viernes, 20 de julio de 2012

CINE - Tierra de los Padres, de Nicolás Prividera: Los aburridos, otra vez contra la poesía

Algunas críticas han creído ser lúcidas al considerar a Tierra de los Padres como una película fallida, apoyadas en el supuesto de que su dispositivo de personas leyendo ante las tumbas de los muertos ilustres de nuestra historia deriva antes en aburrimiento y sueño, que en interés por la forma en que su director, Nicolás Prividera, articuló una serie de textos de gran valor histórico para narrar el nacimiento de una nación. Quienes así piensan tal vez son los mismos que abolirían la poesía si pudieran, porque también los aburre, porque la poesía vuelve evidente el hecho de que hay algo ahí que no entienden ni pueden entender. Porque la poesía (y Tierra de los Padres desborda poesía) es el arte de lo sutil, la expresión de aquello para lo cual las palabras apenas consiguen ser una máscara. Y si en algo ha sido eficiente Prividera es en cifrar lo importante ya no en las palabras de los muertos –esas que se superponen en la anteúltima escena hasta integrarse en una masa de mensajes que compiten por hacerse oír; voces convertidas en ruido–, sino en imágenes.
En esa mariposa que se arrastra por el piso en primer plano, agonizante, hasta salir de cuadro y luego detenerse por completo en un plano más amplio; en los dos gatos que se disputan el cadáver desgarrado de una paloma; en el prócer que, de pie sobre una columna, se iguala a aquel que lee sus palabras en la estatura de las sombras. En la persistencia de los lectores de los textos de Rodolfo Walsh y Paco Urondo, que se niegan a desaparecer tal como lo hacen quienes han leído palabras de otros próceres, aquellos a quienes la historia no les ha negado la dignidad de un pedazo de tierra para descansar. El impacto físico de la secuencia inicial de la película, el nudo en el vientre que provoca el Himno Nacional musicalizando doscientos años de una historia violenta que aun no encuentra sosiego. O la escena final que, como dice el propio director, une La Recoleta con el río –los dos grandes cementerios argentinos–, pero atravesándose en el camino con la enorme Villa 31 (¿acaso uno más de los tantos cementerios donde escondemos a nuestros muertos vivos?) y saliendo por el puerto, la gallina de los huevos de oro que tantas disputas y tanta sangre le costó a la historia argentina. Todo eso es poesía que, como la buena, sólo puede ser percibida cuando se la sabe ver y encontrar. Pero sobre todo cuando se la busca.
Tan cierto como que tal vez la película se exceda en alguna metáfora, como la de oponer la fastuosidad de los mausoleos al trazo simple de los obreros que los cuidan y reparan. Una referencia necesaria que remite directamente al tradicional enfrentamiento entre aristocracia y pueblo en la historia argentina pero que, en su sobreabundancia, a veces vuelve al relato innecesariamente moroso. Aun así, nunca puede decirse que Tierra de los Padres sea lenta: simplemente tiene el ritmo de la poesía. Y bastante para contar, con imágenes o palabras. Todo eso es lo que nunca van a tener muchas de las películas que habitualmente encabezan las listas de taquilla.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

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