Si alguien un poco apurado se guiara solo por lo visto en 2017, tranquilamente podría concluir que el tenis es el nuevo deporte cinematográfico por excelencia. Nada de Rockys Balboas ni Toros Salvajes: ahora Björn Borg, John McEnroe, Billie Jean King y Margaret Smith parecen ser los personajes perfectos para narrar una nueva encarnación del relato épico. Es que al estreno de hace apenas poco más de un mes de la película Borg McEnroe, de Janus Metz, que reconstruye el comienzo de la mítica rivalidad entre el sueco de hielo y el irascible irlandés de Nueva York, lo sigue La batalla de los sexos, tercera película del dúo compuesto por Jonathan Dayton y Valerie Faris, que aborda una de las historias más curiosas de la era moderna del deporte blanco.
Se trata dada menos que del inusual partido que disputaron en 1973 la superestrella del tenis femenino de aquel momento, la estadounidense Billie Jean King y el histriónico campeón retirado Bobby Riggs. Desafío imaginado por el propio Riggs, quien afirmaba que una mujer nunca podría derrotar a un hombre en una cancha de tenis y le apostaba a quien aceptara que, aún con 45 años y retirado hace tiempo, era capaz de vencer a la N°1 del escalafón femenino. Es decir Jean King, quien durante los primeros ‘70 acaparó trofeos de Grand Slam volviéndose casi invencible. Construida a partir de la comedia, género adecuado para contar una historia de algún modo disparatada, la película no se limita a narrar detalles graciosos, sino que se permite indagar en zonas menos visibles pero fundamentales de la anécdota. Procedimiento que Dayton y Faris probaron manejar con solvencia en sus trabajos anteriores, Ruby Sparks (2012) y sobre todo Little Miss Sunshine (2006).
A diferencia de lo que en última instancia ocurría en Borg McEnroe, en La batalla de los sexos Dayton y Faris no intentan convertir al tenis en un espectáculo cinematográfico. Por el contrario, eligen poner el foco en lo que ocurre fuera de la cancha, entendiendo que lo más importante (y lo más interesante para contar) es lo que les pasa a los personajes antes de que comience el peloteo, más allá del deporte, en sus propias vidas. El despertar a una nueva sexualidad en el caso de ella; las dificultades con la afición al juego en el caso de él, dos circunstancias que no son un problema en sí mismas pero que ciertamente inquietaban a los protagonistas. En ambos casos se trata de cómo dichas preocupaciones afectaron sus búsquedas del amor, entre otros aspectos. En concordancia con esa decisión, Dayton y Faris resuelven mostrar el tenis sobre todo a través de la perspectiva de quienes lo ven, aprovechando las diferentes alternativas previas y propias del juego para aportar algo más al drama. En definitiva el retrato del tenis no parece haber sido un fin en sí mismo para los directores, sino una herramienta más que usaron para echar andar y mantener en movimiento la máquina de la acción.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 30 de noviembre de 2017
domingo, 26 de noviembre de 2017
CINE - 32° Festival de Cine de Mar del Plata, Día 7: Libros, escritores y películas
Es sabido que la literatura es uno de los combustibles con los que se suele alimentar a la máquina del cine, el carbón elegido por algunos cineastas para ponerla marcha. Y los festivales de cine son, en ese sentido, el espacio ideal para comprobar el resultado de ese proceso de interacción. Dentro de la programación del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que este año llegó a su 32° edición, hubo material que permite dar cuenta de ello: al menos tres películas tienen en su origen la obra o la vida de tres reconocidos escritores argentinos.
Plantada con firmeza en el terreno del documental biográfico pero a la vez también autobiográfico, Entre Perón y mi padre representa una inmersión no solo en el trabajo periodístico y literario de Tomás Eloy Martínez sino, y sobre todo, en lo profundo de algunos detalles específicos de la relación que lo unió con su hijo Blas Eloy, director de la película. Nota bene: en el catálogo del Festival de Mar del Plata el director figura anotado como Eloy Martínez, Blas, confundiendo su segundo nombre con un primer apellido. Un error que habitualmente también se cometía con su padre, motivado en primer lugar por el intento de conferirle una identidad que lo apartara del anonimato masivo al que están condenados quienes pertenecen al extendido linaje de los Martínez (entre otros linajes extendidos). Y otro poco quizás a partir de una confusión producida por la familiar sonoridad del apellido compuesto, esta vez real, de otro escritor todavía más famoso: Adolfo Bioy Casares. Es así que partiendo del hecho comprobado de que Bioy es el primer apellido de Casares no han sido pocos los que llegaron a la falsa conclusión de que Eloy debía serlo de Martínez, razonamiento a todas luces incorrecto. Pero volvamos al cine…
A partir de la cinta magnetofónica de la famosa entrevista que en algún momento de 1970 Martínez (padre) le hizo a Perón durante cuatro días consecutivos en la residencia de Puerta de Hierro, Martínez (hijo) se permite un interesante y emotivo ejercicio de memoria. Pero no sólo porque el registro de las voces metálicas que durante su infancia le llegaba desde el grabador de su padre forma parte indeleble de sus recuerdos como hijo. El director también concluye que es precisamente por haber escuchado tanto el diálogo de aquellas dos voces que estaba condenado a volverse peronista. Como si esas voces se hubieran fundido en una misma y única entidad paternal, permitiendo que Blas Eloy Martínez le atribuya al general Perón una segunda paternidad a la vez mítica y política. El documental es, de algún modo, la indagación que realiza su director por los huecos que le dejaron las ausencias ya no de uno, si no de dos padres. Uno natural, separado de su madre y en el exilio; el otro muerto y fruto de una mitología personal.
Barrefondo es la adaptación de una novela de Félix Bruzzone que también tiene implicancias autobiográficas: es que el protagonista del relato y su autor comparten el oficio de pileteros. El propio Bruzzone dijo en la charla posterior a la proyección de la película que todavía trabaja limpiando piscinas. Barrefondo cuenta la historia de un joven piletero al que el capo de una banda de ladrones presiona para que le entregue datos que le permitan robar en las casas de las familias ricas donde el primero trabaja. Narrada en el tono económico y austero del cine independiente argentino, la película de Colás consigue mantener el interés por un relato al que bien puede definirse como un policial matizado por elementos sociales, o como un retrato social amenizado por una aventura policial.
Por su parte El origen de la tristeza es la adaptación de la primera novela de una trilogía tampoco exenta de elementos autobiográficos, firmada por el escritor Pablo Ramos. Con guión escrito por el propio Ramos y dirigida por Oscar Frenkel, se trata de un relato de iniciación que se mueve entre la ternura y la nostalgia, en el que una bandita de preadolescentes deambula por la geografía de los barrios de Avellaneda a finales de los años ’70. Suerte de versión de Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986) ambientada en el conurbano, El origen de la tristeza carga con la evidente dificultad de no haber podido generar una identidad cinematográfica propia, quedando presa de una voz literaria que se manifiesta a través de un omnipresente relato en off, también interpretado por Ramos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Plantada con firmeza en el terreno del documental biográfico pero a la vez también autobiográfico, Entre Perón y mi padre representa una inmersión no solo en el trabajo periodístico y literario de Tomás Eloy Martínez sino, y sobre todo, en lo profundo de algunos detalles específicos de la relación que lo unió con su hijo Blas Eloy, director de la película. Nota bene: en el catálogo del Festival de Mar del Plata el director figura anotado como Eloy Martínez, Blas, confundiendo su segundo nombre con un primer apellido. Un error que habitualmente también se cometía con su padre, motivado en primer lugar por el intento de conferirle una identidad que lo apartara del anonimato masivo al que están condenados quienes pertenecen al extendido linaje de los Martínez (entre otros linajes extendidos). Y otro poco quizás a partir de una confusión producida por la familiar sonoridad del apellido compuesto, esta vez real, de otro escritor todavía más famoso: Adolfo Bioy Casares. Es así que partiendo del hecho comprobado de que Bioy es el primer apellido de Casares no han sido pocos los que llegaron a la falsa conclusión de que Eloy debía serlo de Martínez, razonamiento a todas luces incorrecto. Pero volvamos al cine…
A partir de la cinta magnetofónica de la famosa entrevista que en algún momento de 1970 Martínez (padre) le hizo a Perón durante cuatro días consecutivos en la residencia de Puerta de Hierro, Martínez (hijo) se permite un interesante y emotivo ejercicio de memoria. Pero no sólo porque el registro de las voces metálicas que durante su infancia le llegaba desde el grabador de su padre forma parte indeleble de sus recuerdos como hijo. El director también concluye que es precisamente por haber escuchado tanto el diálogo de aquellas dos voces que estaba condenado a volverse peronista. Como si esas voces se hubieran fundido en una misma y única entidad paternal, permitiendo que Blas Eloy Martínez le atribuya al general Perón una segunda paternidad a la vez mítica y política. El documental es, de algún modo, la indagación que realiza su director por los huecos que le dejaron las ausencias ya no de uno, si no de dos padres. Uno natural, separado de su madre y en el exilio; el otro muerto y fruto de una mitología personal.
Barrefondo es la adaptación de una novela de Félix Bruzzone que también tiene implicancias autobiográficas: es que el protagonista del relato y su autor comparten el oficio de pileteros. El propio Bruzzone dijo en la charla posterior a la proyección de la película que todavía trabaja limpiando piscinas. Barrefondo cuenta la historia de un joven piletero al que el capo de una banda de ladrones presiona para que le entregue datos que le permitan robar en las casas de las familias ricas donde el primero trabaja. Narrada en el tono económico y austero del cine independiente argentino, la película de Colás consigue mantener el interés por un relato al que bien puede definirse como un policial matizado por elementos sociales, o como un retrato social amenizado por una aventura policial.
Por su parte El origen de la tristeza es la adaptación de la primera novela de una trilogía tampoco exenta de elementos autobiográficos, firmada por el escritor Pablo Ramos. Con guión escrito por el propio Ramos y dirigida por Oscar Frenkel, se trata de un relato de iniciación que se mueve entre la ternura y la nostalgia, en el que una bandita de preadolescentes deambula por la geografía de los barrios de Avellaneda a finales de los años ’70. Suerte de versión de Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986) ambientada en el conurbano, El origen de la tristeza carga con la evidente dificultad de no haber podido generar una identidad cinematográfica propia, quedando presa de una voz literaria que se manifiesta a través de un omnipresente relato en off, también interpretado por Ramos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 25 de noviembre de 2017
CINE - 32° Festival de Cine de Mar del Plata, días 5 y 6: De lo experimental a lo marginal
Es inevitable. Nadie es insensible a la tragedia y como ocurre con el resto del país, esta 32° edición del Festival de Cine de Mar del Plata estuvo sino tomada, al menos atravesada por la tristeza de lo ocurrido en torno a la desaparición del submarino ARA San Juan y el destino de sus 44 tripulantes. Gran cantidad de actividades que en años anteriores se caracterizaban por el tono festivo, esta vez se realizaron a media voz o se suspendieron. En ese mismo sentido los responsables del Festival decidieron no llevar a cabo la habitual ceremonia de entrega de premios que siempre se realiza en el Teatro Auditorium, para reemplazarla por un acto de entrega meramente protocolar que tendrá lugar en algún salón del Hotel Provincial. En cambio se decidió mantener las actividades estrictamente cinematográficas, lo que permitió que las competencias completaran sus recorridos. Que en el caso de la Argentina acabó mostrando algo que durante los primeros días no había aparecido: su irregularidad. Si sus primeras cuatro competidoras, sobre las que ya se habló en el artículo publicado en esta misma sección el día martes pasado, habían mostrado un nivel homogéneo dentro un aceptable estándar de calidad, a partir de entonces comenzaron a aparecer altos y bajos marcados.
En un punto intermedio entre esos extremos se ubicó Barrefondo, primera experiencia en el terreno de la ficción del documentalista Leandro Colás. Basada en una novela del escritor argentino Félix Bruzzone, cuenta la historia de un joven dedicado al oficio de limpiador de piscinas, que realiza en casas de barrios privados y familias más o menos adineradas. Pero también lo ponen en la mira del capo de una banda de ladrones que lo presiona para que, conocedor de los horarios de los ricos, lo provea de información que le permitan planear mejor los asaltos. Siguiendo al protagonista la película atraviesa tres mundos (el de los ricos, el de los obreros y el de los delincuentes). A partir de ahí, y de una trama policial que va asfixiando al personaje, Colás construye distintos retratos de clase que tienen en común su impiedad. Es difícil encontrar qué lugar ocupa el bien en Barrefondo: los ricos son miserables, la clase media reaccionaria, los pobres mezquinos o delincuentes. Aunque está narrada de forma eficiente y su trama se sigue con interés, Barrefondo también se pega a muchos lugares comunes de cierto cine argentino independiente que toma como escenario ese enrarecido espacio en el que se cruzan las clases sociales.
Cineasta radical y militante de los formatos físicos del cine, Ernesto Baca presentó Réquiem para un film olvidado, suerte de desafío para los sentidos que funciona a la vez como balance de su carrera, como un furioso diario de barricada y un intenso viaje a través de su propio ego. Con el anuncio del cierre de planta productora de película virgen de Kodak como disparador, Baca filma una declaración de amor a formatos como el Super 8 o 16mm, considerados obsoletos por la industria, pero sobre los cuáles él sigue basando su obra. Hecho que convierte a la película en un acto de resistencia y, por lo tanto, en una declaración política. Se trata además de un trabajo en el que el humor y el delirio ocupan un rol fundamental, que a partir de esos recursos tiene mucho para decir. “No busco un público, busco testigos”, afirma Baca. Y enseguida pone en marcha una experiencia sensorial difícil de empardar. A tal punto compiten por la atención del espectador los planos del discurso, de lo visual y de lo sonoro, que en la ambición de aprehender todo lo que el director ofrece es muy fácil que algo acabe por quedar el camino. Una pérdida que dice más acerca de las carencias del espectador que sobre la capacidad de Baca para construir un cine que teniendo puntos de contacto con el de muchos de sus colegas, sin embargo no se parece a ninguno.
Segundo trabajo de Manuel Abramovich, Soldado es una maquina cinematográfica de precisión. Tomando como protagonista a un joven aspirante que ingresa en la escuela del Regimiento de Patricios, el director construye un retrato de la institución militar que siendo muy respetuoso e íntimo, a la vez puede funcionar como una potente mirada crítica. Lejos del imaginario militar trazado por el cine bélico de EE.UU., Soldado ofrece grietas por las que se puede entrever el lado humano de un sistema que se supone basado en la deshumanización. De ese modo la película coloca al espectador con una idea rígida de la vida militar en el brete de repensar su postura. Por otro lado el registro cotidiano en el cuartel ofrece pasos de comedia involuntarios surgidos a partir del choque entre esa realidad y la fantasía alimentada por el cine. Abramovich muestra una capacidad asombrosa para pensar los espacios de forma cinematográfica, eligiendo con inteligencia cuándo pegarse al protagonista con primerísimos planos o cuándo abrir el marco para registrar escenas generales que parecen coreografiadas. Aunque se trata de una película con una puesta en escena sumamente cerebral, Soldado resulta un relato emotivo de inesperada calidez.
