Cuando se afirma que los festivales de cine son espacios en los que los espectadores pueden acceder a esas películas y cineastas que son ignorados por el circuito comercial, no necesariamente se hace referencia a un cine pesado o aburrido. Porque la indiferencia de algunos distribuidores y sobre todo de los exhibidores tiene más que ver con intereses comerciales que con una evaluación imparcial de los productos a los que deciden ignorar. Por eso un festival de las dimensiones del que se desarrolla en actualmente en Mar del Plata no sólo tiene la libertad para programar ese tipo de cine que se aparta del canon comercial que representan sobre todo los productos de la industria estadounidense. También le hace un espacio a películas que calzan perfectamente dentro de ese patrón, pero que no sólo no cuentan con grandes estrellas entre sus protagonistas, sino que además provienen de países que al espectador promedio pueden resultarles exóticos y por eso, merecedores de cargar con el estigma de la duda permanente acerca de su calidad.
Dentro de esa categoría se pueden englobar las películas producidas por países de extremo oriente y el sudeste asiático. De ellas nos separan no sólo la ignorancia, sino también un sinnúmero de vínculos culturales que pueden acabar convertidos en prejuicio. Sin embargo se trata de una región que no sólo ha sabido releer y filtrar los tradicionales géneros cinematográficos a través de sus propias tradiciones, sino que además cuenta con un andamiaje técnico de la suficiente calidad como para poder producir películas de compleja factura. A tal punto que oriente se ha convertido en uno de los polos más prolíficos en la producción de cine de acción. La originalidad de sus miradas y puestas en escena han convertido a estás películas en un clásico de los festivales de cine, un culto que ha convertido al Festival de Mar del Plata en santuario.
En esta 31° edición, el festival vuelve a reunir los nombres de algunos de los más destacados cineastas de la región, algunos procedentes de tradiciones cinematográficas muy ricas, como la del Japón, Hong Kong o Corea del Sur, y otros de países cuyo cine no ha sido tan difundido, como Tailandia, Malasia o Indonesia. Dentro del primer grupo se destacan los nombres del japonés Sono Sion o el hongkonés Johnnie To, dos cineastas magistrales e hiperactivos que este año presentan respectivamente Antiporno y Three, sus últimos trabajos, ambos integrados a la sección "Autores". Dentro de la sección "Hora Cero" se destaca Headshoot, de los indonesios Kimo Stamboel y Timo Tjahjanto, una hiperbólica historia de venganza y redención de tal magnitud y desprejuicio, que no teme hacer convivir dentro de su relato algunas de las más extraordinarias secuencias de acción que puedan verse en el cine actual, y una historia de amor tan kitsch que recuerda sin esfuerzo a un culebrón venezolano. Claro que para que la combinación resulte exitosa hace falta humor, algo que en esta película no escasea aunque no de manera explícita, sino en la autoconciencia de su desmesura.
Se trata de la historia de un hombre que se despierta postrado en una cama de hospital, muy lastimado y sin memoria. Ahora sus únicos vínculo con el mundo son el que mantendrá con el pescador que lo encontró moribundo en la playa y con Ailín, la joven doctora que lo cuida, quien a falta de un nombre lo bautiza como Ismael, por aquel personaje de Moby Dick. Con su amnesia a cuestas, Ismael se irá enamorando de su doctora, hasta que desde lo profundo de su pasado un grupo de hombres la secuestra, obligándolo a descubrir que él mismo es una perfecta máquina de matar. Si la sinopsis anterior le hace pensar al lector en una película berreta de clase B, ciertamente no está en un error. Headshot es una película de acción que por sus intenciones y estética pertenece claramente a la clase B. El problema es que por una mala interpretación del concepto, este tipo de cine ha terminado asociado a lo ridículo y lo bizarro, y esta película está muy lejos de cualquiera de esas dos cosas.
Headshot es una de las películas de acción más extraordinarias que se hayan visto en mucho tiempo, un desborde de violencia cuyo carácter lúdico la alejan de la violencia verdadera y dañina, esa que explota y exhibe el periodismo amarillo en los noticieros de televisión. Lo que aquí se ofrece es un festival de sangre falsa y peleas acrobáticas que desafían los límites de lo humano. Stamboel y Tjahjanto parecen haber entendido que el registro de las cosas en movimiento es una parte esencial del cine y las coreografías diseñadas para las escenas de acción llevan al extremo dicha certeza. Film absolutamente disfrutable, pero no apto ni para impresionables ni para aquellos que no entiendan que a veces la violencia en el cine no tiene por objeto ser una representación de la realidad, sino más bien un juego, una fantasía tan legítima como cualquier otra.
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Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
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