La literatura policial ha recorrido un camino intenso. No muy largo, es verdad, en comparación a los innúmeros senderos abiertos a lo largo de la historia de la literatura. No muy largo pero denso.
Desde las recorridas por los suburbios de París del inspector Dupin (aquel que tanto le debe al legendario Eugene FrançoisVidocq), en busca de algún indicio que le ayude a resolver los horrores de la rue Morgue, o las inesperadas situaciones en las que se encontraba sin quererlo el padre Brown, y que no tan inocentemente terminaba desentramando; a la época en que el policial se vuelve negro, en la omnipresente mirada de un tal Hércules Poirot o en las miles de novelas de oferta, en los exhibidores de los kioscos de revistas, es evidente que el género policial ha conseguido en menos de dos siglos de existencia, generar una tradición sólida y un árbol genealógico envidiable. Edgar Allan Poe, Chesterton, Conan Doyle, Agatha Christie, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, son algunos de los ilustres hacedores de este culto pagano.
Entre esas ramas de páginas abundantes es que ha sabido florecer la obra de Juan José Saer, sin dudas uno de los narradores más notables de la segunda mitad del siglo XX en nuestro país. De entre los volúmenes publicados por Saer, La Pesquisa (elegido arbitrariamente como ejemplo) se acerca de manera directa al centro del universo del autor.
La Pesquisa comienza por contar la historia del comisario Morvan, que en la ciudad de París (otra vez; parece que allí el viento suele amontonar malhechores literarios de lo más miserables) es el encargado de llevar adelante la investigación acerca de un múltiple homicida, que ya ha matado a 27 ancianas. Los asesinatos están llenos de detalles macabros, que el narrador no intentará ahorrarnos.
En tanto el relato avanza, el pasado de Morvan va siendo develado: su carácter metódico y obsesivo; el reciente divorcio; el suicidio de su padre, luego de revelarle que su madre, a quien Morvan creía muerta al nacer él, los abandono apenas recuperada del parto, por un oficial de la Gestapo.
La historia, que avanza muy pausada y solidamente a pesar de los retuerzos, resulta ser un relato que Pichón Garay (repetido personaje en la obra de Saer) le narra a Tomatis, su amigo de toda la vida, y a Pinocho Soldi, joven talentoso y promisorio, hijo de familia adinerada del Rosario, a quien Tomatis ha tomado como compañero de charlas. Pichón está de paso, después de muchos años y una familia en París (en donde más), para resolver algunos asuntos familiares del pasado.
Sin embargo, este no es el único interés de estos tres personajes: una copia dactilográfica de una novela inédita y de autor desconocido, ha sido hallada entre los papeles de un íntimo amigo, fallecido hace algún tiempo. Esta novela, cuyo título está tomado de un texto del poeta peruano César Vallejo, gira en torno a la perspectiva que dos soldados, uno joven y el otro viejo, tienen acerca de la guerra de Troya. Para el viejo, que se ha pasado los diez años como custodio de la tienda de Menéalo, la guerra no es más que una sucesión de tumultos a la distancia, y los troyanos, figuras diminutas sobre una muralla, a kilómetros de distancia. En cambio para el joven, recién llegado a Ilión, la guerra resulta el conjunto de los relatos de las hazañas de los héroes, que él viene escuchando desde la niñez en su Grecia natal. Como acertadamente concluye Pichón, uno (el joven) tiene la verdad de la ficción, y el viejo, la verdad de la experiencia. Y si ambas verdades no son idénticas, tampoco necesariamente opuestas.
Y quizá este concepto sea una de las llaves que abra algunas puertas del relato: ¿pueden dos teorías disímiles explicar un mismo crimen sin ser, en verdad, opuestas? Y más todavía, ¿puede este mismo crimen verse desde lo ficcional y desde lo empírico de manera distinta, sin que ninguna de las dos miradas resulte falsa?
Las líneas comienzan a unir algunos puntos dentro de esta pesquisa, que no es una, sino dos, tres o cuatro, de acuerdo a la profundidad que cada lector alcance. Pero son líneas que no se detienen frente a los límites que el texto propone, sino que acaban uniendo puntos más allá de la frontera del relato mismo, en un texto universal: la intertextualidad.
Una intertextualidad que a pesar de ciertos aspectos predecibles,tiene pretensión de infinito, capaz de llegar a los confines mismos de la novela policial, pero también a la mitología helénica, universo de héroes y de símbolos; a la psiquitría, tierra de la observación y las explicaciones; o a la filosofía, cuna de razones y argumentos. Y también a nuestros años de plomo, en los que la mitad de un país desaprecia sin dejar más rastros que la otra mitad, que en el exilio de la distancia o de la ignorancia, prefería no volverse a ver que pasaba. Dos mitades tan idénticas entre sí, que no sería posible distinguir entre la mitad que quedó y la que ya no está; pero que ahora es (lo sabemos) apenas la mitad.
Sin más remedio.
(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.info/cultura.php)
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