Casi como un ritual, la Competencia Argentina volvió a incluir un trabajo de José Campusano, director que desde hace nueve años participa de forma ininterrumpida en el festival. Su nueva apuesta es El azote, que una vez más tiene como escenario a los barrios pobres del alto Bariloche. Siendo el mismo en lo esencial, su cine sin embargo cambió mucho, sobre todo en el terreno de lo técnico. Tanto en rubros como la fotografía y el montaje sus última películas muestran un perfil más profesional, e incluso la labor del elenco representa un trabajo más sólido y homogéneo si se lo compara con sus primeros trabajos. Decisiones que implican un gran desafío para un cine como el Campusano, construido sobre la tensión permanente entre lo ético y lo estético. Aunque vuelve a mostrar algunos excesos discursivos, surgidos de la necesidad del director por explicitar su mirada de la sociedad, al mismo tiempo El azote recupera algo de la potencia de la acción que en algunas de sus películas como Placer y Martirio o El arrullo de la araña se había diluido.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
En un punto intermedio entre esos extremos se ubicó Barrefondo, primera experiencia en el terreno de la ficción del documentalista Leandro Colás. Basada en una novela del escritor argentino Félix Bruzzone, cuenta la historia de un joven dedicado al oficio de limpiador de piscinas, que realiza en casas de barrios privados y familias más o menos adineradas. Pero también lo ponen en la mira del capo de una banda de ladrones que lo presiona para que, conocedor de los horarios de los ricos, lo provea de información que le permitan planear mejor los asaltos. Siguiendo al protagonista la película atraviesa tres mundos (el de los ricos, el de los obreros y el de los delincuentes). A partir de ahí, y de una trama policial que va asfixiando al personaje, Colás construye distintos retratos de clase que tienen en común su impiedad. Es difícil encontrar qué lugar ocupa el bien en Barrefondo: los ricos son miserables, la clase media reaccionaria, los pobres mezquinos o delincuentes. Aunque está narrada de forma eficiente y su trama se sigue con interés, Barrefondo también se pega a muchos lugares comunes de cierto cine argentino independiente que toma como escenario ese enrarecido espacio en el que se cruzan las clases sociales.
Cineasta radical y militante de los formatos físicos del cine, Ernesto Baca presentó Réquiem para un film olvidado, suerte de desafío para los sentidos que funciona a la vez como balance de su carrera, como un furioso diario de barricada y un intenso viaje a través de su propio ego. Con el anuncio del cierre de planta productora de película virgen de Kodak como disparador, Baca filma una declaración de amor a formatos como el Super 8 o 16mm, considerados obsoletos por la industria, pero sobre los cuáles él sigue basando su obra. Hecho que convierte a la película en un acto de resistencia y, por lo tanto, en una declaración política. Se trata además de un trabajo en el que el humor y el delirio ocupan un rol fundamental, que a partir de esos recursos tiene mucho para decir. “No busco un público, busco testigos”, afirma Baca. Y enseguida pone en marcha una experiencia sensorial difícil de empardar. A tal punto compiten por la atención del espectador los planos del discurso, de lo visual y de lo sonoro, que en la ambición de aprehender todo lo que el director ofrece es muy fácil que algo acabe por quedar el camino. Una pérdida que dice más acerca de las carencias del espectador que sobre la capacidad de Baca para construir un cine que teniendo puntos de contacto con el de muchos de sus colegas, sin embargo no se parece a ninguno.
Segundo trabajo de Manuel Abramovich, Soldado es una maquina cinematográfica de precisión. Tomando como protagonista a un joven aspirante que ingresa en la escuela del Regimiento de Patricios, el director construye un retrato de la institución militar que siendo muy respetuoso e íntimo, a la vez puede funcionar como una potente mirada crítica. Lejos del imaginario militar trazado por el cine bélico de EE.UU., Soldado ofrece grietas por las que se puede entrever el lado humano de un sistema que se supone basado en la deshumanización. De ese modo la película coloca al espectador con una idea rígida de la vida militar en el brete de repensar su postura. Por otro lado el registro cotidiano en el cuartel ofrece pasos de comedia involuntarios surgidos a partir del choque entre esa realidad y la fantasía alimentada por el cine. Abramovich muestra una capacidad asombrosa para pensar los espacios de forma cinematográfica, eligiendo con inteligencia cuándo pegarse al protagonista con primerísimos planos o cuándo abrir el marco para registrar escenas generales que parecen coreografiadas. Aunque se trata de una película con una puesta en escena sumamente cerebral, Soldado resulta un relato emotivo de inesperada calidez.
Casi como un ritual, la Competencia Argentina volvió a incluir un trabajo de José Campusano, director que desde hace nueve años participa de forma ininterrumpida en el festival. Su nueva apuesta es El azote, que una vez más tiene como escenario a los barrios pobres del alto Bariloche. Siendo el mismo en lo esencial, su cine sin embargo cambió mucho, sobre todo en el terreno de lo técnico. Tanto en rubros como la fotografía y el montaje sus última películas muestran un perfil más profesional, e incluso la labor del elenco representa un trabajo más sólido y homogéneo si se lo compara con sus primeros trabajos. Decisiones que implican un gran desafío para un cine como el Campusano, construido sobre la tensión permanente entre lo ético y lo estético. Aunque vuelve a mostrar algunos excesos discursivos, surgidos de la necesidad del director por explicitar su mirada de la sociedad, al mismo tiempo El azote recupera algo de la potencia de la acción que en algunas de sus películas como Placer y Martirio o El arrullo de la araña se había diluido.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 24 de noviembre de 2017
CINE - 32° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Día 4: El lugar de las mujeres
A partir del escándalo que involucra una enorme cantidad de denuncias de mujeres que acusan de diferentes tipos de abuso al famoso productor de estadounidense Harvey Weinstein, la discusión sobre el lugar de las mujeres en el cine (y por extensión en la sociedad toda) volvió a quedar en primer plano. Y, aunque sin que una cosa influyera de manera directa en la otra, el tema llegará hasta el 32° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata a través de una actividad organizada por la agrupación Mujeres Audiovisuales (MuA), pero con la participación de colectivos femeninos de todo el país.
Se trata del primer #PANTALLAZO con el que buscarán visibilizar no solo sus producciones, sino poner en la agenda las desventajas y dificultades particulares que limitan la participación femenina en la industria del cine local. En coincidencia con esta iniciativa se llevará a cabo también en la popular ciudad balnearia de la costa bonaerense un Plenario Nacional en el que, según mencionan las organizadoras, se espera la participación de cientos de trabajadoras del sector “para discutir la representación y participación de las mujeres en los roles delante y detrás de cámara”. Las actividades del #PANTALLAZO tendrán lugar los días 24 y 25 de noviembre en la Plaza Colón, de la ciudad de Mar del Plata.
Hay números que señalan con absoluta claridad el desequilibrio. Las organizadoras citan un relevamiento publicado en octubre del año pasado por el centro de investigaciones de género y comunicación Un Pastiche. El mismo analizó las 10 películas argentinas más vistas entre 2010 y 2013, llegando a la conclusión de que sólo el 10% de sus directores, el 22% de los guionistas y el 19,6% de los productores son mujeres. O para decirlo de forma aún más terminate: que cada 5 trabajadores detrás de cámara, menos de 1 es mujer. Porcentaje que no mejora demasiado cuando se analiza el rol de las mujeres frente a cámara: de los personajes protagónicos o co-protagónicos, sólo el 30,7% son mujeres.
Por desgracia, dicen, los festivales de cine del país no son la excepción a esta regla de desproporciones. Y para probarlo toman como ejemplo al propio Festival de Mar del Plata. En la web oficial del propio festival puede constatarse que de los 14 miembros de los jurados oficiales, sólo 4 son mujeres. Algo similar ocurre con la Competencia Argentina, donde de las 12 las películas elegidas para participar de dicha sección, sólo una fue dirigida por una mujer (Hasta que me desates, de Tamae Garateguy). En la Competencia Internacional las proporciones “mejoran”: de 14 películas, solo cuatro son obras de mujeres. Números de innegable contundencia, pero que no se limitan a este festival. En el Festival BAFICI 2017 de los 393 directores cuyas películas fueron programadas sólo 92 son mujeres; es decir menos de una mujer directora por cada 4 varones. La estadística se repite casi sin variantes en años anteriores.
“Estamos acá para encontrarnos con mujeres audiovisuales de todo el país con el objetivo de visibilizarnos y discutir las problemática de las mujeres, lesbianas y travestis en la industria audiovisual”, afirman las responsables del encuentro. “Los números hablan todos los días en todas las pantallas de la falta de oportunidades que tenemos las mujeres para ingresar al campo laboral y también del sexismo en la representación. En un país donde el 55% de las estudiantes egresadas en carreras audiovisuales son mujeres, nos parece importante mostrar los números de la inequidad”, concluyen. “Esta es nuestra realidad y por eso, en vistas de querer mejorarla, nuestra propuesta es encontrarnos y coordinar acciones para transformar las pantallas”.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
Se trata del primer #PANTALLAZO con el que buscarán visibilizar no solo sus producciones, sino poner en la agenda las desventajas y dificultades particulares que limitan la participación femenina en la industria del cine local. En coincidencia con esta iniciativa se llevará a cabo también en la popular ciudad balnearia de la costa bonaerense un Plenario Nacional en el que, según mencionan las organizadoras, se espera la participación de cientos de trabajadoras del sector “para discutir la representación y participación de las mujeres en los roles delante y detrás de cámara”. Las actividades del #PANTALLAZO tendrán lugar los días 24 y 25 de noviembre en la Plaza Colón, de la ciudad de Mar del Plata.
Hay números que señalan con absoluta claridad el desequilibrio. Las organizadoras citan un relevamiento publicado en octubre del año pasado por el centro de investigaciones de género y comunicación Un Pastiche. El mismo analizó las 10 películas argentinas más vistas entre 2010 y 2013, llegando a la conclusión de que sólo el 10% de sus directores, el 22% de los guionistas y el 19,6% de los productores son mujeres. O para decirlo de forma aún más terminate: que cada 5 trabajadores detrás de cámara, menos de 1 es mujer. Porcentaje que no mejora demasiado cuando se analiza el rol de las mujeres frente a cámara: de los personajes protagónicos o co-protagónicos, sólo el 30,7% son mujeres.
Por desgracia, dicen, los festivales de cine del país no son la excepción a esta regla de desproporciones. Y para probarlo toman como ejemplo al propio Festival de Mar del Plata. En la web oficial del propio festival puede constatarse que de los 14 miembros de los jurados oficiales, sólo 4 son mujeres. Algo similar ocurre con la Competencia Argentina, donde de las 12 las películas elegidas para participar de dicha sección, sólo una fue dirigida por una mujer (Hasta que me desates, de Tamae Garateguy). En la Competencia Internacional las proporciones “mejoran”: de 14 películas, solo cuatro son obras de mujeres. Números de innegable contundencia, pero que no se limitan a este festival. En el Festival BAFICI 2017 de los 393 directores cuyas películas fueron programadas sólo 92 son mujeres; es decir menos de una mujer directora por cada 4 varones. La estadística se repite casi sin variantes en años anteriores.
“Estamos acá para encontrarnos con mujeres audiovisuales de todo el país con el objetivo de visibilizarnos y discutir las problemática de las mujeres, lesbianas y travestis en la industria audiovisual”, afirman las responsables del encuentro. “Los números hablan todos los días en todas las pantallas de la falta de oportunidades que tenemos las mujeres para ingresar al campo laboral y también del sexismo en la representación. En un país donde el 55% de las estudiantes egresadas en carreras audiovisuales son mujeres, nos parece importante mostrar los números de la inequidad”, concluyen. “Esta es nuestra realidad y por eso, en vistas de querer mejorarla, nuestra propuesta es encontrarnos y coordinar acciones para transformar las pantallas”.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
jueves, 23 de noviembre de 2017
CINE - "Suburbicon: Bienvenidos al paraíso", de George Clooney: El exceso bienpensante
En su sexta película como director, Suburbicon: Bienvenidos al paraíso, el popular actor George Clonney vuelve a mostrar preocupaciones e intereses que ya había manifestó en sus películas previas. Sobre todo una sostenida intención de incluir en la historia, a veces de forma ligera y otras de manera directa, anotaciones políticas o sociales que ponen en evidencia su propia mirada del mundo. Se sabe que Clooney es uno de esos miembros de la comunidad hollywoodense vinculado a cierto perfil progresista o de izquierda moderada, junto a colegas como Sean Penn, Danny Glover, Susan Sarandon, Tim Robbins o el director Michael Moore, cuyas militancias fueron parodiadas en la comedia protagonizada por marionetas Team America: Policía Mundial (2004), de los creadores de South Park, Trey Parker y Matt Stone. Luego, el gusto por aportarle al relato algunos elementos de comedia que, en este caso, le permiten llegar a extremos de humor negro inéditos dentro de su filmografía. Claro que en este último caso no debe obviarse que el guión original es obra de los hermanos Ethan y Joel Coen, con cuyos trabajos esta película tiene tantos puntos de contacto como con los de Clooney.
Suburbicon se desarrolla sobre el cruce de dos historias que tienen como escenario un barrio residencial en los suburbios de una gran ciudad, a fines de los ’50. Una se desarrolla en primer plano, aportando el tono general de la película, y la otra funciona como acotación un poco al margen que le sirve a Clooney para plantar aquellos elementos que permitirán releer la trama (y la historia reciente de los Estados Unidos) con un tono sociopolítico. En la primera una ideal familia blanca (papá, mamá y un niño), los Lodge, son víctimas de un robo doméstico de inusitada violencia, en el que la mujer termina siendo asesinada de forma injustificada. En la segunda, una familia negra (papá, mamá y niño) se muda a la casa de al lado de los Lodge, convirtiéndose en una mancha para la felicidad perfecta del barrio.
El relato de Clooney se enfoca en la vida de los Lodge, en la forma en que la muerte afecta al marido y sobre todo al hijo de la víctima. Pero el tono policial irá ganando peso, haciendo que aquella violencia que vino desde afuera (afuera de la familia, afuera del barrio y, por qué no, también desde afuera de la América Blanca), de repente y por efecto de un golpe de guión empiece a revelar un origen interno. Claro que esta violencia cada vez más desatada al interior de la familia Lodge tiene un correlato en la violencia social que comienzan a sufrir sus vecinos negros.
A medida que avanza el relato Clooney comienza a alejarse del tono clásico elegido para la primera mitad de la película. Valiéndose de herramientas como el slapstik, un moderado uso del gore y algunos juegos de luces y sombras de raíz expresionista consigue, a veces de forma un poco forzada, que Suburbicon se convierta en una especie de fresco social grotesco que encuentra en el seno familiar (blanco, burgués, tradicionalista y cristiano: la clase media norteamericana) el huevo de la serpiente estadounidense.
Tal vez el principal inconveniente sea que el paso de un tono al otro se realiza de forma un tanto abrupta y la inclusión del humor negro que domina la parte final de la película, típicamente coeniano, parece más una irrupción que la consecuencia de una progresión dramática. Del mismo modo la subtrama que ilustra los padecimientos de la familia negra revelan pronto la artificialidad de su presencia, convirtiéndose en una anotación política demasiado obvia. Porque, como ya se sabe, no siempre las buenas intenciones son las mejores aliadas del cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Suburbicon se desarrolla sobre el cruce de dos historias que tienen como escenario un barrio residencial en los suburbios de una gran ciudad, a fines de los ’50. Una se desarrolla en primer plano, aportando el tono general de la película, y la otra funciona como acotación un poco al margen que le sirve a Clooney para plantar aquellos elementos que permitirán releer la trama (y la historia reciente de los Estados Unidos) con un tono sociopolítico. En la primera una ideal familia blanca (papá, mamá y un niño), los Lodge, son víctimas de un robo doméstico de inusitada violencia, en el que la mujer termina siendo asesinada de forma injustificada. En la segunda, una familia negra (papá, mamá y niño) se muda a la casa de al lado de los Lodge, convirtiéndose en una mancha para la felicidad perfecta del barrio.
