No sé si Miguel Strogoff fue el primer libro que leí, pero sí el que quizá me ha dejado recuerdos más vívidos. Aunque fue una de las que mayor éxito le reportó en vida, no se encuentra entre las novelas más populares de Julio Verne (durante el siglo XX le sacaron ventaja todas esas otras en donde los mecanismos de la fantasía verniana explotan hacia el espacio, el fondo del mar o el centro de la tierra), pero estoy convencido de que a todas ellas las supera la emoción profundamente humana que guarda la historia del leal correo del Zar. La versión que habré leído a comienzos de los '80, pertenecía a una colección de libros de Verne grandes y sólidos, que cada 10 páginas hacían un resumen muy eficiente en formato de historieta: eso me gustaba, porque era como leer dos libros. Aquellas imágenes permanecen dentro de mí: si cierro los ojos, sin mucho esfuerzo puedo verlo a Miguel peleando con un oso. Y hasta llorar con él en el momento que, justo antes de que le quemen los ojos con la hoja al rojo vivo de una espada tártara, lo invade la certeza de que nunca más volverá a ver los ojos de su madre.
Porque macho es el que llora y aun así le queda tiempo para salvar al Imperio Ruso.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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