”, cuenta Guez.
-Durante la lectura es recurrente cuestionarse qué es real y qué es ficción dentro del relato.
-La primera cosa de la que me di cuenta es que no me interesaba trabajar sobre lo mitológico. Y si en algún momento resultó útil meter algún elemento mítico fue para tomarlo como referencia, para poder medir la distancia entre la leyenda y la vida real de Mengele. La parte ficcional del libro es en realidad muy pequeña y hasta diría que débil, aunque resultó una herramienta útil para articular la puesta en escena.
-¿De qué forma preparó esa puesta?
-La estructura del libro está organizada a partir de hechos muy precisos de la vida de este hombre. Para ello cuento con el respaldo de una bibliografía muy amplia, que se puede consultar al final del libro. Sin embargo me faltaban detalles: no sé qué auto tenía, no sé lo que comía, pero aun así pude poner en escena su vida en función de toda la información documentada con la que conté.
-¿Qué tipo de información?
-De todo tipo. Por ejemplo el restaurant ABC, que todavía existe, era un habitual punto de encuentro entre los refugiados nazis que se encontraban en Buenos Aires entre las décadas de 1940 y 1950. Y me pareció que se trataba del lugar ideal para representar el encuentro entre Mengele y Adolf Eichmann. Primero porque es muy probable que ese encuentro haya tenido lugar ahí, pero también me parecía importante informar al lector que ese había sido un lugar primordial para todos los prófugos nazis en la Argentina.
-Aunque usted define como menor al trabajo de ficcionalización, se trata de un esfuerzo por reconstruir el discurso, la forma de pensar del personaje. ¿Qué le demando esa experiencia de tratar de convertirse en ese criminal para poder escribir como él?
-En primer lugar aclaro que de ninguna manera tuve necesidad de convertirme en un criminal nazi para escribir el libro (risas). Además no estoy mucho en la cabeza de Mengele, sino que más bien lo persigo: estoy junto a él, detrás de él, pero no adentro. Tenía muy claro que quería escribir este libro desde su punto de vista. Al principio fue difícil, porque es obvio que Mengele es un ser desagradable y hasta llegué a sentir repulsión física. Pero como suele ocurrir en estos casos, uno se protege y comienza a producir anticuerpos contra ese rechazo.
-Pero no se trata de una biografía del personaje, sino de un relato que abarca una etapa de su vida que aún siendo extensa es muy específica.
-Eso también es muy importante: el libro no relata los años en los que Mengele tuvo el poder de decidir sobre la vida de millones de personas sino, por el contrario, cuento la historia de su declive. Y esa misma contingencia de tener que narrar la parábola de su caída, que literariamente es un material formidable, acabó siendo hasta placentera.
-Usted confirma que su intención fue siempre la de contar la historia desde la óptica de Mengele, pero por otro lado subraya que nunca se propuso narrar desde adentro de su cabeza. ¿De esta puja nace la decisión de narrar el libro en tercera persona y no en primera?
-Nunca hubiera podido usar la primera persona. El uso de la tercera persona fue siempre mi única opción. Al principio imaginé que en alguna parte del libro podría usar la segunda persona, el vos, pero me di cuenta de que no funcionaba más que por una o dos páginas y en seguida se volvía muy pesado de leer.
-Aún así el libro incluye algunas intervenciones en primera persona.
-Esas intervenciones las tomé del diario que Mengele llevó durante esos años de su vida en Sudamérica, porque creo que es primordial que el mundo sepa cómo pensaba un nazi. Hoy en día se utiliza la palabra nazi para designar cualquier cosa. En algún momento de la historia olvidamos lo que era realmente un nazi, sobre todo este pensamiento sostenido por el racismo biológico.
-Durante todo el relato usted llama al personaje por los diferentes nombres que fue adoptando en su huida.
-Mengele tuvo siete u ocho identidades distintas a lo largo de su vida en América del Sur y para mí fue muy importante respetarlas, porque esa circunstancia me resultaba sumamente precisa para dar cuenta de esta especie de esquizofrenia en la cual él estaba inmerso.
-Uno de los momentos que mejor presentan al personaje es cuando manifiesta sus celos y su odio por Karl, su hermano menor, sentimientos que luego se reeditan cuando Eichmann llega a la Argentina y le quita a Mengele el centro de la escena.
-Conseguir esos efectos demandó mucha lectura y mucho trabajo de recorte y montaje sobre las fuentes. Y sobre todo la capacidad de leer entre líneas para encontrar la psicología del personaje, reconocer sus fallas, sus vetas. Dar con el motor del personaje. Un trabajo que en realidad no dista mucho del que realiza cualquier escritor a la hora de construir un personaje.
-Es interesante además el paralelo que se crea entre las figuras de Eichmann y Mengele, que hasta pueden ser vistos como opuestos complementarios. Uno atrapado y condenado; el otro no. Uno definido como “la banalidad del mal”; el otro siempre visto como un monstruo en el sentido más clásico.
-Por eso elegí la forma de la novela para contar la historia: si hubiera escrito un ensayo seguramente no habrían emergido estas cosas. Para mí Mengele también encarna esa misma banalidad del mal que Hannah Arendt utilizó para definir a Eichmann, porque él también está convencido de no haber hecho nunca el mal, sino que simplemente cumplió con su deber de soldado biológico. Desde nuestro punto de vista vemos al personaje como la encarnación del mal, pero él no se veía a sí mismo de ese modo. Mengele nunca manifestó ni remordimiento ni arrepentimiento.
-Esa falta de culpa aparece muy clara durante el encuentro con su hijo Rolf en Brasil, pocos años antes de su muerte.
-Esa escena casi bíblica en la que el hijo va a conocer a su padre asesino es muy importante, porque representa la caída final de Mengele. Esa era su última oportunidad para esbozar algún sentimiento humano de empatía o arrepentimiento, pero en lugar de eso vemos a un personaje muy duro y sobre todo que no escucha.
-El personaje de Rolf parece funcionar como vehículo para el lector, que al igual que él también necesita saber si hay algún rastro de humanidad en Mengele. ¿Trabajó mucho ese vínculo de identificación?
-Uno no tendría que prestar demasiada atención a las intenciones del autor. Al escribir una novela el trabajo de desarrollar a un personaje se hace por sí solo y no siempre hay una intención particular que mueva al autor en un sentido determinado. Por supuesto que al trabajar la figura de Rolf quise mostrarlo conmovido en todos los sentidos ante la figura de su padre, pero nunca lo pensé en función de la identificación que los lectores pudieran tener con él.
-Recién hablamos de la extensa bibliografía con la que trabajó. ¿Cuál cree que es la novedad que su libro le aporta a ese corpus?
-Ese trabajo le corresponde más a los críticos o de los lectores que a mí como autor. Sin embargo creo que es un libro que aborda la compleja realidad de la Europa del siglo XX y que en definitiva cuenta de algún modo el destino emblemático de todo el continente durante el siglo pasado. Habrá que ver si tengo la suerte de que mi libro se agregue al final de esa lista. Sería un honor, pero no me corresponde a mí determinarlo.
Artículo publicado originalmente en la Revista Quid.
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