El relato de Clooney se enfoca en la vida de los Lodge, en la forma en que la muerte afecta al marido y sobre todo al hijo de la víctima. Pero el tono policial irá ganando peso, haciendo que aquella violencia que vino desde afuera (afuera de la familia, afuera del barrio y, por qué no, también desde afuera de la América Blanca), de repente y por efecto de un golpe de guión empiece a revelar un origen interno. Claro que esta violencia cada vez más desatada al interior de la familia Lodge tiene un correlato en la violencia social que comienzan a sufrir sus vecinos negros.
A medida que avanza el relato Clooney comienza a alejarse del tono clásico elegido para la primera mitad de la película. Valiéndose de herramientas como el slapstik, un moderado uso del gore y algunos juegos de luces y sombras de raíz expresionista consigue, a veces de forma un poco forzada, que Suburbicon se convierta en una especie de fresco social grotesco que encuentra en el seno familiar (blanco, burgués, tradicionalista y cristiano: la clase media norteamericana) el huevo de la serpiente estadounidense.
Tal vez el principal inconveniente sea que el paso de un tono al otro se realiza de forma un tanto abrupta y la inclusión del humor negro que domina la parte final de la película, típicamente coeniano, parece más una irrupción que la consecuencia de una progresión dramática. Del mismo modo la subtrama que ilustra los padecimientos de la familia negra revelan pronto la artificialidad de su presencia, convirtiéndose en una anotación política demasiado obvia. Porque, como ya se sabe, no siempre las buenas intenciones son las mejores aliadas del cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Bad Cat" (Kötü Kedi Serafettin), de Mahmet Kurtulus y Ayse Ünal: Bardo al pedo
Basada en una historieta turca muy popular en su país, la película animada Bad Cat tiene como norte irreductible una incorrección política que hereda de la obra que le da origen. El protagonista de la misma es Shero, un gato pendenciero al que en la versión local se ha bautizado como Turro. Y el nombre le calza perfecto a este gato semi humano, ultraviolento, acosador de gatitas, adicto al sexo, alcohólico y delincuente, que lleva muy mal su rol de mascota y aún peor el de padre. Dicho lo cual queda claro que, aún siendo un dibujo animado, no se trata para nada de una película para chicos. Y en realidad tampoco se trata de una película que alcance a llevar hasta las últimas consecuencias su propia voluntad de incorrección. Porque si bien es cierto que durante los primeros minutos Bad Cat deja claro que todas las groserías posible serán dichas por Turro y sus amigos, y que la trama se ocupará de acumular una cantidad de escenas de violencia física y sexual como para hacer enfurecer hasta a la feminista más moderada, pronto todo eso es reducido a meros accesorios de una historia por demás convencional.
Turro es un gato de mierda que sólo piensa en emborracharse, comer y tener sexo (consentido o no) con las gatitas del barrio. El primer acto de la película se dedica a presentar al protagonista en toda su ruindad. En menos de 10 minutos una delicada siamesa acaba muerta tratando de escapar del acoso de Turro y de uno de sus amigos (que obra de entregador), quien a su vez muere acuchillado por el dueño de la gatita, que se vuelve loco cuando vuelve al departamento y encuentra el cadáver de su querida mascota. Y hasta el propio tipo termina muerto al caer por la ventana durante la pelea con Turro. Pero nada es tan malo que no pueda ser peor. Un hijo desconocido se le presenta para conocerlo y Turro lo desprecia tratándolo de bastardo. En la lógica de la película, tanto esta actitud como la violenta conducta sexual de turro son justificadas en la animalidad del personaje, aunque los argumentos son endebles y abundan las inconsistencias.
Pero no se trata de discutir la validez o no de la incorrección política de la película, porque la misma es usada de forma tan banal y con tan poca imaginación que es eso mismo lo que invalida al recurso, mucho antes de que pueda llegar a plantearse un debate serio sobre el asunto. Bad Cat utiliza los intentos de violación de Turro, la cosificación de lo femenino, el desprecio por su hijo y su pasión por el crimen y los vicios menos como un medio para hacer avanzar la trama que como meras guarradas per épater le bourgeois. En el fondo se trata de una película tan poco atrevida y conservadora desde lo narrativo, que sus supuestas transgresiones se diluyen en la pereza de su propia intrascendencia cinematográfica. Porque para ser eficaz la verdadera transgresión debe por necesidad ser inteligente y a Bad Cat no le alcanza para ser ni una cosa ni la otra.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Turro es un gato de mierda que sólo piensa en emborracharse, comer y tener sexo (consentido o no) con las gatitas del barrio. El primer acto de la película se dedica a presentar al protagonista en toda su ruindad. En menos de 10 minutos una delicada siamesa acaba muerta tratando de escapar del acoso de Turro y de uno de sus amigos (que obra de entregador), quien a su vez muere acuchillado por el dueño de la gatita, que se vuelve loco cuando vuelve al departamento y encuentra el cadáver de su querida mascota. Y hasta el propio tipo termina muerto al caer por la ventana durante la pelea con Turro. Pero nada es tan malo que no pueda ser peor. Un hijo desconocido se le presenta para conocerlo y Turro lo desprecia tratándolo de bastardo. En la lógica de la película, tanto esta actitud como la violenta conducta sexual de turro son justificadas en la animalidad del personaje, aunque los argumentos son endebles y abundan las inconsistencias.
Pero no se trata de discutir la validez o no de la incorrección política de la película, porque la misma es usada de forma tan banal y con tan poca imaginación que es eso mismo lo que invalida al recurso, mucho antes de que pueda llegar a plantearse un debate serio sobre el asunto. Bad Cat utiliza los intentos de violación de Turro, la cosificación de lo femenino, el desprecio por su hijo y su pasión por el crimen y los vicios menos como un medio para hacer avanzar la trama que como meras guarradas per épater le bourgeois. En el fondo se trata de una película tan poco atrevida y conservadora desde lo narrativo, que sus supuestas transgresiones se diluyen en la pereza de su propia intrascendencia cinematográfica. Porque para ser eficaz la verdadera transgresión debe por necesidad ser inteligente y a Bad Cat no le alcanza para ser ni una cosa ni la otra.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
martes, 21 de noviembre de 2017
CINE - 32° Festival de Cine de Mar del Plata, día 2 y 3: Monstruos, gauchos, inmigrantes y conjurados
Lo que pudo verse hasta ahora de la Competencia Argentina de esta 32° edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata permite afirmar que, a pesar del evidente recorte cuantitaivo que sufrió la programación en general, desde lo cualitativo se ha conseguido mantener a flote las naves. Mérito que encuentra sus cimientos en la “década ganada” por la gestión Martínez Suárez y sus programadores, a quienes la experiencia les permitió sostener un aceptable estándar de calidad incluso en esta temporada de tormentas, permitiendo que desde lo cinematográfico el Festival se mantenga por encima de algunas dificultades evidentes. Recién ha pasado un tercio de la Competencia y el nivel de lo visto hasta ahora resulta aceptable y homogéneo en calidad, a la vez que variado desde lo estético.
La proyección de las competidoras arrancó el sábado por la mañana con el documental La nostalgia del centauro, del debutante Nicolás Torchinsky. Se trata del retrato de Alba y Juan, sobre todo de este último, un anciano que bien podría ser el último de los gauchos del norte. O el último de los gauchos a secas. A partir de un gran trabajo de cámara y fotografía, Torchinsky traza un mapa de imágenes que dan cuenta de una vida rural que bien podría pertenecer al siglo XIX, si no fuera por detalles casi imperceptibles: Juan y su mujer viven el presente en tiempo pasado. El hecho de que el viejo hable casi exclusivamente con dichos camperos de estricta rima, recuerdos de viejas payadas que se han vuelto indelebles en su memoria ahora frágil, parece una prueba irrefutable de eso. Respetuoso y bello, el retrato que el director hace de sus personajes sin embargo no consigue sortear cierta distancia: la que media entre su mirada y esa realidad que no termina de apropiarse, y que durante toda la película parece seguir siéndole ajena.
En Los corroboradores el director Luis Bernardez apela al recurso del falso documental, para contar desde la ficción una historia de veracidad evidente: el proyecto político de comienzos del siglo XX de convertir a Buenos Aires en réplica de una ciudad europea, especialmente París. Bernárdez imagina una logia secreta fundada por el presidente Carlos Pellegrini, los Corroboradores, que se proponía copiar a la capital francesa a partir de reproducir en Buenos Aires algunos de sus edificios más emblemáticos. Con mucha imaginación y recursos del policial negro y el cine de intriga, el director y guionista cuenta la historia de una confabulación atrapante, con mucho humor y basado en evidencias reales de ese intento de travestir a la Buenos Aires del centenario en París. Por supuesto el juego se presta a la mirada política, convirtiéndose también en un retrato de la tilinguería de la burguesía nacional, buscando ser percibidos como los reyes de un país plebeyo. Los corroboradores es también, a su manera, un juego de intensión borgeana, una especie de versión de “El rigor de la ciencia”, aquel cuento que propone el mismo truco de “Pierre Menard, autor del quijote”, pero llevado a la cartografía y en el que “un Mapa del Imperio […] tenía el tamaño del Imperio”. Como si el objetivo de aquellos improbables Corroboradores fuera el de trazar en el Río de la Plata un mapa de París a escala natural, capaz de calzar baldosa por baldosa dentro de la Ciudad Luz.
La inmigración es el centro de Estoy acá (Mangui Fi), de Juan Manuel Bramuglia y Esteban Tabacznik, pero enfocado desde un lugar distinto: el de la colectividad senegalesa, una de las más nuevas y visibles dentro de aquel pretendido crisol de razas al que se suponía base de la identidad argentina, pero que en realidad no era tal. “Cuando llegué a Retiro pregunté si estaba en Argentina, porque no era como lo que había visto en internet. En internet todo era lindo y lo que yo estaba viendo no.” Eso dice Ababacar, uno de los protagonistas del documental, quien con su afirmación ofrece una visión inesperada de la ciudad. A partir de ella es posible establecer un diálogo entre la forma en que Estoy acá muestra a Buenos Aires y la ciudad que se ve en Los corroboradores. Mientras en la anterior se presenta a una urbe monumental, palaciega, glacial, acá Buenos Aires es miserable, pringosa y tórrida, más parecida a Dakkar que a París. Como la cabeza de Jano, que era el símbolo de los confabulados del film de Bernárdez, ambas versiones de la ciudad son dos caras de una misma cabeza: una mirando hacia el norte rico, la otra hacia el sur y el oeste proletarios. Estoy acá está construido a partir de una concepción clásica del documental, esquema del que se aparta cuando registra los diálogos que mantiene Ababacar con su amigo Mbaye. Aunque no carece de otros puntos de interés, es en esas recorridas de charla por el barrio donde surge lo más rico de la película.
Pero la más exitosa de las hasta hora exhibidas, teniendo en cuenta las intenciones originales y la forma en que estas quedaron plasmadas en pantalla, es Aterrados, cuarto largometraje de Demián Rugna. Se trata de un film de terror al que a partir de ahora se debe contar entre lo mejor de la producción local del cine de género. Si algo consigue este trabajo de Rugna, especialista en trabajar sobre el cruce entre géneros clásicos como el terror y la comedia, es realizar un film que se encuentra a la altura de la producción internacional. Y más todavía, porque es sabido que el grueso del cine de terror, incluido el de los Estados Unidos, corresponde a trabajos por lo menos mediocres, y Aterrados se encuentra por encima de esa media. No sólo desde la historia misma (que tal vez sea lo más convencional que la película ofrece), sino desde su trabajo de puesta en escena, las actuaciones, la música (compuesta por el propio director, que es además el guionista) y, sobre todo, los efectos especiales. Rugna logra que una película argentina asuste como tal vez ninguna otra lo hizo hasta ahora. No sólo no es poco: es un montón.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La proyección de las competidoras arrancó el sábado por la mañana con el documental La nostalgia del centauro, del debutante Nicolás Torchinsky. Se trata del retrato de Alba y Juan, sobre todo de este último, un anciano que bien podría ser el último de los gauchos del norte. O el último de los gauchos a secas. A partir de un gran trabajo de cámara y fotografía, Torchinsky traza un mapa de imágenes que dan cuenta de una vida rural que bien podría pertenecer al siglo XIX, si no fuera por detalles casi imperceptibles: Juan y su mujer viven el presente en tiempo pasado. El hecho de que el viejo hable casi exclusivamente con dichos camperos de estricta rima, recuerdos de viejas payadas que se han vuelto indelebles en su memoria ahora frágil, parece una prueba irrefutable de eso. Respetuoso y bello, el retrato que el director hace de sus personajes sin embargo no consigue sortear cierta distancia: la que media entre su mirada y esa realidad que no termina de apropiarse, y que durante toda la película parece seguir siéndole ajena.
En Los corroboradores el director Luis Bernardez apela al recurso del falso documental, para contar desde la ficción una historia de veracidad evidente: el proyecto político de comienzos del siglo XX de convertir a Buenos Aires en réplica de una ciudad europea, especialmente París. Bernárdez imagina una logia secreta fundada por el presidente Carlos Pellegrini, los Corroboradores, que se proponía copiar a la capital francesa a partir de reproducir en Buenos Aires algunos de sus edificios más emblemáticos. Con mucha imaginación y recursos del policial negro y el cine de intriga, el director y guionista cuenta la historia de una confabulación atrapante, con mucho humor y basado en evidencias reales de ese intento de travestir a la Buenos Aires del centenario en París. Por supuesto el juego se presta a la mirada política, convirtiéndose también en un retrato de la tilinguería de la burguesía nacional, buscando ser percibidos como los reyes de un país plebeyo. Los corroboradores es también, a su manera, un juego de intensión borgeana, una especie de versión de “El rigor de la ciencia”, aquel cuento que propone el mismo truco de “Pierre Menard, autor del quijote”, pero llevado a la cartografía y en el que “un Mapa del Imperio […] tenía el tamaño del Imperio”. Como si el objetivo de aquellos improbables Corroboradores fuera el de trazar en el Río de la Plata un mapa de París a escala natural, capaz de calzar baldosa por baldosa dentro de la Ciudad Luz.
La inmigración es el centro de Estoy acá (Mangui Fi), de Juan Manuel Bramuglia y Esteban Tabacznik, pero enfocado desde un lugar distinto: el de la colectividad senegalesa, una de las más nuevas y visibles dentro de aquel pretendido crisol de razas al que se suponía base de la identidad argentina, pero que en realidad no era tal. “Cuando llegué a Retiro pregunté si estaba en Argentina, porque no era como lo que había visto en internet. En internet todo era lindo y lo que yo estaba viendo no.” Eso dice Ababacar, uno de los protagonistas del documental, quien con su afirmación ofrece una visión inesperada de la ciudad. A partir de ella es posible establecer un diálogo entre la forma en que Estoy acá muestra a Buenos Aires y la ciudad que se ve en Los corroboradores. Mientras en la anterior se presenta a una urbe monumental, palaciega, glacial, acá Buenos Aires es miserable, pringosa y tórrida, más parecida a Dakkar que a París. Como la cabeza de Jano, que era el símbolo de los confabulados del film de Bernárdez, ambas versiones de la ciudad son dos caras de una misma cabeza: una mirando hacia el norte rico, la otra hacia el sur y el oeste proletarios. Estoy acá está construido a partir de una concepción clásica del documental, esquema del que se aparta cuando registra los diálogos que mantiene Ababacar con su amigo Mbaye. Aunque no carece de otros puntos de interés, es en esas recorridas de charla por el barrio donde surge lo más rico de la película.
