La segunda mitad de la Competencia Argentina completó su recorrido, cumpliendo con el objetivo de no bajar la varilla que las películas presentadas durante los primeros días de esta 31° edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, habían colocado bastante alta. Con un mérito adicional: el de ampliar el abanico estético ya de por sí bastante rico que propone la selección realizada por los programadores de la sección. Y si al principio habían tenido su espacio la farsa, el cine clase B, las historias iniciáticas, los dramas familiares o el documental, ahora les llegó el turno al western histórico, al cruce de documental y ficción, a un ejemplar arquetípico del Nuevo (viejo) Cine Argentino, a la fábula política disfrazada de comedia y al cine de terror puro y duro. Una apuesta por la variedad que en ningún caso, más allá de los apuntes particulares que se puedan hacer en cada uno, jamás se permitió resignar su intención de apostar por la calidad.
Como ya se había visto en sus dos películas anteriores (Germania, de 2012, y La helada negra, 2015), La siesta del tigre confirma que el de Maximiliano Schonfeld es un cine de miradas. A través de ellas el director entrerriano da muestras cabales de tener una gran capacidad para comprender los espacios y paisajes, y una sensibilidad extraordinaria para registrarlos de manera cinematográfica. Pero no de un modo meramente paisajístico, sino como marco invariablemente destinado a contener la presencia humana. En La siesta del tigre Schonfeld regresa una vez más a su provincia, para contar una historia que se aparta de los climas opresivos de sus otros trabajos, anclados en el seno de comunidades muy cerradas. Aquí su cámara va siguiendo el manso derrotero de cuatro hombres que avanzan a cielo abierto, remontando un río en busca de los restos fósiles de un tigre dientes de sable. Se trata de un paleontólogo y tres amigos / ayudantes, cuatro hombres grandes, gente de pueblo, en cuya pesquisa se percibe algo de ritual y mucho de lúdico. A través de sus charlas, en las que esa búsqueda de los vestigios que han sobrevivido al tiempo se funde con la conciencia de la condición crepuscular de sus propias existencias, los personajes van presentando una compleja mirada del mundo pero a través de trazos muy simples, sin renegar del habla y la cultura popular. Con inteligencia cinematográfica y del mismo modo en que las sombras avanzan sobre la luz cuando el sol se oculta, Schonfeld hace que la ficción vaya ganando paulatinamente espacio dentro de un relato que, al principio, parece responder a las reglas y la lógica del documental.
Algo parecido puede decirse del trabajo con el entorno natural realizado por Javier Zeballos y Francisco D’Eufemia en su western de aventuras Fuga de la Patagonia. Filmado íntegramente en locaciones próximas a la ciudad de Bariloche, este film cuanta un episodio en la vida del perito Francisco Moreno, pionero en el relevamiento y estudio de la región patagónica. El relato arranca in media res, con Moreno y dos de sus colaboradores huyendo de los mapuches, quienes condenaron a muerte al perito acusándolo de ser espía del gobierno de Buenos Aires, que por entonces ya había dado los primeros pasos de la llamada conquista del desierto. Los directores realizan un estupendo trabajo de fotografía pero, como Schonfeld, sin ceder a la tentación paisajística. Desde lo visual Fuga de la Patagonia le ha sacado el máximo beneficio a sus posibilidades de producción. Desde lo narrativo combina elementos del cine de aventuras, el western histórico, el relato de observación que se dedica a ir detrás de un personaje deambulante, pero sin olvidarse de conquistar la atención del espectador a través de algunos diálogos bien construidos, algo de humor y buenas dosis de acción ubicadas estratégicamente a lo largo de la línea del relato. Con puntos de contacto estéticos y narrativos con films como Jauja, de Lisandro Alonso, o El renacido, de Alejandro González Iñárritu, pero con personalidad propia, Fuga de la Patagonia es un buen ejemplo de cómo puede utilizarse un género como western, para releer la historia argentina a través de las herramientas del cine y en clave de ficción.
