Maud es una joven solitaria que se desempeña como enfermera particular, luego de que una tragedia con una paciente la tuviera como protagonista, haciendo que perdiera su trabajo en el hospital. Mujer de fuertes convicciones religiosas, Maud sufre una crisis de fe y solo ve oscuridad a su alrededor. Ahora cuida a Amanda, una bailarina y coreógrafa que atraviesa la última etapa de una enfermedad terminal. Ella también tiene una visión desencantada del mundo, aunque su mirada es más nihilista y nada religiosa. De a poco, el cruce se va convirtiendo en una luz de esperanza para ambas, aunque los motivos sean muy distintos para cada una. Amanda encuentra en su acompañante terapéutica una fuerza de la naturaleza, una criatura de una pureza e inocencia que ella ve con ternura y simpatía. Para Maud, en cambio, representa la posibilidad de poner su vida al servicio del dolor ajeno.
En su primer largometraje, Glass consigue una de las cosas más difíciles de lograr en el cine: construir un universo a partir de un clima que no duda en afirmarse en la base audiovisual. Un ambiente en el que una fotografía que recuerda la luz mórbida de los cuadros de Vermeer o Rembrandt, se articula de manera precisa con una banda de sonido en la que un paisaje sonoro detallista hasta la obsesión se funde con la música, que logra ser intimidante sin abusar de los lugares comunes del género. Sobre ese lienzo se lucen Morfydd Clark y Jennifer Ehle, las actrices a cargo de interpretar a Maud y a Amanda respectivamente, quienes consiguen hacer de ellas dos presencias dolorosamente vívidas.
Saint Maud es la puesta en abismo a partir de los recursos del cine de terror de algunas de esas historias de mujeres atormentadas que alimentan el martirologio cristiano. Son muchos los puntos de contacto que es posible establecer entre la protagonista y figuras como la de, por ejemplo, Santa Gemma, una chica que a comienzos del siglo XX decía mantener conversaciones con su ángel de la guarda y recibir mensajes directamente de Cristo, pero también afirmaba ser visitada por el Diablo, quien se encargaba en persona de darle terribles golpizas. Todo ello se repite en la vida de Maud, que además encuentra en la ominosa obra del pintor y poeta William Blake un espejo adecuado para sus tormentos.
La forma cadenciosa con que la acción avanza en la película se opone a la fuerza abrumadora de sus imágenes. El recorrido de la protagonista, por su parte, tiene también un correlato visual que queda claro al promediar el drama, cuando una serie de planos invertidos coinciden con la crisis de fe de la pobre Maud. Una advertencia gráfica que parece sugerir la entrada a otra dimensión, otra forma de interpretar las escenas que siguen. Mención especial para la secuencia final del film, una de las más carnalmente aterradoras que el cine haya imaginado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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