Pero la más exitosa de las hasta hora exhibidas, teniendo en cuenta las intenciones originales y la forma en que estas quedaron plasmadas en pantalla, es Aterrados, cuarto largometraje de Demián Rugna. Se trata de un film de terror al que a partir de ahora se debe contar entre lo mejor de la producción local del cine de género. Si algo consigue este trabajo de Rugna, especialista en trabajar sobre el cruce entre géneros clásicos como el terror y la comedia, es realizar un film que se encuentra a la altura de la producción internacional. Y más todavía, porque es sabido que el grueso del cine de terror, incluido el de los Estados Unidos, corresponde a trabajos por lo menos mediocres, y Aterrados se encuentra por encima de esa media. No sólo desde la historia misma (que tal vez sea lo más convencional que la película ofrece), sino desde su trabajo de puesta en escena, las actuaciones, la música (compuesta por el propio director, que es además el guionista) y, sobre todo, los efectos especiales. Rugna logra que una película argentina asuste como tal vez ninguna otra lo hizo hasta ahora. No sólo no es poco: es un montón.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 19 de noviembre de 2017
LIBROS - Colección La Balsa de la editorial cooperativa Patria Grande: de Spinetta, Patti Smith y más allá
Desde el advenimiento del programa humorístico Peter Capusotto y sus videos, creación del actor Diego Capusotto y el guionista y director Pedro Saborido, escribir un texto sobre el rock se volvió un terreno resbaloso. Cualquier exceso de pretensión, solemnidad o lisa y llanamente cualquier tipo de exceso puede dejar al autor automáticamente frente al abismo de la parodia involuntaria.
Pero también ha quedado claro que en su más de medio siglo de vida el rock ha generado su propia y potente galería de héroes, su propia mitología. A partir de la colección La Balsa, la cooperativa editorial Patria Grande les propone a los lectores rockeros un recorrido posible por ese panteón donde viven para siempre las grandes leyendas de un género que en la actualidad atraviesa por un momento de crisis.
Lanzada hace apenas algunos meses atrás, la colección les dedica sus primeros volúmenes a dos artistas de esos que no tienen molde y cuyas obras representan cumbres ineludibles dentro del universo del rock. El primero de ellos es El lector kamikaze, donde Juan Bautista Duizeide aborda el universo infinito de Luis Alberto Spinetta, pionero y uno de los dos o tres máximos exponentes del rock nacional. El segundo está dedicado nada menos que a Patti Smith, la poeta punk, mujer talentosa y multifacética cuyo perfil traza Rosi Bernas en el libro Poesía y distorsión.
"Solemos decir que los editores somos meros enlaces entre los libros, sus autores y lectores, porque antes que nada somos lectores", dice Sergio Avasolo, uno de los editores responsables de Patria Grande, a modo de declaración de principios para, a partir de ahí, definir los objetivos de la editorial. "A La Balsa la concebimos junto con el escritor Juan Duizeide, quien ejerce como director. Si bien su nombre tributa homenaje al rock nacional y sus pioneros, no se agota allí", afirma Avasolo. La colección no agota su curiosidad en los límtes del rock: "Hay una concepción general que revisa, interpreta y atraviesa la conexión entre dos lenguajes: la música y las literaturas de los compositores letristas, los cantautores populares y sus referencias literarias tanto del rock nacional, el cancionero latinoamericano, el folklore de diversas culturas y hasta de cantautores arropados dentro del show business global pero con un mensaje". Sin embargo el editor aclara que la intención no es la de "abordar cancioneros en términos musicológicos en sentido estricto como tampoco mostrar aspectos o pinceladas biográficas al modo de la hagiografía, sino –y esto es simple– ¿qué leen los músicos que componen canciones?, ¿cómo influyen esas lecturas en su producción?, ¿con qué universos estéticos dialogan los creadores, más allá de las influencias directas?".
"La colección persigue una finalidad tal vez implícita pero no menor, que es la de abrir las puertas a los cultores, los seguidores de la obra de tal o cual músico o banda para mostrarles el acto creativo del bardo que a su vez les tiende un puente a ellos, un puente a otras obras, a otros libros, a otros autores, a otra percepción, a otro modo de involucrarse en la memoria de los pueblos", amplía Avasolo. "El proyecto es recorrer los vasos comunicantes que contribuyen a hacer de las canciones pequeños universos. Artaud, Rimbaud y el Flaco Spinetta; Jim Morrison, Baudelaire y William Blake; Patti Smith y los beatniks; Gustavo Cerati y la ciencia ficción; Ramón Ayala y García Lorca; o el Indio Solari y Castaneda, Conrad, Lovecraft o Gurdjieff. Lo nuclear aquí es qué hace un músico con aquellos autores o libros que influyeron en su arte y su vida", concluye. Y avisa que en La Balsa hay espacio para mucho más, ya que se encuentran en preparación los próximos volúmenes de la colección, dedicados a Juan Tata Cedrón, a Javier Martínez y Manal, y a Ricardo Soulé y La Biblia. Larga vida a la música, larga vida a los artistas. Larga vida al rock.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Pero también ha quedado claro que en su más de medio siglo de vida el rock ha generado su propia y potente galería de héroes, su propia mitología. A partir de la colección La Balsa, la cooperativa editorial Patria Grande les propone a los lectores rockeros un recorrido posible por ese panteón donde viven para siempre las grandes leyendas de un género que en la actualidad atraviesa por un momento de crisis.
Lanzada hace apenas algunos meses atrás, la colección les dedica sus primeros volúmenes a dos artistas de esos que no tienen molde y cuyas obras representan cumbres ineludibles dentro del universo del rock. El primero de ellos es El lector kamikaze, donde Juan Bautista Duizeide aborda el universo infinito de Luis Alberto Spinetta, pionero y uno de los dos o tres máximos exponentes del rock nacional. El segundo está dedicado nada menos que a Patti Smith, la poeta punk, mujer talentosa y multifacética cuyo perfil traza Rosi Bernas en el libro Poesía y distorsión.
"Solemos decir que los editores somos meros enlaces entre los libros, sus autores y lectores, porque antes que nada somos lectores", dice Sergio Avasolo, uno de los editores responsables de Patria Grande, a modo de declaración de principios para, a partir de ahí, definir los objetivos de la editorial. "A La Balsa la concebimos junto con el escritor Juan Duizeide, quien ejerce como director. Si bien su nombre tributa homenaje al rock nacional y sus pioneros, no se agota allí", afirma Avasolo. La colección no agota su curiosidad en los límtes del rock: "Hay una concepción general que revisa, interpreta y atraviesa la conexión entre dos lenguajes: la música y las literaturas de los compositores letristas, los cantautores populares y sus referencias literarias tanto del rock nacional, el cancionero latinoamericano, el folklore de diversas culturas y hasta de cantautores arropados dentro del show business global pero con un mensaje". Sin embargo el editor aclara que la intención no es la de "abordar cancioneros en términos musicológicos en sentido estricto como tampoco mostrar aspectos o pinceladas biográficas al modo de la hagiografía, sino –y esto es simple– ¿qué leen los músicos que componen canciones?, ¿cómo influyen esas lecturas en su producción?, ¿con qué universos estéticos dialogan los creadores, más allá de las influencias directas?".
"La colección persigue una finalidad tal vez implícita pero no menor, que es la de abrir las puertas a los cultores, los seguidores de la obra de tal o cual músico o banda para mostrarles el acto creativo del bardo que a su vez les tiende un puente a ellos, un puente a otras obras, a otros libros, a otros autores, a otra percepción, a otro modo de involucrarse en la memoria de los pueblos", amplía Avasolo. "El proyecto es recorrer los vasos comunicantes que contribuyen a hacer de las canciones pequeños universos. Artaud, Rimbaud y el Flaco Spinetta; Jim Morrison, Baudelaire y William Blake; Patti Smith y los beatniks; Gustavo Cerati y la ciencia ficción; Ramón Ayala y García Lorca; o el Indio Solari y Castaneda, Conrad, Lovecraft o Gurdjieff. Lo nuclear aquí es qué hace un músico con aquellos autores o libros que influyeron en su arte y su vida", concluye. Y avisa que en La Balsa hay espacio para mucho más, ya que se encuentran en preparación los próximos volúmenes de la colección, dedicados a Juan Tata Cedrón, a Javier Martínez y Manal, y a Ricardo Soulé y La Biblia. Larga vida a la música, larga vida a los artistas. Larga vida al rock.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
CINE - Entrevista con Ai Weiwei, director de "Marea humana": "La naturaleza humana es egoista y miope"
En tiempo de realidades virtuales y posverdad referirse al problema de los refugiados no equivale necesariamente a hablar de personas. De hecho es más fácil abordar la cuestión en los gélidos términos de la geopolítica o la economía que desde su costado más emotivo y humano. Esa es quizá la principal preocupación que llevó al artista chino Ai Weiwei, famoso por su disidencia con el régimen que gobierna su país (que le costó varios años de prisión antes de que se le permitiera el dudoso beneficio del exilio), a pensar que el cine podía ser una herramienta útil para decir algo al respecto. Porque si bien es cierto que su documental Marea humana (Human Flow) aborda los procesos que hicieron posible la crisis migratoria actual –la más grande desde el final de la Segunda Guerra Mundial según indica la película–, su preocupación central parece ser la de captar la intimidad de las personas afectadas por dichos procesos, retratando las dificultades y humillaciones que deben atravesar a diario. Si hay una fuerza motora detrás de su película es esa voluntad de rehumanizar a aquellos individuos que han sido convertidos poco más que en cifras y valores dentro de una colección de gráficos estadísticos.
Marea humana representa el esfuerzo de Weiwei –de quien la Fundación Proa inaugurará una retrospectiva de su obra plástica el próximo sábado– por abordar el problema de las migraciones forzadas y los refugiados del modo más amplio y completo posible. Sus cámaras parecen estar en todas partes para registrar escenas y recoger testimonios de refugiados en las zonas de conflicto más disimiles. Desde representantes del pueblo rohingya (grupo minoritario musulmán de Myanmar) o de palestinos en Gaza o Cisjordania; pasando por las multitudes de sirios, irakíes y afganos que intentan atravesar toda Europa para llegar a Alemania, la nueva tierra prometida; o los nigerianos, somalíes y sudaneses que desembarcan en las costas italianas en tránsito hacia el Reino Unido; o los dramas que se viven en la álgida frontera que separa a México de los Estados Unidos, todas esas realidades conviven y se entrelazan en Marea humana hasta formar un tejido de trama apretada. Más allá de eso, el director acierta en no olvidar que el cine también es un acto estético y se esfuerza por encontrar belleza aún en las situaciones más dramáticas. En muchas oportunidades lo consigue de manera genuina, en otras fracasa hermosamente. En cualquier caso no caben dudas de que, incluso en sus momentos menos inspirados, la película siempre carga con la plusvalía que le aporta la mirada del artista.
Pero hay un detalle inquietante en Marea humana, que tendrá su estreno comercial este jueves luego de pasar por la programación del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata que se desarrolla hasta el próximo domingo: la presencia de su director en gran parte de las escenas incluidas en el montaje final. Weiwei filmando niños en un campo de refugiados; Weiwei intercambiando su pasaporte con un sirio; Weiwei y su hijo juntando chalecos salvavidas en una playa griega o italiana; Weiwei discutiendo el precio de unas frutas con un vendedor ambulante. A tal punto su presencia roza el protagonismo que, parafraseando aquel relato rescatado por Borges y Bioy Casares en su antología Cuentos breves y extraordinarios, por momentos es difícil saber si se trata de una película sobre refugiados filmada por Weiwei o una película sobre Weiwei filmando refugiados.
Más allá de la duda y sea cual sea la respuesta para este interrogante, queda claro que hay algo muy íntimo que vincula al director con la historia que quiso contar y ahí está él para confirmarlo. “Comencé este proyecto cuando todavía estaba preso en China, entre 2014 y 2015”, revela Weiwei, quien relaciona su propia historia personal y familiar con la forzosa experiencia del refugiado. “Como artista creo que el compromiso es muy importante”, agrega. Y cuenta además que se trató de un trabajo muy arduo, tanto desde el punto de vista de la producción como desde lo técnico. “Para hacer este film realicé más de 300 entrevistas y tengo más de 900 horas de material filmado. Es un hecho que tuve que dejar fuera del corte final un montón de historias personales”, afirma pero sin resignarse a que todo ese archivo sin uso tenga como destino el silencio. “Han sido muchas personas y muchos países los que conocí a partir de realizar Marea humana y realmente quisiera encontrar una forma de hacer algo con todo eso, aunque todavía no he resuelto cuál será el formato. Tal vez podría ser un libro o tal vez un archivo online”, comenta.
–Usted ha afirmado en alguna entrevista que el arte necesita dejar de ser elitista para poder conectarse con el público, con las personas. ¿Filmar este documental significó para usted una forma de recorrer ese camino?
–Como artista siempre traté de encontrar una forma especial de comunicar. Pero, claro, en el fondo de nuestros corazones siempre tenemos criterios estéticos mucho más refinados, más elevados o más profundos, y lo que en definitiva queremos y buscamos es que la gente nos entienda. Que pueda recibir estas emociones e ideas que buscamos expresar y que el trabajo de entenderlas sea lo más simple posible. Por eso mismo siempre trato de encontrar nuevos lenguajes para comunicarme con nuevos públicos y siento el trabajo con esta película ha sido de gran ayuda. Sobre todo por esa duplicidad propia del cine, porque estoy mostrando una realidad que al mismo tiempo no es la realidad, sino una imagen de ella. Una película es algo que tiene que ver con la seducción y a la vez tiene algo de mentiroso, porque muestra algo como si fuera real pero que no es la realidad. Y es ese hecho lo que la convierte en una forma interesante para trabajar.
–Pero sobre la cuestión del elitismo, ¿no cree que el cine si bien es un arte de consumo masivo sigue siendo realizado por los miembros de una elite? ¿Eso no hace que su mirada siempre sea sesgada?
–El cine es una máquina tan interesante, tan especial, que entender las claves técnicas de la estructura de una película, o la exposición de una película, es un camino personal. En definitiva nadie sabe realmente cuál es la manera correcta de hacer una película, nadie sabe cómo hacer “la película” en sí. Por eso son pocas las personas que pueden llamarse cineastas y en ese sentido es cierto que puede pensarse al cine como la producción de una elite. Sin embargo en la actualidad con iPhones y redes sociales, con las nuevas tecnologías y las noticias en vivo, al mismo segundo en que las cosas están ocurriendo ya pueden estar circulando en la red. Entonces todas estas nuevas técnicas destruyen esa cuestión que usted menciona de las elites. Pero al mismo tiempo poder crear un concepto, crear una forma que tenga una completud, una unidad, sigue siendo igual de complejo. Ahí mismo reside el desafío: ¿cómo hacerlo? Porque si bien es cierto que en el mundo actual las imágenes son tan masivas, tan accesibles, tan ubicuas, de todas formas sigue siendo difícil hacer algo que tenga su propia integridad.
