Tras casi una década de ausencia vuelve Jason Bourne, personaje emblemático de la intriga geopolítica del siglo XXI, y con él la paranoia suprema. Es un regreso con gloria, luego del paso en falso de El legado Bourne (Tony Gilroy, 2012, con Jeremy Renner), film que intentó sin éxito abrir en la historia una línea paralela, caso notorio que valida para el cine esa máxima del fútbol que indica que “equipo que gana no se toca”. Por eso no sorprende que Jason Bourne, cuarto capítulo “oficial” de la saga, incluya no sólo al protagonista original, Matt Damon, sino a Paul Greengrass, responsable de La supremacía Bourne (2004) y Bourne: Ultimatum (2007), otra vez como director y guionista. Y también a Christopher Rouse en su doble rol de coguionista y montajista, y a Doug Liman, director del film que inició la historia en 2002, Identidad desconocida, esta vez como productor.
Por entonces, apenas un año después del 11-S, el universo híper vigilante de ese primer episodio parecía una adaptación al cine de espías de la fantasía distópica estilo 1984, el clásico de George Orwell. Casi 15 años después la trilogía ha demostrado ribetes proféticos, diseñando un universo en el que, como ocurre con la realidad abierta por los conflictos bélicos en Medio Oriente, es muy difícil saber cuál es y dónde está el enemigo. Con la consolidación de redes globales como Facebook; con la explosión de Wikileaks y su responsable, Julian Assange, asilado en la embajada de Ecuador en Londres; con Chelsea Manning presa y Edward Snowden exiliado en Rusia, Jason Bourne tiene el mérito de realizar en 2016 el camino inverso: poner en escena un infierno que se sostiene con un pie apoyado en esa realidad que la propia saga supo predecir. Así, la película puede ser pensada como una profecía autocumplida que maneja con precisión los recursos del cine de acción. O bien como un film de acción que hace 15 años ya tenía claras las estructuras sobre las que se construiría el futuro.
Luego de que el proyecto de actividades encubiertas al que pertenecía es desmantelado, Bourne se mantiene en las sombras. Pero una filtración pone otra vez a la CIA tras sus pasos, en una nueva telaraña que incluye hackers, espías y al creador de una red social como informante del servicio de inteligencia. En esa trama la paranoia vuelve a ser un elemento central, representada a través de una red de información en la que todos persiguen a todos. Como un perro que se muerde la cola, se trata de una persecución estéril y sin final, en medio de la cual se encuentra este súper espía que perdió la memoria, cada vez más traumado y obligado una vez más a poner patas arriba un caos de inteligencia que tiene más internas que la SIDE, con Stiusso, el Coty Nosiglia y la mar en coche.
Igual que en los otros episodios de la saga, Jason Bourne vuelve a tomar contacto con otras ficciones clásicas de la paranoia puesta en acción por el cine: Enemigo público (Tony Scott, 1998), La conversación (Francis F. Coppola, 1974) y, sobre todo, La ventana indiscreta (1954). Si en ésta última Alfred Hitchcock logra hacer de la inmovilidad una herramienta virtuosa, consiguiendo que James Stewart, imposibilitado para levantarse de la silla que ocupa frente a la ventana de su departamento, se convierta en un falible narrador omnisciente capaz de crear y creer en una conspiración que involucra a todos sus vecinos, el mérito de Greengrass radica en la decisión opuesta. Máquina cinética de alta precisión, Jason Bourne traslada las características del protagonista a un relato realizado a la carrera y a los saltos, pero con una eficacia que lleva al extremo la ética del movimiento, que es la forma en que Bourne se maneja, con el mundo como escenario.
Así como en la obra de Hitchcock la ventana se constituía en un simbólico sucedáneo de la pantalla de cine, donde el personaje proyectaba su fantasía delirante, en Jason Bourne las pantallas se multiplican. Y con ellas el delirio: la omnisciencia es aumentada de un modo exponencial, llevándola a un nivel aterrador, para crear un panorama en el que la realidad cotidiana yace sepultada bajo los intereses cruzados de las corporaciones que manejan la información. En el universo de esta saga extraordinaria, como en aquellos que proponían Enemigo Público y La conversación, no hay lugar para esconderse, porque todo puede ser visto todo el tiempo y una maraña de computadoras, teléfonos móviles, GPS y otros dispositivos digitales, circuitos cerrados de vigilancia, satélites, redes sociales y redes clandestinas de tráfico informativo se encuentra a disposición de un ejército de asesinos a sueldo que tienen su negocio abierto las 24 horas, los 365 días del año. Una metáfora muy eficaz de ese miedo a todo que, otra vez, parece haberse instalado en el mundo justamente en estos últimos 15 años.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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