Con el riesgo y el exceso como atributos distintivos, y tras haber oficiado como película de apertura en el último Bafici, llega a las salas comerciales Claudia, nuevo trabajo de Sebastián de Caro. La del título es una mujer joven, meticulosa y fría a quien parece no importarle demasiado su vida privada, cuya máxima aspiración es la excelencia aplicada a su oficio: organizadora de eventos. La secuencia inicial es una puesta en abismo de esa obsesión. Claudia está parada entre bambalinas con un handy en la mano y así se queda hasta que termina el espectáculo musical en cuya producción trabaja. Recién ahí se permite abandonar su puesto para asistir al sepelio de su padre.
En Claudia De Caro parece haberse propuesto el desafío de poner en evidencia el modo en que ciertos ritos ancestrales han sido vaciados de su contenido simbólico, para acabar convertidos en pantomimas, caricaturas de lo que alguna vez representaron. En ese juego entre la deconstrucción y la resignificación está lo mejor de la película. Para llevarlo a cabo el director y guionista diseñó un dispositivo de dos movimientos, el primero de los cuales tiene lugar en ese mismo velorio.
Para evitar conectar con su dolor, la protagonista se aferra a lo único que la hace sentir segura: su trabajo. Apenas llega a la sala donde se despiden los restos de su padre Claudia encara a la responsable de la funeraria para decirle que la iluminación del lugar es mala, que el féretro no está a la altura correcta, que el café es feo. La enumeración revela la puesta en escena, desnudando la banalidad del rito, que lejos de cumplir con su antigua función ceremonial se reduce a una serie de convenciones seguidas de memoria.
En la segunda etapa Claudia debe reemplazar a una compañera en el rol de wedding planer en una de esas fiestas de casamiento que son el non plus ultra del kitsch. Un festival de superficialidad aspiracional en medio del cual lo siniestro emergerá de forma inesperada. El quiebre se produce cuando la novia le confiesa a la protagonista que no quiere casarse y le pide que la ayude a eludir el trance. La primera reacción de Claudia es atenerse a la planificación, pero no tardará en notar movidas extrañas entre los invitados.
Acá la película revela su linaje: el de ciertos relatos alucinados y paranoicos cuya producción fue abundante en la década de 1970. Claudia irá atando cabos hasta comprender que la novia no es otra cosa que el cordero inocente, la ofrenda en el sentido más pagano del término. Con ese giro De Caro le restituye al rito su carga simbólica, pero lo hace por el camino del absurdo, convirtiendo a los invitados en grotescos confabulados y al carnaval carioca en una danza que se volverá macabra a través del ridículo.
De Claudia puede decirse que es un film desencajado, desconcertante en el mismo sentido en que lo era Vaquero, ópera prima de Juan Minujín que también tuvo la responsabilidad de abrir un Bafici (la edición de 2012). Ambos trabajan a contrapelo del verosímil, apelando a un registro actoral desmedido con el propósito de generar un clima de inestabilidad que hace equilibrio al filo de la cordura. La banda sonora a la Darío Argento, intensa y sobreexpuesta, potencia esa atmósfera enajenada que le hace honor al linaje mencionado.
Claudia también puede ser vista de manera borgeana, como una trama de dos niveles en la que a partir de un hecho traumático la realidad comienza a esfumarse, cediéndole espacio a lo ilusorio o lo delirante. Algo que en el cine ha hecho de forma maravillosa el británico Peter Strickland (ver su película Berberian Sound Studio, por ejemplo), cuya estética tal vez haya influido en De Caro. Aunque en su caso los excesos acaben torciéndole el brazo al riesgo, haciendo que en su mitad final el relato tienda al desequilibrio, sin conseguir que esas dos lecturas paralelas terminen de tender los puentes necesarios para dialogar fluídamente.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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