El gran desafío de una saga como la que comenzó el año pasado con Maze Runner: Correr o morir, dirigida por Wes Ball, a priori consistía en sostener los méritos exhibidos en ese episodio inicial. En la línea de otras sagas literarias distópicas para adolescentes llevadas al cine de forma reciente, como Los juegos del hambre o Divergente, la propuesta de Maze Runner había conseguido dar muestras de originalidad sin desatender la tensión narrativa, el manejo prudente de la intriga y la dosificación de la acción. Y descubriendo influencias interesantes, como las que recibía de la mitología griega y de la gran novela de William Golding, El señor de las moscas. Méritos que Maze Runner, Prueba de fuego, segunda entrega de la saga inspirada en los libros del escritor James Dashner y la segunda con Ball como director, consigue revalidar sólo de manera parcial.
El comienzo es prometedor. Una multitud miserable pugna por superar una férrea línea de seguridad de guardias y alambrados, para acceder a unas formaciones ferroviarias que parecen prometer un destino mejor. En medio del caos una mujer se despide de su hijo pequeño, pero un hombre uniformado lo arranca de su lado antes de que ella pueda darle un último abrazo. La escena, que recuerda a otras recientemente transmitidas por televisión desde las fronteras orientales de Europa, cobra inesperada actualidad. Todo resulta ser un sueño (o tal vez un recuerdo reprimido) de Thomas, uno de los pocos jóvenes sin memoria que lograron escapar del laberinto en que la misteriosa corporación CRUEL (Wicked en el original) los había encerrado para experimentar con ellos. Él y sus amigos son llevados a un refugio fortificado donde conocen a otros chicos con historias similares. Ahí parecenestar a salvo de los intereses corporativos. O tal vez no.
En Prueba de fuego la saga también debe hacer frente a su propio laberinto, el de dar una explicación cinematográficamente razonable al encierro al que estaban sometidos sus personajes. Hacer que, desde lo narrativo, fuera del universo cerrado del laberinto todo encaje tan bien como lo había hecho adentro. Apelar a la omnipresente figura del zombi, elemento que hoy parece inevitable cuando el cine se ve frente al deseo de dar una nueva versión del fin del mundo, no parece haber sido la mejor decisión. Aunque hay que reconocer que han imaginado alguna variante original para el arquetipo del muerto vivo (originalidad que es más de diseño que de fondo), lo cierto es que ahí la película empieza a volverse una de tantas. Sin embargo, que el lugar de los malos sea ocupado por una corporación farmacéutica y que el relato esboce algunas coincidencias, tal vez involuntarias, con la vieja serie V: Invasión extraterrestre (sobre todo en cómo se va organizando la resistencia y sus dificultades) hacen que la película recupere algún puntito en la consideración final.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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