La literatura debe ser siempre una pregunta. Una pregunta respecto del hombre (la humanidad) y el mundo. Parafraseando la obra de don Ernesto: Uno y el universo. De hecho se acostumbra a decir que toda la producción literaria, de La Illiada para acá, puede resumirse en un vademécum temático para el cuál sobran los dedos de una mano: la vida, la muerte y el amor. Después está la habilidad de cada autor para disimular ese fondo, la imaginación para hacernos creer que hay más. Pasiones, aventuras, monstruos, futuros para distraernos de la realidad pero sin salir nunca de ella y sin dejar de indagar en el vínculo entre la materia humana y su lugar dentro de ese caos paradójico que es el cosmos. La labor del escritor consiste en encontrar el mejor lugar para echarle una mirada a todo eso, el punto de vista que le permita hacerse las preguntas correctas, quizás arriesgar alguna respuesta posible y, sobre todo, encontrar nuevas preguntas.
Un escritor como Walter Lezcano, por ejemplo, no necesita de la grandilocuencia de los “Grandes Temas” para indagar acerca de la cuestión humana. Y, mucho más importante, consigue hacerlo con un estilo que no teme tomar distancia de los prejuicios de lo que se supone debería ser una lengua literaria. Lezcano cuenta historias de barrio, en apariencia limitadas a las quince o veinte manzanas en las que transcurren las vidas de sus personajes, y sin embargo en ellos también habita la materia trascendente de la buena literatura. Se trata, antes de hablar acerca de lo que escribe, de uno de los autores más prolíficos de las generaciones más jóvenes de la literatura argentina. Poeta, narrador y periodista (oficio que debería ser revalorizado desde que Svetlana Alexievich recibiera este año el Premio Nobel de Literatura), Lezcano ha publicado a través de diferentes editoriales casi una decena de libros en apenas cuatro años.
Poesía, novelas y cuentos son los territorios por los que este correntino que no llega a los cuarenta deambula como si fueran, justamente, las calles de su barrio. Su último libro es Los wachos, un volumen de relatos publicado por Editorial Conejos, en cuyas páginas Lezcano da cuenta de escenarios en los que realidad y fantasía se encuentran separadas por un espacio muy reducido. Un realismo mágico bastardo en donde lo fabuloso reside en la maravillosa facultad de sus personajes de encontrar el Aleph ahí donde todos los demás solamente son (somos) capaces de ver mugre. Un pibe que está enamorado de Jada Fire, una pornstar negra “con pezones como discos de vinilo” a quien le escribe una carta declarándole su amor con la esperanza de ser correspondido. ¿Qué amor más imposible y trágico que ese? O aquel otro al que su novia lo abandona por infiel y que termina enterándose de que la nueva pareja de ella es un camerunés que vende anillos en la calle. ¿Qué versión más despiadada de Otelo es posible imaginar que esta, en la que el negro es el otro y el protagonista se vuelve loco imaginando que la mujer que ama en realidad lo dejó por una pija más grande? ¿O que forma más efectiva hay de retratar la vida y la muerte que contra la historia de un hombre que recibe un mensaje del hermanastro que lo fajaba cuando eran chicos, que después de muchos años lo invita a volver a verse?
La prosa de Lezcano, pero también su poesía, aparenta tener la liviandad de la charla de los pibes que viajan en el furgón del tren mientras se fuman un porro o de los que toman vino en cajita en el cordón de la vereda frente a un kiosquito del conurbano. Sin embargo no hay nada de ligero en su literatura. Por el contrario, sus textos están cargados con la potencia de una mirada que es capaz de reconocer y transcribir el drama de la vida suburbana. En ellos se revela la condición humana en su forma esencial, donde la vida, la muerte y el amor no se encuentran distorsionados por los filtros de la educación y la cultura psicoanalizada de las clases medias y altas, sino que son atravesados a cara descubierta, a corazón abierto. Los personajes de Lezcano transitan la pasión con una naturalidad bárbara que es imposible, inimaginable en los personajes de, por ejemplo, Adolfo Bioy Casares, habitados por el doble filo de la civilización. Si a algo habilitan los cuentos de Los wachos (que son nueve, vaya, como los del famoso libro de J. D. Salinger) es a revisar una vez más la validez del díptico sarmientino. A preguntarse de si la verdadera barbarie no habita hoy (y tal vez siempre) en la frialdad impersonal del mundo civilizado, tan diferente de la calidez atropellada de estos wachitos de barrio.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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