Hay mil maneras de escribir un libro y que el resultado sea siempre el mismo: una novela. Tan amplia es la forma en que el género puede entenderse, ya sea desde lo estético como desde lo formal, que el desafío de encontrar un modo personal de abordarlo es uno de los retos más grandes que vienen con la decisión de escribir una novela. Luis Sagasti, escritor nacido y radicado en Bahía Blanca, parece haber encontrado su propio camino y escribió la suya, Maelstrom (Eterna Cadencia), siguiendo el patrón de una espiral que ya desde el título comienza a hacerse presente.
El relato parte de un centro y va girando en torno él, un movimiento de traslación en el que cada vuelta es una nueva historia, creando un cosmos con relatos más pequeños. Ese mismo movimiento hace que cada tanto el narrador vuelve a pasar cerca del punto de partida, pero que lo vea desde un ángulo distinto, porque las diferentes digresiones que representan esos breves relatos van incidiendo en el alma de la narración central.
Es la historia de Gustavo, un argentino que a partir de una beca para investigar las conexiones entre la Guerra Civil Española y la ciudad de Bahía Blanca viaja a Santiago de Compostela. Ahí descubre en el parque de la Alameda, en medio de un cantero de helechos plateados de Nueva Zalandia bautizado como Jardín de Andrómeda, una misteriosa placa de bronce con una lista de siete nombres sobre los cuales no se da ninguna explicación. Intrigado, comienza a dedicar más tiempo a investigar quiénes son esas personas que a su propio trabajo y comparte sus conjeturas y peripecias vía correo electrónico con un amigo: el narrador. El trabajo de investigar cada nombre aporta a la trama central nuevas historias, que la van enriqueciendo al abrirse y clausurarse, dando forma a una novela construida de múltiples relatos. “Precisamente esa era una de las intenciones”, coincide Sagasti. “El propósito fue contar una historia donde la deriva narrativa sea al mismo tiempo funcional a la trama. Que forma y contenido intenten celebrar cierta amalgama”, explica. “Al volver sobre lo mismo y reforzar la idea de que siempre se está al borde de un punto muerto me interesaba que el lector construyera el sentido al mismo tiempo que el narrador. Y que la interpretación que el narrador da a los hechos tranquilamente se le pueda también ocurrir al lector."
A lo largo del texto, el relato se vincula de diferentes maneras con el poder de la naturaleza e incluso con las versiones literarias que esos elementos naturales han originado. Ya desde el título se remite al mar y de ahí al cuento de Poe, y enseguida la referencia marítima se acentúa con pequeñas referencias a Moby Dick. En paralelo, Maelstrom va acumulando hermosas observaciones sobre el cielo y la idea de lo cósmico. Ambos elementos, cielo y mar, parecen ser en realidad dos confines que funcionan como disparadores para la infinidad de relatos menores que se van acomodando dentro y a la vez dándole forma al relato central. “Tanto el mar como el cielo nocturno, que es como un mar allá arriba, me motivan muchísimo. Acaso disparador sea la palabra justa, aunque en verdad no sabría cómo llamar eso que es una suerte de inspiración abstracta, bastante elusiva, algo como una niebla”, reconoce el autor. Tanto el agua como el espacio son elementos que conjuran por si mismos la noción del viaje. Viajes físicos, como ocurre desde siempre con el mar; o imaginarios, como ha pasado con el cielo, un espacio por el que los hombres podemos viajar hace relativamente poco. Tal vez ambos elementos configuren una manera de entender el arte de la escritura como un viaje. “Si se considera a la escritura como el abandono del lugar confortable donde uno se encuentra, para salir a la búsqueda sin brújula de algo que muy bien no se entiende, pues sí: se trata de un viaje”, acepta Sagasti. “Uno siente que está en camino cuando aparece una corriente, más allá de lo que se narre. Allí se inicia el viaje en serio, uno avanza sin esfuerzo en la construcción armónica del relato cuando encuentra esa corriente interna. Lo otro, lo que para mí es remontar olas bravas, es la cuestión estrictamente formal. Me interesan muchísimo los aspectos plásticos del lenguaje, la musicalidad, el fraseo, aspectos tonales. Digamos que intento ser absolutamente meticuloso en la corrección –lo que no garantiza un buen resultado, por supuesto. Para mí, desde la costa, el mar tiene la calma de un monje a la hora de la siesta, pero a medida que avanzo y hasta que no doy con la corriente del relato, la marea sube fuerte y te lleva de nuevo a la playa donde debo cambiar los remos más de una vez.”
