No se puede hablar de la poesía argentina de las primeras décadas del siglo XX sin mencionar en un lugar muy destacado a Oliverio Girondo. No se puede hablar de vanguardias ni de personajes extravagantes de la literatura sin recordarlo. No se puede hablar de nada de lo anterior sin hacerlo extensivo a toda la literatura en lengua española, pero ya no de los primeros años sino del siglo completo. Lejos de envejecer o de quedar atornillada a una época, toda su obra poética puede volver a leerse hoy, a 50 años de su muerte, sintiendo las mismas cosquillas que sus versos provocaban a los lectores hace casi un siglo atrás, cuando publicó su primer libro, 20 poemas para ser leídos en el tranvía (1922), un trabajo tan revolucionario que es imposible encontrarle un par. Porque Girondo fue un revolucionario de la lengua en el más estricto de los sentidos, un escritor que primero puso al español patas para arriba y después se dedicó a reordenarlo según su propio gusto.
Volver sobre 20 poemas en 2017 es una experiencia que no perdió ni el encanto ni el espíritu juguetón con que Girondo lo compuso. La mayoría de sus textos no se corresponden con el formato de versos y estrofas de la poesía clásica, sino que fluyen sobe el torrente de la prosa poética, aunque el estilo narrativo se percibe incluso en las composiciones versificadas. Y el español ya comienza a ser utilizado pensándolo antes de manera sonora que atendiendo a la tiranía del diccionario. Un desapego por la concordancia entre significado y significante que con el devenir de su obra Girondo iría llevando al extremo, hasta llegar a En la masmédula (1953), non plus ultra de la desarticulación y rearticulación de la palabra y el lenguaje en busca resonancias disruptivas, tanto en las formas como en el sentido.
Para entender que tan explosivo puede haber resultado 20 poemas, libro al que enseguida se le sumó la edición de Calcomanías (1925), alcanza con extender sobre la mesa el mapa de la poesía argentina de la época y confirmar que Oliverio estaba varios cuerpos delante de cualquiera. La poesía de Enrique Banchs, por ejemplo, escrita con estricto apego por recursos y estructuras clásicas como la rima o el soneto, parece haber sido creada con varias décadas de historia estética de diferencia respecto de los 20 poemas. Sin embargo Banchs era apenas tres años mayor que Girondo (aunque es cierto que para 1922 hacía más de 10 que ya había publicado su obra completa, para abandonar la literatura hasta su muerte en 1968). Comparar a dos escritores que han dado algunas de las páginas más destacadas de la poesía argentina y cuyas producciones representan dos miradas estéticas tan diversas, puede resultar odioso. Pero el ejercicio sirve para notar el abismo que separaba a Girondo del resto:
Texto A) “Hospitalario y fiel en su reflejo/ donde a ser apariencia se acostumbra/ el material vivir, está el espejo/ como un claro de luna en la penumbra.”
(Primera estrofa del soneto 59, incluido en el último libro de Banchs, La urna, de 1911.)
Texto B) “A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones.”
(Fragmento de “Nocturno”, uno de los 20 poemas para ser leídos en el tranvía.)
A pesar de su brevedad, la diferencia entre ambos registros es elocuente y parece mucho mayor a los 11 años que en realidad los separan. Es posible pensar que Banchs era un escritor demasiado clásico, incluso para su época, y es cierto. Pero como se verá, no es esa la razón para explicar ese abismo: lo que ocurre en realidad es que Girondo escribía desde el futuro.
El mismo ejercicio podría realizarse con Alfonsina Storni, nacida en 1892 y un año menor que Girondo, quien en 1920 publicaba Languidez, en el que también combina algunas formas tradicionales, como tercetos y sonetos estrictamente rimados, con otros que, siendo más libres, tampoco se apartan demasiado de la rigidez de lo clásico. El resultado sería más o menos el mismo. Pero la comprobación definitiva de la modernidad de la obra de Girondo resulta de su cotejo con la de Leopoldo Lugones, que por entonces ya detentaba la corona de Poeta Nacional. La comparación era pertinente en aquel momento, porque Lugones se había convertido en el metro patrón de la poesía argentina y por esa misma razón sigue siendo válida hoy.
En 1922 Lugones publica Las horas doradas, otro de sus acostumbrados monumentos poéticos que representa todo lo contrario de lo que vino a proponer el trabajo de Girondo. Y mientras releer a Lugones hoy puede resultar arduo y hasta tedioso, volver a leer a Oliverio sigue siendo una fiesta. Hagan el siguiente experimento: lean primero “El dorador” (o al menos inténtenlo), el poema de 27 estrofas de cuatro versos endecasílabos cada una, con estricta rima consonante del tipo ABAB, que abre ese libro de Lugones. Luego lean “Exvoto”, el extraordinario texto que Girondo le dedica a las chicas de Flores, y podrán comprobar ustedes mismos cuál es el tamaño de la brecha que separa a la poesía de Oliverio de todo lo que se escribía entonces.
La diferencia con Lugones es radical y no se limita a una cuestión de formas, sino que también son distintos sus temas y ambiciones. Tal vez no pueda entenderse a Girondo sin el antecedente de Lugones. Mientras el autor de La hora de la espada se arrogaba el papel de guardián de lo sublime y escribía para la posteridad, con pretensión épica y el objetivo de labrar su nombre sobre el bronce (y buena parte de su vida la dedicó a la tarea de construir su propio pedestal), la idea que Girondo tenía de la poesía era la opuesta. En el texto que sirve de prólogo a 20 poemas –“Carta abierta a ‘La Púa’”—, el poeta no se declara amanuense de las altas musas sino que, por el contrario, afirma que los suyos son poemas que cualquiera encuentra “tirados en medio de la calle” y que él los “recoge como quien junta puchos en la vereda”. Enseguida agrega con humor: “Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones”. Y lejos de ambicionar los grandes temas, reclama para sí el universo de lo cotidiano, al que define como “una manifestación admirable y modesta de lo absurdo”. De hallar esas perlas de lo admirablemente absurdo entre los pliegues de la realidad más pedestre, es de lo que se ocupó Girondo en sus 20 poemas. Que por otra parte no fueron escritos para ser leídos ni en los claustros de la academia, ni en las salas mudas de las bibliotecas, ni en los cenáculos privados de la alta poesía, sino en los asientos de un tranvía, un tren o un colectivo. Lo que habita en sus páginas no es muy distinto de lo que cualquiera puede ver por las ventanillas durante el viaje, pero solamente pudo haberlo escrito un viajero del tiempo como Oliverio Girondo.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
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