El estreno de Girimunho, película de los directores brasileños Helvecio Marins Jr. y Clarissa Campolina, estrenada y premiada en el Festival de Venecia y que también formó parte hace un par de años de la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata, es una noticia alentadora. En un panorama de estrenos en donde sólo los productos más taquilleros parecen tener espacio en las salas, que el circuito alternativo se empeñe en seguir ofreciendo títulos que apuesten por la poesía es una empresa bienvenida. Como en cualquier obra poética, lo más sencillo de destacar en Girimunho son sus recursos formales. Sobre todo la precisión pictórica en la composición fotográfica de los cuadros, que nunca desperdicia la posibilidad de jugar con el orden geométrico, las perspectivas, las diagonales y la profundidad. Girimunho desborda de confianza en el poder de sus imágenes. Sin embargo, toda esa virtud sería inútil, vacía, si sobre ella no se cimentara el fondo poético de esta historia de fantasmas.
El escenario del relato es el Brasil colonial que aún sobrevive en pleno siglo XXI, en donde habita esa mixtura pagana de la cultura negra que ha tenido que absorber y pervertir la tradición cristiana para no desaparecer. Bastú y María, viejas amigas que parecen hechas de roca centenaria, disfrutan de los bailes tradicionales de los que participan cantando o batiendo algún parche. Pero la muerte de Feliciano, marido de la primera, viene a provocar una fisura en esa calma aparente. Al principio, la viudez parece ser un alivio para Bastú, pero pronto creerá escuchar al espíritu de Feliciano deambulando por la casa, golpeando las herramientas que ahora juntan polvo en el viejo taller. “Cuando uno muere, no pasa a través de las puertas sino que se mete por las grietas”, le dice María, que tiene algo de sacerdotisa (o de bruja vudú) y por eso parece capaz de comprender el devenir turístico de los espíritus por un mundo al que ya no pertenecen. También es a través de grietas, las que provoca todo buen relato sobre la piel frágil de la realidad, por las que se cuela el texto cinematográfico de Girimunho. Grietas que permiten asomarse a este universo ajeno, luminoso aun en su perfil más sombrío, que la película propone descubrir.
Ante la presencia de la muerte, Bastú se empuja a ser valiente (“nunca lloro”, confiesa); sin embargo, debe recurrir a diferentes trucos para enfrentar las sombras que los muertos proyectan entre los vivos y a las que ella elige personificar en la figura del fantasma, con el que comenzará a dialogar. Ese discutir con el difunto parece la única forma que encuentra para soportar su nueva vida agujereada por la ausencia. “Voy a dejar de pensar en vos para poder dormir”, le dice Bastú al alma traviesa de Feliciano, que se empeña en correr por el taller. Esas palabras no han terminado de apagarse cuando un remolino de polvo surge de la nada en un camino desierto, lo atraviesa y desaparece, como un fantasma que ha decidido partir. Como ésta, las imágenes coreografiadas por los directores destilan una fantasmagoría amable que no se resigna a dejar de ser amenazante. Si fuera posible quitarse de encima todos los años que encorsetan la mirada adulta para asomarse a Girimunho con ojos de niño, sin duda sería posible ver también al fantasma travieso. En la oposición entre vejez y juventud, entre tradición y modernidad, entre la muerte y la vida, polos que tanto se repelen como indefectiblemente se atraen, ahí descansa el alma poética de Girimunho.
“El tiempo no para; los que paramos somos nosotros”, dice la protagonista, y lo que sigue es una sucesión de planos inmóviles, en donde el río y un suelo anaranjado picado de hojas secas parecen proponer al espectador la experiencia de poner a prueba ese concepto. La presencia repetida del agua, a veces como arroyuelo manso y otras como río de torrente sin fin, dialoga de manera directa con aquella afirmación. Porque el agua siempre corre y en esa carrera bien pueden medirse los ciclos de todas las vidas que, como cualquier río, fluyen hacia un destino único e impostergable. Ese que parece conjurar la armonía de la última escena, en donde Bastú y el río se funden en una comunión de hombre y Universo. Ahí la voz de la anciana da cuenta del carácter a la vez espiralado y moebiano de la existencia, donde comienzo y final parecen casi tocarse, en una continuidad aparente en la que podría no haber muerte, ni nacimiento, sino simplemente la vida, yendo hacia adelante a pesar de todo.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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