En ese modelo de narración derivativa que en algún momento remite a la fórmula del Eterno Retorno, hay también algo clásico, un lugar en donde el narrador se convierte en una especie de Sherezade tejiendo una trama de relatos en torno de una historia central, que en el fondo es la excusa para hacerle lugar a ese poderoso tejido narrativo. Un modelo que de alguna manera puede representar algún tipo de dificultad adicional a la hora de escribir una novela. “A mí no me resulta muy difícil hacerlo ya que, acaso por lo que significa internet para un curioso, pareciera que uno vive en estado de deriva o de zapping permanente. Tenemos un Aleph delante nuestro con solo apretar un botón”, reflexiona el autor. “Entonces el acceso a la información, sea del tipo que fuera, ya no es más lineal. No seguimos los renglones de un libro sino fragmentos de una pantalla, espacios adyacentes, fragmentados, yuxtapuestos. Me resulta muy difícil ser inmune a estas nuevas formas de acceso a la información. Por eso el desafío, por llamarlo de algún modo, era el de contar una historia, es decir, que haya una cierta línea argumental, a partir de ese estado de deriva que se manifiesta en muchas tramas combinadas. Y tratar, claro, que todo el asunto sea inteligible."
Maelstrom incluye, dispersas dentro del texto, una serie de observaciones interesantes sobre la infancia. Como aquella acerca de por qué los chicos siempre dibujan al sol con cara, que cien páginas después se amplía en la explicación del origen de la firma en los chicos más grandes, que parecen sólo ser posibles en un escritor que, como Sagasti, además es docente. “La docencia me permite ese estado de deriva del que hablo. Claro que los alumnos lo dicen de otra manera: el profe de nuevo se fue por las ramas”, reconoce con humor. “Creo que el punto de contacto entre la docencia y la escritura estaría dado por la idea de vacío. Uno comienza una clase sabiendo de qué va a hablar pero nunca qué va a decir. Como un pianista de jazz. Entonces en el discurso (que vendría a ser como un solo), en el diálogo con los alumnos (los solos de los alumnos), se produce ese vacío donde circulan las ideas como si tuvieran vida propia. Este procedimiento no genera ninguna garantía de calidad. Cuando escribo sucede algo semejante. A medida que vas escribiendo, que no vas pensando, que te vas vaciando, las ideas vienen solas. Digamos que los aspectos creativos se manifiestan cuando dejamos de hablarnos de una buena vez. Por supuesto que la razón despliega su señorío a la hora de corregir, o de concluir la clase, si es que el timbre no nos encontró en medio de la selva.”
Igual que un cuerpo celeste, Maelstrom avanza realizando sus movimientos de traslación (permite ir avanzando sobre la historia central) y de rotación (que va aportando esas nuevas microhistorias que modifican la forma de la historia principal). Como si se tratara de un acto de magia, ese devenir en constante mutación puede intuirse como camuflaje de un secreto más allá del texto. Un placebo literario que consigue mantener el velo que disimula lo que corre por debajo. Sagasti deja una pista al respecto cuando, tras contar la historia de cómo y cuándo Van Gogh pintó su cuadro “La noche estrellada”, hace que el narrador termine afirmando que lo verdaderamente importante de esa noche es saber cuánto pesaba el pintor en ese momento. ¿Cuál será, entonces, ese “Peso de Van Gogh” que se esconde detrás de Maelstrom? “Creo que, al menos para cierta clase de relatos, lo más importante no debe narrarse. Hablar del barco pero nunca del mar que hay debajo. Detenerse en las fisuras de la nave, en aquello que terminará por hundirlo, pero del agua lo mejor es no decir palabra. En el caso de Maelstrom, si bien creo que hay una suerte de explicación razonable y verosímil al tema de las placas, debajo de ella subyace algo irracional o monstruoso. Digamos, eso mismo que nos impulsa a detenernos en los acoples de Gran Hermano o una letra de Arjona. No quiero hablar de la trama y tampoco quiero reducir el texto a una metáfora, pero alguien debe tejer el pullover con que creemos abrigarnos. Allí se encuentra el Aleph y también María Kodama.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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