Cuando uno se dispone a viajar en tren, lo hace aceptando una gran cantidad de sobrentendidos. La posibilidad de morir prensado sería una primera, muy obvia fatalidad. Pero también la de atravesar las puertas de la percepción, en los espontáneos fumaderos instalados en los furgones de cada formación; o la de cruzarnos con algún arcángel terrenal que nos anuncie que seremos madres, contra toda ley natural; y hasta la remota contingencia de llegar a destino ilesos y puntuales. Lo que uno nunca espera ni en la más descabellada de las fantasías , es compartir asiento con la más importante escritora de la literatura argentina.
Cuando la vi en la cola para sacar boleto tenía en la cara ese mismo gesto seco que multiplican todos los suplementos de cultura, tan seria que casi ni le hablo, más por temor que por timidez. Tuve que doblegarme para poder saludarla y cuando lo hice, ella respondió a mi sonrisa con otra, que era de sorpresa pero que a la vez sugería algo de curiosidad veleidosa. Le hice saber quién era yo, y enseguida su sonrisa se volvió más franca, tanto como para confesar que realmente no lee todas las notas que le hacen, incluida la nuestra. Como viajaba hasta Haedo y ella seguía hasta el final, aceptó que la acompañara. Subir al tren en Once suele ser una experiencia traumática, como lo sería para los inglesitos de los cuentos de Borges caer en manos del malón. Pero hacerlo con ella fue otra cosa: no me importó que me empujaran, ni me preocupó la idea de no conseguir asiento. Dentro de una burbuja, me dediqué a verla subir al vagón, tratando de no ser golpeada por montones de cuerpos que no sólo ignoraban su presencia, sino su existencia completa. La mejor escritora de la literatura argentina zarandeada por la horda, como cualquier otro. No exagero si digo que aquel fue, a su manera, un momento luminoso.
Me contó que iba a dar un taller gratis a Moreno, que había conseguido que le cedieran un lugarcito en la parroquia para poder hacerlo. Comenté algunos miedos propios y ella respondió gentilmente, como si yo fuera importante. Y así seguimos como dos pasajeros más, conversando amablemente. Pero ella nunca dejó de ser la mejor escritora argentina, ni yo un hombre enamorado.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Cuando la vi en la cola para sacar boleto tenía en la cara ese mismo gesto seco que multiplican todos los suplementos de cultura, tan seria que casi ni le hablo, más por temor que por timidez. Tuve que doblegarme para poder saludarla y cuando lo hice, ella respondió a mi sonrisa con otra, que era de sorpresa pero que a la vez sugería algo de curiosidad veleidosa. Le hice saber quién era yo, y enseguida su sonrisa se volvió más franca, tanto como para confesar que realmente no lee todas las notas que le hacen, incluida la nuestra. Como viajaba hasta Haedo y ella seguía hasta el final, aceptó que la acompañara. Subir al tren en Once suele ser una experiencia traumática, como lo sería para los inglesitos de los cuentos de Borges caer en manos del malón. Pero hacerlo con ella fue otra cosa: no me importó que me empujaran, ni me preocupó la idea de no conseguir asiento. Dentro de una burbuja, me dediqué a verla subir al vagón, tratando de no ser golpeada por montones de cuerpos que no sólo ignoraban su presencia, sino su existencia completa. La mejor escritora de la literatura argentina zarandeada por la horda, como cualquier otro. No exagero si digo que aquel fue, a su manera, un momento luminoso.
Me contó que iba a dar un taller gratis a Moreno, que había conseguido que le cedieran un lugarcito en la parroquia para poder hacerlo. Comenté algunos miedos propios y ella respondió gentilmente, como si yo fuera importante. Y así seguimos como dos pasajeros más, conversando amablemente. Pero ella nunca dejó de ser la mejor escritora argentina, ni yo un hombre enamorado.
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