–En cuanto a lo político, ¿cree que es posible entender en profundidad el tema de las migraciones y los refugiados sin hacer foco en el rol político y económico que juegan las grandes potencias en los territorios más afectados?
–Es cierto que los refugiados no nacen refugiados, sino que son siempre víctimas, bajas producidas por los intereses de otros. Los intereses o los beneficios de otros. Son esas intenciones de los otros las que los convierten en refugiados. Y hoy los refugiados alcanzan un número inédito, enorme, que tiene que ver con la inestabilidad de toda una región, o de diferentes regiones, donde las potencias juegan roles importantes. Si hablamos de Irak, por ejemplo, viene de una guerra enorme que todavía continúa, que generó situaciones muy extremas. Incluso en Siria podemos ver que hay poderes inmensos que juegan roles fundamentales y que representan intereses extranjeros. En cada caso de refugiados siempre es posible encontrar que hay un poder político importante que está beneficiándose con esa situación, alguien que está obteniendo un lucro de todo eso. ¿De dónde vienen todas estas armas y estas máquinas de guerra? Los productores de armamento son quienes se las venden a estas naciones inestables, que las terminan usando y generando ganancias billonarias para las grandes naciones. Siguiendo el camino del dinero es posible ver otro mapa, otra imagen de lo que está pasando. Pero cuando nos propusimos hacer esta película nuestra intención no era la de apuntar con el dedo. Nosotros no señalamos a nadie, pero la gente puede ver por sí misma dónde están los conflictos.
–Pero si es así como usted dice y la gente realmente puede verlo por sí misma, ¿entonces para qué sirve el cine? ¿Para qué necesita el público una película como Marea humana?
–Porque en Occidente (o en China) la gente en realidad no se sensibiliza tanto en relación con estos asuntos. Solamente cuando la situación se pone muy terrible la gente llora, reza y dice “¡pero qué barbaridad lo que está pasando!” Siempre nos lamentamos cuando lo peor ya está sucediendo. Pero así es la naturaleza humana: egoísta y miope.
–Hay una escena en la que una voluntaria alemana dice que es muy arduo organizar algunas de las actividades cotidianas en un campo de refugiados, como el momento de las comidas o del baño para un número tan grande de personas, pero que es mucho más difícil hacer que vuelvan a sentirse humanos. ¿Piensa que retratarlos y mostrarlos como usted hace en la película es una forma de restituirles esa humanidad perdida?
–Al hacer esta película lo que quise es hacer que la gente entienda que la humanidad está en crisis. Pero que no se trata de una crisis de refugiados, como la llaman la mayoría de las veces: se trata de una crisis humana. Decirle crisis de refugiados es de alguna manera un mecanismo tranquilizador, una forma de ponerlo lejos. Es una historia que tiene dos partes. Una es aquello que pasa, los hechos en sí mismos, pero la otra mitad es la forma en que nosotros lo recibimos, cómo lo entendemos y cómo podemos ayudar. Cómo podemos entender que estos que están ahí, separados del mundo, no nacieron como refugiados, sino que también son seres humanos que fueron convertidos en refugiados. Por eso es importante mostrarlos humanos, mostrar sus rostros humanos, y eso es lo que intenté hacer en mi película. Tratamos de no mostrar a la gente llorando, en sus peores momentos, ni en condiciones muy extremas, sino en condiciones normales de seres humanos que están realizando sus actividades cotidianas pero en su propio contexto. Gente cocinando, jugando con sus chicos, tratando de trabajar.
–¿Y por qué decidió incluirse usted mismo como personaje dentro de la película?
–Porque siento que soy parte de esta gente, que tengo algo que ver con estos refugiados y que ellos tienen algo que ver conmigo. Por eso quería enterarme de sus historias, saber qué les pasa y cómo se sienten en esas condiciones. Y muchas de esas historias las identifico con mi propia historia en China, con la de mi familia. Porque siento que todas ellas están conectadas con la de mi familia en el exilio. Y al poner mi imagen en la película me convierto en el punto en el que se reúnen esas historias. Marea humana no se trata solo de las historias de estos refugiados que fui conociendo, sino que se trata de mi propia experiencia ahí, con ellos. Se supone que el arista se tiene que involucrar humanamente con su trabajo y por eso creo que mi presencia en la película resulta interesante. Y a la vez siento que de alguna forma también es necesaria.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Marea humana representa el esfuerzo de Weiwei –de quien la Fundación Proa inaugurará una retrospectiva de su obra plástica el próximo sábado– por abordar el problema de las migraciones forzadas y los refugiados del modo más amplio y completo posible. Sus cámaras parecen estar en todas partes para registrar escenas y recoger testimonios de refugiados en las zonas de conflicto más disimiles. Desde representantes del pueblo rohingya (grupo minoritario musulmán de Myanmar) o de palestinos en Gaza o Cisjordania; pasando por las multitudes de sirios, irakíes y afganos que intentan atravesar toda Europa para llegar a Alemania, la nueva tierra prometida; o los nigerianos, somalíes y sudaneses que desembarcan en las costas italianas en tránsito hacia el Reino Unido; o los dramas que se viven en la álgida frontera que separa a México de los Estados Unidos, todas esas realidades conviven y se entrelazan en Marea humana hasta formar un tejido de trama apretada. Más allá de eso, el director acierta en no olvidar que el cine también es un acto estético y se esfuerza por encontrar belleza aún en las situaciones más dramáticas. En muchas oportunidades lo consigue de manera genuina, en otras fracasa hermosamente. En cualquier caso no caben dudas de que, incluso en sus momentos menos inspirados, la película siempre carga con la plusvalía que le aporta la mirada del artista.
Pero hay un detalle inquietante en Marea humana, que tendrá su estreno comercial este jueves luego de pasar por la programación del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata que se desarrolla hasta el próximo domingo: la presencia de su director en gran parte de las escenas incluidas en el montaje final. Weiwei filmando niños en un campo de refugiados; Weiwei intercambiando su pasaporte con un sirio; Weiwei y su hijo juntando chalecos salvavidas en una playa griega o italiana; Weiwei discutiendo el precio de unas frutas con un vendedor ambulante. A tal punto su presencia roza el protagonismo que, parafraseando aquel relato rescatado por Borges y Bioy Casares en su antología Cuentos breves y extraordinarios, por momentos es difícil saber si se trata de una película sobre refugiados filmada por Weiwei o una película sobre Weiwei filmando refugiados.
Más allá de la duda y sea cual sea la respuesta para este interrogante, queda claro que hay algo muy íntimo que vincula al director con la historia que quiso contar y ahí está él para confirmarlo. “Comencé este proyecto cuando todavía estaba preso en China, entre 2014 y 2015”, revela Weiwei, quien relaciona su propia historia personal y familiar con la forzosa experiencia del refugiado. “Como artista creo que el compromiso es muy importante”, agrega. Y cuenta además que se trató de un trabajo muy arduo, tanto desde el punto de vista de la producción como desde lo técnico. “Para hacer este film realicé más de 300 entrevistas y tengo más de 900 horas de material filmado. Es un hecho que tuve que dejar fuera del corte final un montón de historias personales”, afirma pero sin resignarse a que todo ese archivo sin uso tenga como destino el silencio. “Han sido muchas personas y muchos países los que conocí a partir de realizar Marea humana y realmente quisiera encontrar una forma de hacer algo con todo eso, aunque todavía no he resuelto cuál será el formato. Tal vez podría ser un libro o tal vez un archivo online”, comenta.
–Usted ha afirmado en alguna entrevista que el arte necesita dejar de ser elitista para poder conectarse con el público, con las personas. ¿Filmar este documental significó para usted una forma de recorrer ese camino?
–Como artista siempre traté de encontrar una forma especial de comunicar. Pero, claro, en el fondo de nuestros corazones siempre tenemos criterios estéticos mucho más refinados, más elevados o más profundos, y lo que en definitiva queremos y buscamos es que la gente nos entienda. Que pueda recibir estas emociones e ideas que buscamos expresar y que el trabajo de entenderlas sea lo más simple posible. Por eso mismo siempre trato de encontrar nuevos lenguajes para comunicarme con nuevos públicos y siento el trabajo con esta película ha sido de gran ayuda. Sobre todo por esa duplicidad propia del cine, porque estoy mostrando una realidad que al mismo tiempo no es la realidad, sino una imagen de ella. Una película es algo que tiene que ver con la seducción y a la vez tiene algo de mentiroso, porque muestra algo como si fuera real pero que no es la realidad. Y es ese hecho lo que la convierte en una forma interesante para trabajar.
–Pero sobre la cuestión del elitismo, ¿no cree que el cine si bien es un arte de consumo masivo sigue siendo realizado por los miembros de una elite? ¿Eso no hace que su mirada siempre sea sesgada?
–El cine es una máquina tan interesante, tan especial, que entender las claves técnicas de la estructura de una película, o la exposición de una película, es un camino personal. En definitiva nadie sabe realmente cuál es la manera correcta de hacer una película, nadie sabe cómo hacer “la película” en sí. Por eso son pocas las personas que pueden llamarse cineastas y en ese sentido es cierto que puede pensarse al cine como la producción de una elite. Sin embargo en la actualidad con iPhones y redes sociales, con las nuevas tecnologías y las noticias en vivo, al mismo segundo en que las cosas están ocurriendo ya pueden estar circulando en la red. Entonces todas estas nuevas técnicas destruyen esa cuestión que usted menciona de las elites. Pero al mismo tiempo poder crear un concepto, crear una forma que tenga una completud, una unidad, sigue siendo igual de complejo. Ahí mismo reside el desafío: ¿cómo hacerlo? Porque si bien es cierto que en el mundo actual las imágenes son tan masivas, tan accesibles, tan ubicuas, de todas formas sigue siendo difícil hacer algo que tenga su propia integridad.
–En cuanto a lo político, ¿cree que es posible entender en profundidad el tema de las migraciones y los refugiados sin hacer foco en el rol político y económico que juegan las grandes potencias en los territorios más afectados?
–Es cierto que los refugiados no nacen refugiados, sino que son siempre víctimas, bajas producidas por los intereses de otros. Los intereses o los beneficios de otros. Son esas intenciones de los otros las que los convierten en refugiados. Y hoy los refugiados alcanzan un número inédito, enorme, que tiene que ver con la inestabilidad de toda una región, o de diferentes regiones, donde las potencias juegan roles importantes. Si hablamos de Irak, por ejemplo, viene de una guerra enorme que todavía continúa, que generó situaciones muy extremas. Incluso en Siria podemos ver que hay poderes inmensos que juegan roles fundamentales y que representan intereses extranjeros. En cada caso de refugiados siempre es posible encontrar que hay un poder político importante que está beneficiándose con esa situación, alguien que está obteniendo un lucro de todo eso. ¿De dónde vienen todas estas armas y estas máquinas de guerra? Los productores de armamento son quienes se las venden a estas naciones inestables, que las terminan usando y generando ganancias billonarias para las grandes naciones. Siguiendo el camino del dinero es posible ver otro mapa, otra imagen de lo que está pasando. Pero cuando nos propusimos hacer esta película nuestra intención no era la de apuntar con el dedo. Nosotros no señalamos a nadie, pero la gente puede ver por sí misma dónde están los conflictos.
–Pero si es así como usted dice y la gente realmente puede verlo por sí misma, ¿entonces para qué sirve el cine? ¿Para qué necesita el público una película como Marea humana?
–Porque en Occidente (o en China) la gente en realidad no se sensibiliza tanto en relación con estos asuntos. Solamente cuando la situación se pone muy terrible la gente llora, reza y dice “¡pero qué barbaridad lo que está pasando!” Siempre nos lamentamos cuando lo peor ya está sucediendo. Pero así es la naturaleza humana: egoísta y miope.
–Hay una escena en la que una voluntaria alemana dice que es muy arduo organizar algunas de las actividades cotidianas en un campo de refugiados, como el momento de las comidas o del baño para un número tan grande de personas, pero que es mucho más difícil hacer que vuelvan a sentirse humanos. ¿Piensa que retratarlos y mostrarlos como usted hace en la película es una forma de restituirles esa humanidad perdida?
–Al hacer esta película lo que quise es hacer que la gente entienda que la humanidad está en crisis. Pero que no se trata de una crisis de refugiados, como la llaman la mayoría de las veces: se trata de una crisis humana. Decirle crisis de refugiados es de alguna manera un mecanismo tranquilizador, una forma de ponerlo lejos. Es una historia que tiene dos partes. Una es aquello que pasa, los hechos en sí mismos, pero la otra mitad es la forma en que nosotros lo recibimos, cómo lo entendemos y cómo podemos ayudar. Cómo podemos entender que estos que están ahí, separados del mundo, no nacieron como refugiados, sino que también son seres humanos que fueron convertidos en refugiados. Por eso es importante mostrarlos humanos, mostrar sus rostros humanos, y eso es lo que intenté hacer en mi película. Tratamos de no mostrar a la gente llorando, en sus peores momentos, ni en condiciones muy extremas, sino en condiciones normales de seres humanos que están realizando sus actividades cotidianas pero en su propio contexto. Gente cocinando, jugando con sus chicos, tratando de trabajar.
–¿Y por qué decidió incluirse usted mismo como personaje dentro de la película?
–Porque siento que soy parte de esta gente, que tengo algo que ver con estos refugiados y que ellos tienen algo que ver conmigo. Por eso quería enterarme de sus historias, saber qué les pasa y cómo se sienten en esas condiciones. Y muchas de esas historias las identifico con mi propia historia en China, con la de mi familia. Porque siento que todas ellas están conectadas con la de mi familia en el exilio. Y al poner mi imagen en la película me convierto en el punto en el que se reúnen esas historias. Marea humana no se trata solo de las historias de estos refugiados que fui conociendo, sino que se trata de mi propia experiencia ahí, con ellos. Se supone que el arista se tiene que involucrar humanamente con su trabajo y por eso creo que mi presencia en la película resulta interesante. Y a la vez siento que de alguna forma también es necesaria.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
sábado, 18 de noviembre de 2017
CINE - 32° Festival de Cine de Mar del Plata, Día 1: El placer de las medianoches
Espacio dedicado a explorar los rincones oscuros de la cinefilia, la sección Hora cero del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata suele guardar algunas de las sorpresas más gratas de la programación de este encuentro siempre desbordante. Pero dicha oscuridad no remite solamente al marco temporal de las trasnoches, hábitat natural de la sección, sino a las temáticas de las películas que la conforman, y en muchos casos también al carácter excéntrico de su producción, por lo general alejada del círculo rojo de la industria. Popular en el sentido más festivo de la palabra, el corpus reunido en Hora cero suele invocar al espíritu del cine vivido como ceremonia ritual, como una misa comunitaria en la que los géneros son la eucaristía sagrada y los feligreses interactúan físicamente con la pantalla, dando saltos de espanto, apartando la cara con asco (o sosteniendo la mirada con morbo) y retorciéndose de risa cuando las imágenes proyectadas así lo sugieren.
