El cine de terror se ha convertido en una suerte de inversión de bajo riesgo. Se apuesta poco en lo económico y en lo creativo, con la posibilidad de obtener al menos un mínimo de ganancia que justifique la movida. El resultado es un universo de películas perezosas y poco imaginativas que parecen salidas de una línea de montaje antes que de la mente de un cineasta. Al mismo tiempo, el género no ha dejado de ser un campo de experimentación en el que talentosos directores nóveles hacen sus primeras armas. La lista de nombres es enorme y en progreso. Su última adición importante parece ser la de Robert Eggers, director de La bruja, film que viene de conseguir un alto impacto en la última edición de Sundance.
No por casualidad La bruja tiene algunos puntos de contacto con algún estereotipo del cine independiente, en donde la observación y los silencios son utilizados para generar atmósferas abrumadoras que consiguen decir más que las palabras y las acciones. Donde cierto preciosismo visual –virtuoso tratamiento fotográfico mediante– es parte fundamental de una ecuación que se propone intimidar por opresión antes que por sorpresa, enfatizando los climas y las atmósferas antes que el impacto efectista. Herramienta que, por otra parte, tampoco es desdeñada, sino utilizada con sutileza y buen sentido de la oportunidad.
La bruja es, sobre todo, un cuento tradicional, un compendio de mitos y leyendas que forman parte esencial del origen de la cultura y de la sociedad estadounidense. Su nombre original lo deja bien claro: A New England Folktale. Un relato gótico surgido del seno de la tradición de aquellas colonias puritanas de la Nueva Inglaterra del siglo XVII, que a la postre resultaron el germen vital de lo que hoy son los Estados Unidos. Así como El matadero de Esteban Echeverría puede ser visto desde el presente como un documento que a partir de la ficción resulta más elocuente que muchos libros de historia para hablar de lo que significa ser argentino, La bruja también puede, entonces, tener esa capacidad. Ambas piezas comparten el horror como fondo. Escrito por el propio director –quien afirma haberse basado en documentos históricos y actas judiciales de la época para dar forma al cuento y a sus personajes—, de algún modo el guión consigue ser la base de una ficción cuasi documental. Como pocas veces se ha conseguido antes, Eggers recrea desde el cine una hipótesis bastante verosímil de cómo debió ser la vida en aquellas colonias, dando cuenta del doble desafío que para los colonos representaba enfrentar por un lado una realidad inédita y por el otro el temor frente a sus propias supersticiones y mitos de origen, pero sin ceder ni perder la esperanza ante la posibilidad de una vida y un mundo nuevos.
Algo de eso hay en la historia de Williams y Katherine, una pareja de colonos que son expulsados de su comunidad por sus principios religiosos demasiado estrictos. Parece mucho, teniendo en cuenta que aquellas colonias se encontraban habitadas por familias que abandonaban Inglaterra convencidas de que la iglesia protestante respetaba cada vez menos sus tradiciones (por eso reciben el nombre de puritanos). Curiosamente ese estricto carácter moralista y poco tolerante (otra característica de los peregrinos de Nueva Inglaterra) que la comunidad les achaca a Williams y a su familia resulta ser el mismo mecanismo que se activa para expulsarlos. La pareja y sus cinco hijos parten y se establecen en una pradera que linda con un bosque cuyo carácter siniestro, por si hiciera falta, es evidenciado por una obvia pero muy eficaz banda sonora.
Plagada de símbolos de un cristianismo casi medieval, donde un macho cabrío negro puede resultar la encarnación del mal, un par de mellizos ser portadores (otra vez) de un carácter siniestro, o en donde la manifestación de la naturaleza femenina resulta una amenaza a la moral, La bruja juega sus cartas con inteligencia. En uno de los grandes momentos de la película Williams le enseña a su hijo que “todos nacemos impuros” y “somos hijos de la culpa”. Al final queda muy claro por qué en el idioma inglés apenas una letra separa a una puta (bitch) de una bruja (witch, o vvitch, según la interesante grafía que se utiliza en el título original de la película). Porque parece que “todos somos impuros”, pero las mujeres más.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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