Como no puede faltar en la cartera de la dama ni en el bolsillo del caballero, Kóblic es la tradicional película de Ricardo Darín del año. A esta altura una costumbre. ¿Una sana costumbre? La verdad es que sí, por varios motivos. Uno de ellos económico: sus películas siempre resultan un negocio, en primer lugar para sus responsables (director, productores, etc.), pero que también generan réditos para el Instituto del Cine, además de engrosar los números del cine argentino en los balances de fin de año. Pero todo eso no debería importar en una crítica. Desde este punto de vista hay algo que es mucho más importante: que Darín cumple. Pero mejor ir por partes.
El relato transcurre en 1977, uno de los años más sangrientos de la última dictadura, y es la historia de un oficial piloto de la Armada. Pero no de cualquier oficial de la Armada, sino de uno que, tras haber pilotado uno de los vuelos de la muerte, decide desertar y esconderse en un pueblito del interior, abrumado por el conflicto moral que dicho acto le provoca. La idea es hacerse pasar por piloto fumigador y no llamar la atención de los escasos habitantes del pueblo. En particular del comisario Velarde, al que varios definen como un cuatrero. Y Darín está impecable, por supuesto. No menos cierto es que la mayoría de las criaturas que viene componiendo de un tiempo a esta parte pulsan más o menos las mismas cuerdas sensibles y dramáticas. El resultado es una galería de personajes homogeneizados y ubicuos, que funcionan ahí donde se los ponga, ya sea en un juzgado, en un edificio de siete pisos, en una ferretería, en una cátedra de derecho o, como ahora, en un pueblito del Lejano Oeste. Porque en Kóblic hay mucho western, incluso (o sobre todo) en ese tironeo moral del protagonista, ya que si de algo se ha ocupado este género es de la justicia, de las diferentes formas de ejecutarla y de los dilemas que de ellas surgen.
Esta vez Darín tiene como contraparte a ese comisario interpretado con toda la bienvenida hijaputez de la que es capaz Oscar Martínez. Es en esa vívida repulsión que surge entre Kóblic y Valverde donde la película se asienta dramáticamente y no en los jugueteos morales algo manipuladores sobre los que se construye el personaje de Darín. Son esas escenas y no los remordimientos de Kóblic, las que hacen que la secuencia final (y con ella toda la película) pueda ser justificada. Porque si se piensa el desenlace en función de los dilemas del protagonista, todo se reduce a la mera fantasía de ver ganar a los buenos usando las armas de los malos.
Es llamativo que un personaje de una moral tan innecesariamente irreductible (Sebastián Borensztein, el director y coguionista, termina haciendo que un oficial de la Armada en plena dictadura sea más bueno que el Gauchito Gil) no se dé cuenta que la justicia sumaria no sólo está mal en un caso, sino en todos. Sin embargo, aunque ese y otros reproches sean posibles, Darín y Martínez se encargan de construir con sus personajes una lógica narrativa para la cuál no hay otra salida posible que ese final violento. Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Claro que entregarles todo el crédito a los actores también es injusto. Porque ha sido Borensztein quien tuvo la capacidad de darles el espacio para generar ese vórtice de energía y para conducir el relato con pulso clásico. Del mismo modo, como sucede en muchas ocasiones con este tipo de propuestas, a veces no consigue eludir los trazos gruesos (el paralelo entre el perro herido y Kóblic) ni las metáforas fáciles (la anécdota del encendedor dialogando con el fuego del final). En resumen: mucho para disfrutar y mucho para discutir.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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