jueves, 28 de mayo de 2020

CINE - "El cazador", de Marco Berger: La decisión ética

Como ocurre con la prolífica filmografía de Marco Berger, su última película, El cazador, vuelve a desarrollarse sobre un universo exclusivamente masculino, escenario que el director utiliza una vez más para indagar en la constitución del deseo homoerótico en la adolescencia y la juventud. Al mismo tiempo se trata de su trabajo menos lúdico desde Ausente (2011), el más preocupado por abordar cuestiones éticas que exceden el marco habitual de los vínculos entre personas, que suele ser el espacio al que se circunscriben muchos de ellos. El objetivo lo obliga a tomar distancia de géneros como la comedia o el drama romántico, presentes en su ópera prime Plan B (2009), o en films posteriores como Hawaii (2013), Taekondo (2016) o Un rubio (2019).
Es verdad que buena parte de estas películas también están recorridas por cierto carácter solemne que siempre ensombrece las manifestaciones del deseo. Sin embargo, en casi todas logra imponerse el impulso hedonista, que Berger encarna sobre todo en la mirada lúbrica y detallada con la que suele retratar al cuerpo masculino. No es menos cierto que todo eso también está presente en El cazador, pero puesto al servicio del thriller. Género que, como en su trabajo de 2011, el director utiliza para plantear situaciones complejas que demandan de los personajes una toma de posición ética, que será la que los definirá como individuos a partir de cómo resuelvan sus vínculos con los otros.
Más allá de la secuencia de los títulos del comienzo, que tanto desde lo sonoro como desde lo fotográfico remite casi al cine de terror, toda la primera mitad de la película se estructura sobre las fórmulas habituales en el cine de Berger. Sobre todo en el registro de las experiencias fallidas que Ezequiel, un quinceañero tomado por sus ganas de "concretar", tiene en sus primeros acercamientos a otros chicos. En la escuela, el profesor de física cita la conocida paradoja de Aquiles y la tortuga, y es inevitable no vincular ese esquema lógico con la idea de que el deseo también puede ser una tortuga inalcanzable. Hasta que Ezequiel conoce al Mono, un skater un poco mayor que se convierte en su primer amor concreto. La aparición de un adulto que exhibe cierta complicidad con los jóvenes funciona como punto de quiebre.
Berger suele utilizar bien el baile de máscaras que se pone en acción durante las relaciones homosexuales clandestinas, como las que pueden mantener chicos que aún ocultan esa parte de su identidad. Tales dobleces calzan perfecto en ese tramo del relato, en el que todos los personajes esconden más de lo que muestran. Hasta que Ezequiel es sorprendido en su inocencia y acaba siendo víctima de una situación tan humillante como peligrosa. De ahí a ser forzado a convertirse él también en victimario de otros, hay apenas un paso: ahí radica el nudo gordiano de El cazador. En ese giro la película deja un poco de lado el habitual deleite del director por fotografiar la sensualidad masculina y al mismo tiempo redobla su peso dramático.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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