El estreno de Amenaza roja, de Dan Bradley, justifica un ejercicio de memoria. En 1984, John Milius estrenó su película Amanecer rojo, rodada sobre un guión propio, en la que imaginaba una invasión de los ejércitos de Cuba y Nicaragua (con apoyo soviético) a suelo estadounidense. En ella un grupo de típicos adolescentes norteamericanos acababa convertido en un foco de resistencia armada, que de manera heroica conseguía jaquear al invasor. La película llevaba al extremo un recurso típico de los años ’80: poner a un grupo de chicos a vivir una aventura extraordinaria sólo que, a diferencia de Los Goonies o Cuenta conmigo, aquí la fantasía que le da pie es la del terror político, otro clásico ochentoso.
Mientras eso ocurría en el cine, el ejército de EE.UU. llevaba tres años de operaciones en Nicaragua, lo que llevó al país centroamericano a iniciar un proceso judicial contra EE.UU. el mismo año que Milius estrenó su película. Dos años después se destapó el escándalo Irán-Contras, comprobándose que el gobierno estadounidense financiaba económica y militarmente a los opositores del sandinismo, desobedeciendo las resoluciones de la ONU y del propio Congreso. A partir de este caso, EE.UU. se convirtió en “el único país condenado por terrorismo en el Tribunal Internacional”, como afirma Noam Chomsky en su libro 11/09/2001, inédito en la Argentina. Desde el presente, aquella película resulta un ejemplo claro de cómo la industria del cine estadounidense funciona a veces como descarado aparato de propaganda. Considerado uno de los directores de segunda línea de la generación que hizo renacer el cine norteamericano en los ’70, con Coppola, Spielberg, Scorsese, Lucas y otros más a la cabeza, Milius no dudó en calificarse a sí mismo, en más de una ocasión, como un fascista zen, sea lo que sea que esto signifique.
Cuesta hallar un motivo sensato para que en 2012 alguien haya creído que una película con estos antecedentes merecía una remake. Pero así es, y el dispositivo vuelve a ser puesto al servicio de una operación de terror puertas adentro, cambiando a los viejos enemigos –que demostraron estar muy lejos de ser la amenaza en que la película intentaba convertirlos– por uno nuevo: Corea del Norte. Amenaza roja es entonces una película de fantasmas (políticos) dirigida al adolescente globalizado, que actualiza con mucha torpeza los moldes y los ritmos narrativos en pos de un verosímil modelo siglo XXI. Entre sus burdos juegos simbólicos hay uno que llama la atención.
Durante el inicio de la secuencia de la invasión coreana, sobre una repisa en la habitación del protagonista pueden verse dos muñequitos: uno personifica a Gandhi, el otro al Che Guevara. La escena dura segundos y los muñequitos se estremecen a causa de los temblores provocados por las explosiones enemigas. De entrada se avisa a los jóvenes que el idealismo que representan esos iconos no servirá para solucionar los problemas que vienen. Como en el original de Milius, quien además es miembro activo de la famosa Asociación Nacional del Rifle, las armas (que abundan) y un nacionalismo ciego encarnan la única solución posible. Sin elegancia alguna, la película de Bradley enaltece el ojo por ojo y los métodos “terroristas” que se critican a diario cuando son otros quienes los usan. Es difícil juzgar como cine lo que no es sino una nueva pieza de propaganda: lo confirma el plano final que, pletórico de barras y estrellas, arenga a golpear primero.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espactáculos de Página/12.
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