En un paisaje general en donde las grandes producciones del cine estadounidense de los últimos 20 años se han vuelto perezosas, cayendo cada vez con más facilidad en el molde hiperbólico y gigantista que reproduce automáticamente la fórmula “historia elemental + estrella masculina mostrando el torso + persecución + catástrofe”, las películas que integran la saga Misión: Imposible siempre han conseguido destacarse. No porque hayan evitado utilizar muchos de esos mismos elementos, sino porque han modificado la fórmula incorporando el empeño de ponerlos al servicio de algo más. Y ese plus, ese algo más que distingue a la saga, es una voluntad cinética innegociable de la cual el actor (y también productor) Tom Cruise es el principal impulsor y garante. Como ocurría ya desde los dos primeros episodios, dirigidos por Brian De Palma (1996) y John Woo (2000), Misión: Imposible - Nación Secreta confirma su compromiso con una ética del movimiento en el que la saga sólo se parece a sí misma, virtud que de algún modo también representa su principal defecto.
Porque si bien cada nueva película consigue sorprender con el arte de la coreografía puesto al servicio de un cine en el que la acción es entendida de un modo mucho más amplio que el de la simple etiqueta genérica, como contracara se hace evidente que la lógica narrativa de sus relatos siempre obedece más o menos al mismo patrón. Una característica que, por otra parte, es constitutiva de la mayoría de las sagas de este tipo, con James Bond como paradigma, pero que en este caso también responden al respeto por el espíritu de la serie de televisión original que reunía a un grupo de expertos en montajes, que con tanto ingenio parodió Damián Szifron en la inolvidable Los Simuladores y que las películas han adaptado, llevándolo a su non plus ultra.
En Misión: Imposible 5 se observa cierto carácter paradójico. Aunque puede parecer que la historia que se cuenta es lo de menos, sin embargo la película hace gala de una precisión y una economía dramática en la que no hay escena, secuencia, personaje, chiste, pirueta o acrobacia que no sea funcional a ella. Con lo cual dicha historia puede ser vista como soporte que justifica la acción, hecho que curiosamente acaba por poner en evidencia la relevancia y la solidez del relato. El resultado es una simbiosis eficiente entre acción y narración, cuyo equilibrio parece abonar a la idea de que también es posible entender al entretenimiento como una de las bellas artes.
Detrás de todo eso está Tom Cruise, un actor del que tal vez puedan discutirse sus capacidades (aunque desde muy joven ha dado sobradas muestras de su talento y carisma), al que no sin argumentos se le puede achacar cierta egomanía y a quien hasta quizá sea posible ridiculizar por sus creencias, pero que asume la actuación como el oficio de poner el cuerpo al servicio de la puesta en escena. Ciertamente no muchos de sus colegas son capaces de asumir ese compromiso de un modo tan literal, mucho menos de llevar el asunto a los extremos a los que él se aventura. La escena inicial, incluida en los avances promocionales de la película, en la que el actor realmente se cuelga de un gigantesco avión de carga en el momento del despegue, prescindiendo del apoyo de pantallas verdes o de la tecnología digital, sin dudas puede ser vista como un megalómano golpe de efecto. Pero quedarse con eso es permanecer en la superficie del asunto, porque en el fondo de ese acto en apariencia innecesario, en lo profundo de esa manera tan explícita de entender la acción, hay una declaración de amor al cine. A cierto cine, a uno que ya no se hace, donde un cuerpo es un cuerpo y no una colección de bits y pixeles y en el que hacer una película es un riesgo a correr. Visto desde ahí, no hay mucha diferencia entre Cruise colgado del fuselaje de un avión y Buster Keaton corriendo delante de una locomotora en marcha. Ambos casos representan una manera de entender qué es el cine, qué elementos le son propios en tanto arte y lenguaje, y comparten una ética y una pasión por el movimiento que de algún modo convierten a Misión: Imposible 5 en un ejemplo genuino y honesto de cine clásico. De acción.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 31 de julio de 2015
miércoles, 29 de julio de 2015
LIBROS - El saludo de Borges y Pinochet: El llamado telefónico que valía un Premio Nobel
En una entrevista concedida al diario El País de España, María Kodama, viuda y albacea universal de la obra de Jorge Luis Borges, volvió a contar la historia conocida del llamado telefónico que en 1976 alertó al escritor de que viajar a Chile para aceptar un premio de manos del dictador Augusto Pinochet ponía en riesgo la posibilidad de recibir el Nobel de Literatura ese mismo año. La anécdota forma parte de una entrevista que tiene su centro en un asunto mucho menos espinoso que la relación entre Borges y la Academia Sueca: en ella Kodama recuerda los detalles de una travesía en globo que realizaron con el escritor a comienzos de la década de 1980 y que luego acabó formando parte del itinerario literario que Borges propone en su libro Atlas, de 1984. Kodama refiere también la historia en la que Borges se sentó con ella frente al televisor para ver la transmisión de la llegada del hombre a la Luna. Para un hombre que llevaba 15 años ciego, ese ver significaba otra cosa, más cercana a su oficio de narrador: tener el relato que la propia Kodama le iba haciendo de las imágenes televisivas a medida que estas iban teniendo lugar en la pantalla. "Le iba describiendo paso a paso lo que hacían los astronautas. No le gustaba la tele, pero aquello le gustó", contó la viuda al diario español. Cuando el periodista la consultó acerca de cómo se llevaba el escritor con su ceguera, ella respondió que cuando lo conoció él ya "no podía ver para escribir" pero que sin embargo nunca le oyó una queja, volviendo a subrayar la faceta épica del mito borgeano, en donde el ciego acepta estoicamente la fatalidad que el destino le impone.
Aunque la entrevista versa sobre aquella experiencia aérea de Borges, un recuadro destaca la historia del llamado telefónico bienintencionado que intentó disuadir al escritor de cruzar al otro lado de la cordillera, en donde lo esperaba la mano de Pinochet bien dispuesta a estrechar la suya. En la reiteración de dicho recuerdo también es posible reconocer, de manera más evidente, la intención de abonar al recién aludido mito borgeano, esta vez señalándolo como un hombre de principios éticos insobornables, capaz de persistir en sus ideas, incluso en las menos altruistas, antes que ceder a presiones que consideraba extorsivas. Según Kodama, poco antes de viajar a Chile en 1976, donde iba a recoger el doctorado honoris causa en la Universidad de Chile, Borges recibió una llamada en la que desde Estocolmo le recomendaban no ir, haciéndole saber que no aceptar el consejo significaría ser apartado de toda consideración para ser tenido en cuenta en la selección del Premio Nobel de Literatura. Única testigo presencial de ese diálogo telefónico, Kodama recuerda que el autor de El Aleph dio por terminada la llamada diciendo: "Mire señor, le agradezco su amabilidad, pero después de lo que acaba de decirme mi deber es ir a Chile. Hay dos cosas que un hombre no debe permitir: sobornar o dejarse sobornar". Y que después colgó el teléfono.
Con esta historia que lleva contando varios años (de hecho está incluida en el libro La furtiva dinamita, en la que el periodista y escritor Juan Pablo Bertazza reúne una antología de anécdotas en torno a los Premios Nobel y cuyo título cita parte del discurso que Borges diera al recibir finalmente el premio en Chile), Kodama intenta confirmar que si el escritor no recibió el prestigioso galardón se debió exclusivamente a cuestiones extra literarias. Y se suma así a otros relatos orientados en esa dirección. El escritor chileno Volodia Teitelboim afirma en su libro Los dos Borges, vida, sueños, enigmas, que el poeta sueco Artur Lundkvist, quien era miembro del jurado del Nobel, máximo experto de esa entidad en literatura latinoamericana y traductor al sueco de la obra borgeana, le reveló en 1979 que el argentino nunca recibiría ese premio. "Soy y seré un tenaz opositor a la concesión del Premio Nobel a Borges por su apoyo a la dictadura de Pinochet", habrían sido sus palabras. En su edición del 7 de octubre de 1976, el mismo diario El País se hacía eco del rumor que indicaba que Vicente Aleixandre y Jorge Luis Borges compartirían el premio Nobel de Literatura ese año, ambos propuestos por Lundkvist. Borges estrechó la mano de Pinochet y aceptó el reconocimiento en Chile el 21 de septiembre de 1976. Aleixandre recibió el Premio Nobel un año después.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Aunque la entrevista versa sobre aquella experiencia aérea de Borges, un recuadro destaca la historia del llamado telefónico bienintencionado que intentó disuadir al escritor de cruzar al otro lado de la cordillera, en donde lo esperaba la mano de Pinochet bien dispuesta a estrechar la suya. En la reiteración de dicho recuerdo también es posible reconocer, de manera más evidente, la intención de abonar al recién aludido mito borgeano, esta vez señalándolo como un hombre de principios éticos insobornables, capaz de persistir en sus ideas, incluso en las menos altruistas, antes que ceder a presiones que consideraba extorsivas. Según Kodama, poco antes de viajar a Chile en 1976, donde iba a recoger el doctorado honoris causa en la Universidad de Chile, Borges recibió una llamada en la que desde Estocolmo le recomendaban no ir, haciéndole saber que no aceptar el consejo significaría ser apartado de toda consideración para ser tenido en cuenta en la selección del Premio Nobel de Literatura. Única testigo presencial de ese diálogo telefónico, Kodama recuerda que el autor de El Aleph dio por terminada la llamada diciendo: "Mire señor, le agradezco su amabilidad, pero después de lo que acaba de decirme mi deber es ir a Chile. Hay dos cosas que un hombre no debe permitir: sobornar o dejarse sobornar". Y que después colgó el teléfono.
Con esta historia que lleva contando varios años (de hecho está incluida en el libro La furtiva dinamita, en la que el periodista y escritor Juan Pablo Bertazza reúne una antología de anécdotas en torno a los Premios Nobel y cuyo título cita parte del discurso que Borges diera al recibir finalmente el premio en Chile), Kodama intenta confirmar que si el escritor no recibió el prestigioso galardón se debió exclusivamente a cuestiones extra literarias. Y se suma así a otros relatos orientados en esa dirección. El escritor chileno Volodia Teitelboim afirma en su libro Los dos Borges, vida, sueños, enigmas, que el poeta sueco Artur Lundkvist, quien era miembro del jurado del Nobel, máximo experto de esa entidad en literatura latinoamericana y traductor al sueco de la obra borgeana, le reveló en 1979 que el argentino nunca recibiría ese premio. "Soy y seré un tenaz opositor a la concesión del Premio Nobel a Borges por su apoyo a la dictadura de Pinochet", habrían sido sus palabras. En su edición del 7 de octubre de 1976, el mismo diario El País se hacía eco del rumor que indicaba que Vicente Aleixandre y Jorge Luis Borges compartirían el premio Nobel de Literatura ese año, ambos propuestos por Lundkvist. Borges estrechó la mano de Pinochet y aceptó el reconocimiento en Chile el 21 de septiembre de 1976. Aleixandre recibió el Premio Nobel un año después.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
sábado, 25 de julio de 2015
LIBROS - "Maelstrom", de Luis Sagasti: La constelación literaria
Hay mil maneras de escribir un libro y que el resultado sea siempre el mismo: una novela. Tan amplia es la forma en que el género puede entenderse, ya sea desde lo estético como desde lo formal, que el desafío de encontrar un modo personal de abordarlo es uno de los retos más grandes que vienen con la decisión de escribir una novela. Luis Sagasti, escritor nacido y radicado en Bahía Blanca, parece haber encontrado su propio camino y escribió la suya, Maelstrom (Eterna Cadencia), siguiendo el patrón de una espiral que ya desde el título comienza a hacerse presente.
El relato parte de un centro y va girando en torno él, un movimiento de traslación en el que cada vuelta es una nueva historia, creando un cosmos con relatos más pequeños. Ese mismo movimiento hace que cada tanto el narrador vuelve a pasar cerca del punto de partida, pero que lo vea desde un ángulo distinto, porque las diferentes digresiones que representan esos breves relatos van incidiendo en el alma de la narración central.
Es la historia de Gustavo, un argentino que a partir de una beca para investigar las conexiones entre la Guerra Civil Española y la ciudad de Bahía Blanca viaja a Santiago de Compostela. Ahí descubre en el parque de la Alameda, en medio de un cantero de helechos plateados de Nueva Zalandia bautizado como Jardín de Andrómeda, una misteriosa placa de bronce con una lista de siete nombres sobre los cuales no se da ninguna explicación. Intrigado, comienza a dedicar más tiempo a investigar quiénes son esas personas que a su propio trabajo y comparte sus conjeturas y peripecias vía correo electrónico con un amigo: el narrador. El trabajo de investigar cada nombre aporta a la trama central nuevas historias, que la van enriqueciendo al abrirse y clausurarse, dando forma a una novela construida de múltiples relatos. “Precisamente esa era una de las intenciones”, coincide Sagasti. “El propósito fue contar una historia donde la deriva narrativa sea al mismo tiempo funcional a la trama. Que forma y contenido intenten celebrar cierta amalgama”, explica. “Al volver sobre lo mismo y reforzar la idea de que siempre se está al borde de un punto muerto me interesaba que el lector construyera el sentido al mismo tiempo que el narrador. Y que la interpretación que el narrador da a los hechos tranquilamente se le pueda también ocurrir al lector."
