Con un reparto más que interesante, El gran pequeño es un ejemplo paradigmático de cine hecho para electrificar emociones. O picanearlas, para decirlo sin eufemismos. Dirigido y escrito por el mexicano Alejandro Monteverde, el film apuesta a conmover a como de lugar, pero siempre por imposición antes que por empatía. Una montaña rusa emocional que abre fuego a discreción sobre el público con munición gruesa de ternura, pena, compasión y otras yerbas, y que le debe mucho a El tambor de hojalata, novela del alemán Günter Grass que su compatriota Volker Schlöndorff llevó al cine, pero también a Cinema Paradiso, obra magna de Giusepe Tornatore. Aunque en los tres casos la Segunda Guerra es el telón de fondo sobre el que se desarrolla la trama, con film del italiano guarda la mayor deuda formal y estética. Como ahí, el costumbrismo ocupa un lugar central en la ecuación; el cine y acá también la historieta forman parte de un mecanismo que desde la fantasía aportan elementos vitales a una determinada cosmovisión, y el protagonista es un chico. Porque, como se sabe, siempre es más fácil manipular las emociones si se utiliza a un chico como herramienta.
Las mayores diferencias estructurales entre ambas películas tienen que ver con distintas formas de utilizar los mismos recursos. Por un lado, si en el trabajo de Tornatore convivían dentro del relato dos líneas temporales que, con el cine como metal conductor, giraban en torno a la infancia y la adultez del protagonista, en El gran pequeño ese asunto se resuelve con una voz en off, que es la del protagonista adulto haciendo memoria sobre su niñez. Por otra parte está el personaje paternal que guía al niño intentando iluminar un momento difícil de su vida, rol que en Cinema Paradiso cargaba el enorme Philipe Noiret, pero que Monteverde desdobla en varios personajes que se alternan la misión. Y por supuesto, mientras la obra del italiano representaba un recorrido por la historia de su país desde la guerra hasta el presente, acá se trata de abordar uno de los acontecimientos más trascendentes de la historia estadounidense desde el punto de vista más acotado posible: el del niño más pequeño de una pequeña y típica comunidad norteamericana.
El argumento es sencillo: un chico que por alguna razón no crece y al que en su pueblo llaman Little Boy (Chiquito), intenta hacer uso de un poder que en su fantasía cree tener para poner fin a la guerra y traer a su papá de regreso del frente. Que el apodo del chico sea el mismo con el que fue bautizada una de las bombas atómicas arrojadas sobre Japón es un detalle elocuente acerca del camino que la película elige para impactar. Un camino que justifica cualquier golpe de efecto, incluyendo un final esquizoide que en su duplicidad zamarrea al público con impunidad entre la congoja y el alivio, con la única intensión de exprimirle hasta la última lágrima. Y si lo consigue es sobre todo gracias a la eficiencia de su elenco.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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