¡El doctor don Diego de Zama!.. El enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada. Zama, el que dominó la rebelión indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de los vencidos. No era ese el Zama de las funciones sin sorpresas ni riesgos. Zama el corregidor desconocía con presunción al Zama asesor letrado, mientras éste se esforzaba por mostrar, más que un parentesco, cierta absoluta identidad que aducía.” Este recorte de uno de los párrafos de la ineludible Zama, novela y cumbre de la obra del mendocino Antonio Di Benedetto, es especialmente útil para comenzar a hablar de Zama, película que marca el regreso de Lucrecia Martel a las pantallas de cine, una década después del estreno de su trabajo anterior, La mujer sin cabeza. Como ocurre con los concentrados esenciales que luego se utilizan para crear los perfumes más exquisitos, el fragmento transcripto condensa de tal modo el espíritu del relato que consigue convertirse en el punto sobre el cual hacen equilibrio los universos de Zama, película y libro. En él se da cuenta de la desconexión que suele mediar entre el pasado y el presente, cuyo producto es esa brecha abierta en el pecho de la realidad a la que se conoce como ficción. Pero no sólo la ficción entendida desde su faceta artística, sino como única forma eficiente de construir una memoria. “Yo veía el pasado como algo visceral, informe y, a la vez, perfectible”, reflexiona algunas páginas más adelante el propio Diego de Zama, el protagonista, dando cuenta de ese mecanismo que vuelve a la realidad inaprensible y que será el elegido por Martel para poner en escena su extraordinaria versión de una de esas novelas consideradas intraducibles al lenguaje cinematográfico.
Buena parte de esa fama no necesariamente injusta que carga el libro se sustenta en el trabajo realizado por Di Benedetto a partir de su particular reinvención de una lengua española extinta e irrecuperable. Y de algún modo el prejuicio de “infilmabilidad” es válido, porque: ¿cómo convertir en imagen a esas inflexiones del lenguaje, esa primera ficción creada por este escritor notable que hace de Zama una obra literaria sin molde? La pregunta sería difícil de responder si ese fuera el único mérito de la novela, que por supuesto no lo es. Sin embargo ese es un desafío al que la directora no sólo que no le saca el cuerpo, sino que se trata de un duelo largamente buscado por ella. En alguna entrevista realizada con motivo del estreno de La mujer sin cabeza, Martel contó que uno de sus anhelos era adaptar al cine algún hecho de la historia argentina decimonónica, donde imaginaba que el principal desafío sería el de tener que inventar un lenguaje para representar ese pasado convertido en ilusorio. En ese sentido el complejo trabajo realizado por Di Benedetto en Zama se ofrecía como plataforma ideal para que Martel se sacase esa espina y es justamente en ese terreno donde consigue dar el primer gran golpe en su rol de adaptadora. A partir de un elenco de delicado diseño, en el que coexiste parte de la enorme variedad en la que el idioma español se fue desplegando a partir de su expansión por toda América, la directora crea una paleta sonora en la que la lengua se convierte en tierra de nadie. En Zama conviven actores mexicanos, españoles, argentinos –algunos con acento porteño y otros con tonada guaraní—, brasileños que hablan distintas versiones del idioma, dándole forma a una especie de castellano de Babel. Un modelo fantástico del habla en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII, pero al que Martel llega por medios muy distintos de aquellos que utilizara Di Benedetto en su trabajo de invención. Al fin y al cabo, de eso se trata adaptar: no de copiar sino de recrear.
Pero si algo demanda Zama en su costado más dramático es generar aquella brecha en donde la realidad se diluye entre el pasado y el presente. O entre las formas en que el protagonista, el burócrata Diego de Zama, se percibe a sí mismo dentro de un espacio nebuloso en el que de a poco va perdiendo la noción de quién es, hasta convertirse en un ente que se deja extraviar por los laberintos de una realidad cada vez más extraña. Si bien Martel demostró ser especialista en la creación de este tipo de atmósferas irreales encapsuladas en burbujas de apariencia perfectamente realistas, su nuevo film representa un paso más allá de todo lo hecho en sus trabajos precedentes (La ciénaga, 2001; La niña santa, 2004; La mujer sin cabeza, 2008). Y no sólo por tratarse de una película de época –aunque es cierto que esto le permite apartarse del costado más formal del realismo para inventar, como hace con el lenguaje, su propia versión del mundo—. El gran triunfo de Martel consiste en hacer que dicha realidad se vaya volviendo ilusoria para el protagonista, proceso que deriva en el desvanecimiento de su identidad, que acaba diluida, absorbida por el entorno que antes rechazaba. De ese modo Diego de Zama, sujeto de una espera que de a poco se va volviendo sin fin, se convierte en objeto y pasa de actuar a ser actuado por las circunstancias que, a partir de un notorio punto de quiebre en el relato, acaban por arrastrarlo de acá para allá, como ocurre con aquel mono muerto que es presa de la corriente del río en la primera página de la novela (escena que Martel acierta en no incluir en su película). Un manejo soberbio del sonido y la fotografía, que parecen moverse de forma independiente el uno de la otra, terminan de plasmar esa sensación de aturdimiento permanente en la que parece vivir el protagonista, interpretado con precisión por el mexicano Daniel Giménez Cacho. Así se completa la fórmula alquímica con la que Martel consigue convertir a la novela Zama en cine, proyecto al que por tanto tiempo se condenó, ahora se sabe que de forma injusta, al infierno de lo irrealizable.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
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