Gracias a la perspectiva que da la Historia, la escritora francesa Colette se ha convertido en un emblema de las luchas por la igualdad de derechos entre mujeres y hombres. Un caso paradigmático que al retratar el abismo que separaba a unas y otros hace apenas un siglo atrás, también da cuenta de todo lo que aún falta avanzar en un territorio que hoy es mucho más complejo y que excede largamente el clásico modelo binario nene/nena. A tal punto es así, que la enciclopedia online de cine imdb.com señala que la película Colette: Liberación y deseo, biopic que marca el debut en solitario del director británico Wash Westmoreland, recibió en España una declaración ministerial que la recomienda como material “para fomentar la igualdad de género”. De más está decir que este tipo de blasones no necesariamente coinciden con la valoración que pueda hacerse desde el punto de vista cinematográfico, pero hablan a las claras no solo de lo que representa la figura de Colette sino del lugar en el que se encuentran hoy las luchas de género.
“Has recorrido un largo camino, muchacha.” Así, parafraseando el viejo slogan de una conocida marca de cigarrillos “para mujeres” (categoría que en los albores del siglo XXI resulta toda una antigüedad), podría resumirse esta película que recorre la vida de la escritora. Un viaje que comienza en 1892, cuando siendo todavía una adolescente conoce a quien sería su marido, Henry Gauthier-Villars, reconocido por su nombre artístico Willy, con el cual usufructuó como propias las primeras obras de Colette, hasta el divorcio en 1906, que debe ser visto como un auténtico acto de emancipación. Es ese vínculo con Willy el que ocupa el centro de la película y lo que permite leerla dentro del marco de las corrientes modernas del feminismo, que no serían lo que son sin esta historia como antecedente ejemplar.
Sin embargo, si algo entorpece el disfrute de la película es justamente ese carácter didáctico. No porque no sea posible abordar la biografía de Colette a partir del vínculo de sometimiento apenas disfrazado de acuerdo que la unía a su marido, que es central tanto en la construcción de su obra como en el hallazgo de su propia identidad, sino porque esa insistencia genera la redundancia de la metáfora. El momento en que la escritora asiste a uno de los salones de París y se siente tan ajena que solo puede reconocerse en una tortuga adornada con brillantitos, presa en una bandeja de plata. La charla con su madre, tras descubrir las infidelidades de Willy, a quien le pregunta si nunca sintió que los papeles de esposa y madre no eran más que una impostura. O aquella otra donde admite que su marido la somete en muchos aspectos pero también le da mucha libertad, a lo que su amiga y amante Missy responde que hay cadenas que no pesan pero siguen siendo cadenas.
Por supuesto que se trata de una objeción que no arruina la experiencia, porque es cierto que la historia está llena de personajes ricos, y el film maneja esos recursos con elegancia. Y tampoco comete el error de condenar a Willy, entendiéndolo en sus contradicciones como un arquetipo de su clase y de su época: un dandy bon vivant (y vividor) que puede ser visto como un precursor del marketing moderno y al mismo tiempo como un buen editor. Un modelo que Colette ayudo a romper, comenzando a firmar sus obras y recuperando judicialmente la autoría de aquellas que Willy había publicado con su nombre. Aún así, más allá de sus aciertos, la película termina regresando al círculo didáctico, poniendo en boca de su protagonista una declaración de principios que vuelve a evidenciar el color de época (aquella y esta): “Me hallaste cuando no sabía nada de la vida y me amoldaste a tus designios y deseos, creyendo que nunca podría liberarme. Pero te equivocaste”.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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