Hay discusiones eternas, como esta, de la que han participado casi todos los pensadores de la humanidad. Se trata de un asunto de importancia capital, cuyos alcances pueden hacerse extensos a casi cualquier manifestación humana. Mucho se ha dado vueltas en torno a él y son tantos quienes la han abordado en busca de develar su misterio, que al menos se la ha conseguido reducir a una pregunta, única y esencial, cuya respuesta, aún inaprensible, tiene alcances insospechados. Esa pregunta, compleja en su fondo pero sencilla en su forma (tal vez la más rica de las configuraciones posibles en materia de interrogantes), todavía espera ser respondida: ¿el tamaño importa?
Que lo prosaico de su exposición no engañe a nadie: aunque en apariencia sencilla, no ha tenido hasta ahora una contestación definitiva y ha sido medida con tantas varas como almas integran el carnaval humano. Abordar esta duda en toda su extensión encierra una exigencia que aquí, en la cobertura de la 16ª edición del Festival de Cine de Punta del Este, que culmina mañana domingo, no es pertinente. Pero rehacerla, sin embargo, resulta absolutamente válido: ¿importa el tamaño de un festival de cine a la hora de intentar calcular su valor? La respuesta en este caso es concluyente: el tamaño acá no importa.
En primer lugar porque un encuentro cultural es siempre mucho más que la suma de sus partes o el volumen de sus actividades. Es necesario evaluar también la incidencia de su acción en el seno de la comunidad que la recibe, una operación cuyo resultado no tiene que ver necesariamente con una noción triunfalista del éxito. Aunque es esperable que una iniciativa costosa, como sin dudas es un festival de cine, pudiera contar con la participación masiva del público. Sin embargo no debe dejar de atenderse a cuestiones mucho más básicas que atañen a cinematografías evidentemente deficitarias, tanto desde lo económico como en su llegada al público, como son las producidas en Latinoamérica en general. Desde ese lugar no importa el tamaño de un festival de cine si, como es el caso, consigue sostenerse como un espacio de difusión ganado en la lucha por los espacios vitales cada vez más restringidos, merced la expansiva y viral industria norteamericana. Que una cadena de multicines instalada en un paseo de compras ceda, una semana al año, una sala para permitir que en ella se exhiba parte de la programación de un festival es, sin vueltas, un hecho simbólico sumamente poderoso. Entonces resulta indiscutible que para una industria cinematográfica como la uruguaya, que estrena apenas entre 8 y 15 películas por año, la continuidad del festival de Punta del Este representa un éxito rotundo.
El otro triunfo de este Festival en relación a la cuestión del tamaño, es su programación, pequeña pero potente, que involuntariamente permite jugar con otras analogías respecto de la pregunta original. No es que en su escueta programación, integrada por una lista de apenas cincuenta títulos, predominen los grandes hallazgos, algo que tampoco ocurre en casi ningún festival del mundo. Aun así Punta del Este hace gala de no pocas virtudes. En primer lugar una diversidad de orden múltiple, que tanto se traduce en la amplia representación de cinematografías de los orígenes más remotos (se han proyectado dos películas notables, como la serbia Mi nombre es Janez Jansa y la turca Noche de silencio, en este caso con la presencia del director Reis Celik), como en una pluralidad de miradas cinematográficas que permite reunir filmes de estéticas opuestas, desde Colosio, de Carlos Bolado, policial mexicano de corte clásico que reconstruye en clave ficcional el asesinato del candidato a presidente Luis Colosio en 1994, hasta La lección de pintura, del respetado cineasta chileno Pablo Perelman, que también aborda un fragmento de la historia de su país con recursos narrativos muchísimo más sutiles. Esa diversidad es la principal riqueza del Festival y el mejor argumento a la hora de afirmar que, efectivamente, el tamaño acá importa bien poco.