Sin embargo, aunque se trata de un clásico dentro de la nutrida grilla de proyecciones que cada año ofrece el festival, esta vez la lista de películas que integran la sección también ha sufrido las consecuencias de un ajuste que llegó disfrazado de decisión curatorial, para extirpar del catálogo casi un 25 por ciento de su contenido si se lo compara con las últimas ediciones. Un porcentaje de merma muy alto, que en el caso de Hora cero se eleva por encima del 40 por ciento, teniendo en cuenta que el año pasado la nómina incluyó 25 títulos y que este año, con el desdoblamiento producido con la inclusión de la sección Banda Sonora Original (BSO), serán parte de ella apenas nueve (más las 5 de BSO). ¡Pero a no desanimarse! Porque si bien la enumeración de estos datos suena tan apocalíptica como los argumentos de algunas de las películas que suelen formar parte del pack que temporada tras temporada ofrece la sección, no es menos cierto que los nueve elegidos prometen gratificar en grande a quienes elijan ir a verlas.
La sección tiene su propia constelación de estrellas, en la que este año se destaca sobre todas las demás la del japonés Sion Sono, cuyas películas ya son una grata costumbre del festival. Esta vez el director vuelve a pasear su desmesura por la rambla marplatense con Tokyo Vampire Hotel, una rareza dentro de su filmografía. Se trata de la versión recortada para cine de lo que originalmente es una serie producida por la versión nipona de la cadena de VOD Amazon; algo parecido a lo que el argentino José Campusano hizo acá mismo algunos años atrás con la serie Fantasmas de la ruta, cuyo corte para cine representa uno de sus mejores trabajos. Lo que resulta novedoso en el caso de Sono es el apoyo de una productora como Amazon que, a juzgar por lo que deja entrever el trailer de Tokyo Vampire Hotel, le permitió acceder a recursos técnicos poco habituales en sus películas, de factura y estética más vinculada al cine independiente. Habrá que ver si resulta un aporte valioso para contar esta historia de rituales satánicos, masacres callejeras, mafias vampíricas y armas de destrucción masiva haciendo volar el mundo.
Teniendo en cuenta el perfil de la sección, el texano John Cameron Mitchell también podría ser considerado algo parecido a una estrella. Director de la recordada aventura queer punk Hedwig and the Angry Inch y de películas desafiantes y viscerales como Shortbus o El laberinto, con How to Talk to Girls at Parties (Cómo hablar con las chicas en las fiestas) Mitchell vuelve a remontarse a Londres, 1977, para regresar al imaginario punk y contar una historia en la que se combinan cándidamente el espíritu de olor adolescente con la fantasía de una ciencia ficción estilo Los Supersónicos, aquella especie de sitcom animada de Hanna-Barbera. La presencia de una Nicole Kidman alla David Bowie de Laberinto y la siempre sólida y cada vez más grande Elle Fanning aportando su acostumbrada cuota de luminosidad, suman puntos a una fórmula a la que parece difícil hacer fracasar.
Al director S. Craig Zahler le demandó apenas una película llegar a ser un héroe de la sección Hora cero. Ocurre que esa película es nada menos que Bone Tomahawk, el escalofriante western-gore-thriller protagonizado por un enorme Kurt Russell. Zahler trae a Mar del Plata su segundo trabajo, Brawl in Cell Block 99, que promete ser tan salvaje como su predecesora. Relato carcelario con Vince Vaughn (otro gran y menospreciado actor) como protagonista, se trata de la historia de un preso que debe ir cumpliendo una serie de desafíos dentro de la prisión para salvar la vida de alguien muy querido allende los muros del penal. Organizada de manera similar a Operación Dragón (1973), en la que Bruce Lee debía ir superando pruebas para avanzar en la historia, la película de Zahler expone al personaje de Vaughn a un camino de brutalidad en el que se irá abriendo paso a las piñas. ¿Qué más se puede pedir?
Sin dudas que lo más parecido a una estrella dentro de Hora cero es James Franco, el actor que condujo la gala de los Oscar más bizarra de la historia. Aunque sin dudas su estrellato está vinculado sobre todo con su trabajo en la actuación antes que con su carrera como director. Que si bien es prolífica, recién con The disaster artist se ha acercado a algo parecido a jugar en primera: esta película le permitió ganar hace poco menos de dos meses la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. La película cuenta el trasfondo del rodaje de The Room, una película escrita, dirigida, producida y protagonizada en los años ’90 por el ignoto Tommy Wiseau, que tras su estreno se convirtió en una obra de culto… pero por lo mala que es. Algo parecido a lo que ocurre por acá con Un buen día, de Nicolás Del Boca: películas que producen grupos de fanáticos que se juntan una y otra vez a disfrutar de sus malas actuaciones, sus narrativas estrambóticas y sus anticlímax. The disaster artist cuenta además con un elenco de grandes comediantes amigos de Franco, entre los que destacan Bryan Cranston, Zack Efron, Seth Rogen y hasta Sharon Stone. Casi casi una superproducción.
Dentro de los imaginarios más clásicos del cine de terror, pero aportando miradas originales, pueden mencionarse dos películas. Por un lado Les Affamés (Los hambrientos), del canadiense Robin Aubert, y la turca Housewife (Ama de casa), de Can Evrenol. La primera es una nueva versión del apocalipsis zombie en el que no falta ninguno de los elementos fundantes del subgénero creado por George Romero en 1968 con La noche de los muertos vivos. Una apuesta que busca sumar recursos poéticos y estéticos propios de un cine menos desbocado, pero sin resignar el sentido del humor. En el caso de la segunda se trata de una relectura del clásico giallo italiano en el que el misterio propio del policial une sus fuerzas con lo sobrenatural y lo macabro. Dos propuestas especiales para fanáticos del género, aunque no aptas para fundamentalistas de la fórmula.
Más cercanas al western en sus propuestas y puestas en escena, Laissez bronzer les cadavres (Dejen que los cadáveres se bronceen), tercer trabajo de los belgas Héléne Cattet y Bruno Forzani, y Lowlife (Malviviente), del estadounidense Ryan Prows, aportan su cuota de salvajismo a Hora cero. Tiros, personajes marginales, estética pringosa y bajos mundos para contar dos historias violentas de esas que son difíciles de olvidar. Para el final, una rareza entre bichos raros: Matar a Dios, de los españoles (más bien catalanes; perdón) Caye Casas y Albert Pintó, que cuenta la historia de una familia que en pleno festejo de fin de año comienza a ser acosada por un linyera enano que dice ser el mismísimo Dios en persona. Comedia negra de bajo presupuesto, Matar a Dios se encuentra muy próxima en intenciones al cine de Demián Rugna (que este año participa de la Competencia Argentina con Aterrados, su nuevo trabajo), en especial a la película ¡Malditos sean! que codirigió junto a Fabián Forte. Ambas son extraordinarias muestras de cómo se puede hacer buen cine con grandes ideas y limitados recursos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Sin embargo, aunque se trata de un clásico dentro de la nutrida grilla de proyecciones que cada año ofrece el festival, esta vez la lista de películas que integran la sección también ha sufrido las consecuencias de un ajuste que llegó disfrazado de decisión curatorial, para extirpar del catálogo casi un 25 por ciento de su contenido si se lo compara con las últimas ediciones. Un porcentaje de merma muy alto, que en el caso de Hora cero se eleva por encima del 40 por ciento, teniendo en cuenta que el año pasado la nómina incluyó 25 títulos y que este año, con el desdoblamiento producido con la inclusión de la sección Banda Sonora Original (BSO), serán parte de ella apenas nueve (más las 5 de BSO). ¡Pero a no desanimarse! Porque si bien la enumeración de estos datos suena tan apocalíptica como los argumentos de algunas de las películas que suelen formar parte del pack que temporada tras temporada ofrece la sección, no es menos cierto que los nueve elegidos prometen gratificar en grande a quienes elijan ir a verlas.
La sección tiene su propia constelación de estrellas, en la que este año se destaca sobre todas las demás la del japonés Sion Sono, cuyas películas ya son una grata costumbre del festival. Esta vez el director vuelve a pasear su desmesura por la rambla marplatense con Tokyo Vampire Hotel, una rareza dentro de su filmografía. Se trata de la versión recortada para cine de lo que originalmente es una serie producida por la versión nipona de la cadena de VOD Amazon; algo parecido a lo que el argentino José Campusano hizo acá mismo algunos años atrás con la serie Fantasmas de la ruta, cuyo corte para cine representa uno de sus mejores trabajos. Lo que resulta novedoso en el caso de Sono es el apoyo de una productora como Amazon que, a juzgar por lo que deja entrever el trailer de Tokyo Vampire Hotel, le permitió acceder a recursos técnicos poco habituales en sus películas, de factura y estética más vinculada al cine independiente. Habrá que ver si resulta un aporte valioso para contar esta historia de rituales satánicos, masacres callejeras, mafias vampíricas y armas de destrucción masiva haciendo volar el mundo.
Teniendo en cuenta el perfil de la sección, el texano John Cameron Mitchell también podría ser considerado algo parecido a una estrella. Director de la recordada aventura queer punk Hedwig and the Angry Inch y de películas desafiantes y viscerales como Shortbus o El laberinto, con How to Talk to Girls at Parties (Cómo hablar con las chicas en las fiestas) Mitchell vuelve a remontarse a Londres, 1977, para regresar al imaginario punk y contar una historia en la que se combinan cándidamente el espíritu de olor adolescente con la fantasía de una ciencia ficción estilo Los Supersónicos, aquella especie de sitcom animada de Hanna-Barbera. La presencia de una Nicole Kidman alla David Bowie de Laberinto y la siempre sólida y cada vez más grande Elle Fanning aportando su acostumbrada cuota de luminosidad, suman puntos a una fórmula a la que parece difícil hacer fracasar.
Al director S. Craig Zahler le demandó apenas una película llegar a ser un héroe de la sección Hora cero. Ocurre que esa película es nada menos que Bone Tomahawk, el escalofriante western-gore-thriller protagonizado por un enorme Kurt Russell. Zahler trae a Mar del Plata su segundo trabajo, Brawl in Cell Block 99, que promete ser tan salvaje como su predecesora. Relato carcelario con Vince Vaughn (otro gran y menospreciado actor) como protagonista, se trata de la historia de un preso que debe ir cumpliendo una serie de desafíos dentro de la prisión para salvar la vida de alguien muy querido allende los muros del penal. Organizada de manera similar a Operación Dragón (1973), en la que Bruce Lee debía ir superando pruebas para avanzar en la historia, la película de Zahler expone al personaje de Vaughn a un camino de brutalidad en el que se irá abriendo paso a las piñas. ¿Qué más se puede pedir?
Sin dudas que lo más parecido a una estrella dentro de Hora cero es James Franco, el actor que condujo la gala de los Oscar más bizarra de la historia. Aunque sin dudas su estrellato está vinculado sobre todo con su trabajo en la actuación antes que con su carrera como director. Que si bien es prolífica, recién con The disaster artist se ha acercado a algo parecido a jugar en primera: esta película le permitió ganar hace poco menos de dos meses la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. La película cuenta el trasfondo del rodaje de The Room, una película escrita, dirigida, producida y protagonizada en los años ’90 por el ignoto Tommy Wiseau, que tras su estreno se convirtió en una obra de culto… pero por lo mala que es. Algo parecido a lo que ocurre por acá con Un buen día, de Nicolás Del Boca: películas que producen grupos de fanáticos que se juntan una y otra vez a disfrutar de sus malas actuaciones, sus narrativas estrambóticas y sus anticlímax. The disaster artist cuenta además con un elenco de grandes comediantes amigos de Franco, entre los que destacan Bryan Cranston, Zack Efron, Seth Rogen y hasta Sharon Stone. Casi casi una superproducción.
Dentro de los imaginarios más clásicos del cine de terror, pero aportando miradas originales, pueden mencionarse dos películas. Por un lado Les Affamés (Los hambrientos), del canadiense Robin Aubert, y la turca Housewife (Ama de casa), de Can Evrenol. La primera es una nueva versión del apocalipsis zombie en el que no falta ninguno de los elementos fundantes del subgénero creado por George Romero en 1968 con La noche de los muertos vivos. Una apuesta que busca sumar recursos poéticos y estéticos propios de un cine menos desbocado, pero sin resignar el sentido del humor. En el caso de la segunda se trata de una relectura del clásico giallo italiano en el que el misterio propio del policial une sus fuerzas con lo sobrenatural y lo macabro. Dos propuestas especiales para fanáticos del género, aunque no aptas para fundamentalistas de la fórmula.
Más cercanas al western en sus propuestas y puestas en escena, Laissez bronzer les cadavres (Dejen que los cadáveres se bronceen), tercer trabajo de los belgas Héléne Cattet y Bruno Forzani, y Lowlife (Malviviente), del estadounidense Ryan Prows, aportan su cuota de salvajismo a Hora cero. Tiros, personajes marginales, estética pringosa y bajos mundos para contar dos historias violentas de esas que son difíciles de olvidar. Para el final, una rareza entre bichos raros: Matar a Dios, de los españoles (más bien catalanes; perdón) Caye Casas y Albert Pintó, que cuenta la historia de una familia que en pleno festejo de fin de año comienza a ser acosada por un linyera enano que dice ser el mismísimo Dios en persona. Comedia negra de bajo presupuesto, Matar a Dios se encuentra muy próxima en intenciones al cine de Demián Rugna (que este año participa de la Competencia Argentina con Aterrados, su nuevo trabajo), en especial a la película ¡Malditos sean! que codirigió junto a Fabián Forte. Ambas son extraordinarias muestras de cómo se puede hacer buen cine con grandes ideas y limitados recursos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 17 de noviembre de 2017
CINE - "Bienvenidos a Alemania" (Willkommen bei den Hartmanns), de Simon Verhoeven: De trazo grueso y escasas luces
En la segunda escena de Bienvenido a Alemania, de Simon Verhoeven, un joven nigeriano llamado Diallo, que vive en un centro de refugiados de Münich a la espera de que el estado alemán resuelva si le otorga o no la visa que le permita entrar definitivamente al país, viaja en colectivo para ir a cortarse el pelo. Necesita emprolijarlo antes de salir a buscar trabajo. El interior del colectivo presenta un recorte benevolente e ideal de la sociedad alemana: personas de todas las razas, edades e incluso orientaciones sexuales (algo que la escena deja entrever mostrando a un señor gordo que viaja con su perro salchicha sobre el regazo) compartiendo el espacio, notoriamente felices. El sol entra por las ventanillas y contagia su luz a todos. Diallo también sonríe. Esta secuencia dialoga con otra, en la que sobre el final del segundo acto Diallo recibe la noticia de que su pedido fue rechazado y que sólo una instancia de apelación judicial lo separan de volver a Nigeria, donde, ahora el espectador lo sabe, su familia fue masacrada por Boko Haram. En esta nueva circunstancia Diallo vuelve a viajar en colectivo, que ahora se encuentra vacío por completo. El cielo está nublado y el gris domina la paleta elegida para fotografiar la escena. Claro: Diallo está triste, pero por las dudas una melodía pesarosa se encarga de que el sentimiento no pase inadvertido. Así de obvio es todo en esta comedia costumbrista de pocas luces.
El nudo del asunto se desarrolla cuando la familia Hartmann decide dar alojo a un refugiado y Diallo es el elegido. Herr Hartmann es un prestigioso cirujano en plena crisis de la tercera edad. Aunque amargado, sarcástico e irascible, el doctor Hartmann también es veleidoso, se aplica inyecciones en la cara para disimular las arrugas y sale a bailar a escondidas con su amigo cirujano plástico. Su mujer, ex docente, es quien viene con la idea del refugiado, desatando el caos familiar. Ambos representan de forma esquemática a la vieja Alemania: arrogante y un poco autoritaria, pero que a la vez intenta adaptarse a los cambios, es maternal y con un síndrome de culpa permanente. Sus hijos (ella treintañera, estudiante crónica con dificultades para vincularse con los hombres; él: joven empresario, divorciado, padre poco atento de un hijo adolescente, adicto al trabajo y un poco reaccionario), representan a la nueva Alemania, eficiente, desbordada y confundida.