De las doce que incluyó la Competencia Argentina, la película Terror 5, dirigida por los hermanos Sebastián y Federico Rotstein, es la que presenta mayor dificultad para destacarse dentro de la propuesta estética elegida para contar su historia. O sus historias, porque tal cual lo indica su nombre, se trata de cinco relatos construidos sobre los presupuestos clásicos del cine de terror. Una especie de Relatos Salvajes que intenta llevar el concepto de lo salvaje al plano literal. Si a alguna conclusión se llega al observar de manera integral al mosaico que componen los títulos de esta competencia, es que el cine argentino ha conseguido establecer un piso alto en cuanto a la calidad técnica de las películas que produce. Terror 5 no es la excepción y en ese terreno poco tiene que envidiarle al grueso de la producción del género a nivel mundial. Fotografía, arte, maquillaje, FX y la mayoría de las actuaciones, todo eso funciona bien. El problema vuelve a ser aquello que se cuenta y cómo se lo cuenta, y en ese terreno la película interpreta al género de manera convencional. Ojo: ni más ni menos convencional que el 95% de las películas de terror que se producen en el mundo, incluyendo (sobre todo) al cine estadounidense. Su debilidad conceptual se origina en la creencia de que para realizar un film de género alcanza con reunir citas a otras películas, acumular tres o cuatro arquetipos clásicos, sin olvidarse del humor ni apartarse demasiado de los formatos de siempre, y hacer que la sangre desborde la pantalla. Tan pendiente está Terror 5 de cumplir con los mandatos del género, que nunca consigue ir más allá de la forma.
Algo así, aunque sin tanto énfasis ni de manera tan categórica, puede decirse respecto del vínculo de El aprendiz, de Tomás De Leone, con cierta estética y ciertos temas habituales dentro de lo que alguna vez se llamó Nuevo Cine Argentino. La historia está ambientada en una pequeña ciudad balnearia durante el invierno, y gira en torno de Pablo, un joven que vive con una madre alcohólica y trabaja como aprendiz en la cocina de un hotel, mientras alimenta un incipiente vínculo amoroso con una chica del pueblo y sueña con abrir su propio restaurant. Pero por las noches se reúne con un grupo de amigos quienes, liderados por un psicópata (extraordinario Esteban Bigliardi), cumplen con pequeños encargos de un rufián que la película elige mantener fuera de campo. Aunque bien filmada, bien escrita y bien actuada, da la impresión de que en El aprendiz el molde ha quedado delante de la película, provocando que sea más sencillo reconocer los rasgos de su filiación con la estética de cierto NCA (de Pizza, birra y faso, de Caetano y Stagnaro, a Mauro, de Hernán Roselli) que destacar sus méritos, que por cierto no le faltan. Entre ellos sería injusto no mencionar la dirección de actores y la labor de un elenco perfecto que incluye, además del atemorizante Bigliardi, a Mónica Lairana, Germán Da Silva, Malena Sánchez y Nahuel Viale.
De las películas de la Competencia Argentina proyectadas durante la segunda mitad del festival tal vez la más estimulante de analizar sea Los decentes, del director austríaco radicado en la Argentina Lukas Valenta Rinner. Aunque también forma parte de un sub género del cine independiente argentino de bajo presupuesto (las películas ambientadas en countries y barrios privados) Valenta Rinner consigue utilizar ese modelo de un modo original, poniéndolo a favor de una mirada ingeniosa y entretenida, pero sin eludir un complejo retrato de clase y una potente metáfora política. Belén (soberbio debut protagónico de Iride Mokert) comienza a trabajar como empleada doméstica en un barrio privado, contratada por una señora pituca que vive con su hijo, joven y torturado aspirante a estrella tenística de los campeonatos inter countries. Ahí lleva una vida monótona, cumpliendo con los encargos muchas veces caprichosos de la dueña de casa. Las jornadas se repiten, grises y uniformes, hasta que a través del cerco que separa al predio del exterior, Belén descubre que en la propiedad lindera tiene su sede un club nudista. Los decentes es una comedia construida en base a las fantasías que producen los mundos extraños, como pueden serlo el de la vida en un barrio cerrado o el de las actividades de una cofradía del amor libre, pero de algún modo tan cerrada como la otra. Valenta Rinner utiliza a Belén como exploradora y pasajera, como médium con acceso a ambos universos que de a poco van mostrando sus formas opuestas de entender la realidad. Es cierto que el retrato que realiza de unos como individualistas, solitarios y con problemas para generar vínculos profundos con los demás, y de los otros como un cuerpo con identidad colectiva basado en el contacto humano, por momentos puede resultar una metáfora un poco gruesa. Sin embargo le sirve a su director para pintar su propio fresco del mundo, permitiéndose un godardiano giro final, que a pesar de su gracia no deja de ser impactante y desesperanzado.
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Artículo publicadooriginalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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