Tal vez sea culpa de Cannes que, tanto en el imaginario colectivo como en la realidad, resulte sencillo hacer coincidir un festival de cine y una playa a orillas del mar. No es complicado suponer una razón práctica para esto: reunir al cine en la mente del espectador (cinéfilo o no) con las ideas de calma y esparcimiento. Las ciudades balnearias, inevitablemente asociadas al concepto moderno del turismo y las vacaciones, suelen desactivar los mecanismos neuróticos que gobiernan las grandes urbes en donde la gente vive y trabaja. A la playa, en cambio, se va a descansar, y aun cuando el turismo (como el cine) es una industria, es fácil convencerse de que nadie vive ahí cuando el verano termina.
Además de Cannes, las ciudades de Mar del Plata, San Sebastián, Río de Janeiro, Viña del Mar, Acapulco y muchos otros balnearios famosos de todo el mundo tienen su festival de cine durante la temporada más o menos alta. Punta del Este, sinónimo de playa, turismo y glamour en la fantasía de los rioplatenses y, sobre todo, destino estival casi obligado para los argentinos ABC1, también tiene su festival. Para sorpresa de quienes no sean expertos en la materia, se trata de uno de los festivales más viejos del mundo.
El Festival Internacional de Cine de Punta del Este, que este año celebra la decimosexta edición de su nueva era del 3 al 10 de marzo, hizo sin embargo su debut en 1951. Apenas más joven que Cannes, el Gran Hermano de los festivales de cine, es sin embargo algunos años anterior a, por ejemplo, los ya mencionados de San Sebastián (1953) o Mar del Plata (1954), con la diferencia de que estos tres últimos son festivales Clase A, es decir: algunos de los más importantes del mundo. Pero Punta del Este tiene mística y mitología suficiente como para no sentirse menos que nadie. Aunque se trata de un encuentro ostensiblemente más pequeño en cuanto a infraestructura y volumen de programación, cuenta entre sus blasones el ser el solar natal que en 1952, durante la segunda edición de este festival, vio nacer a la fama y el prestigio internacional nada menos que a Ingmar Bergman, ese director sueco a quien hoy se considera uno de los tres o cuatro más importantes artistas de la historia del cine. Cuenta la leyenda que entre los parteros estaba el no menos legendario Homero Alsina Thevenet (HAT para los memoriosos), que se encontraba en Punta del Este como parte de un jurado compuesto por once miembros, todos ellos críticos de cine. Eso dice la leyenda de Punta del Este.
Con su genealogía a cuestas, este festival cuenta ahora con una programación a cargo de la Cinemateca Uruguaya, institución fundamental del séptimo arte en el Río de la Plata. Plenamente conscientes de este carácter tan particular que suelen compartir los festivales de cine que crecen junto al mar, sus programadores han elegido comenzar formalmente sus actividades proyectando un cortometraje antes de la película de apertura, que tiene mucho que decir al respecto. Se trata de Las calles de mi ciudad, de Lucía Salazar, realizadora de Maldonado, ciudad vecina, casi siamesa de tan próxima, en donde vive la mayor parte de la gente que trabaja en Punta del Este. Y un poco de eso se trata su corto. Salazar realiza un recorrido paralelo de ambas ciudades, cuyos caminos suelen cruzarse durante el verano, cuando los nativos de una reciben y atienden a los visitantes de la otra. Sin embargo, elige contar su historia evitando justamente los meses del furor veraniego, para concentrarse en esos otros diez meses del año en que Punta del Este es poco menos que una ciudad de fantasmas que habitan en los picaportes de esas casas en estado de hibernación. La directora consigue un extrañamiento de doble vía, a partir de un relato en off poético que logra eludir lo pretencioso y de un discurso visual que combina cierta fantasía mágica con logradas puestas de cámara. Con inteligencia cinematográfica, Salazar consigue oponer, evitando la banalidad de lo explícito, la vida plástica y artificial de los huéspedes ausentes (esos invasores ABC1 que llegan a Punta desde el otro lado del río), a la vida real que tenazmente crece en las calles de Maldonado. Elegante, Salazar elige en cuál de esas dos vidas posibles encontrar su propio reflejo. Las calles de mi ciudad resultó un punto de partida sorprendentemente apropiado para este festival.
No tanto el largometraje de apertura. Mi planta naranja lima, del brasileño Marcos Bernstein, es una versión de la famosa novela de José Mauro de Vasconcelos, a la que le juegan en contra sus deseos de estar a la altura de un clásico de la literatura latinoamericana. La película (y la novela) cuenta la historia de Zezé, un niño travieso cuyos problemas de conducta son una sombra de los avatares miserables de una familia de clase baja. Bernstein consigue el difícil objetivo de hallar un niño actor muy eficaz (el pequeño João Guilherme Avila), pero sin embargo elige darle a su relato un tono excesivamente dramático, subrayado por una utilización invasiva y en exceso connotativa de la banda sonora. Aunque la simpatía del protagonista y su relación con Portuga, algo así como el dandy maduro del pueblo, consiguen mantener la atención por el relato, la necesidad de su director de replicar cierta poética literaria desde recursos cinematográficos como encuadres infrecuentes o juegos complejos con la composición de los planos, sumado a algunas ingenuidades del montaje, signan la irregularidad de esta versión de Mi planta naranja lima, a la que se le debe reconocer una fotografía notable.
Esta edición del Festival de Punta del Este tiene a la Argentina como invitada de honor y por eso gran cantidad de títulos nacionales se encuentran entre lo más destacado del programa. Con un equilibrio interesante entre las programaciones del Bafici y Mar del Plata, los dos encuentros de cine más importantes de la Argentina, dentro de las películas programadas aquí se cuentan La araña vampiro, de Gabriel Medina, y Germania, de Maximiliano Schonfeld, ambas estrenadas en el festival de Buenos Aires, junto a El campo, de Hernán Belón, y la todavía no estrenada Puerta de Hierro, de Víctor Laplace, que formaron parte de diferentes ediciones de Mar del Plata. Junto a ellas podrá verse La multitud, el documental de Martín Oesterheld recientemente estrenado en Buenos Aires, donde a partir de dos espacios urbanos fallidos como la Ciudad Deportiva de La Boca y el Parque de la Ciudad, el director consigue no sólo realizar un retrato de las castas olvidadas de Buenos Aires, sino también remitir a momentos históricos en los que se pretendía rellenar huecos políticos y sociales con proyectos megalómanos. También forman parte de la programación Días de pesca, última y delicada película de Carlos Sorín, con las buenas actuaciones de Alejandro Awada y Victoria Almeida, y la coproducción El amigo alemán, más alemana que argentina, con la labor interpretativa de Celeste Cid y dirección de la directora germana Jeanine Meerapfel.
De marcado perfil latinoamericanista, el festival también incluye trabajos de países como Brasil, Perú, Colombia, El Salvador, Nicaragua y México, destacándose entre ellas la complejísima Post Tenebras Lux, último trabajo del mexicano Carlos Reygadas, y la peruana El limpiador, de Adrián Saba, agradable fábula de ciencia ficción en clave realista/costumbrista, acerca de la amistad de un hombre mayor con un niño huérfano. Además de un buen número de preestrenos de producciones uruguayas, entre ellas Tanta agua, de Ana Guevara y Leticia Jorge, que viene de presentarse en la Berlinale.
Artículo publicado originalemente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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