El mundo moderno está perdiendo monumentalidad, el gigantismo de otras épocas. Ahora nadie construye pirámides para enterrar a sus líderes o catedrales de granito donde adorar fetiches varios, ni se dinamita un continente para cavar un canal. Ya nadie se pelea por viajar a la Luna. Es cierto que hoy la humanidad es capaz de construir edificios kilométricos, o fabricar diez teléfonos celulares por cada ser humano vivo y hasta dar la vuelta al mundo en 80 minutos, sin embargo todos sabemos que esas son proezas vacías de toda épica. ¿Para qué queremos tantos teléfonos? Ese es un buen ejemplo de lo que quiero decir: nos empecinamos en hacer sistemas cada vez más perfectos (siniestramente perfectos), que generan la ilusión de proximidad y dinamismo pero que en realidad nos dejan solos e inmóviles, mientras que al mismo tiempo ya no somos capaces de concebir una sala de cine para cuatro mil personas. No hay empresa ni arquitecto (a menos que busquen ser tachados de ineficientes o de insanos) a quienes se les ocurra una idea tan impracticable, incómoda e improductiva. Es más fácil y, sobre todo, redituable, hacer en el mismo espacio catorce celdas con 250 butacas. Por eso ir al cine hoy es una costumbre mecánica, un berretín posmoderno antes que una aventura colectiva.
Aunque en su decadencia, yo viví aquel mundo antiguo donde cualquier barrio tenía su sala de cine, capaz de contener a casi todos los vecinos en sólo unas cuantas funciones. En esos inmensos cines -que entonces solían combinar en su programación algún Spaghetti Western o una de kung-fu, con algo de porno y algún estreno que llegaba al barrio con meses de retraso- ver películas era otra cosa. Por entonces Lino Ventura, John Saxon o Giuliano Gemma no necesitaban de anteojos 3D para hacernos creer cualquier cosa. Todo eso dejó de existir. Como será la cosa que, para ahorrarse trabajo y mística, las pocas salas gigantes que todavía quedan en pie son usadas como sucedaneo de aquellas catedrales de piedra que ya nadie quiere ni sabe construir. Nada mejor que una sala de cine convertida en iglesia para hablar de la muerte de Dios.
Aunque en su decadencia, yo viví aquel mundo antiguo donde cualquier barrio tenía su sala de cine, capaz de contener a casi todos los vecinos en sólo unas cuantas funciones. En esos inmensos cines -que entonces solían combinar en su programación algún Spaghetti Western o una de kung-fu, con algo de porno y algún estreno que llegaba al barrio con meses de retraso- ver películas era otra cosa. Por entonces Lino Ventura, John Saxon o Giuliano Gemma no necesitaban de anteojos 3D para hacernos creer cualquier cosa. Todo eso dejó de existir. Como será la cosa que, para ahorrarse trabajo y mística, las pocas salas gigantes que todavía quedan en pie son usadas como sucedaneo de aquellas catedrales de piedra que ya nadie quiere ni sabe construir. Nada mejor que una sala de cine convertida en iglesia para hablar de la muerte de Dios.
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Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Iván, gracias por tu resumen. Y creo que es verdad: Las personas hoy no nos relacionamos, sino que nos conectamos. La primera palabra (relación) es mucho más humana, mientras que conexión refiere antes a máquinas y a sistemas que a personas. ¿Hacia ahí estará yendo la evolución?
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