Bienvenido a Alemania, a la que se promociona como “la comedia más taquillera del año” en su país, desarrolla su humor sobre el choque entre el Estado de bienestar de las clases media y media alta alemana, y la necesidad y esperanza de quienes van hasta allá en busca de seguridad. El resultado final es un pastiche paternalista, pueril y bastante reduccionista en el que, como en el sketch del padre progresista de Capusotto, los protagonistas por lo general se imponen un deber ser de corrección política, aplicando una válvula represiva a sus primeros impulsos, siempre menos amables. Todo realizado con el trazo grueso de una telenovela mala y con escasa gracia.
El nudo del asunto se desarrolla cuando la familia Hartmann decide dar alojo a un refugiado y Diallo es el elegido. Herr Hartmann es un prestigioso cirujano en plena crisis de la tercera edad. Aunque amargado, sarcástico e irascible, el doctor Hartmann también es veleidoso, se aplica inyecciones en la cara para disimular las arrugas y sale a bailar a escondidas con su amigo cirujano plástico. Su mujer, ex docente, es quien viene con la idea del refugiado, desatando el caos familiar. Ambos representan de forma esquemática a la vieja Alemania: arrogante y un poco autoritaria, pero que a la vez intenta adaptarse a los cambios, es maternal y con un síndrome de culpa permanente. Sus hijos (ella treintañera, estudiante crónica con dificultades para vincularse con los hombres; él: joven empresario, divorciado, padre poco atento de un hijo adolescente, adicto al trabajo y un poco reaccionario), representan a la nueva Alemania, eficiente, desbordada y confundida.
Bienvenido a Alemania, a la que se promociona como “la comedia más taquillera del año” en su país, desarrolla su humor sobre el choque entre el Estado de bienestar de las clases media y media alta alemana, y la necesidad y esperanza de quienes van hasta allá en busca de seguridad. El resultado final es un pastiche paternalista, pueril y bastante reduccionista en el que, como en el sketch del padre progresista de Capusotto, los protagonistas por lo general se imponen un deber ser de corrección política, aplicando una válvula represiva a sus primeros impulsos, siempre menos amables. Todo realizado con el trazo grueso de una telenovela mala y con escasa gracia.
domingo, 12 de noviembre de 2017
ANIVERSARIO - Cinco años sin Leonardo Favio: Sinfonía de un artista popular
Foto: Mariano Vega
Si el cine es el arte popular por antonomasia, aquel que desde su creación consiguió convocar y cautivar a las grandes masas ofreciendo en forma de espectáculo una versión del mundo construida sobre la encrucijada de la realidad y la fantasía, entonces Leonardo Favio es el cineasta más popular de toda la historia del cine argentino. En sus películas siempre es posible reconocer a la vertiente de la ficción confabulándose con la de lo real, para darle forma a historias que inevitablemente se quedan a vivir para siempre en el corazón de quien las vea. Por supuesto que Favio tuvo etapas y no son lo mismo Crónica de un niño solo (1965) o El dependiente (1969), en las que el retrato realista de la sociedad asoma su cabeza sucia para poner al espectador frente a aquello que quizás elija no ver en su vida cotidiana, que Nazareno Cruz y el lobo (1975), relato de tono fantástico y estética neoromántica, o que ese ovni cinematográfico que es Soñar, soñar (1976), por mencionar apenas algunos de los títulos de una filmografía que no tiene puntos flojos.
Es un hecho que con cada película Favio consiguió al mismo tiempo hipnotizar e interpelar al público, aunque quizá deba decirse “al pueblo”, cediendo a la tentación de ser fieles a la liturgia peronista de la que se nutrió y que él mismo ayudó a alimentar durante toda su vida de artista. Porque Leonardo Favio fue actor y director de cine, cantante y hasta coreógrafo, pero por encima de todo eso, peronista. Una filiación política que hoy no le impide recibir el reconocimiento que merece, ni siquiera de quienes se encuentran en las antípodas ideológicas. Como ocurre con Jorge Luis Borges, Favio es abrazado de forma unánime y su obra, admirada por todos, está más allá de cualquier discusión.
Nacido el 28 de mayo de 1938 en Las Catitas, Mendoza, y fallecido el 5 de noviembre de 2012, hace exactamente 5 años y una semana, el camino que llevó a Leonardo Favio a convertirse en nombre fundamental de la cultura argentina fue largo y muy rico. Sus primeros pasos los dio como actor, bajo las órdenes de directores clave del cine argentino como Leopoldo Torre Nilsson –con quien filmó cuatro películas—, Fernando Ayala, Daniel Tinayre, Manuel Antín o José Martínez Suárez. Su carrera se desarrolló sobre todo entre 1957 y 1965, período en el que participó de 16 películas en las que se registra un dato curioso: en casi todas ellas compartió elenco con Lautaro Murúa, otro actor que se destacó como director con películas como Alias Gardelito (1961, basado en la novela de Bernardo Kordon), Un guapo del 900 (1971) o La Raulito (1974). Con el estreno de Crónica de un niño solo en 1965 Favio comenzaría a ver el cine con ojos de director y el actor iría cediéndole a ese otro el espacio y el tiempo.
Su carrera en la actuación corrió en paralelo a otra, todavía más exitosa, como cantante. En esta faceta vuelven a reconocerse dos identidades que conviven y se acompañan. Por un lado la del cantante romántico, que le daría sus compociones más conocidas, algunas inolvidables, como “Ella ya me olvidó”, “Fuiste mía un verano” o “Simplemente una rosa”, que lo convirtieron en una verdadera celebridad en toda América latina, donde se lo sigue recordando con cariño. Pero su sensibilidad social también salió a la superficie a través de canciones emotivas como “Pantalón cortito” o la conmovedora “Que se parece a Jesús”, en la que cuenta la historia del Adrián, un chico pobre con 10 hermanitos que se hace amigo de su hijo. La voz de Favio, afectada y poderosamente expresiva, convierte a la pieza en un desafío: difícil escucharla sin lagrimear.
Artista total, la carrera de Favio dio un vuelco cuando abrazó el oficio de cineasta. Parte de una generación apenas posterior a la del ’60, aquella que integraban entre otros el propio Antín, David Kohon o Rodolfo Kuhn, el primer cine de Favio conservaba lazos estéticos con el de estos hermanos mayores. Incluso no es aventurado poner en paralelo su filmografía inicial con la de Murúa como director. El tono social, el color local, el abordaje de historias en las que predomina el retrato de los estratos más bajos: las coincidencias abundan. Pero a partir de Juan Moreira (1973) Favio se convirtió además en un cineasta taquillero, popular en el sentido absoluto de la palabra, que sin embargo mantuvo y acrecentó el respeto de la crítica.
Como pasó con tantos, el golpe de estado de 1976 significó el exilio y un hiato de casi 20 años en su obra como director. Recién en 1993 Favio volvería con gloria con Gatica, el Mono, película operística sobre la vida del mítico José María Gatica, icono del boxeo argentino y del peronismo. Su siguiente paso sería igualmente desmesurado: el documental Perón, sinfonía del sentimiento (1998) es una declaración de amor de seis horas a quien consideraba su líder político. Con Aniceto (2008), su último trabajo, Favio regresa a su película de 1967, El romance del Aniceto y la Francisca, para releerla en clave de danza, demostrando una capacidad única para pensar el concepto del movimiento cinematográfico más allá de los límites del cine. O mejor todavía, para pensar al cine sin límites.
A cinco años de su muerte es imposible no afirmar que el de Favio es uno de los nombres más importantes del cine argentino. Quizá el más importante de todos, no sólo porque los rasgos de nuestra cultura atraviesan su obra de punta a punta de un modo claro y reconocible, sino porque sus películas se han convertido en una marca profunda en el corazón de dicha cultura. Son pocos los artistas que pueden estar orgullosos de semejante logro y tal vez no haya otro cineasta al que se pueda incluir dentro de esa categoría.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
Si el cine es el arte popular por antonomasia, aquel que desde su creación consiguió convocar y cautivar a las grandes masas ofreciendo en forma de espectáculo una versión del mundo construida sobre la encrucijada de la realidad y la fantasía, entonces Leonardo Favio es el cineasta más popular de toda la historia del cine argentino. En sus películas siempre es posible reconocer a la vertiente de la ficción confabulándose con la de lo real, para darle forma a historias que inevitablemente se quedan a vivir para siempre en el corazón de quien las vea. Por supuesto que Favio tuvo etapas y no son lo mismo Crónica de un niño solo (1965) o El dependiente (1969), en las que el retrato realista de la sociedad asoma su cabeza sucia para poner al espectador frente a aquello que quizás elija no ver en su vida cotidiana, que Nazareno Cruz y el lobo (1975), relato de tono fantástico y estética neoromántica, o que ese ovni cinematográfico que es Soñar, soñar (1976), por mencionar apenas algunos de los títulos de una filmografía que no tiene puntos flojos.
Es un hecho que con cada película Favio consiguió al mismo tiempo hipnotizar e interpelar al público, aunque quizá deba decirse “al pueblo”, cediendo a la tentación de ser fieles a la liturgia peronista de la que se nutrió y que él mismo ayudó a alimentar durante toda su vida de artista. Porque Leonardo Favio fue actor y director de cine, cantante y hasta coreógrafo, pero por encima de todo eso, peronista. Una filiación política que hoy no le impide recibir el reconocimiento que merece, ni siquiera de quienes se encuentran en las antípodas ideológicas. Como ocurre con Jorge Luis Borges, Favio es abrazado de forma unánime y su obra, admirada por todos, está más allá de cualquier discusión.
Nacido el 28 de mayo de 1938 en Las Catitas, Mendoza, y fallecido el 5 de noviembre de 2012, hace exactamente 5 años y una semana, el camino que llevó a Leonardo Favio a convertirse en nombre fundamental de la cultura argentina fue largo y muy rico. Sus primeros pasos los dio como actor, bajo las órdenes de directores clave del cine argentino como Leopoldo Torre Nilsson –con quien filmó cuatro películas—, Fernando Ayala, Daniel Tinayre, Manuel Antín o José Martínez Suárez. Su carrera se desarrolló sobre todo entre 1957 y 1965, período en el que participó de 16 películas en las que se registra un dato curioso: en casi todas ellas compartió elenco con Lautaro Murúa, otro actor que se destacó como director con películas como Alias Gardelito (1961, basado en la novela de Bernardo Kordon), Un guapo del 900 (1971) o La Raulito (1974). Con el estreno de Crónica de un niño solo en 1965 Favio comenzaría a ver el cine con ojos de director y el actor iría cediéndole a ese otro el espacio y el tiempo.
Su carrera en la actuación corrió en paralelo a otra, todavía más exitosa, como cantante. En esta faceta vuelven a reconocerse dos identidades que conviven y se acompañan. Por un lado la del cantante romántico, que le daría sus compociones más conocidas, algunas inolvidables, como “Ella ya me olvidó”, “Fuiste mía un verano” o “Simplemente una rosa”, que lo convirtieron en una verdadera celebridad en toda América latina, donde se lo sigue recordando con cariño. Pero su sensibilidad social también salió a la superficie a través de canciones emotivas como “Pantalón cortito” o la conmovedora “Que se parece a Jesús”, en la que cuenta la historia del Adrián, un chico pobre con 10 hermanitos que se hace amigo de su hijo. La voz de Favio, afectada y poderosamente expresiva, convierte a la pieza en un desafío: difícil escucharla sin lagrimear.
Artista total, la carrera de Favio dio un vuelco cuando abrazó el oficio de cineasta. Parte de una generación apenas posterior a la del ’60, aquella que integraban entre otros el propio Antín, David Kohon o Rodolfo Kuhn, el primer cine de Favio conservaba lazos estéticos con el de estos hermanos mayores. Incluso no es aventurado poner en paralelo su filmografía inicial con la de Murúa como director. El tono social, el color local, el abordaje de historias en las que predomina el retrato de los estratos más bajos: las coincidencias abundan. Pero a partir de Juan Moreira (1973) Favio se convirtió además en un cineasta taquillero, popular en el sentido absoluto de la palabra, que sin embargo mantuvo y acrecentó el respeto de la crítica.
Como pasó con tantos, el golpe de estado de 1976 significó el exilio y un hiato de casi 20 años en su obra como director. Recién en 1993 Favio volvería con gloria con Gatica, el Mono, película operística sobre la vida del mítico José María Gatica, icono del boxeo argentino y del peronismo. Su siguiente paso sería igualmente desmesurado: el documental Perón, sinfonía del sentimiento (1998) es una declaración de amor de seis horas a quien consideraba su líder político. Con Aniceto (2008), su último trabajo, Favio regresa a su película de 1967, El romance del Aniceto y la Francisca, para releerla en clave de danza, demostrando una capacidad única para pensar el concepto del movimiento cinematográfico más allá de los límites del cine. O mejor todavía, para pensar al cine sin límites.
A cinco años de su muerte es imposible no afirmar que el de Favio es uno de los nombres más importantes del cine argentino. Quizá el más importante de todos, no sólo porque los rasgos de nuestra cultura atraviesan su obra de punta a punta de un modo claro y reconocible, sino porque sus películas se han convertido en una marca profunda en el corazón de dicha cultura. Son pocos los artistas que pueden estar orgullosos de semejante logro y tal vez no haya otro cineasta al que se pueda incluir dentro de esa categoría.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
viernes, 10 de noviembre de 2017
CINE - "Los decentes", de Lukas Valenta Rinner: La convivencia como campo de batalla
Si bien la imagen del mundo que proyecta Los decentes, segunda película del director austríaco radicado en la Argentina Lukas Valenta Rinner, puede resultar a priori un poco esquemática, también es cierto que consigue dar algunas vueltas más que interesantes en torno de unos cuantos estereotipos sociales clásicos. Giros que van ganando en intensidad a medida que el relato avanza, yendo del esperable juego de opuestos entre una familia cheta que vive en un country y su nueva mucama, hasta una coda absurda y sacada que incluye una actualización tan literal como bizarra del gastado concepto marxista de la lucha de clases.
Los decentes hace pie en una idea central que es retomada un par de veces a lo largo de la película. Se trata del viejo recurso de colocar a un individuo en un territorio extranjero del cual desconoce todas las reglas y a partir de ahí dedicarse a sacarle el jugo a las fricciones que produce el choque cultural. Eso es lo que pasa cuando Belén acepta irse a trabajar como mucama con cama adentro a una casa en un barrio cerrado, donde se desempeñará al servicio de una señora paqueta y un poco tilinga (dos características que en la realidad suelen maridar con bastante frecuencia) que vive con un hijo joven que tiene una carrera como tenista semi profesional.
La película comienza con la entrevista laboral a la que asisten varias chicas, entre ellas Belén, y ahí mismo queda claro que ella no encaja del todo en el patrón social de las candidatas. “Ahora tengo tiempo”, responde cuando la mujer que realiza la entrevista en estricto off le hace notar que, según su currículum, hace tiempo no trabaja en el servicio doméstico y que la búsqueda está orientada a alguien que pueda ocupar el puesto de forma permanente y no de manera temporal. De ese breve diálogo se sirve el director para dejar entrever que quizá Belén sea una chica de clase media a la que la crisis ha empujado escaleras abajo, detalle que la convertiría en una especie de paria, tan extranjera en el mundo de sus patrones como en el de sus nuevos colegas de oficio. Con inteligencia la película no afirma ni niega: apenas presenta.