A lo largo del texto, el relato se vincula de diferentes maneras con el poder de la naturaleza e incluso con las versiones literarias que esos elementos naturales han originado. Ya desde el título se remite al mar y de ahí al cuento de Poe, y enseguida la referencia marítima se acentúa con pequeñas referencias a Moby Dick. En paralelo, Maelstrom va acumulando hermosas observaciones sobre el cielo y la idea de lo cósmico. Ambos elementos, cielo y mar, parecen ser en realidad dos confines que funcionan como disparadores para la infinidad de relatos menores que se van acomodando dentro y a la vez dándole forma al relato central. “Tanto el mar como el cielo nocturno, que es como un mar allá arriba, me motivan muchísimo. Acaso disparador sea la palabra justa, aunque en verdad no sabría cómo llamar eso que es una suerte de inspiración abstracta, bastante elusiva, algo como una niebla”, reconoce el autor. Tanto el agua como el espacio son elementos que conjuran por si mismos la noción del viaje. Viajes físicos, como ocurre desde siempre con el mar; o imaginarios, como ha pasado con el cielo, un espacio por el que los hombres podemos viajar hace relativamente poco. Tal vez ambos elementos configuren una manera de entender el arte de la escritura como un viaje. “Si se considera a la escritura como el abandono del lugar confortable donde uno se encuentra, para salir a la búsqueda sin brújula de algo que muy bien no se entiende, pues sí: se trata de un viaje”, acepta Sagasti. “Uno siente que está en camino cuando aparece una corriente, más allá de lo que se narre. Allí se inicia el viaje en serio, uno avanza sin esfuerzo en la construcción armónica del relato cuando encuentra esa corriente interna. Lo otro, lo que para mí es remontar olas bravas, es la cuestión estrictamente formal. Me interesan muchísimo los aspectos plásticos del lenguaje, la musicalidad, el fraseo, aspectos tonales. Digamos que intento ser absolutamente meticuloso en la corrección –lo que no garantiza un buen resultado, por supuesto. Para mí, desde la costa, el mar tiene la calma de un monje a la hora de la siesta, pero a medida que avanzo y hasta que no doy con la corriente del relato, la marea sube fuerte y te lleva de nuevo a la playa donde debo cambiar los remos más de una vez.”
En ese modelo de narración derivativa que en algún momento remite a la fórmula del Eterno Retorno, hay también algo clásico, un lugar en donde el narrador se convierte en una especie de Sherezade tejiendo una trama de relatos en torno de una historia central, que en el fondo es la excusa para hacerle lugar a ese poderoso tejido narrativo. Un modelo que de alguna manera puede representar algún tipo de dificultad adicional a la hora de escribir una novela. “A mí no me resulta muy difícil hacerlo ya que, acaso por lo que significa internet para un curioso, pareciera que uno vive en estado de deriva o de zapping permanente. Tenemos un Aleph delante nuestro con solo apretar un botón”, reflexiona el autor. “Entonces el acceso a la información, sea del tipo que fuera, ya no es más lineal. No seguimos los renglones de un libro sino fragmentos de una pantalla, espacios adyacentes, fragmentados, yuxtapuestos. Me resulta muy difícil ser inmune a estas nuevas formas de acceso a la información. Por eso el desafío, por llamarlo de algún modo, era el de contar una historia, es decir, que haya una cierta línea argumental, a partir de ese estado de deriva que se manifiesta en muchas tramas combinadas. Y tratar, claro, que todo el asunto sea inteligible."
Maelstrom incluye, dispersas dentro del texto, una serie de observaciones interesantes sobre la infancia. Como aquella acerca de por qué los chicos siempre dibujan al sol con cara, que cien páginas después se amplía en la explicación del origen de la firma en los chicos más grandes, que parecen sólo ser posibles en un escritor que, como Sagasti, además es docente. “La docencia me permite ese estado de deriva del que hablo. Claro que los alumnos lo dicen de otra manera: el profe de nuevo se fue por las ramas”, reconoce con humor. “Creo que el punto de contacto entre la docencia y la escritura estaría dado por la idea de vacío. Uno comienza una clase sabiendo de qué va a hablar pero nunca qué va a decir. Como un pianista de jazz. Entonces en el discurso (que vendría a ser como un solo), en el diálogo con los alumnos (los solos de los alumnos), se produce ese vacío donde circulan las ideas como si tuvieran vida propia. Este procedimiento no genera ninguna garantía de calidad. Cuando escribo sucede algo semejante. A medida que vas escribiendo, que no vas pensando, que te vas vaciando, las ideas vienen solas. Digamos que los aspectos creativos se manifiestan cuando dejamos de hablarnos de una buena vez. Por supuesto que la razón despliega su señorío a la hora de corregir, o de concluir la clase, si es que el timbre no nos encontró en medio de la selva.”
Igual que un cuerpo celeste, Maelstrom avanza realizando sus movimientos de traslación (permite ir avanzando sobre la historia central) y de rotación (que va aportando esas nuevas microhistorias que modifican la forma de la historia principal). Como si se tratara de un acto de magia, ese devenir en constante mutación puede intuirse como camuflaje de un secreto más allá del texto. Un placebo literario que consigue mantener el velo que disimula lo que corre por debajo. Sagasti deja una pista al respecto cuando, tras contar la historia de cómo y cuándo Van Gogh pintó su cuadro “La noche estrellada”, hace que el narrador termine afirmando que lo verdaderamente importante de esa noche es saber cuánto pesaba el pintor en ese momento. ¿Cuál será, entonces, ese “Peso de Van Gogh” que se esconde detrás de Maelstrom? “Creo que, al menos para cierta clase de relatos, lo más importante no debe narrarse. Hablar del barco pero nunca del mar que hay debajo. Detenerse en las fisuras de la nave, en aquello que terminará por hundirlo, pero del agua lo mejor es no decir palabra. En el caso de Maelstrom, si bien creo que hay una suerte de explicación razonable y verosímil al tema de las placas, debajo de ella subyace algo irracional o monstruoso. Digamos, eso mismo que nos impulsa a detenernos en los acoples de Gran Hermano o una letra de Arjona. No quiero hablar de la trama y tampoco quiero reducir el texto a una metáfora, pero alguien debe tejer el pullover con que creemos abrigarnos. Allí se encuentra el Aleph y también María Kodama.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
El relato parte de un centro y va girando en torno él, un movimiento de traslación en el que cada vuelta es una nueva historia, creando un cosmos con relatos más pequeños. Ese mismo movimiento hace que cada tanto el narrador vuelve a pasar cerca del punto de partida, pero que lo vea desde un ángulo distinto, porque las diferentes digresiones que representan esos breves relatos van incidiendo en el alma de la narración central.
Es la historia de Gustavo, un argentino que a partir de una beca para investigar las conexiones entre la Guerra Civil Española y la ciudad de Bahía Blanca viaja a Santiago de Compostela. Ahí descubre en el parque de la Alameda, en medio de un cantero de helechos plateados de Nueva Zalandia bautizado como Jardín de Andrómeda, una misteriosa placa de bronce con una lista de siete nombres sobre los cuales no se da ninguna explicación. Intrigado, comienza a dedicar más tiempo a investigar quiénes son esas personas que a su propio trabajo y comparte sus conjeturas y peripecias vía correo electrónico con un amigo: el narrador. El trabajo de investigar cada nombre aporta a la trama central nuevas historias, que la van enriqueciendo al abrirse y clausurarse, dando forma a una novela construida de múltiples relatos. “Precisamente esa era una de las intenciones”, coincide Sagasti. “El propósito fue contar una historia donde la deriva narrativa sea al mismo tiempo funcional a la trama. Que forma y contenido intenten celebrar cierta amalgama”, explica. “Al volver sobre lo mismo y reforzar la idea de que siempre se está al borde de un punto muerto me interesaba que el lector construyera el sentido al mismo tiempo que el narrador. Y que la interpretación que el narrador da a los hechos tranquilamente se le pueda también ocurrir al lector."
A lo largo del texto, el relato se vincula de diferentes maneras con el poder de la naturaleza e incluso con las versiones literarias que esos elementos naturales han originado. Ya desde el título se remite al mar y de ahí al cuento de Poe, y enseguida la referencia marítima se acentúa con pequeñas referencias a Moby Dick. En paralelo, Maelstrom va acumulando hermosas observaciones sobre el cielo y la idea de lo cósmico. Ambos elementos, cielo y mar, parecen ser en realidad dos confines que funcionan como disparadores para la infinidad de relatos menores que se van acomodando dentro y a la vez dándole forma al relato central. “Tanto el mar como el cielo nocturno, que es como un mar allá arriba, me motivan muchísimo. Acaso disparador sea la palabra justa, aunque en verdad no sabría cómo llamar eso que es una suerte de inspiración abstracta, bastante elusiva, algo como una niebla”, reconoce el autor. Tanto el agua como el espacio son elementos que conjuran por si mismos la noción del viaje. Viajes físicos, como ocurre desde siempre con el mar; o imaginarios, como ha pasado con el cielo, un espacio por el que los hombres podemos viajar hace relativamente poco. Tal vez ambos elementos configuren una manera de entender el arte de la escritura como un viaje. “Si se considera a la escritura como el abandono del lugar confortable donde uno se encuentra, para salir a la búsqueda sin brújula de algo que muy bien no se entiende, pues sí: se trata de un viaje”, acepta Sagasti. “Uno siente que está en camino cuando aparece una corriente, más allá de lo que se narre. Allí se inicia el viaje en serio, uno avanza sin esfuerzo en la construcción armónica del relato cuando encuentra esa corriente interna. Lo otro, lo que para mí es remontar olas bravas, es la cuestión estrictamente formal. Me interesan muchísimo los aspectos plásticos del lenguaje, la musicalidad, el fraseo, aspectos tonales. Digamos que intento ser absolutamente meticuloso en la corrección –lo que no garantiza un buen resultado, por supuesto. Para mí, desde la costa, el mar tiene la calma de un monje a la hora de la siesta, pero a medida que avanzo y hasta que no doy con la corriente del relato, la marea sube fuerte y te lleva de nuevo a la playa donde debo cambiar los remos más de una vez.”
En ese modelo de narración derivativa que en algún momento remite a la fórmula del Eterno Retorno, hay también algo clásico, un lugar en donde el narrador se convierte en una especie de Sherezade tejiendo una trama de relatos en torno de una historia central, que en el fondo es la excusa para hacerle lugar a ese poderoso tejido narrativo. Un modelo que de alguna manera puede representar algún tipo de dificultad adicional a la hora de escribir una novela. “A mí no me resulta muy difícil hacerlo ya que, acaso por lo que significa internet para un curioso, pareciera que uno vive en estado de deriva o de zapping permanente. Tenemos un Aleph delante nuestro con solo apretar un botón”, reflexiona el autor. “Entonces el acceso a la información, sea del tipo que fuera, ya no es más lineal. No seguimos los renglones de un libro sino fragmentos de una pantalla, espacios adyacentes, fragmentados, yuxtapuestos. Me resulta muy difícil ser inmune a estas nuevas formas de acceso a la información. Por eso el desafío, por llamarlo de algún modo, era el de contar una historia, es decir, que haya una cierta línea argumental, a partir de ese estado de deriva que se manifiesta en muchas tramas combinadas. Y tratar, claro, que todo el asunto sea inteligible."
Maelstrom incluye, dispersas dentro del texto, una serie de observaciones interesantes sobre la infancia. Como aquella acerca de por qué los chicos siempre dibujan al sol con cara, que cien páginas después se amplía en la explicación del origen de la firma en los chicos más grandes, que parecen sólo ser posibles en un escritor que, como Sagasti, además es docente. “La docencia me permite ese estado de deriva del que hablo. Claro que los alumnos lo dicen de otra manera: el profe de nuevo se fue por las ramas”, reconoce con humor. “Creo que el punto de contacto entre la docencia y la escritura estaría dado por la idea de vacío. Uno comienza una clase sabiendo de qué va a hablar pero nunca qué va a decir. Como un pianista de jazz. Entonces en el discurso (que vendría a ser como un solo), en el diálogo con los alumnos (los solos de los alumnos), se produce ese vacío donde circulan las ideas como si tuvieran vida propia. Este procedimiento no genera ninguna garantía de calidad. Cuando escribo sucede algo semejante. A medida que vas escribiendo, que no vas pensando, que te vas vaciando, las ideas vienen solas. Digamos que los aspectos creativos se manifiestan cuando dejamos de hablarnos de una buena vez. Por supuesto que la razón despliega su señorío a la hora de corregir, o de concluir la clase, si es que el timbre no nos encontró en medio de la selva.”
