La película comienza con un plano orbital de la Tierra, en el que el celeste brillante de la atmósfera se esfuma sobre la infinita pantalla negra del cosmos. En estricto off, una sobria voz en idioma ruso descarga como un mazazo la primera frase: “Había una vez una perra muerta que flotaba dentro de una capsula espacial en los confines de la órbita terrestre”. Lejos de ser gratuito, ese tono trágico, que prefiere destacar el destino fúnebre de la heroína en vez de contar su hazaña, proporciona un indicio que no se debe pasar por alto: lo que se verá no es un romántico cuento de hadas.
Enseguida la escena comienza a mostrar reflejos extraños, unas fulguraciones que se van haciendo más intensas, hasta convertirse en llamas. Se revela así que lo que se ve no es una simple panorámica del planeta, sino la subjetiva de una nave al reingresar en la atmósfera. El narrador cuenta entonces que el Sputnik-2 con el cadáver de Laika en su interior se desintegró al caer al planeta, luego de girar en torno a él durante 163 días. “En ese momento, lo que había sido un perro callejero de Moscú se convirtió en un fantasma”, dice la voz mientras las llamaradas de un color púrpura intenso consumen la imagen.
Luego aparece el título y tras él, Space Dogs comienza a seguir a un grupo de perros callejeros que vagan por los suburbios moscovitas. La decisión es un acierto, porque resuelve la puesta en escena abarcando tanto cuestiones estéticas como éticas. En esos animales el film encuentra a los avatares perfectos para contar la vida anónima de Laika antes de pasar a la historia. Los largos planos secuencia (en los que los directores consiguen el prodigio de que la cámara deambule como si se tratara de un miembro más de la jauría) permiten entender las razones que llevaron a los científicos soviéticos a decidir que los perros de Moscú eran ideales para soportar las condiciones extremas del viaje espacial. Así de dura es la vida en las calles de la capital rusa y así de duras son algunas de las imágenes incluidas en Space Dogs.
Pero a pesar de que muchas de ellas pueden resultar crueles, nada de lo que está puesto en pantalla carece de un motivo que justifique su inclusión. Tal vez la escena más controversial es aquella que involucra a los dos perros con mayor protagonismo y a un gatito con el que se cruzan, a la que Kremser y Peter no le cortan ni un solo fotograma. Una decisión que no solo tiene que ver con retratar la realidad sin intervenirla, sino que funciona como contraparte del material de archivo con el que se empalma, en cuyo montaje los procedimientos científicos se revelan incluso más crueles. Hay un correlato entre lo que los perros hacen con el gato en la calle y lo que los humanos hacen con los perros en el laboratorio. Pero también hay un abismo: el que separa la consciencia de la inconsciencia. Sobre esa frontera nada imprecisa tracciona Space Dogs para contar una historia que, como si se tratara de una novela de Dostoievsky protagonizada por perros, tiene mucho más de trágica que de heroica.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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