A partir del antecedente de su opera prima, la estilizada --pero también discutida por un importante núcleo de espectadores y críticos-- Goodnight Mommy (2014), la dupla que integran los cineastas austríacos Veronika Franz y Severin Fiala consiguió con su segundo trabajo desembarcar en el mercado angloparlante. Aunque todavía en el territorio del llamado “cine independiente” –es decir, sin el apoyo de ninguno de los grandes estudios de Hollywood—, La cabaña siniestra representa un paso importante en el desarrollo de la carrera de los directores. Sin embargo, es posible que en términos cinematográficos la película resulte una modesta desilusión para quienes hayan disfrutado y defendido a la anterior. Una afirmación que tiene sus matices y que amerita ser justificada con un mayor desarrollo.
La cabaña siniestra tiene un inicio de alto impacto, con un primer acto construido de forma minuciosa. El mismo tiene como punto de quiebre una escena de la que no conviene adelantar nada, pero que logra estremecer por el timming con el que se desarrolla. Laura acaba de separarse y cuando lleva a sus dos hijos adolescentes a la casa de su ex, este le pide terminar con el divorcio porque quiere casarse con su nueva pareja. El pedido resulta devastador para ella. Franz y Fiala manejan los climas con eficiencia, valiéndose de una gran capacidad para fotografiar los espacios con planos bien abiertos y para captar las emociones de los personajes, tirándoles la cámara casi encima, generando así un equilibrado contraste.
Para que los hijos conozcan mejor a su nueva pareja, el padre decide que los cuatro pasen la Navidad en una cabaña que la familia tiene en un bosque remoto. Claro que los chicos no tienen la mejor de las ondas con la joven novia de su padre y su desconfianza aumenta cuando averiguan que ella es la única sobreviviente de una secta cristiana, cuyos miembros se suicidaron en masa. En el aislamiento de la cabaña la figura de la madre ausente será una presencia constante que se volverá un obstáculo en la generación del nuevo vínculo. Todo termina de desmoronarse cuando el padre debe regresar a la ciudad para atender cuestiones de trabajo y los chicos se quedan solos con una mujer que para ellos es una extraña.
Franz y Fiala alternan el punto de vista, generando un relato que tiene algo de esquizofrénico. De ese modo también afirman el ambiente de desconfianza entre las partes, que se va acentuando conforme el clima de la casa se enrarece, potenciado por la carga ominosa de lo religioso. Pero como ocurría en su ópera prima, los directores vuelven a utilizar elementos muy reconocibles de la identidad de películas ajenas, restándole puntos a su propio trabajo. En este caso, las miniaturas al estilo de El legado del diablo (2018), que acá también son usadas de forma casi freudiana, para hacer explícitas ciertas estructuras traumáticas subyacente.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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