Provocó un cimbronazo sensible en la escena literaria argentina con la publicación de su primera novela, Respiración artificial, en 1980. Se convirtió en bestseller con Plata quemada a finales de los años '90. Recibió el premio Rómulo Gallegos 2011, uno de los más importantes de la literatura en español, por la novela Blanco nocturno, y en 2015 el premio Formentor, el mismo con el que alguna vez fueron consagrados Jorge Luis Borges y Witold Gombrowicz. Le entregaron el premio Konex de Diamantes en 2014, el mismo año en que El camino de Ida, su última novela, fue reconocida con el Premio de los Lectores de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Regresó a Buenos Aires en 2011, luego de 15 años de dar clases en las prestigiosas universidades estadounidenses de Harvard y Princeton. Escritor fino y prolífico, amante del género policial, pensador permanente de los oficios de la escritura y activo difusor de la literatura argentina, todo eso y más puede decirse de Ricardo Piglia, cuya muerte anunciada el pasado viernes (pero larga y tristemente presentida en virtud del penoso avance de la enfermedad que lo aquejaba hace casi tres años) sacudió todos los ámbitos de la cultura argentina, iberoamericana y, por qué no, del mundo. Sin embargo, todo eso resulta pobre a la hora de intentar definir el lugar real que le corresponde a Piglia en el universo de las letras y el auténtico valor de su obra, cuyos alcances exceden largamente el límite de su obra literaria.
Es cierto que mencionar todo lo anterior es inevitable, del mismo modo en que no se puede eludir el compromiso de enumerar sus trabajos más populares o reconocidos, como las cuatro novelas ya mencionadas, a las que se les pueden sumar otros, como La ciudad ausente (1992), los libros de cuentos La invasión (1967) y Prisión perpetua (1988) o los tres volúmenes que recopilan sus diarios personales, de los cuales los dos primeros fueron publicados recientemente y el último se publicará, ahora de manera póstuma, en algún momento no muy lejano de 2017. Son esos mismos diarios sobre los que el cineasta Andrés Di Tella se basó para rodar el sentido documental 327 cuadernos (2015).
Pero si su obra de ficción resulta de mención obligatoria, no es menos importante su trabajo ensayístico y académico, a través del cual se permitió darle una voz ya no al escritor, sino al lector voraz y atento que supo ser. No es improbable que al propio Piglia, un poco borgeanamente, le agradara más ser recordado de este modo. Que se rescatara su valiosa relectura del canon literario argentino por encima de su propia obra, cuyo peso específico, por otra parte, le aseguran un lugar preponderante en ese mismo panteón sin necesidad de que ahora mismo, en el momento de su propia muerte, se insista demasiado desde acá sobre lo imprescindible que resulta su bibliografía a la hora de pensar las letras argentinas contemporáneas.
Debe decirse entonces que Piglia dedicó durante toda su vida una buena parte de sus fuerzas intelectuales y de su tiempo, a intentar romper con el canon literario que a mediados del siglo XX se había cristalizado a partir de la omnipresencia que en el mundo cultural tenían figuras como Victoria Ocampo o el propio Borges. Un orden que sin inocencia olvidaba y dejaba fuera una cantidad de nombres y obras, y sobre el que Piglia se impuso la tarea de influir. Sin dudas, el gran mérito de dicho empeño haya sido el de recuperar para Roberto Arlt –cuyo estilo había sido condenado en ausencia al limbo de lo incorrecto por ese grupo de escritores/lectores que levantaban las banderas de la exquisitez— un lugar destacado dentro de ese orden, colocándolo a la misma altura del santificado Borges. Del mismo modo, Piglia se encargó de fortalecer y rescatar el trabajo de autores emergentes o silenciados, pero cuyo lugar en el parnaso de las letras locales debía ser garantizado.
Durante una entrevista realizada en agosto de 2013 con motivo de la publicación de El camino de Ida, Piglia le obsequió a este cronista un ejemplar de Hombre en la orilla, de Miguel Briante. Se trataba de la primera reedición de ese libro en 45 años, realizada en el marco de una colección llamada Serie del recienvenido que la editorial Fondo de Cultura Económica estaba comenzando a publicar y de la cual el propio Piglia era el director. Ahí mismo se ofreció a ser entrevistado nuevamente, pero esta vez para hablar de la obra del otro. Esa generosidad es la misma que movió buena parte de su obra crítica, la que lo llevó a impulsar una reestructuración de ese canon literario rígido y cerrado, en el que no solo se atrevió a colocar a Arlt en el mismo escalón que Borges, sino que luchó por conseguir que figuras como Juan José Saer, Antonio Di Benedetto, Manuel Puig o el propio Briante tuvieran el lugar que se merecen. Ese también era Ricardo Piglia. Mejor aún, ese es Piglia antes que nada. Solo por eso su ausencia dejará un hueco enorme: a partir de ahora ya no habrá quien defienda a los escritores olvidados.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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