Igual que un cuerpo celeste, Maelstrom avanza realizando sus movimientos de traslación (permite ir avanzando sobre la historia central) y de rotación (que va aportando esas nuevas microhistorias que modifican la forma de la historia principal). Como si se tratara de un acto de magia, ese devenir en constante mutación puede intuirse como camuflaje de un secreto más allá del texto. Un placebo literario que consigue mantener el velo que disimula lo que corre por debajo. Sagasti deja una pista al respecto cuando, tras contar la historia de cómo y cuándo Van Gogh pintó su cuadro “La noche estrellada”, hace que el narrador termine afirmando que lo verdaderamente importante de esa noche es saber cuánto pesaba el pintor en ese momento. ¿Cuál será, entonces, ese “Peso de Van Gogh” que se esconde detrás de Maelstrom? “Creo que, al menos para cierta clase de relatos, lo más importante no debe narrarse. Hablar del barco pero nunca del mar que hay debajo. Detenerse en las fisuras de la nave, en aquello que terminará por hundirlo, pero del agua lo mejor es no decir palabra. En el caso de Maelstrom, si bien creo que hay una suerte de explicación razonable y verosímil al tema de las placas, debajo de ella subyace algo irracional o monstruoso. Digamos, eso mismo que nos impulsa a detenernos en los acoples de Gran Hermano o una letra de Arjona. No quiero hablar de la trama y tampoco quiero reducir el texto a una metáfora, pero alguien debe tejer el pullover con que creemos abrigarnos. Allí se encuentra el Aleph y también María Kodama.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
viernes, 24 de julio de 2015
CINE - "El tiempo encontrado", de Eva Poncet y Marcelo Burd: El tiempo y el silencio como espacios a habitar
Mirar hacia arriba permite ver que las ramas sostienen todavía algunas hojas secas, dándoles a los árboles un aspecto de semidesnudez que se recorta contra un cielo de perenne color gris. Si eso no fuera suficiente, alcanza con bajar la vista al ras del suelo para confirmar en la ropa que visten las personas (abrigos ligeros, alguna camperita, la polera de algodón que una nena usa debajo del guardapolvo escolar) que con certeza es otoño. La cámara va alternando su atención entre el tiempo (el clima) y las personas, y con esos elementos comienza a tramar un relato urdido de miradas tan elocuentes por sí mismas que casi no necesitan de palabras que las expliquen. Porque en El tiempo encontrado, clásico documental de observación de los directores Eva Poncet y Marcelo Burd, el silencio es casi tan importante como lo que se ve. Un silencio que por otra parte no es tal: una sinfonía minimalista de sonidos naturales se cuela con persistencia entre las imágenes que la película encadena. Esos sonidos hablan y con su voz completan lo que la cámara muestra: un grupo de ladrilleros abocados a los primeros pasos de su labor diaria de fabricar piezas de barro; una mujer que al mismo tiempo es madre y costurera; una cooperativa de horticultores dedicados al ciclo infinito de la siembra y la cosecha. Cada espacio tiene su propio paisaje sonoro que, al montarse unos a otros, van componiendo una banda sonora de delicada naturalidad. Esa es la música que acompaña la vida cotidiana de los protagonistas de El tiempo encontrado.
Vistos por separado apenas puede decirse de todos ellos que son trabajadores, pero es probable que una mirada menos general resulte más reveladora. Cada uno de los personajes a los que la película sigue son parte de la nutrida colectividad boliviana en la Argentina, asentada sobre todo en la provincia de Buenos Aires en donde, según informa un breve texto inicial, habitan unos doscientos mil inmigrantes. En ese texto también se hace saber al espectador que la mayoría de ellos trabaja dentro de las industrias textiles y de la construcción, o como horticultores, actividad en la cual producen gran parte de las verduras y las frutas que se consumen en Buenos Aires. Es decir que su trabajo mudo e invisible no sólo es la base productiva de la vida en la ciudad y su vasto conurbano, sino que tal vez sea mucho más. Vestir al desnudo, alimentar al hambriento, darle hogar al desamparado, forman parte de las llamadas 7 Obras de la Misericordia que pregona el cristianismo, misiones que la clase política ha pretendido hacer propias, al menos desde lo discursivo. Justamente El tiempo encontrado pone en relieve la distancia que media entre la acción y la palabra, entre las intenciones expresadas en sermones y discursos y el trabajo real y silencioso de ponerse al servicio de las necesidades de los otros. Porque, ¿qué hacen Edwin y los ladrilleros, sino ocuparse de empezar el proceso de construir los hogares ajenos? ¿A qué se dedica Berta, madre y costurera, sino vestir a los otros? ¿Qué hacen Darío y sus compañeros horticultores sino saciar el hambre de los demás? Si algo muestra la película de Burd y Poncet es que ninguno recibe por ello la gratitud que merece.
Como en el film Le quattro volte, de Michelangelo Frammartino, en cuyo centro también habitaba un grupo de campesinos y ladrilleros italianos, en El tiempo encontrado la narración avanza junto al ciclo estacional, yendo del otoño al verano, un orden que es fundamental para retratar y entender la vida de sus protagonistas. Un ciclo temporal paciente y extenso que contrasta con los pocos detalles de la vida urbana que aparecen en el relato, regidos por el vértigo del día a día. Es desde ahí que el título de la película empieza a cobrar sentido: si, como en la obra de Marcel Proust, la vida en las ciudades consiste en una carrera sin fin en busca del tiempo perdido, para Edwin, Berta y Darío el tiempo es una materia continua con la que conviven en permanente encuentro. En ese choque de realidades siempre se pierde algo. Sobre el final, Edwin lo expresa cabalmente, no sin tristeza: “Acá nunca se sabe cuando es Carnaval”.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectácuos de Página/12.
Vistos por separado apenas puede decirse de todos ellos que son trabajadores, pero es probable que una mirada menos general resulte más reveladora. Cada uno de los personajes a los que la película sigue son parte de la nutrida colectividad boliviana en la Argentina, asentada sobre todo en la provincia de Buenos Aires en donde, según informa un breve texto inicial, habitan unos doscientos mil inmigrantes. En ese texto también se hace saber al espectador que la mayoría de ellos trabaja dentro de las industrias textiles y de la construcción, o como horticultores, actividad en la cual producen gran parte de las verduras y las frutas que se consumen en Buenos Aires. Es decir que su trabajo mudo e invisible no sólo es la base productiva de la vida en la ciudad y su vasto conurbano, sino que tal vez sea mucho más. Vestir al desnudo, alimentar al hambriento, darle hogar al desamparado, forman parte de las llamadas 7 Obras de la Misericordia que pregona el cristianismo, misiones que la clase política ha pretendido hacer propias, al menos desde lo discursivo. Justamente El tiempo encontrado pone en relieve la distancia que media entre la acción y la palabra, entre las intenciones expresadas en sermones y discursos y el trabajo real y silencioso de ponerse al servicio de las necesidades de los otros. Porque, ¿qué hacen Edwin y los ladrilleros, sino ocuparse de empezar el proceso de construir los hogares ajenos? ¿A qué se dedica Berta, madre y costurera, sino vestir a los otros? ¿Qué hacen Darío y sus compañeros horticultores sino saciar el hambre de los demás? Si algo muestra la película de Burd y Poncet es que ninguno recibe por ello la gratitud que merece.
Como en el film Le quattro volte, de Michelangelo Frammartino, en cuyo centro también habitaba un grupo de campesinos y ladrilleros italianos, en El tiempo encontrado la narración avanza junto al ciclo estacional, yendo del otoño al verano, un orden que es fundamental para retratar y entender la vida de sus protagonistas. Un ciclo temporal paciente y extenso que contrasta con los pocos detalles de la vida urbana que aparecen en el relato, regidos por el vértigo del día a día. Es desde ahí que el título de la película empieza a cobrar sentido: si, como en la obra de Marcel Proust, la vida en las ciudades consiste en una carrera sin fin en busca del tiempo perdido, para Edwin, Berta y Darío el tiempo es una materia continua con la que conviven en permanente encuentro. En ese choque de realidades siempre se pierde algo. Sobre el final, Edwin lo expresa cabalmente, no sin tristeza: “Acá nunca se sabe cuando es Carnaval”.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectácuos de Página/12.
CINE - "El Gran Pequeño" (Little boy), de Alejandro Monteverde: Para reír y llorar y volver a llorar.
Con un reparto más que interesante, El gran pequeño es un ejemplo paradigmático de cine hecho para electrificar emociones. O picanearlas, para decirlo sin eufemismos. Dirigido y escrito por el mexicano Alejandro Monteverde, el film apuesta a conmover a como de lugar, pero siempre por imposición antes que por empatía. Una montaña rusa emocional que abre fuego a discreción sobre el público con munición gruesa de ternura, pena, compasión y otras yerbas, y que le debe mucho a El tambor de hojalata, novela del alemán Günter Grass que su compatriota Volker Schlöndorff llevó al cine, pero también a Cinema Paradiso, obra magna de Giusepe Tornatore. Aunque en los tres casos la Segunda Guerra es el telón de fondo sobre el que se desarrolla la trama, con film del italiano guarda la mayor deuda formal y estética. Como ahí, el costumbrismo ocupa un lugar central en la ecuación; el cine y acá también la historieta forman parte de un mecanismo que desde la fantasía aportan elementos vitales a una determinada cosmovisión, y el protagonista es un chico. Porque, como se sabe, siempre es más fácil manipular las emociones si se utiliza a un chico como herramienta.
Las mayores diferencias estructurales entre ambas películas tienen que ver con distintas formas de utilizar los mismos recursos. Por un lado, si en el trabajo de Tornatore convivían dentro del relato dos líneas temporales que, con el cine como metal conductor, giraban en torno a la infancia y la adultez del protagonista, en El gran pequeño ese asunto se resuelve con una voz en off, que es la del protagonista adulto haciendo memoria sobre su niñez. Por otra parte está el personaje paternal que guía al niño intentando iluminar un momento difícil de su vida, rol que en Cinema Paradiso cargaba el enorme Philipe Noiret, pero que Monteverde desdobla en varios personajes que se alternan la misión. Y por supuesto, mientras la obra del italiano representaba un recorrido por la historia de su país desde la guerra hasta el presente, acá se trata de abordar uno de los acontecimientos más trascendentes de la historia estadounidense desde el punto de vista más acotado posible: el del niño más pequeño de una pequeña y típica comunidad norteamericana.
El argumento es sencillo: un chico que por alguna razón no crece y al que en su pueblo llaman Little Boy (Chiquito), intenta hacer uso de un poder que en su fantasía cree tener para poner fin a la guerra y traer a su papá de regreso del frente. Que el apodo del chico sea el mismo con el que fue bautizada una de las bombas atómicas arrojadas sobre Japón es un detalle elocuente acerca del camino que la película elige para impactar. Un camino que justifica cualquier golpe de efecto, incluyendo un final esquizoide que en su duplicidad zamarrea al público con impunidad entre la congoja y el alivio, con la única intensión de exprimirle hasta la última lágrima. Y si lo consigue es sobre todo gracias a la eficiencia de su elenco.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Las mayores diferencias estructurales entre ambas películas tienen que ver con distintas formas de utilizar los mismos recursos. Por un lado, si en el trabajo de Tornatore convivían dentro del relato dos líneas temporales que, con el cine como metal conductor, giraban en torno a la infancia y la adultez del protagonista, en El gran pequeño ese asunto se resuelve con una voz en off, que es la del protagonista adulto haciendo memoria sobre su niñez. Por otra parte está el personaje paternal que guía al niño intentando iluminar un momento difícil de su vida, rol que en Cinema Paradiso cargaba el enorme Philipe Noiret, pero que Monteverde desdobla en varios personajes que se alternan la misión. Y por supuesto, mientras la obra del italiano representaba un recorrido por la historia de su país desde la guerra hasta el presente, acá se trata de abordar uno de los acontecimientos más trascendentes de la historia estadounidense desde el punto de vista más acotado posible: el del niño más pequeño de una pequeña y típica comunidad norteamericana.
El argumento es sencillo: un chico que por alguna razón no crece y al que en su pueblo llaman Little Boy (Chiquito), intenta hacer uso de un poder que en su fantasía cree tener para poner fin a la guerra y traer a su papá de regreso del frente. Que el apodo del chico sea el mismo con el que fue bautizada una de las bombas atómicas arrojadas sobre Japón es un detalle elocuente acerca del camino que la película elige para impactar. Un camino que justifica cualquier golpe de efecto, incluyendo un final esquizoide que en su duplicidad zamarrea al público con impunidad entre la congoja y el alivio, con la única intensión de exprimirle hasta la última lágrima. Y si lo consigue es sobre todo gracias a la eficiencia de su elenco.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 23 de julio de 2015
CINE - Jornadas La Imagen Argentina. Episodios cinematográficos de la Historia argentina: Hablar de cine, pensar la historia
A veces pasa que el cine deja de ser por un rato una lista de las películas más vistas de la semana, que en muchas oportunidades parecen ser siempre las mismas pero con distintos nombres, para convertirse en una particular forma de entender el mundo. De entenderlo y dar cuenta de él, que es en definitiva para eso que sirven los lenguajes. Porque, sí, el cine es un lenguaje distinto, con sus propios mecanismos verbales y estructuras sintácticas, diverso tanto de lo oral como de lo escrito, pero capaz de similar elocuencia. Un poco de eso tratarán las jornadas La Imagen Argentina. Episodios cinematográficos de la Historia argentina, que tendrán lugar entre hoy y mañana en el auditorio de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC), ubicado en la esquina de las calles Salta y Moreno, Buenos Aires.
Organizadas por la Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional que encabeza Ricardo Forster, la grilla de las actividades de La Imagen Argentina incluye una variedad de especialistas que abordan al cine desde todos los ángulos posibles. Cineastas como Gustavo Fontán, José Campusano, Andrés Di Tella o Carmen Guarini; críticos como Eduardo Russo, Roger Koza o Fernando Martín Peña; académicos y teóricos como María Pía López, o algunos que se destacan en más de un área, como el director y crítico Nicolás Prividera. La idea es poner en acción una manera de pensar desde el cine, específicamente en relación a la Historia argentina. María Iribarren, coordinadora de las jornadas por parte de la Secretaría que dirige Forster, explica que la realización de estas jornadas forma parte de la voluntad de dicha oficina por “abrir espacios para el debate bajo distintos formatos”. En particular menciona la realización de las jornadas La Letra Argentina, realizadas el año pasado en el Centro Cultural Paco Urondo de la Facultad de Sociales de la UBA, “en dónde se puso en discusión los modos de edición y circulación de la literatura a partir de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad”. “Tomando ese formato como rector es que pensamos La Imagen Argentina”, afirma Iribarren. “No tanto para ver los modos de circulación del cine, que nos hubiera llevado a una discusión alrededor de la industria, sino a revisar si efectivamente el cine argentino produjo ideas cinematográficas en torno a la Historia, a la creación de la Nación, al ingreso a la modernidad, al surgimiento del peronismo, al terrorismo de estado”. Iribarren comenta que la idea es “revisar esos momentos álgidos en la historia de una cultura en los que algo se produce, se rompe o se crea, para articular cine y política desde una propuesta que es inusual para lo que suele generar un ministerio”.
-La variedad de perspectivas que se constata en la lista de panelistas remite a una definición muy amplia de lo que es el cine. ¿Cuál es la idea de cine sobre la que se han parado para organizar estas dos jornadas?
-Es difícil tomar una sola idea de cine que explique la decisión de hacer estas jornadas. Creo que el cine como lenguaje a lo largo de la historia ha demostrado tener la capacidad de referir un pasado e incluso un presente pero también, a partir de los procedimientos que le son propios, de dejar abierto un margen para pensar y conjeturar el futuro. Me parece que el cine es un lenguaje transhistórico que tiene esa capacidad de, con menos procedimientos gramaticales, llevarte en un viaje interesante a través del tiempo, de las épocas y de los acontecimientos al mismo tiempo que echa luz sobre ellos.
-Decías que la idea de La Imagen Argentina surge a partir de la realización de La Letra Argentina, y en ese procedimiento de ir de una cosa a la otra se da por sentado que el cine es un lenguaje distinto, con procedimientos y mecánicas particulares.
-Me resuena la idea de Jean-Louis Comolli respecto de que el cine es el arte de la puesta en escena y que entonces no hay ninguno mejor que el cine para dar cuenta de las puestas en escena de los poderes hegemónicos a lo largo de la historia. Ahí tenés un libro abierto que, en la medida que la historia es algo orgánico que se va reescribiendo, acompaña esa organicidad. Porque las imágenes también tienen esa capacidad de poder ser resignificadas a través del tiempo.
-¿Pero se trata de pensar la historia con la lógica del cine o de pensar cómo el cine se encargó de registrar la historia?
-Creo que las dos cosas, pero que eso ira variando con cada expositor. Después si tendrá una gestión más historicista o más orientada hacia otro tipo de orden, desde Deleuze o desde Bazin, no importa. Lo importante es que este espacio quede abierto y que se lo abra desde el Ministerio de Cultura. Que la idea de reunir a estas personas o a otras en el futuro es algo que le hace bien al cine, pero también a la política, a la historia y a cualquiera que esté interesado en estos temas. Y no importa cuál sea la mirada, porque el Estado no puede ponerse en ese lugar rector. Lo importante es que el Estado abra la puerta, reciba a todos y ponga los instrumentos parta facilitar el encuentro de esa pluralidad. La idea es cruzar saberes y formas diversas de relacionarse con el cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Organizadas por la Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional que encabeza Ricardo Forster, la grilla de las actividades de La Imagen Argentina incluye una variedad de especialistas que abordan al cine desde todos los ángulos posibles. Cineastas como Gustavo Fontán, José Campusano, Andrés Di Tella o Carmen Guarini; críticos como Eduardo Russo, Roger Koza o Fernando Martín Peña; académicos y teóricos como María Pía López, o algunos que se destacan en más de un área, como el director y crítico Nicolás Prividera. La idea es poner en acción una manera de pensar desde el cine, específicamente en relación a la Historia argentina. María Iribarren, coordinadora de las jornadas por parte de la Secretaría que dirige Forster, explica que la realización de estas jornadas forma parte de la voluntad de dicha oficina por “abrir espacios para el debate bajo distintos formatos”. En particular menciona la realización de las jornadas La Letra Argentina, realizadas el año pasado en el Centro Cultural Paco Urondo de la Facultad de Sociales de la UBA, “en dónde se puso en discusión los modos de edición y circulación de la literatura a partir de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad”. “Tomando ese formato como rector es que pensamos La Imagen Argentina”, afirma Iribarren. “No tanto para ver los modos de circulación del cine, que nos hubiera llevado a una discusión alrededor de la industria, sino a revisar si efectivamente el cine argentino produjo ideas cinematográficas en torno a la Historia, a la creación de la Nación, al ingreso a la modernidad, al surgimiento del peronismo, al terrorismo de estado”. Iribarren comenta que la idea es “revisar esos momentos álgidos en la historia de una cultura en los que algo se produce, se rompe o se crea, para articular cine y política desde una propuesta que es inusual para lo que suele generar un ministerio”.
-La variedad de perspectivas que se constata en la lista de panelistas remite a una definición muy amplia de lo que es el cine. ¿Cuál es la idea de cine sobre la que se han parado para organizar estas dos jornadas?
-Es difícil tomar una sola idea de cine que explique la decisión de hacer estas jornadas. Creo que el cine como lenguaje a lo largo de la historia ha demostrado tener la capacidad de referir un pasado e incluso un presente pero también, a partir de los procedimientos que le son propios, de dejar abierto un margen para pensar y conjeturar el futuro. Me parece que el cine es un lenguaje transhistórico que tiene esa capacidad de, con menos procedimientos gramaticales, llevarte en un viaje interesante a través del tiempo, de las épocas y de los acontecimientos al mismo tiempo que echa luz sobre ellos.
-Decías que la idea de La Imagen Argentina surge a partir de la realización de La Letra Argentina, y en ese procedimiento de ir de una cosa a la otra se da por sentado que el cine es un lenguaje distinto, con procedimientos y mecánicas particulares.
-Me resuena la idea de Jean-Louis Comolli respecto de que el cine es el arte de la puesta en escena y que entonces no hay ninguno mejor que el cine para dar cuenta de las puestas en escena de los poderes hegemónicos a lo largo de la historia. Ahí tenés un libro abierto que, en la medida que la historia es algo orgánico que se va reescribiendo, acompaña esa organicidad. Porque las imágenes también tienen esa capacidad de poder ser resignificadas a través del tiempo.
-¿Pero se trata de pensar la historia con la lógica del cine o de pensar cómo el cine se encargó de registrar la historia?
-Creo que las dos cosas, pero que eso ira variando con cada expositor. Después si tendrá una gestión más historicista o más orientada hacia otro tipo de orden, desde Deleuze o desde Bazin, no importa. Lo importante es que este espacio quede abierto y que se lo abra desde el Ministerio de Cultura. Que la idea de reunir a estas personas o a otras en el futuro es algo que le hace bien al cine, pero también a la política, a la historia y a cualquiera que esté interesado en estos temas. Y no importa cuál sea la mirada, porque el Estado no puede ponerse en ese lugar rector. Lo importante es que el Estado abra la puerta, reciba a todos y ponga los instrumentos parta facilitar el encuentro de esa pluralidad. La idea es cruzar saberes y formas diversas de relacionarse con el cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
jueves, 16 de julio de 2015
MÚSICA - "Nuestros artistas son como Messi y sus éxitos nos representana todos los argentinos" - Entrevista a Pupi Sebastiani, responsable del Conservatorio y la Fundación Beethoven
La familia Sebastiani es una verdadera dinastía de la historia de la música argentina. Ligados a la creación del prestigioso Conservatorio Beethoven en el año 1900, su obra equivale dentro de la música al papel de mecenas que Victoria Ocampo realizó en el ámbito de las letras. La diferencia es que el trabajo de los Sebastiani se ha ido trasmitiendo de generación en generación. Porque hoy el Conservatorio está dirigido por Pupi Sebastiani, ocupando el lugar de su madre Pía Sebastiani, una de las pianistas argentinas más importantes de los últimos 50 años, y a ellas las antecedió don Augusto, uno de los fundadores de esta casa de música hace 115 años. "En todos estos años el conservatorio siempre se sostuvo de manera privada", resume Pupi en una frase los principios éticos del proyecto. "Jamás hemos tenido un subsidio de ningún estado, de ningún gobierno, porque mi abuelo nunca lo quiso. Acá todo se hace a pulmón".
Pupi Sebastiani vive la música clásica con una pasión que es difícil de encontrar y habla de todo con la autoridad de quien se ha criado entre cuerdas, bronces, teclados y los músicos más importantes de la Argentina. Afirma que "lo que se hizo en el Centro Cultural Kirchner es extraordinario, un estudio arquitectónico fabuloso" y cuenta que se alegró al enterarse de que se compraron tres pianos Steinway para ser utilizados ahí. "El otro día escuché una crítica de Lanata cuestionando esa compra. Terrible: en este país todos hablan y nadie entiende nada. Creo que fue De Vido quien le contestó muy bien que no se realizó ninguna licitación porque se compró lo mejor. Los Steinway son los mejores pianos del mundo, ¿qué vas a licitar? ¿Steinway contra Steinway?". E insiste en sacarle al asunto el color político que se le intenta imponer: "Que ingresen al país esos pianos, que son joyas, es un aporte que se incorpora al patrimonio cultural del país. Olvidate de los partidos políticos y de quienes gobiernan: que estos pianos estén en el Colón o en el Kirchner es un patrimonio de la gente, de todos los argentinos. También los artistas son nuestros: Julio Bocca o Maximiliano Guerra, por ejemplo, son artistas que se han formado del Instituto de Arte del Teatro Colón pero que nos representan." Y la reflexión la lleva a un nombre impensado (o tal vez no tanto) a la hora de hablar de arte: Lionel Messi: "En algún punto esos artistas son como Messi, que le deberá mucho al Barcelona pero es argentino y sus triunfos nos representan. Para mí es lo mismo: los artistas representan la cultura de un país. Y también sus teatros, independientemente de qué gestión se ocupe de ellos."
-¿Cuáles serían los objetivos del Conservatorio y la Fundación Beethoven?
-La fundación se creó hace 15 años y su objetivo es divulgar no sólo la música clásica sino la música en general. También apoyar desde lo formativo y lo económico a músicos jóvenes de todo el país, sobre todo a la hora de acceder a los concursos internacionales. Un gran ejemplo de eso es Marcelo Balat, un joven pianista cordobés que fue alumno de mi madre y que desde los 12 años empezó a viajar a Buenos Aires y se quedaba acá alojado durante dos o tres días tomando clases. Hoy es uno de los grandes pianistas del mundo y ganó por concurso el puesto que dejó vacante en la Orquesta Sinfónica Nacional Gerardo Gandini, otro gran pianista que también fue alumno de mi madre. También realizamos trabajos en jardines de infantes, con nuestros profesores dando clases de iniciación musical a los chicos.
-¿Con qué mecanismos se evalúa a los chicos que solicitan la ayuda de la Fundación?
-Hasta ahora los evaluaba el consejo de la Fundación liderado por mi madre, pero como ahora ella está muy grave estamos empezando a implementar un sistema de concursos. Antes era más que nada por conocimiento de ella misma o por referencias específicas, que es como se hacían las cosas antes.
-La mirada del experto.
-Exacto, porque a veces en un concurso no te va bien y puede perderse un verdadero talento. Ahora estamos empezando a armar programas con gobiernos provinciales. Ya empezamos contactos con Córdoba y Corrientes para trabajar en conjunto. A Corrientes también llevamos en 2013 al tenor José Carreras, que cantó en el anfiteatro Cocomarola, donde se realiza la Fiesta Nacional del Chamamé. Fue un concierto espléndido. Carreras dijo que nunca lo emocionó tanto un público porque el silencio de la gente al escucharlo era conmovedor. Quedó fascinado.
-¿Este tipo de actividades son el mejor camino para volver a popularizar una música que por algún motivo se ha vuelto selecta?
-No hay que olvidar que la ópera era la música popular de Italia, porque era el pueblo el que llenaba los teatros. Por otra parte el himno italiano es el Va Pensiero que escribió Giuseppe Verdi. Y en nuestro país la canción "Aurora" con la que se saluda a la bandera en los colegios es el fragmento de un aria de la ópera del mismo nombre, de Héctor Panizza. Nuestra misión es volver a sacar a la música clásica fuera de ese ámbito elitista. Eso es lo que hicieron los Tres Tenores en los 90, porque volvieron a bajar a la ópera a la tierra. Acordate que la última vez que trajimos a Plácido Domingo fue para cantar en la 9 de Julio, donde lo vieron ciento cincuenta mil personas. Eso es algo que ahora con el metrobús no se va a poder volver a realizar, pero ese éxito significa que entonces hay un público para la música clásica.
-¿Las transmisiones en vivo que ustedes hacen en el Teatro Argentino de la temporada del Metropolitan de Nueva York también forman de ese plan para desacralizar a la música clásica?
-Creo que sí, porque el hecho de ver esas producciones en la que los artistas están maquillados como para una película y actúan casi como para cine, sumado al tipo de puesta de cámaras, hace que ver ópera sea algo muy diferente de las puestas tradicionales. Todo eso las vuelve muy atractivas para los jóvenes: acá he visto chicas jóvenes salir llorando de ver la versión de Macbeth del Metropolitan.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Pupi Sebastiani vive la música clásica con una pasión que es difícil de encontrar y habla de todo con la autoridad de quien se ha criado entre cuerdas, bronces, teclados y los músicos más importantes de la Argentina. Afirma que "lo que se hizo en el Centro Cultural Kirchner es extraordinario, un estudio arquitectónico fabuloso" y cuenta que se alegró al enterarse de que se compraron tres pianos Steinway para ser utilizados ahí. "El otro día escuché una crítica de Lanata cuestionando esa compra. Terrible: en este país todos hablan y nadie entiende nada. Creo que fue De Vido quien le contestó muy bien que no se realizó ninguna licitación porque se compró lo mejor. Los Steinway son los mejores pianos del mundo, ¿qué vas a licitar? ¿Steinway contra Steinway?". E insiste en sacarle al asunto el color político que se le intenta imponer: "Que ingresen al país esos pianos, que son joyas, es un aporte que se incorpora al patrimonio cultural del país. Olvidate de los partidos políticos y de quienes gobiernan: que estos pianos estén en el Colón o en el Kirchner es un patrimonio de la gente, de todos los argentinos. También los artistas son nuestros: Julio Bocca o Maximiliano Guerra, por ejemplo, son artistas que se han formado del Instituto de Arte del Teatro Colón pero que nos representan." Y la reflexión la lleva a un nombre impensado (o tal vez no tanto) a la hora de hablar de arte: Lionel Messi: "En algún punto esos artistas son como Messi, que le deberá mucho al Barcelona pero es argentino y sus triunfos nos representan. Para mí es lo mismo: los artistas representan la cultura de un país. Y también sus teatros, independientemente de qué gestión se ocupe de ellos."
-¿Cuáles serían los objetivos del Conservatorio y la Fundación Beethoven?
-La fundación se creó hace 15 años y su objetivo es divulgar no sólo la música clásica sino la música en general. También apoyar desde lo formativo y lo económico a músicos jóvenes de todo el país, sobre todo a la hora de acceder a los concursos internacionales. Un gran ejemplo de eso es Marcelo Balat, un joven pianista cordobés que fue alumno de mi madre y que desde los 12 años empezó a viajar a Buenos Aires y se quedaba acá alojado durante dos o tres días tomando clases. Hoy es uno de los grandes pianistas del mundo y ganó por concurso el puesto que dejó vacante en la Orquesta Sinfónica Nacional Gerardo Gandini, otro gran pianista que también fue alumno de mi madre. También realizamos trabajos en jardines de infantes, con nuestros profesores dando clases de iniciación musical a los chicos.
-¿Con qué mecanismos se evalúa a los chicos que solicitan la ayuda de la Fundación?
-Hasta ahora los evaluaba el consejo de la Fundación liderado por mi madre, pero como ahora ella está muy grave estamos empezando a implementar un sistema de concursos. Antes era más que nada por conocimiento de ella misma o por referencias específicas, que es como se hacían las cosas antes.
-La mirada del experto.
-Exacto, porque a veces en un concurso no te va bien y puede perderse un verdadero talento. Ahora estamos empezando a armar programas con gobiernos provinciales. Ya empezamos contactos con Córdoba y Corrientes para trabajar en conjunto. A Corrientes también llevamos en 2013 al tenor José Carreras, que cantó en el anfiteatro Cocomarola, donde se realiza la Fiesta Nacional del Chamamé. Fue un concierto espléndido. Carreras dijo que nunca lo emocionó tanto un público porque el silencio de la gente al escucharlo era conmovedor. Quedó fascinado.
-¿Este tipo de actividades son el mejor camino para volver a popularizar una música que por algún motivo se ha vuelto selecta?
-No hay que olvidar que la ópera era la música popular de Italia, porque era el pueblo el que llenaba los teatros. Por otra parte el himno italiano es el Va Pensiero que escribió Giuseppe Verdi. Y en nuestro país la canción "Aurora" con la que se saluda a la bandera en los colegios es el fragmento de un aria de la ópera del mismo nombre, de Héctor Panizza. Nuestra misión es volver a sacar a la música clásica fuera de ese ámbito elitista. Eso es lo que hicieron los Tres Tenores en los 90, porque volvieron a bajar a la ópera a la tierra. Acordate que la última vez que trajimos a Plácido Domingo fue para cantar en la 9 de Julio, donde lo vieron ciento cincuenta mil personas. Eso es algo que ahora con el metrobús no se va a poder volver a realizar, pero ese éxito significa que entonces hay un público para la música clásica.
-¿Las transmisiones en vivo que ustedes hacen en el Teatro Argentino de la temporada del Metropolitan de Nueva York también forman de ese plan para desacralizar a la música clásica?
-Creo que sí, porque el hecho de ver esas producciones en la que los artistas están maquillados como para una película y actúan casi como para cine, sumado al tipo de puesta de cámaras, hace que ver ópera sea algo muy diferente de las puestas tradicionales. Todo eso las vuelve muy atractivas para los jóvenes: acá he visto chicas jóvenes salir llorando de ver la versión de Macbeth del Metropolitan.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
CINE - "Ant-Man, el Hombre Hormiga", de Peyton Reed: Grandes valores en frasco chico
Durante la campaña promocional de Birdman, su exitoso último trabajo con el que obtuvo cuatro premios Oscar en 2015, incluyendo mejor película y director, Alejandro González Iñárritu definió a las películas de superhéroes como “un genocidio cultural que es como veneno” porque, en su opinión, sobreexponen al espectador a “explosiones y mierda que no habla para nada de lo que significa ser humano”. Los dichos del mexicano coincidieron con el estreno de Los Vengadores: la era de Ultrón, non plus ultra en materia de películas de superhéroes, que sin ser el mejor exponente resultaba ideal para apreciar algunas flaquezas del género. Aunque la opinión de Iñárritu está viciada de generalidad, en tanto apelmaza en un único organismo deforme a un corpus heterogéneo en el que tanto conviven filmes buenos y malos, es cierto que muchas películas de superhéroes han ido reduciendo progresivamente una parte importante de su metraje al ejercicio cada vez más vacuo de la destrucción como espectáculo en sí mismo, tendencia que se extiende a la mayoría de los tanques de Hollywood. Esa era la gran debilidad de La era de Ultrón: su incapacidad de entender a la destrucción más allá de su función decorativa, imponiéndole el lugar de privilegio dentro de la estructura del relato. Un defecto habitual en una cultura hiperbólica convencida de que más grande siempre significa mejor. El resultado era una película desbalanceada a la que era posible reducir a las charlas que los personajes mantenían en los breves lapsos en los que no estaban ocupados arrasando ciudades. Los responsables de Ant-Man, el Hombre Hormiga parecen haber tomado debida nota del problema y no sólo logran eludirlo con elegancia, sino que hasta les sobra paño para parodiar el recurso.
Claro que el tema de la destrucción sigue estando presente –el trauma del 11-S devino en obsesión cinematográfica—, pero son varios los motivos por los que acá, prescindiendo del exhibicionismo, el asunto ha dejado de ser un fin per se para reducirse a un elemento más dentro de la construcción de la trama. Una de las claves está en una de las palabras de la frase anterior: reducirse. Porque el hecho de que la historia gire en torno a un héroe cuyo superpoder consiste en la capacidad para menguar su tamaño, obliga a trasladar la acción a una escala en donde la demolición urbana queda fuera de perspectiva y pierde sentido. Pero más allá del límite obvio que establece esa contingencia física, a Ant-Man le interesan otras cosas. En primer lugar el tema del poder, que en la mayoría de los superhéroes (y más entre los Vengadores) viene dado por una instancia superior, que tanto puede ser divina como económica, moral, científica y hasta política, y marca claramente que se trata de un don de pocos. Eso es diferente en el caso de Scott Lang, ladrón de poca monta acuciado por problemas personales como la desocupación y los conflictos con su ex, entre ellos la posibilidad de seguir viendo o no a la pequeña hija que comparten. Para Scott, que representa al hombre común –o peor, a la víctima de un sistema que tiene a la exclusión y la desigualdad entre sus partes—, el poder le viene primero como imposición (debe elegir entre la cárcel o someterse al riesgo de usar un traje no exento de efectos secundarios) y luego como instancia de redención. Porque Ant-Man es también una película sobre segundas oportunidades, sobre el potencial perfectible de la condición humana y la voluntad como herramienta individual y colectiva para ponerlas en acto.
Por fin, sin que eso signifique menos importante, Ant-Man reúne las condiciones de una gran comedia. Esto es, un protagonista carismático y seductor como no había aparecido otro en el universo Marvel desde el Iron Man de Robert Downey jr. Que además cuenta con un intérprete como Paul Rudd, un buen comediante que al fin encuentra un rol principal que mantenga bajo control las exageraciones a las que es propenso. Un elenco que incluye secundarios bien elegidos (extraordinario Michael Peña, desarrollando un efectivo comic relief). Un guión que no olvida que la acción, el vértigo y los efectos digitales son cáscaras vacías si carecen de un motivo que los ponga en marcha. Y un equipo que ha sabido entender todo eso y convertirlo en película. Si hubiera que elegir entre el valioso mensaje sobre "lo que significa ser humano" que Iñárritu pretende imponer con Birdman y la simple pero generosa propuesta lúdica de Ant-Man, desde acá se sugiere apostarle todo al Hombre Hormiga.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Claro que el tema de la destrucción sigue estando presente –el trauma del 11-S devino en obsesión cinematográfica—, pero son varios los motivos por los que acá, prescindiendo del exhibicionismo, el asunto ha dejado de ser un fin per se para reducirse a un elemento más dentro de la construcción de la trama. Una de las claves está en una de las palabras de la frase anterior: reducirse. Porque el hecho de que la historia gire en torno a un héroe cuyo superpoder consiste en la capacidad para menguar su tamaño, obliga a trasladar la acción a una escala en donde la demolición urbana queda fuera de perspectiva y pierde sentido. Pero más allá del límite obvio que establece esa contingencia física, a Ant-Man le interesan otras cosas. En primer lugar el tema del poder, que en la mayoría de los superhéroes (y más entre los Vengadores) viene dado por una instancia superior, que tanto puede ser divina como económica, moral, científica y hasta política, y marca claramente que se trata de un don de pocos. Eso es diferente en el caso de Scott Lang, ladrón de poca monta acuciado por problemas personales como la desocupación y los conflictos con su ex, entre ellos la posibilidad de seguir viendo o no a la pequeña hija que comparten. Para Scott, que representa al hombre común –o peor, a la víctima de un sistema que tiene a la exclusión y la desigualdad entre sus partes—, el poder le viene primero como imposición (debe elegir entre la cárcel o someterse al riesgo de usar un traje no exento de efectos secundarios) y luego como instancia de redención. Porque Ant-Man es también una película sobre segundas oportunidades, sobre el potencial perfectible de la condición humana y la voluntad como herramienta individual y colectiva para ponerlas en acto.
Por fin, sin que eso signifique menos importante, Ant-Man reúne las condiciones de una gran comedia. Esto es, un protagonista carismático y seductor como no había aparecido otro en el universo Marvel desde el Iron Man de Robert Downey jr. Que además cuenta con un intérprete como Paul Rudd, un buen comediante que al fin encuentra un rol principal que mantenga bajo control las exageraciones a las que es propenso. Un elenco que incluye secundarios bien elegidos (extraordinario Michael Peña, desarrollando un efectivo comic relief). Un guión que no olvida que la acción, el vértigo y los efectos digitales son cáscaras vacías si carecen de un motivo que los ponga en marcha. Y un equipo que ha sabido entender todo eso y convertirlo en película. Si hubiera que elegir entre el valioso mensaje sobre "lo que significa ser humano" que Iñárritu pretende imponer con Birdman y la simple pero generosa propuesta lúdica de Ant-Man, desde acá se sugiere apostarle todo al Hombre Hormiga.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
lunes, 13 de julio de 2015
LIBROS - "Ana Frank. Biografía gráfica", de Sid Jacobson y Ernie Colón: Tristeza en cuadritos
Hace muy pocas semanas atrás se cumplieron sesenta y ocho años de la publicación original del famoso Diario escrito durante la Segunda Guerra Mundial por la niña Ana Frank durante los más de dos años que permaneció escondida, junto a su familia y otras cuatro personas, en un cuarto secreto ubicado en la parte trasera del edificio donde funcionaba la fábrica de Otto Frank, su padre. Ahí se mantuvieron encerrados en condiciones miserables desde el 6 de julio de 1942 hasta su detención y posterior deportación al campo de concentración de Bergen-Belsen, ocurrida el 4 de agosto de 1944, donde su hermana Margot y ella finalmente murieron. Sesenta y ocho años de un documento que describe como pocos los horrores de uno de los períodos más tristes y espantosos de la historia humana. El libro, basado en las notas que la pequeña Ana tomó durante todo ese tiempo con la idea de utilizarlas como base para una novela que tenía la esperanza de publicar una vez acabada la guerra, representa el registro vívido de una tragedia abominable, pero sin embargo escrito de una manera tan fresca que consigue hacer aún más pronunciado el contraste con la realidad que narra, convirtiéndose en la mejor luz para alumbrar aquellos hechos oscuros.
El Diario fue publicado por primera vez el 25 de junio de 1947 bajo el título de La casa de atrás –el nombre que Ana había elegido para su proyectada novela— a instancias de Otto Frank, el único sobreviviente no sólo de su familia sino de los ocho que habitaron aquel escondite. Otto había recibido el diario de su hija de mano de dos de las personas que los habían ayudado durante esos años clandestinos, quienes lo hallaron oculto en aquella “casa de atrás” poco después de la detención de la familia Frank y las otras cuatro personas. Desde entonces se ha convertido en un testimonio ineludible no sólo de su época, sino de la memoria colectiva universal, publicándose ininterrumpidamente a lo largo y ancho de todo el mundo y en casi todas las lenguas conocidas.
Sin embargo la reciente edición de una versión adaptada al género de la historieta, a cargo de los artistas estadounidenses Sid Jacobson y Ernie Colón, representa una nueva oportunidad para acercarse a un texto que a esta altura tiene carácter de ineludible. Publicada por editorial Sudamericana bajo el título de Ana Frank. Biografía gráfica, el trabajo de Jacobson y Colón ofrece la oportunidad de acceder al relato de la pequeña Ana desde el formato de la novela gráfica, permitiendo que tal vez nuevos lectores puedan conocer la conmovedora historia de la familia Frank. El libro no sólo recorre completa la narración del diario, sino que ayuda a entender el marco histórico en el que aquellos hechos tuvieron lugar, aportando importantes detalles de contexto que hacen de esta una versión ampliada del registro autobiográfico de la autora.
Por supuesto que la efectividad de Ana Frank. Biografía gráfica no sería posible sin la pericia de sus autores, nombres sino fundamentales por lo menos muy importantes dentro de la historia reciente del cómic norteamericano. Por un lado, Jacobson es un histórico del mundo de la historieta. Fue editor de la mítica editorial Harvey Comics, donde creó títulos sumamente populares en todo el mundo, como Gasparín, el fantasma amigable. También trabajó en la casa Marvel, una de las dos más importantes del mundo dentro del género, y también en Hanna-Barbera Comics, donde escribió gran cantidad de historias originales para sus personajes clásicos. Por el otro, el dibujante Colón, estadounidense pero de origen portorriqueño, empezó trabajando como rotulista para después convertirse durante más de veinte años en dibujante interino hasta afianzarse como freelance en el medio, llegando a colaborar tanto con la compañía Marvel como con DC Comics, su eterna competidora. Fue así como conoció a Jacobson y empezó a colaborar con él. Juntos crearon la versión gráfica del Informe 11-S, en el que reconstruye los atentados perpetrados en 11 de septiembre de 2001 contra las torres del World Trade Center en Nueva York, y una segunda parte con muchas más conclusiones, titulado El mundo después del 11-S. En 2009 volvieron a aliarse profesionalmente para hacer una biografía gráfica de Ernesto Che Guevara.
Puede concluirse, entonces, que se trata de dos intérpretes valiosos para permitirles ocupar el papel de guías a través de la historia tan triste como valiente de Ana Frank, aquella niña con alma de mujer que soñaba con ser escritora y periodista. Tal vez ella haya tenido que pagar con un destino de horror los pecados de una especie capaz de devorarse a sí misma como ninguna otra en este mundo; sin embargo sus sueños, sus esperanzas y su historia se han convertido en inmortales y colectivos. Una de las lecciones que la humanidad nunca deberá olvidar.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
El Diario fue publicado por primera vez el 25 de junio de 1947 bajo el título de La casa de atrás –el nombre que Ana había elegido para su proyectada novela— a instancias de Otto Frank, el único sobreviviente no sólo de su familia sino de los ocho que habitaron aquel escondite. Otto había recibido el diario de su hija de mano de dos de las personas que los habían ayudado durante esos años clandestinos, quienes lo hallaron oculto en aquella “casa de atrás” poco después de la detención de la familia Frank y las otras cuatro personas. Desde entonces se ha convertido en un testimonio ineludible no sólo de su época, sino de la memoria colectiva universal, publicándose ininterrumpidamente a lo largo y ancho de todo el mundo y en casi todas las lenguas conocidas.
Sin embargo la reciente edición de una versión adaptada al género de la historieta, a cargo de los artistas estadounidenses Sid Jacobson y Ernie Colón, representa una nueva oportunidad para acercarse a un texto que a esta altura tiene carácter de ineludible. Publicada por editorial Sudamericana bajo el título de Ana Frank. Biografía gráfica, el trabajo de Jacobson y Colón ofrece la oportunidad de acceder al relato de la pequeña Ana desde el formato de la novela gráfica, permitiendo que tal vez nuevos lectores puedan conocer la conmovedora historia de la familia Frank. El libro no sólo recorre completa la narración del diario, sino que ayuda a entender el marco histórico en el que aquellos hechos tuvieron lugar, aportando importantes detalles de contexto que hacen de esta una versión ampliada del registro autobiográfico de la autora.
Por supuesto que la efectividad de Ana Frank. Biografía gráfica no sería posible sin la pericia de sus autores, nombres sino fundamentales por lo menos muy importantes dentro de la historia reciente del cómic norteamericano. Por un lado, Jacobson es un histórico del mundo de la historieta. Fue editor de la mítica editorial Harvey Comics, donde creó títulos sumamente populares en todo el mundo, como Gasparín, el fantasma amigable. También trabajó en la casa Marvel, una de las dos más importantes del mundo dentro del género, y también en Hanna-Barbera Comics, donde escribió gran cantidad de historias originales para sus personajes clásicos. Por el otro, el dibujante Colón, estadounidense pero de origen portorriqueño, empezó trabajando como rotulista para después convertirse durante más de veinte años en dibujante interino hasta afianzarse como freelance en el medio, llegando a colaborar tanto con la compañía Marvel como con DC Comics, su eterna competidora. Fue así como conoció a Jacobson y empezó a colaborar con él. Juntos crearon la versión gráfica del Informe 11-S, en el que reconstruye los atentados perpetrados en 11 de septiembre de 2001 contra las torres del World Trade Center en Nueva York, y una segunda parte con muchas más conclusiones, titulado El mundo después del 11-S. En 2009 volvieron a aliarse profesionalmente para hacer una biografía gráfica de Ernesto Che Guevara.
Puede concluirse, entonces, que se trata de dos intérpretes valiosos para permitirles ocupar el papel de guías a través de la historia tan triste como valiente de Ana Frank, aquella niña con alma de mujer que soñaba con ser escritora y periodista. Tal vez ella haya tenido que pagar con un destino de horror los pecados de una especie capaz de devorarse a sí misma como ninguna otra en este mundo; sin embargo sus sueños, sus esperanzas y su historia se han convertido en inmortales y colectivos. Una de las lecciones que la humanidad nunca deberá olvidar.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
jueves, 9 de julio de 2015
CINE - "La horca " (The gallows), de Travis Cluff y Chris Lofing: Vigilar y castigar
Aunque se trata de la enésima película de terror basada en el recurso de contar a partir del material registrado por los protagonistas con sus propias cámaras (celulares y cámaras domésticas) para simular que se trata de hechos reales, no es esa la única recurrencia que es posible hallar en La horca, de los directores y guionistas Travis Cluff y Chris Lofing (este último debutante absoluto en la dirección). Si por un lado el film reutiliza los recursos popularizados por la fundacional El proyecto Blair Witch (que La horca homenajea de modo explícito, aunque no está del todo claro si la cita es premeditada o inconsciente), la película también reproduce los tics de las películas de terror de estudiantes secundarios/universitarios ya abordados con eficiencia infinitamente mayor en casos como Carrie de Brian De Palma, basada en la novela del rey del terror Stephen King, y hasta parodiadas e hipertextualizadas en la no menos interesante La cabaña del terror de Drew Goddard. Teniendo en cuenta dichas indicaciones, el aporte de este trabajo ya no al cine sino al menos a su propio género, es por completo nulo. Porque no sólo no hay nada nuevo, ni desde lo narrativo ni desde lo estético, que llame la atención en La horca, sino que en ningún momento representa una reescritura interesante de lo que ya se ha visto mil veces.
Tras una breve escena tomada de un video casero que registra como durante una representación de la obra “La horca” que realizan los alumnos de una escuela en 1993 uno de ellos muere estrangulado accidentalmente, una placa avisa que todo lo que se verá a continuación es evidencia policial de un caso real. Y lo que se ve es como, 20 años después, un grupo de alumnos de la misma escuela decide volver a poner en escena la obra maldita, alrededor de la cual se han tejido mitos fantasmales. Todo es registrado por Ryan, típico alumno canchero y abusivo que va a todas partes con su cámara a cuestas, poniendo en escena el exhibicionismo 2.0 de los adolescentes modernos, para quienes el registro audiovisual se convirtió en parte indivisible de la vida cotidiana. No es descabellado creer que en la actualidad el personaje de John Travolta en la mencionada Carrie se comportaría más o menos como Ryan. Es él quien le propone a su amigo Reese, otro chico de los “populares” que está a cargo del papel protagónico en la obra, una incursión nocturna para romper todo y que la representación no pueda hacerse. Cualquiera puede completar qué es lo que pasa cuando finalmente se meten al colegio esa noche junto a dos chicas. No deja de sorprender que el cine norteamericano siga reproduciendo en pleno siglo XXI esta puritana versión paranormal de vigilar y castigar, que por un lado se empeña en ver a la adolescencia como un pecado que se paga con la muerte y que por otro aplica soluciones de ultratumba al problema del bullying. Aunque es probable que en este caso nada de todo eso haya sido hecho con premeditación.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Tras una breve escena tomada de un video casero que registra como durante una representación de la obra “La horca” que realizan los alumnos de una escuela en 1993 uno de ellos muere estrangulado accidentalmente, una placa avisa que todo lo que se verá a continuación es evidencia policial de un caso real. Y lo que se ve es como, 20 años después, un grupo de alumnos de la misma escuela decide volver a poner en escena la obra maldita, alrededor de la cual se han tejido mitos fantasmales. Todo es registrado por Ryan, típico alumno canchero y abusivo que va a todas partes con su cámara a cuestas, poniendo en escena el exhibicionismo 2.0 de los adolescentes modernos, para quienes el registro audiovisual se convirtió en parte indivisible de la vida cotidiana. No es descabellado creer que en la actualidad el personaje de John Travolta en la mencionada Carrie se comportaría más o menos como Ryan. Es él quien le propone a su amigo Reese, otro chico de los “populares” que está a cargo del papel protagónico en la obra, una incursión nocturna para romper todo y que la representación no pueda hacerse. Cualquiera puede completar qué es lo que pasa cuando finalmente se meten al colegio esa noche junto a dos chicas. No deja de sorprender que el cine norteamericano siga reproduciendo en pleno siglo XXI esta puritana versión paranormal de vigilar y castigar, que por un lado se empeña en ver a la adolescencia como un pecado que se paga con la muerte y que por otro aplica soluciones de ultratumba al problema del bullying. Aunque es probable que en este caso nada de todo eso haya sido hecho con premeditación.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
sábado, 4 de julio de 2015
CINE - Entrevista con Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi, directores de "Anconetani": Tras la mágia de un personaje
Inesperadamente vasto, el documental Anconetani, en el que Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi intentan hacer un retrato de la familia de fabricantes de acordeones cuyo apellido da nombre a la película, consigue trascender lo biográfico e incluso lo meramente documental, para presentar una historia que puede ser leída como una narración cinematográfica en la que relatos bien diversos se encargan de engrosar y superar el nudo central de lo que en principio quería ser narrado. La película toma como marco de referencia a la casa que la familia Anconetani ocupa desde su radicación en la Argentina en 1918, en cuyo piso superior se encuentra el taller/fábrica en el que desde 1948 los integrantes de este verdadero linaje de luthiers se dedica a la creación de acordeones. Objetos que han alcanzado un carácter mítico, llegando a generar devoción entre los músicos que los utilizan. Pero los directores parecen haberse encontrado con un sorpresivo obstáculo para contar su historia: Nazareno Anconetani, el único de los cinco hijos de don Giovanni (fundador de este longevo emprendimiento) que aún se encontraba con vida cuando el rodaje se llevó a cabo.
