Parte de la programación del Festival de Venecia en 2019, donde recibió el premio Orizzonti al Mejor Director, el de Derechos Humanos y el Fipresci de la crítica, Blanco en blanco transcurre en algún lugar del sur de Chile a finales del siglo XIX. Hasta ahí llega Pedro, fotógrafo de profesión (Alfredo Castro, figura recurrente del cine chileno), contratado por Mr. Porter, un terrateniente de la zona, para fotografiar a la mujer con la que va a casarse. La mujer resulta ser una niña y Pedro parece quedar tan encantado con ella como su futuro esposo. Con la anuencia de la institutriz, el fotógrafo realiza una toma cargada de erotismo que está muy lejos de cumplir con las convenciones victorianas del retrato de una mujer a punto de contraer matrimonio y más cerca de la explotación sexual.
La escena es perfecta tanto desde lo fotográfico como en términos narrativos, porque no solo da cuenta del delicado tratamiento elegido por Court para llevar adelante la película, sino que sus detalles serán fundamentales para entender algunos puntos centrales del desarrollo posterior de la historia. En particular su desenlace, vinculado a esas fotografías reales que registran las matanzas llevadas adelante contra los selknam. Es que en aquella época la fotografía se realizaba por el sistema de placas que, lejos de la captura espontánea de un instante, demandaba un largo proceso de preparación de la escena y un período de exposición de la imagen de varios segundos. Con inteligencia cinética, Court revela el carácter de puesta en escena y la crueldad de dichas fotografías, en las que se ve a los cazadores blancos posando junto a los cuerpos sin vida de los indígenas, como si las mismas hubieran sido tomadas en medio de la acción y no luego de un calculado y puntilloso proceso de montaje.
A pesar de haber cumplido con el encargo de forma satisfactoria, Pedro queda prisionero de la circunstancia, esperando ser recibido por Mr. Porter para cobrar por trabajo realizado. Pero como el Godot de Samuel Beckett, la presencia de Mr. Porter se dilata y con ella el pago que el fotógrafo espera recibir para poder volver a su hogar. La cita a la obra del dramaturgo británico no es gratuita. Pedro espera la llegada de esa figura que vendría a darle sentido a su presencia ahí, de la misma manera que los protagonistas del drama teatral esperan inútilmente. En esa dilación, el fotógrafo también queda preso de un presente continuo que va minando su humanidad, insensibilizándolo ante escenas cada vez más brutales.
Lejos de renovar el dispositivo de montaje utilizado en las citadas fotografías, el director nunca se permite hacer una explotación gráfica de aquellas circunstancias. Al contrario, siempre elige colocar la cámara con pudorosa distancia, sin ocultar el espanto, pero sin exhibirlo gratuitamente. En esa decisión también radica la árida belleza de sus imágenes, en las que lo poético y lo político mantienen un delicado equilibrio. En la escena final, tan extensa como elocuente, se funden a la perfección el retrato del horror con el delicado y meticuloso trabajo cinematográfico de Court.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario