domingo, 8 de enero de 2012

LA COLUMNA TORCIDA - Juanita de los labios rojos

Uno hace cualquier cosa por los hijos, pero a veces el salario es ingrato. Hace no mucho decidimos regalarle a Serena, que ya ha pasado los 15, un bonito pintalabios bien rojo. Era de la mejor marca y estaba en liquidación: qué mejor oportunidad para quedar bien con esa hija adolescente a la que uno ya no sabe cómo decirle que la ama, igual que siempre. Una de las formas, algo trivial, es regalarle un buen lápiz labial (bueno, pero de oferta); otra es dejar que ella te pinte los labios. Nada divierte más a los chicos que darse cuenta que, lejos de la rigidez de la ley, sobre los márgenes, hay límites flexibles cuya ruptura es capaz de provocar un gran placer. Empujar al propio padre más allá de la frontera del ridículo es uno. Por eso me dejé pintar los labios por ella, esta y muchas veces.
Pero el sabor de la transgresión, por módica que esta fuera, provoca en los niños (pequeños perversos) un estado de excitación como de hienas ante un cadáver y no contenta con travestirme, la nena también quiso sacarme fotos. Así es la hípermodernidad: todo evento, hasta el más insignificante, debe quedar registrado en algún tipo de soporte transmisible. Un concepto peligroso que lentamente se ha ido naturalizando: todo bicho que camina hoy va a parar a Facebook o a YouTube (o a una columna del diario). No es necesario decir que ella se salió con la suya, en parte porque uno también disfruta de ofrecerse a ellos como objeto degradable.
Después almorzamos y al rato tuve que salir a buscar a
Dante –hijo menor– que estaba en clase de teatro. El clima era un agobio y la sola idea de hacer casi 20 cuadras en bicicleta, de ida y de vuelta, demasiada carga. Hice el recorrido en piloto automático, sin reparar ni en los autos y vecinos que fui cruzando, ni en el saludo de los verduleros de la esquina, inusualmente cálido como el aire estancado de la tarde. Dante salió puntual de la mano de su maestra de teatro y, desfigurado de incredulidad, me preguntó a los gritos frente a todas las madres de sus compañeritos: “¡Papá… ¿tenés los labios pintados?!” Ahí recobré, de golpe, toda la memoria y, créanme, mi explicación no fue nada convincente.
En casa, Serena se reía con su madre.



Foto: Serena Cinelli García


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Columna publicada en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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