Dentro de ese panorama, el cine argentino realiza un aporte significativo a la calidad de la programación. Aunque todas ya se han estrenado en la Argentina, películas como Germania de Maximiliano Schonfeld; Días de pesca de Carlos Sorín; El campo de Hernán Belón; La multitud de Martín Oesterheld; y La araña vampiro de Gabriel Medina, representan algunos de los puntos más altos dentro de la oferta de esta edición de Punta del Este. Pero hay más. El cine peruano aporta dos filmes de gran interés. Por un lado El limpiador de Adrián Saba, presentado en la Argentina como parte de la Competencia Latinoamericana del último Festival de Mar del Plata, y Casadentro, un poderoso retrato de la sociedad peruana realizado por la directora Joanna Lombardi. A partir de una idea tan sencilla como retratar la vida de una anciana que comparte su casa desde hace décadas con su empleada doméstica, junto con otra mucho más joven y una perrita hiperquinética de nombre Tuna, Lombardi consigue con humor trazar un mapa de las relaciones sociales en el Perú, marcando además la enrome brecha generacional entre jóvenes y ancianos, que es también la de padres e hijos. Porque a estas tres mujeres se sumarán luego una hija, la nieta y la bisnieta de la señora de la casa, que junto con la ausencia significativa de otra hija, dan forma a un potente universo femenino en el cual la presencia masculina (el marido de la nieta) no tiene más peso ni valor que la de los zánganos en una colmena. Formalmente elegante y de un costumbrismo bien entendido, a Casadentro apenas se le puede reprochar un forzado cambio de registro en las dos o tres escenas finales, que de ningún modo estropean un film con algunos tramos exquisitos.
No puede dejar de subrayarse la curiosa tendencia que marcan las dos películas brasileñas exhibidas dentro de la competencia de Punta del Este. Se trata de Hoy, de la directora Tata Amaral, y Cara o cruz, del paulista Ugo Giorgetti. Ambos trabajos abordan de maneras muy diversas el tema de la dictadura militar y los años 70 en Brasil. La película de Giorgetti se inclina por un film realista y de época, en el que se cuestionan los estereotipos tanto de izquierda, representados en un acomodaticio autor teatral que vampiriza la inocencia de quienes lo rodean, incluido su joven e idealista hermano menor, hasta los de derecha, en el perfil de un general retirado que se niega a creer en las atrocidades cometidas por la institución a la que pertenece. Hoy en cambio elige ver el tema desde el presente, a través de los ojos de una mujer que acaba de mudarse a un departamento comprado con la indemnización recibida por la desaparición de su pareja. Allí la culpa se hará presente en la fantasmal figura del desaparecido (curiosamente interpretado por César Troncoso, el actor uruguayo que realiza un papel análogo en Infancia clandestina) que llega para poner en cuestión la validez de la memoria. Ambas películas, aunque correctas en sus aspectos técnicos y formales, adolecen de cierta inocencia en su mirada del pasado traumático, cayendo incluso la de Amaral en una puesta que por momentos se torna en exceso teatral. No ocurre lo mismo con la chilena Carne de perro, de Fernando Guzzoni, poderoso artefacto cinematográfico construido en torno a la figura omnipresente de un ex torturador que comienza a manifestar síntomas de un ataque de pánico pero que, en su tosca constitución psicológica, se niega a asumir como un problema mental y de conciencia. Con una sólida construcción narrativa y una intensa labor protagónica de Alejandro Goic, Carne de perro flaquea a la hora de decidir que hacer con esa culpa (que es la del personaje pero también la del pueblo chileno), a la que en las escenas finales se intenta resolver a través de un perdón de ojos cerrados, como suele ser la no siempre justa piedad religiosa.
Con mucho cine político latinoamericano, esta decimosexta edición del Festival Internacional de Punta del Este no ha decepcionado en sus puntos altos, pero es de esperar que también crezca, en calidad y producción, para ofrecer el año que viene una edición aun más poderosa. Mientras tanto, su valioso espacio sigue siendo terreno ganado en la batalla por llevar el cine a su destino más legítimo: la gente.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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