Más allá de su rol de patriarca, la figura de Nazareno representa una digresión en sí misma, al punto de que la película termina partida en varias líneas narrativas, de las cuales la más importante se ocupa de él. Di Florio y Cataldi comienzan a seguirlo casi con obsesión, como si sus rutinas fueran causa de un embrujo que los obliga registrar su trabajo, sus costumbres, sus anécdotas. Al terminar la película, hasta el último espectador quedará convencido de que no había forma de contar esta saga familiar, arquetípico relato de inmigrantes italianos, que no fuera en torno a Nazareno. “Durante el rodaje de mi película anterior, el documental Raul Barboza, El sentimiento de abrazar, supe que había un lugar donde se habían fabricado los primeros acordeones de Barboza”, cuenta Di Florio. “Así conocí a Nazareno, un ser entrañable que transmitía con amor y alegría las historias que atesoraba”, completa. “Cuando ella me habló de los Anconetani me dijo uno de ellos estaba vivo y que era un personaje increíble”, confirma Cataldi; “lo que nunca imaginé es que me iba a enamorar tan rápido”. Enseguida admite que enloqueció desde el momento que entró al negocio, “y todavía no había conocido a Nazareno”. Di Florio dice que el taller de Nazareno es “un lugar increíble que te transporta en el tiempo a los años ‘30 o ‘40” y que enseguida sintió que “ahí había algo para contar”.
-¿Eran consientes del carácter múltiple de la historia que querían contar?
SDF-La verdad que nos dejamos llevar por lo que sentimos. Arrancamos con una historia que tenía más que ver con la casa y la fábrica, pero enseguida Nazareno comenzó a tomar protagonismo.
GC-Sabíamos que estábamos ante una variedad de temas dentro de la misma historia, el asunto es que a medida que avanzábamos, nos íbamos dando cuenta que Nazareno tenía una manera de contar que nos terminó cautivando.
SDF-El era “el duende” del lugar, siempre tenía algo nuevo para contar o para mostrarnos. El día que lo encontramos grabando en un grabador a cassette sus reflexiones sobre la vida, la historia o las noticias del día, percibimos que ahí había algo que nos cautivaba y contagiaba algo casi mágico.
GC-Al principio respetamos nuestro plan, pero cuando nos sentábamos a ver el material sentíamos que las sensaciones que estábamos viviendo durante el rodaje no aparecían. Ahí tomamos la decisión de dejar que fuera Nazareno el que nos guíe, por la sencilla razón de que era la parte viva de la historia.
-Pero eso termina produciendo que otros integrantes del clan familiar queden un poco desdibujados, como los cuatro hermanos de Nazareno.
SDF-Sentíamos que él era capaz de sostener la película y no fue necesario profundizar en otras historias.
GC-La decisión de que Nazareno sea el eje de la historia nos marcó un estilo narrativo relacionado directamente a lo observacional. Necesitábamos ser fieles a lo que nosotros vivíamos estando con él,
SDF-Creo que cuando vas encontrando la historia que querés contar, tenés que elegir y renunciar a contar cosas o a dar información que no es necesaria, o que lo que puede hacer es sacarte del eje de lo que estás contando. Los hermanos de Nazareno fueron muy importantes en la historia de la fábrica y de la familia, sin embargo, darles protagonismo en este documental, hubiera significado hacer otra película.
-La película consigue convencer de que se está ante un hombre extraordinario. ¿Cómo fue convivir con él y su familia?
GC-Haberlos conocido fue un bálsamo. Fue volver a la época de mis abuelos, donde se juntaban a festejar con música y tarantelas en mesas enormes, y mi viejo tocando la pandereta. Todo eso lo revivíamos durante la cena familiar que hacían todos los miércoles: Naza armaba su batería, se sentaba a tocar y se iban sumando familia, amigos. ¡Se armaban cada fiestones!
SDF-Compartir ese rodaje con Nazareno fue reaprender el valor de la palabra, el sentido de la alegría, el amor por la música y la dedicación al trabajo. Encontrar a este duende de 90 años levantándose todos los días a las 6 de la mañana para estar a las 7 en el taller, siempre con una sonrisa, un gesto cariñoso y con buenas historias para compartir con los visitantes, era lo mejor que te podía pasar.
GC-Hubo una anécdota que nos hizo descubrir al verdadero personaje. Cada vez que programábamos ir a filmar, sus sobrinas Cocky, Susy y Elvira, hermosas personas, lo vestían de punta en blanco y él aparecía peinado, una pinturita. Hasta que un día fuimos sin avisar y lo encontramos en camiseta, gorro de lana y unos pantalones que para que no se le caigan los tenía que agarrar con una soga: un autentico inmigrante italiano. Con Silvia dijimos: este es el Naza auténtico. A partir de ahí nunca más avisamos cuando íbamos a filmar.
-¿Qué es lo mejor que les ha dejado filmar Anconetani y qué sienten que han dejado en el camino? SDF-Una película para mí siempre es un enorme aprendizaje. En este caso es un documental que tiene que ver con las raíces, la identidad y los valores. Tratamos de resignificar valores que siento que poco a poco se van extinguiendo y lo que me queda después del contacto profundo con Italia, mis raíces y mi propia identidad, es un rastro, una huella que se dibujó durante el rodaje y me seguirá grabada para siempre.
GC-Por un lado haber conocido a una valiosísima persona como Nazareno, y a una familia hermosa que nos abrió su casa para poder vivir esas fiestas tanas que tanto me marcaron de chico. También siento que al hacer la película dejamos un respetuoso y sentido registro de una familia de inmigrantes que resignifican los valores de la vida en cada uno de sus actos. Eso no te lo quita nadie.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo
Más allá de su rol de patriarca, la figura de Nazareno representa una digresión en sí misma, al punto de que la película termina partida en varias líneas narrativas, de las cuales la más importante se ocupa de él. Di Florio y Cataldi comienzan a seguirlo casi con obsesión, como si sus rutinas fueran causa de un embrujo que los obliga registrar su trabajo, sus costumbres, sus anécdotas. Al terminar la película, hasta el último espectador quedará convencido de que no había forma de contar esta saga familiar, arquetípico relato de inmigrantes italianos, que no fuera en torno a Nazareno. “Durante el rodaje de mi película anterior, el documental Raul Barboza, El sentimiento de abrazar, supe que había un lugar donde se habían fabricado los primeros acordeones de Barboza”, cuenta Di Florio. “Así conocí a Nazareno, un ser entrañable que transmitía con amor y alegría las historias que atesoraba”, completa. “Cuando ella me habló de los Anconetani me dijo uno de ellos estaba vivo y que era un personaje increíble”, confirma Cataldi; “lo que nunca imaginé es que me iba a enamorar tan rápido”. Enseguida admite que enloqueció desde el momento que entró al negocio, “y todavía no había conocido a Nazareno”. Di Florio dice que el taller de Nazareno es “un lugar increíble que te transporta en el tiempo a los años ‘30 o ‘40” y que enseguida sintió que “ahí había algo para contar”.
-¿Eran consientes del carácter múltiple de la historia que querían contar?
SDF-La verdad que nos dejamos llevar por lo que sentimos. Arrancamos con una historia que tenía más que ver con la casa y la fábrica, pero enseguida Nazareno comenzó a tomar protagonismo.
GC-Sabíamos que estábamos ante una variedad de temas dentro de la misma historia, el asunto es que a medida que avanzábamos, nos íbamos dando cuenta que Nazareno tenía una manera de contar que nos terminó cautivando.
SDF-El era “el duende” del lugar, siempre tenía algo nuevo para contar o para mostrarnos. El día que lo encontramos grabando en un grabador a cassette sus reflexiones sobre la vida, la historia o las noticias del día, percibimos que ahí había algo que nos cautivaba y contagiaba algo casi mágico.
GC-Al principio respetamos nuestro plan, pero cuando nos sentábamos a ver el material sentíamos que las sensaciones que estábamos viviendo durante el rodaje no aparecían. Ahí tomamos la decisión de dejar que fuera Nazareno el que nos guíe, por la sencilla razón de que era la parte viva de la historia.
-Pero eso termina produciendo que otros integrantes del clan familiar queden un poco desdibujados, como los cuatro hermanos de Nazareno.
SDF-Sentíamos que él era capaz de sostener la película y no fue necesario profundizar en otras historias.
GC-La decisión de que Nazareno sea el eje de la historia nos marcó un estilo narrativo relacionado directamente a lo observacional. Necesitábamos ser fieles a lo que nosotros vivíamos estando con él,
SDF-Creo que cuando vas encontrando la historia que querés contar, tenés que elegir y renunciar a contar cosas o a dar información que no es necesaria, o que lo que puede hacer es sacarte del eje de lo que estás contando. Los hermanos de Nazareno fueron muy importantes en la historia de la fábrica y de la familia, sin embargo, darles protagonismo en este documental, hubiera significado hacer otra película.
-La película consigue convencer de que se está ante un hombre extraordinario. ¿Cómo fue convivir con él y su familia?
GC-Haberlos conocido fue un bálsamo. Fue volver a la época de mis abuelos, donde se juntaban a festejar con música y tarantelas en mesas enormes, y mi viejo tocando la pandereta. Todo eso lo revivíamos durante la cena familiar que hacían todos los miércoles: Naza armaba su batería, se sentaba a tocar y se iban sumando familia, amigos. ¡Se armaban cada fiestones!
SDF-Compartir ese rodaje con Nazareno fue reaprender el valor de la palabra, el sentido de la alegría, el amor por la música y la dedicación al trabajo. Encontrar a este duende de 90 años levantándose todos los días a las 6 de la mañana para estar a las 7 en el taller, siempre con una sonrisa, un gesto cariñoso y con buenas historias para compartir con los visitantes, era lo mejor que te podía pasar.
GC-Hubo una anécdota que nos hizo descubrir al verdadero personaje. Cada vez que programábamos ir a filmar, sus sobrinas Cocky, Susy y Elvira, hermosas personas, lo vestían de punta en blanco y él aparecía peinado, una pinturita. Hasta que un día fuimos sin avisar y lo encontramos en camiseta, gorro de lana y unos pantalones que para que no se le caigan los tenía que agarrar con una soga: un autentico inmigrante italiano. Con Silvia dijimos: este es el Naza auténtico. A partir de ahí nunca más avisamos cuando íbamos a filmar.
-¿Qué es lo mejor que les ha dejado filmar Anconetani y qué sienten que han dejado en el camino? SDF-Una película para mí siempre es un enorme aprendizaje. En este caso es un documental que tiene que ver con las raíces, la identidad y los valores. Tratamos de resignificar valores que siento que poco a poco se van extinguiendo y lo que me queda después del contacto profundo con Italia, mis raíces y mi propia identidad, es un rastro, una huella que se dibujó durante el rodaje y me seguirá grabada para siempre.
