Hay algo interesante en el comienzo de La reencarnación, película de la cual se espera lo peor, como ocurre con todas aquellas producciones de clase B cuyo tema son las posesiones demoníacas. Y lo que sorprende es que su protagonista, el doctor Ember, no es un exorcista convencional y sus exorcismos distan mucho del modelo religioso (cristiano para más datos y católico para ser precisos), impuesto a partir del éxito de El exorcista (1973) de William Friedkin. Porque Ember no cree lidiar con demonios en un sentido estricto, sino con “entidades parasitarias en un cuerpo ocupado”, y su objetivo no es salvar almas, sino cumplir con una venganza personal.
Los “exorcismos” de Ember son procedimientos en los que intervienen la ciencia y la técnica, y donde la fe parece no tener nada que ver. Se trata, claro, de una ciencia ficticia, que le permite a Ember migrar hacia el cuerpo tomado a partir de un trance provocado por un coma farmacológico autoinducido. Una vez dentro, su trabajo consiste en persuadir al verdadero dueño de que en realidad está siendo engañado a través de la proyección de su deseo más profundo, una suerte de sueño ideal muy vívido. Si consigue que el anfitrión deje de creer en la fantasía que el parásito propone, aquel podrá volver a tomar el control de su propio cuerpo.
A diferencia de otros films de exorcismos, La reencarnación parece no proponer la clásica disputa del bien y el mal que siempre tiene a la culpa como motor. Por el contrario, sus procedimientos combinan la medicina con la física, la química e incluso el psicoanálisis (los posesos como víctimas de sus propios deseos llevados al extremo). Pero de un momento a otro el film dinamita ese imaginario propio para volver a la foja cero de las películas de exorcismos, en donde de repente la venganza se convierte en culpa y los parásitos en demonios que se aterrorizan ante un crucifijo enarbolado con prepotencia. Una traición que no sólo se desentiende de su propio universo, sino que se olvida de respetar al espectador, destruyendo la lógica con la que se organizaba para volverse subsidiaria del imaginario repetido de las películas del diablo y sus cien mil exorcismos.
A tal punto llega la sumisión del director Brad Peyton, que una vez que se evidencian sus verdaderas intenciones, algunos detalles previos también se revelan como simples repeticiones. Por ejemplo, dentro del procedimiento de expulsar a los parásitos, los dueños originales de los cuerpos deben cumplir con un acto de fe que consiste en saltar por una ventana al vacío, como demostración de que aceptan estar viviendo una fantasía. Como todos recordarán, saltar por una ventana era el gran acto de fe del padre Karras, primer eslabón de una cadena de exorcistas carcomidos por la culpa, que se ofrecen a sí mismo en sacrificio para vencer a un mal que no acepta ser derrotado. Aunque pose de otra cosa, La reencarnación es más de lo mismo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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