La torre yergue su ominoso perfil por encima del resto del castillo. Sobre su punto más alto una explosión de fuego parpadea como un ojo de maldad. Los que defienden la fortaleza están siendo arrasados por el ejército oscuro, que llega a bordo de unos elefantes talle Godzilla. Todo parece perdido hasta que el noble Rey, armado sólo con una espada de poder sobrenatural, atraviesa las primeras líneas enemigas y decapita al hechicero que osó intentar derrocarlo usando su magia para el mal. Que la descripción de la secuencia inicial de esta nueva versión de El Rey Arturo suene demasiado parecida a lo que hizo Peter Jackson en su famosa adaptación de El Señor de los Anillos no tiene nada de casual. En primer lugar porque pone en evidencia el carácter de rescritura de los mitos fundacionales de la cultura británica que tiene la obra de J. R. R. Tolkien. Pero además porque el director inglés Guy Ritchie utiliza una estética que, al menos en lo superficial, tiene muchos puntos en común con esos trabajos del neozelandés.
No está demás aclarar que Ritchie no es Jackson y que las diferencias entre las miradas de uno y de otro no tardan en aparecer en escena de forma notoria. Mientras que en sus trabajos basados en las sagas de la Tierra Media el director de El Hobbit ha intentado apegarse al tono clásico de los géneros épico y de aventuras, Ritchie se ha pasado su filmografía tratando de convertir todo lo que toca en película de acción pos Mátrix. A su cine se lo podría definir como farolero, repleto de cámaras lentas efectistas, diálogos veloces que quisieran ser como los de Tarantino y escenas de kung fu a como dé lugar, incluso cuando el contexto no sea adecuado. Adicionalmente, Ritchie parece estar llevando adelante un plan para convertir a los personajes más icónicos de la cultura británica en superhéroes cinematográficos. Ya lo hizo con su versión steam punk de Sherlock Holmes (sostenida por el carisma de Robert Downey Jr.) y ahora le toca a la leyenda de Arturo, también en adaptación libre.
Más allá de que El Rey Arturo u otras de sus películas puedan llegar a resultar entretenidas a partir de la profusión de coreografías de superacción, vistosos trucos de cámara y humor al paso (y sólo si uno ya no se ha vuelto intolerante a tales recursos), pronto queda claro que se trata de un cine que es pura cobertura y escaso relleno. Algo que en esta película se hace evidente en detalles como, por ejemplo, un cameo de David Beckham: son ese tipo de jueguitos los que le interesan a Ritchie más que concentrarse en engrosar el músculo narrativo de la película. Aunque respeta al mito al menos en sus detalles emblemáticos, el director lo reduce a una imagen brillosamente contemporánea a partir de una técnica más cercana al pastiche que al collage. Así, el mítico Rey parece una cruza entre modelo de Calvin Klein con Rocky y Iron Man, y los modales de un pandillero de Los Ángeles, tanto que si en algún momento apareciera en moto, usando una gorrita de coté, anteojos espejados, collares de oro y cantando hip-hop, a nadie le parecería raro.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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