GC-Por un lado haber conocido a una valiosísima persona como Nazareno, y a una familia hermosa que nos abrió su casa para poder vivir esas fiestas tanas que tanto me marcaron de chico. También siento que al hacer la película dejamos un respetuoso y sentido registro de una familia de inmigrantes que resignifican los valores de la vida en cada uno de sus actos. Eso no te lo quita nadie.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo
viernes, 3 de julio de 2015
CINE - "Relápago en la oscuridad", de Germán Fernández y Pablo Montllau: El hombre, el metal y la fe.
Si realmente hubiera una forma de entender la historia del heavy metal en la Argentina, Relámpago en la oscuridad, dirigido por Germán Fernández y Pablo Montllau, podría ser una herramienta importante. Documental que se presenta como la historia de Alberto Zamarbide, el Beto, cantante y nombre fundamental en la aparición de la banda V8, virtuales fundadores del género a nivel local, resulta ser no sólo eso. En primer lugar porque, sin dejar de hacer centro en la figura del vocalista (contar su historia equivale de algún modo a contar la historia del género en el país), el film tiene la generosidad de convertirse además en un acercamiento a V8 que por primera vez reúne las voces de todos los músicos que alguna vez pasaron por ahí, incluido al controvertido Ricardo Iorio –bajista, líder y miembro fundador de aquella banda que hoy es leyenda–, cuya presencia tiene varios valores agregados.
Para empezar, es la primera vez que Iorio acepta participar de un proyecto como éste, mérito no menor dado el carácter esquivo del músico. Pero ese éxito consiste no sólo en recoger su testimonio, sino en haber conseguido mantenerlo a raya. Quien haya visto los reportajes a su persona, perpetrados por el conductor Beto Casella, sabrá de los desbordes de los que es capaz el histriónico rey Ricardo. Para probar la importancia de contar de primera mano con su versión de la historia, basta recordar la negativa del popular bajista a participar de otro documental, La H de Nicanor Loreti, donde lo que se narra es la historia de Hermética, segunda banda fundada por él, que consiguió erigirse como la más popular en la historia del género en el país, aunque no la más importante. Ese lugar sin duda le pertenece a V8 y entonces Relámpago en la oscuridad se convierte además en un pequeño e infrecuente acto de justicia cinematográfica.
Pero hay logros aún más importantes que este documental de corte tradicional y correcta factura alcanza sin estridencias, sin necesidad de alzar la voz, toda una paradoja tratándose de heavy metal. Relámpago en la oscuridad consigue ser un atractivo relato acerca de la fe que no se limita a las creencias religiosas de Zamarbide (con su banda Logos, Beto es también un pionero del metal cristiano en el país), sino la fe entendida ya no como vínculo con una hipótesis divina, sino como motor esencial de toda acción humana. En el camino se encarga por un lado de trazar un perfil político para el heavy metal, género que suele ser reducido a roles de reparto grotescos o monstruosos dentro del arco rockero. Por el otro, de reparar a sus artistas, de quitarles el estigma de rebeldes sin causa con el que históricamente se ha querido vaciar el rol contestatario que las bandas más pesadas sostienen con orgullo, aun a costa de ser relegadas a espacios marginales. Y, por fin, de bajar a los músicos de heavy metal del pedestal de hombres duros, para mostrarlos simplemente como lo que son: hombres a secas. Hombres con sueños y tristezas. Hombres con esposas, hijas, madres. Como la mamá del Beto, que recuerda no sin ternura como su hijo adolescente se juntaba con sus amiguitos de “rulitos largos”, “todos pibes buenos”, a hacer ruido en el sótano de la casa familiar en Chacarita. Eso habrá sido entre 1980 y 1981, años en los que para andar por la calle con campera de cuero, cinturones con tachas y los rulitos largos había que tener los dos huevos bien puestos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Para empezar, es la primera vez que Iorio acepta participar de un proyecto como éste, mérito no menor dado el carácter esquivo del músico. Pero ese éxito consiste no sólo en recoger su testimonio, sino en haber conseguido mantenerlo a raya. Quien haya visto los reportajes a su persona, perpetrados por el conductor Beto Casella, sabrá de los desbordes de los que es capaz el histriónico rey Ricardo. Para probar la importancia de contar de primera mano con su versión de la historia, basta recordar la negativa del popular bajista a participar de otro documental, La H de Nicanor Loreti, donde lo que se narra es la historia de Hermética, segunda banda fundada por él, que consiguió erigirse como la más popular en la historia del género en el país, aunque no la más importante. Ese lugar sin duda le pertenece a V8 y entonces Relámpago en la oscuridad se convierte además en un pequeño e infrecuente acto de justicia cinematográfica.
Pero hay logros aún más importantes que este documental de corte tradicional y correcta factura alcanza sin estridencias, sin necesidad de alzar la voz, toda una paradoja tratándose de heavy metal. Relámpago en la oscuridad consigue ser un atractivo relato acerca de la fe que no se limita a las creencias religiosas de Zamarbide (con su banda Logos, Beto es también un pionero del metal cristiano en el país), sino la fe entendida ya no como vínculo con una hipótesis divina, sino como motor esencial de toda acción humana. En el camino se encarga por un lado de trazar un perfil político para el heavy metal, género que suele ser reducido a roles de reparto grotescos o monstruosos dentro del arco rockero. Por el otro, de reparar a sus artistas, de quitarles el estigma de rebeldes sin causa con el que históricamente se ha querido vaciar el rol contestatario que las bandas más pesadas sostienen con orgullo, aun a costa de ser relegadas a espacios marginales. Y, por fin, de bajar a los músicos de heavy metal del pedestal de hombres duros, para mostrarlos simplemente como lo que son: hombres a secas. Hombres con sueños y tristezas. Hombres con esposas, hijas, madres. Como la mamá del Beto, que recuerda no sin ternura como su hijo adolescente se juntaba con sus amiguitos de “rulitos largos”, “todos pibes buenos”, a hacer ruido en el sótano de la casa familiar en Chacarita. Eso habrá sido entre 1980 y 1981, años en los que para andar por la calle con campera de cuero, cinturones con tachas y los rulitos largos había que tener los dos huevos bien puestos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 2 de julio de 2015
CINE - "Anconetani", de Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi: Un documental que es Legión
Anconetani, dirigida por Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi, es una película que pretende ser algo que no es pero que, de manera sorpresiva, resulta ser muchas otras cosas, convirtiéndose en un inesperado Aleph cinematográfico. (Ojalá María Kodama no lea esta crítica). Así, Anconetani no es una película sobre la tradicional fábrica de acordeones fundada por un inmigrante italiano algunos años después de la Segunda Guerra, ni sobre su hijo Nazareno ni sobre las nietas que heredaron y aún siguen adelante con la empresa familiar, manejándola como si todavía vivieran en 1950. O sí, tal vez sea eso, pero de manera superficial. Anconetani es en realidad el retrato de una forma de vivir y de entender la vida tan anacrónica como sus protagonistas. “Hacemos acordeones porque se lo prometimos a mi padre”, admite uno de los hermanos de Nazareno desde un viejo registro fílmico, haciendo que la película se convierta al mismo tiempo en una historia de fantasmas y en una lección de ética en la cual la palabra sigue siendo un bien de valor innegociable.
Pero el film es también el registro de un hallazgo antropológico que muestra, hoy, como era la vida de una familia de inmigrantes en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XX. Como un yacimiento arqueológico, la casa de los Anconetani –en cuyos altos se encuentra el taller en el cual desde hace casi 70 años se fabrican de manera artesanal los acordeones que llevan por marca el apellido de esta dinastía de luthiers- acumula los detalles, las señales, los usos y las costumbres de una familia italiana casi como si sus integrantes recién hubieran bajado del barco en 1918, año en el que el viejo Anconetani decide radicarse en esta ciudad, procedente de Ancona. Una máquina del tiempo en donde, en plena era digital, el conocimiento y la tradición aún sobreviven a través de la transmisión oral, ofreciendo una prueba adicional del poder de la palabra.
Aunque en rigor lo sea, Anconetani tampoco es un documental. El film de Di Florio y Cataldi puede ser visto como ficción. Como una saga familiar que, en contra de lo que podría pensarse, revela que las reproducciones farsescas que ensayaban programas televisivos como Los Campanelli o Los Benvenutto eran en realidad frescos bastante certeros de una identidad viva y fundacional de la cultura argentina. Más aún, Anconetani podría ser el relato de unas memorias inventadas y repetidas hasta convencerse de que en sí mismas son el testimonio de un pasado auténtico. Es el propio Nazareno quien se encarga de aportar una prueba para sostener la tesis de la película como artefacto de potencia ficcional: “De Ancona tenemos todos los recuerdos que nos contaba mi papá; entonces, la conocemos como si hubiéramos estado allá”.
Desde ahí, Anconetani puede ser también una suma mitológica que de algún modo recupera la figura de los Lares, aquellos diosecitos romanos protectores del hogar. Siempre entre las herramientas y las piezas infinitas de los acordeones, Nazareno recuerda que un día su madre prometió que, una vez muerta, si alguna vez conseguía volver a visitarlos desde el más allá, lo haría asumiendo la forma de una gata. Cuando años más tarde una gatita desconocida comienza a visitar el taller, Nazareno se pregunta si aquella no será su madre cumpliendo con la promesa. Desde entonces ella descansa todos los días sobre el banco de trabajo, junto a Nazareno, y cada noche él la despide con un cálido: “Ciao, mamma”.
Pero en esta lista de las películas posibles que pueden hallarse dentro de Anconetani, la más destacada sea quizá la historia de amor. O amores, porque no es uno sólo, sino una legión. El amor de un hombre por un oficio que luego sus hijos aceptan como herencia, sólo por amor; el de una familia por su propia mística, al que las nietas de Don Anconetani le dan forma de museo y lo trasmiten a los chicos de las escuelas primarias que lo visitan; el de un grupo de hombres devotos de los sonidos y los objetos que los producen, ellos mismos la mínima expresión de ese amor de amores que la humanidad siente por la música. Y por fin, pero no necesariamente al final, el amor de los directores por Nazareno, ese personaje extraordinario de nobleza transparente sin el cual ninguna de estas películas sería posible.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Pero el film es también el registro de un hallazgo antropológico que muestra, hoy, como era la vida de una familia de inmigrantes en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XX. Como un yacimiento arqueológico, la casa de los Anconetani –en cuyos altos se encuentra el taller en el cual desde hace casi 70 años se fabrican de manera artesanal los acordeones que llevan por marca el apellido de esta dinastía de luthiers- acumula los detalles, las señales, los usos y las costumbres de una familia italiana casi como si sus integrantes recién hubieran bajado del barco en 1918, año en el que el viejo Anconetani decide radicarse en esta ciudad, procedente de Ancona. Una máquina del tiempo en donde, en plena era digital, el conocimiento y la tradición aún sobreviven a través de la transmisión oral, ofreciendo una prueba adicional del poder de la palabra.
Aunque en rigor lo sea, Anconetani tampoco es un documental. El film de Di Florio y Cataldi puede ser visto como ficción. Como una saga familiar que, en contra de lo que podría pensarse, revela que las reproducciones farsescas que ensayaban programas televisivos como Los Campanelli o Los Benvenutto eran en realidad frescos bastante certeros de una identidad viva y fundacional de la cultura argentina. Más aún, Anconetani podría ser el relato de unas memorias inventadas y repetidas hasta convencerse de que en sí mismas son el testimonio de un pasado auténtico. Es el propio Nazareno quien se encarga de aportar una prueba para sostener la tesis de la película como artefacto de potencia ficcional: “De Ancona tenemos todos los recuerdos que nos contaba mi papá; entonces, la conocemos como si hubiéramos estado allá”.
Desde ahí, Anconetani puede ser también una suma mitológica que de algún modo recupera la figura de los Lares, aquellos diosecitos romanos protectores del hogar. Siempre entre las herramientas y las piezas infinitas de los acordeones, Nazareno recuerda que un día su madre prometió que, una vez muerta, si alguna vez conseguía volver a visitarlos desde el más allá, lo haría asumiendo la forma de una gata. Cuando años más tarde una gatita desconocida comienza a visitar el taller, Nazareno se pregunta si aquella no será su madre cumpliendo con la promesa. Desde entonces ella descansa todos los días sobre el banco de trabajo, junto a Nazareno, y cada noche él la despide con un cálido: “Ciao, mamma”.
Pero en esta lista de las películas posibles que pueden hallarse dentro de Anconetani, la más destacada sea quizá la historia de amor. O amores, porque no es uno sólo, sino una legión. El amor de un hombre por un oficio que luego sus hijos aceptan como herencia, sólo por amor; el de una familia por su propia mística, al que las nietas de Don Anconetani le dan forma de museo y lo trasmiten a los chicos de las escuelas primarias que lo visitan; el de un grupo de hombres devotos de los sonidos y los objetos que los producen, ellos mismos la mínima expresión de ese amor de amores que la humanidad siente por la música. Y por fin, pero no necesariamente al final, el amor de los directores por Nazareno, ese personaje extraordinario de nobleza transparente sin el cual ninguna de estas películas sería posible.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.