Quizá como nunca antes, la jornada de apertura de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que va por su edición número 42, estuvo rodeada de un clima enrarecido, de expectativas variopintas entre las que convivían el optimismo con la incertidumbre y el temor. Optimismo porque la continuidad de la Feria siempre es una buena noticia, una sana costumbre que con más de cuatro décadas parece gozar cada vez más de buena salud. Incertidumbre y temor por que el inestable clima social pudiera trasladarse puertas adentro de esta fiesta de la industria editorial.
Ya en los días previos fuentes vinculadas tanto al gobierno nacional como a la administración porteña manifestaban su preocupación por la turbia imagen pública del ministro de Cultura de la ciudad Darío Lopérfido, un actor de importancia no menor en este asunto, en tanto un evento como la Feria del Libro se encuentra dentro de su área de influencia directa. Vale la pena recordar que históricamente Feria y gobierno porteño mantuvieron un vínculo que siempre fue muy próximo. Sirve como ejemplo la tradicional Noche de la Ciudad, que organizaba el anterior responsable de la cartera de Cultura porteña, Hernán Lombardi (hoy Ministro de Medios Públicos de la Nación), pero que Lopérfido eligió no continuar este año. A eso se suman los constantes episodios públicos de rechazo que el ministro de Cultura viene sufriendo desde que, con absoluta falta de tacto político y sin sentido de la oportunidad, se le ocurriera cuestionar el número de los desaparecidos, sugiriendo que dicha cifra obedecía antes al clientelismo que a la historia. Por todo esto, no llamó la atención de nadie que Lopérfido no se encontrara entre los funcionarios que asistieron al acto inaugural de esta edición.
Pero ahí no terminaban las preocupaciones. Aunque no en el mismo nivel que en el caso del ministro de Cultura, la figura del escritor Alberto Manguel, director designado de la Biblioteca Nacional, también se convirtió en un dolor de cabeza para aquellas mismas “fuentes cercanas”. Es que desde que el 22 de marzo se concretara el despido masivo de más de 200 empleados de la Biblioteca, su perfil quedó en el ojo de la tormenta. A partir de eso no fueron pocos los que concluyeron que su condición de asumir en su nuevo cargo a partir del próximo mes de junio, estaba destinada a no quedar vinculado con esta incómoda instancia de achicamiento de la planta. Pero quiso el destino que Manguel, quien vive desde hace años en el extranjero, también fuera el invitado de honor de la Feria a quien se le confió la tarea del discurso inaugural de esta edición. Una invitación que, como se encargó de aclarar en su discurso Martín Gremmelspacher, presidente de la Fundación El Libro, entidad organizadora del encuentro, había sido cursada meses antes de que el nuevo gobierno le ofreciera el sillón de Borges. Fue así como, de buenas a primeras, la Feria del Libro se encontró con una bomba de tiempo entre las manos. Lo que tanto el gobierno como la organización temían (siempre de manera extraoficial, aunque las voces de todos los pasillos lo daban como un hecho consumado) era que los despedidos intentaran manifestarse durante el discurso de Manguel y que la cosa derivara en algún incidente serio.
La profecía, sin embargo, se autocumplió de manera parcial, porque si bien hubo un grupo de personas que se manifestaron de manera abierta durante la alocución que el aún no asumido director dirigió a los presentes, no se registró ni un solo incidente que merezca ser definido como tal. Simplemente un grupo de entre 30 y 40 personas esperaron a que Manguel agarrara algo de velocidad con su discurso para, entonces sí, ponerse de pie y en respetuoso silencio exhibir a mano alzada una serie de pancartas con consignas y preguntas dirigidas al orador. “No a la Biblioteca offshore”, “Una biblioteca no es un negocio” o “¿Quién dirige la Biblioteca Nacional?”, fueron algunas de ellas. Sin apartarse de la lectura de su texto, el nuevo director ignoró por completo la presencia de aquellos que lo increpaban. En esa actitud no sólo parecía no atender a las legítimas dudas de ese grupo de personas autodefinidas como “lectores de la Biblioteca” (ver recuadro), sino apartar la mirada de una serie de cuestiones que lo involucran. Entre ellas la de cargar con la responsabilidad que implican los despidos y el desmantelamiento de la red de actividades ocurridos en la Biblioteca Nacional a poco de que finalmente ocupe su cargo, más de seis meses después de su designación.
La intervención duró no más de cinco minutos. Luego de que los manifestantes se retiraran en paz y por su propia voluntad, Manguel siguió hasta el final de su discurso sobre la relación entre Don Quijote y la ciudad de Buenos Aires. En él Manguel regresa sobre la primera de las aventuras del personaje de Cervantes. “Don Quijote se topa con Andresito, a quien su patrón ha atado a una encina y azota brutalmente porque el muchacho ha tenido la osadía de exigir los nueve meses de sueldo que se le deben”, relata Manguel y el paralelismo desborda actualidad. “Oyendo esto, Don Quijote ordena al patrón que lo desate y que le pague el dinero debido. Éste, azorado por la apariencia demencial del caballero, promete hacerlo. Andresito le implora a Don Quijote que no le crea, que no cumplirá su promesa, que su castigo será peor que antes, a lo cual Don Quijote responde que el patrón ha jurado acatar sus órdenes ‘por la ley de caballería’ y que no se atreverá a romper tal alto juramento. Por supuesto, en cuanto Don Quijote se aleja, el patrón vuelve a atar a Andresito a la encina y le da tantos azotes que lo deja por muerto.” Manguel remató la anécdota afirmando que “En el mundo real no basta la fe del lector”. En este caso no es difícil acordar con él.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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