Típico exponente de lo que suele llamarse de modo reduccionista “comedias románticas para mujeres”, la saga de la enamoradiza y medio tarambana Bridget Jones es un clásico de comienzos del siglo XXI, en el sentido más pop en el que puede entenderse a esa entelequia llamada “clásicos”. Saga que necesitó 15 años para convertirse en trilogía, un lapso en el cual el personaje pasó de ser protagonista de uno de los bestsellers más exitosos del la industria editorial británica de su tiempo (y no es poco decir, si se tiene en cuenta que en esa lista habitaban J. K. Rowling y Harry Potter), a un producto vintage condenado a quedar atado a su época. Algo parecido le ocurrió a la actriz encargada de darle vida a su avatar cinematográfico, Renée Zellweger, quien habiendo sido una de las estrellas femeninas más requeridas de Hollywood se convirtió en una desaparecida en acción, caída que incluyó un hostigamiento mediático luego de que algunas fotos la mostraran extrañamente cambiada por los caprichos de la cirugía plástica.
Abordar El bebé de Bridget Jones, de Sharon Maguire, que cierra el círculo abierto por El diario de Bridget Jones (2001) y que tuvo continuidad en Bridget Jones: Al borde de la razón (2004), no es tarea sencilla. En primer lugar porque el paradigma femenino que en ellas se representa hoy quedó un poco desacreditado a partir de las luchas de género, aunque incluso en su propia época ya resultaba un tanto anacrónico. Es que si algo condensa su figura es un modelo de mujer que intenta ser independiente, pero que no puede evitar terminar siendo una especie de princesa loser que necesita de la figura de un hombre para resolver los entuertos en los que se va enredando a causa de su propia candidez. En ese sentido, la idea de mujer que personifica también es clásica –por no decir conservadora–, aún cuando se la intente morigerar con la fuerza y la tenacidad del personaje para valerse por sí misma.
Nada es muy distinto en esta tercera parte. Bridget ahora tiene 43 años, vuelve a empezar la película sola, sin hombre, sin hijos, pero ahora con el reloj biológico corriéndola de cerca. Con “ayuda” de una amiga más joven, Bridget se encuentra teniendo sexo con un desconocido (Patrick Dempsey) en un festival de música. Unos días después, termina en idéntica situación con Mark (Colin Firth), el amor de su vida, con quien sobre el final de la segunda película parecía que vivirían felices y comiendo perdices. Pero no. Mark ahora está casado con otra, aunque a punto de divorciarse, permitiendo que Bridget vuelva a tener esperanza en el amor. Porque así es la vida de Bridget: son siempre los hombres los que parecen ordenar (en el doble sentido de la palabra) su rumbo y su destino.
Dicho perfil estaba presente en los dos primeros films, aunque es en el segundo en donde aparece con más fuerza y retratado de manera explícita. Igual que acá, ahí Bridget era tironeada por su vínculo con dos hombres de signo opuesto, uno mujeriego y encantador (Hugh Grant, obvio), el otro (Firth) frío y caballeroso a la antigua. Ambos atados a una forma determinada de mirar lo femenino, nunca atentos al deseo de la mujer que se disputan como si todavía estuvieran en la edad de piedra: a las piñas. En el fondo siempre son ellos los que deciden por Bridget, aunque finalmente esa decisión coincida con el que –los espectadores lo saben- es el deseo de la protagonista. A tal punto es dependiente Bridget de la figura masculina, que la misma película acaba encerrándola en la cárcel sólo para que uno de sus príncipes venga a arreglar lo que ella no puede.
Ahora Bridget termina felizmente embarazada, pero deberá pagar esa felicidad ignorando cuál de los dos tipos con los que se acostó es el padre de su bebé. Aunque la idea es afín a todo lo expuesto más arriba, El bebé de Bridget Jones consigue salvar las papás con oficio para la comedia. Es cierto que nada cambia en lo ideológico y la felicidad de Bridget depende de lo que los dos hombres decidan antes que de su propia voluntad. Sin embargo el guión está lleno de pequeños giros y situaciones bien resueltas (al contrario de la película anterior, que empujaba a la protagonista por callejones sin salida), que hacen de esta una película disfrutable. Parte del mérito parece recaer en el regreso de Maguire, directora del primer film, pero también en el guionista Dan Mazer, uno de los responsables de Borat (2006) y Brüno (2009), dos obras maestras de lo políticamente incorrecto llevado al extremo. Algo que también es puesto en escena, con mayor sutileza, en esta ocasión.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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