Belén debe educarse en las costumbres de su nuevo trabajo, que son las de sus patrones. Retraída, ella vive con incomodidad el vínculo con la posesiva dueña de casa y con su insoportable hijo Juani, especie de Gastón Gaudio de torneos intercountries que manifiesta dosis altas de resentimiento filial y violencia contenida. Hablar de ellos invariablemente lleva al elogio del elenco, integrado por actores provenientes sobre todo del teatro, capaces de moverse con comodidad entre los extremos de la tragedia y la farsa. Una primera mención para Iride Mockert, que anima a Belén con los recursos justos, haciendo que su transformación interna sea bien reconocible a partir de un lenguaje corporal tan minimalista como expresivo. Se trata además de su debut en cine. Andrea Strenitz carga con el papel de señora paqueta con el que provoca una mezcla de exasperación y pena. Su hijo Juani en cambio genera bronca y desprecio pero también gracia, en momentos de comedia siempre muy logrados. El papel está a cargo de Martin Shanly, quien además es uno de los guionistas de Los decentes y director de una de las mejores películas argentinas de los últimos años, la increíble Juana a los 12, en donde también realiza un impiadoso retrato de clase. A ellos se suma Mariano Sayavedra como un cándido guardia de seguridad enamorado de Belén.
El giro definitivo de la película se produce cuando Belén descubre que del otro lado del alambre perimetral del barrio privado vive una comunidad nudista. La curiosidad la empuja a vencer su timidez y de a poco se va colando en esa vida al otro lado, cuyas costumbres anacrónicas remiten invariablemente a los inicios del new age y el hipismo. Sólo un alambre electrificado separa a los habitantes del barrio privado, clásico exponente del menemismo, de esos vecinos volados, hedonistas y cultores del cuerpo. Se trata de los ’90 contra los ’70 y con inteligencia Valenta Rinner establece que el presente sea el campo de batalla en el que se enfrentarán. Belén se convierte en una pasajera en tránsito entre esos dos mundos ajenos que pronto la obligarán a tomar una decisión ética. Parcial y honesta, la película simplemente se dedica a seguirla y finalmente se queda del lado que ella elige, respetando su voluntad. Esa también es una decisión ética.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Los decentes hace pie en una idea central que es retomada un par de veces a lo largo de la película. Se trata del viejo recurso de colocar a un individuo en un territorio extranjero del cual desconoce todas las reglas y a partir de ahí dedicarse a sacarle el jugo a las fricciones que produce el choque cultural. Eso es lo que pasa cuando Belén acepta irse a trabajar como mucama con cama adentro a una casa en un barrio cerrado, donde se desempeñará al servicio de una señora paqueta y un poco tilinga (dos características que en la realidad suelen maridar con bastante frecuencia) que vive con un hijo joven que tiene una carrera como tenista semi profesional.
La película comienza con la entrevista laboral a la que asisten varias chicas, entre ellas Belén, y ahí mismo queda claro que ella no encaja del todo en el patrón social de las candidatas. “Ahora tengo tiempo”, responde cuando la mujer que realiza la entrevista en estricto off le hace notar que, según su currículum, hace tiempo no trabaja en el servicio doméstico y que la búsqueda está orientada a alguien que pueda ocupar el puesto de forma permanente y no de manera temporal. De ese breve diálogo se sirve el director para dejar entrever que quizá Belén sea una chica de clase media a la que la crisis ha empujado escaleras abajo, detalle que la convertiría en una especie de paria, tan extranjera en el mundo de sus patrones como en el de sus nuevos colegas de oficio. Con inteligencia la película no afirma ni niega: apenas presenta.
Belén debe educarse en las costumbres de su nuevo trabajo, que son las de sus patrones. Retraída, ella vive con incomodidad el vínculo con la posesiva dueña de casa y con su insoportable hijo Juani, especie de Gastón Gaudio de torneos intercountries que manifiesta dosis altas de resentimiento filial y violencia contenida. Hablar de ellos invariablemente lleva al elogio del elenco, integrado por actores provenientes sobre todo del teatro, capaces de moverse con comodidad entre los extremos de la tragedia y la farsa. Una primera mención para Iride Mockert, que anima a Belén con los recursos justos, haciendo que su transformación interna sea bien reconocible a partir de un lenguaje corporal tan minimalista como expresivo. Se trata además de su debut en cine. Andrea Strenitz carga con el papel de señora paqueta con el que provoca una mezcla de exasperación y pena. Su hijo Juani en cambio genera bronca y desprecio pero también gracia, en momentos de comedia siempre muy logrados. El papel está a cargo de Martin Shanly, quien además es uno de los guionistas de Los decentes y director de una de las mejores películas argentinas de los últimos años, la increíble Juana a los 12, en donde también realiza un impiadoso retrato de clase. A ellos se suma Mariano Sayavedra como un cándido guardia de seguridad enamorado de Belén.
El giro definitivo de la película se produce cuando Belén descubre que del otro lado del alambre perimetral del barrio privado vive una comunidad nudista. La curiosidad la empuja a vencer su timidez y de a poco se va colando en esa vida al otro lado, cuyas costumbres anacrónicas remiten invariablemente a los inicios del new age y el hipismo. Sólo un alambre electrificado separa a los habitantes del barrio privado, clásico exponente del menemismo, de esos vecinos volados, hedonistas y cultores del cuerpo. Se trata de los ’90 contra los ’70 y con inteligencia Valenta Rinner establece que el presente sea el campo de batalla en el que se enfrentarán. Belén se convierte en una pasajera en tránsito entre esos dos mundos ajenos que pronto la obligarán a tomar una decisión ética. Parcial y honesta, la película simplemente se dedica a seguirla y finalmente se queda del lado que ella elige, respetando su voluntad. Esa también es una decisión ética.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 9 de noviembre de 2017
CINE - "Paterson", de Jim Jarmusch: Uno y el reflejo
Paterson se va despertando de a poco. Apenas pasan de las seis de la mañana y todavía en la cama, sin despabilarse del todo, su novia, una morochita cándida y con cara de persa, le cuenta un sueño. “Teníamos dos hijos grandes. Gemelos”, le dice. Son las primeras palabras que se pronuncian en Paterson, último trabajo de Jim Jarmusch, y con ellas la chica no solamente le revela a su novio una clave que le permitirá ver el mundo de un modo distinto no bien salga a la calle, sino que en el mismo movimiento Jarmusch les entrega a los espectadores un mapa preciso que los ayudará a recorrer la geografía de la película. Y todavía no pasaron ni cuatro minutos.
Paterson vive en un pueblo que se llama como él y como la película: Paterson. Es el mismo pueblo de Nueva Jersey donde nacieron el cómico Lou Costello y el poeta Williams Carlos Williams, el favorito del protagonista, que también es aficionado a escribir poesía. Paterson siempre lleva encima su libretita secreta, donde va acopiando textos breves en cuya superficie emerge la vida cotidiana –la del autor pero también la de su entorno–, escritos con un lenguaje llano (llanísimo) y una economía de recursos que podría pasar por simple si en realidad no fuera extraordinaria. No se trata de la simpleza de quien no tiene más que lo que muestra, sino de una que es de otra clase, deliberada, pulida de tal modo que el diamante más precioso pueda seguir pasando por piedra y cuyo valor solo será reconocido por la mirada atenta. Así también es como filma Jarmusch, a través de travelings realizados como al pasar, pero capaces de convertir a los paseos por el barrio en una versión suburbana de La Odisea, o de montar secuencias en las que un recorrido en colectivo se vuelve tan maravilloso como Las mil y una noches.
Porque Paterson es colectivero y su asiento de conductor es uno de sus lugares favoritos. Ahí es donde empieza el día, escribiendo poesía justo antes de comenzar el recorrido a través de la ciudad, o donde disfruta de las historias que sus ocasionales pasajeros (y vecinos) se cuentan unos a otros, sin saber que hay alguien más que los escucha. Así es también la estructura narrativa de la película, que siempre ofrece dos lados para ver y entender la misma situación. Una película doble en donde, como en el sueño de la novia de Paterson, la realidad tiene un lado gemelo. Jarmusch se divierte plantando esos pares a lo largo de todo el relato, no sólo desde el plano más obvio, llenando la película de mellizos, sino de una forma menos evidente. Ahí están Paterson y su pueblo gemelo; los dos obreros que en el colectivo se cuentan la misma historia aunque en distintas circunstancias; o los paseos idénticos que el protagonista es obligado a dar con Marvin, el bulldog de su novia, cada noche cuando vuelve a casa.
Pero por más que se parezcan los gemelos nunca son idénticos y Jarmusch también disfruta del hallazgo de esa anomalía que hace diferente a lo que se ve igual. Como ocurre con los diálogos que cada mañana se dan entre Paterson y su supervisor, en los que uno apenas pregunta por cortesía “¿Cómo estás?” y el otro siempre comienza su respuesta con la misma fórmula (“Y, ya que preguntás…”), para enseguida largar una retahíla de lamentos sobre las pequeñas miserias de su vida familiar, siempre iguales pero deliciosamente distintas. Incluso Paterson, el colectivero poeta, lector de Melville y Emily Dickinson, es una anomalía en sí mismo. Al contrario de los gemelos fotografiados por Diane Arbus (y luego copiados por Stanley Kubrick en El resplandor), en el juego de duplicidades propuesto por Jarmusch no se reconoce ningún rasgo de lo siniestro, sino más bien el reflejo plácido de lo habitual, de lo cotidiano, de las rutinas amables en las que, si se las mira con atención e intención, es posible hallar una particular forma de belleza invisible para el ojo distraído. Un espejo de la realidad.
En ese mundo de duplicidad y repetición, el Paterson de Jarmusch tiene el rostro único del extraordinario Adam Driver, cuyos rasgos no sólo distan mucho de los patrones clásicos de la belleza publicitaria, sino que tampoco encajan con el molde anónimo y serial del hombre común. En la decisión de elegirlo como protagonista Jarmusch no sólo acierta desde lo dramático, sino que además encuentra el avatar perfecto de lo anómalo, de aquello que no encaja pero que así y todo sólo puede ser notado si se lo mira con atención.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Paterson vive en un pueblo que se llama como él y como la película: Paterson. Es el mismo pueblo de Nueva Jersey donde nacieron el cómico Lou Costello y el poeta Williams Carlos Williams, el favorito del protagonista, que también es aficionado a escribir poesía. Paterson siempre lleva encima su libretita secreta, donde va acopiando textos breves en cuya superficie emerge la vida cotidiana –la del autor pero también la de su entorno–, escritos con un lenguaje llano (llanísimo) y una economía de recursos que podría pasar por simple si en realidad no fuera extraordinaria. No se trata de la simpleza de quien no tiene más que lo que muestra, sino de una que es de otra clase, deliberada, pulida de tal modo que el diamante más precioso pueda seguir pasando por piedra y cuyo valor solo será reconocido por la mirada atenta. Así también es como filma Jarmusch, a través de travelings realizados como al pasar, pero capaces de convertir a los paseos por el barrio en una versión suburbana de La Odisea, o de montar secuencias en las que un recorrido en colectivo se vuelve tan maravilloso como Las mil y una noches.
Porque Paterson es colectivero y su asiento de conductor es uno de sus lugares favoritos. Ahí es donde empieza el día, escribiendo poesía justo antes de comenzar el recorrido a través de la ciudad, o donde disfruta de las historias que sus ocasionales pasajeros (y vecinos) se cuentan unos a otros, sin saber que hay alguien más que los escucha. Así es también la estructura narrativa de la película, que siempre ofrece dos lados para ver y entender la misma situación. Una película doble en donde, como en el sueño de la novia de Paterson, la realidad tiene un lado gemelo. Jarmusch se divierte plantando esos pares a lo largo de todo el relato, no sólo desde el plano más obvio, llenando la película de mellizos, sino de una forma menos evidente. Ahí están Paterson y su pueblo gemelo; los dos obreros que en el colectivo se cuentan la misma historia aunque en distintas circunstancias; o los paseos idénticos que el protagonista es obligado a dar con Marvin, el bulldog de su novia, cada noche cuando vuelve a casa.
Pero por más que se parezcan los gemelos nunca son idénticos y Jarmusch también disfruta del hallazgo de esa anomalía que hace diferente a lo que se ve igual. Como ocurre con los diálogos que cada mañana se dan entre Paterson y su supervisor, en los que uno apenas pregunta por cortesía “¿Cómo estás?” y el otro siempre comienza su respuesta con la misma fórmula (“Y, ya que preguntás…”), para enseguida largar una retahíla de lamentos sobre las pequeñas miserias de su vida familiar, siempre iguales pero deliciosamente distintas. Incluso Paterson, el colectivero poeta, lector de Melville y Emily Dickinson, es una anomalía en sí mismo. Al contrario de los gemelos fotografiados por Diane Arbus (y luego copiados por Stanley Kubrick en El resplandor), en el juego de duplicidades propuesto por Jarmusch no se reconoce ningún rasgo de lo siniestro, sino más bien el reflejo plácido de lo habitual, de lo cotidiano, de las rutinas amables en las que, si se las mira con atención e intención, es posible hallar una particular forma de belleza invisible para el ojo distraído. Un espejo de la realidad.
En ese mundo de duplicidad y repetición, el Paterson de Jarmusch tiene el rostro único del extraordinario Adam Driver, cuyos rasgos no sólo distan mucho de los patrones clásicos de la belleza publicitaria, sino que tampoco encajan con el molde anónimo y serial del hombre común. En la decisión de elegirlo como protagonista Jarmusch no sólo acierta desde lo dramático, sino que además encuentra el avatar perfecto de lo anómalo, de aquello que no encaja pero que así y todo sólo puede ser notado si se lo mira con atención.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Asesinato en el Expreso de Oriente" (Nurder on the Orient Express), de Kenneth Branagh:
Clásico de clásicos en materia de literatura policial clásica, las aventuras del detective belga Hercule Poirot creado por la escritora británica Agatha Christie solo tienen por encima a la figura indeleble del sabueso de Baker Street, Sherlock Holmes, animado por la imaginación de otro inglés, Sir Arthur Conan Doyle. Ambos junto con el Padre Brown de K. G. Chesterton (otro inglés) conforman la santísima trinidad que forjó la época de oro de los detectives pensantes. Algunas décadas más adelante este modelo resignaría protagonismo en el género ante el recio avance de los Marlowe y Spade, los más violentos y oscuros investigadores de la novela negra, creados por Raymond Chandler y Dashiel Hammett. Pero esa es otra historia.
Actor, cineasta, dramaturgo y, claro, también inglés, en su rol de director Kenneth Branagh se ha especializado en llevar al cine piezas clásicas de la literatura y el teatro de su país. Ha adaptado a Shakespeare, el Frankenstein de Mary Shelly y ahora avanza sobre la obra de Christie, filmando una novela que también es un clásico del cine: Asesinato en el Expreso de Oriente. La misma cuenta con unas cuantas adaptaciones, de las cuales la más recordada es la filmada por Sidney Lumet con Albert Finney en el rol de Poirot. Una diferencia fundamental separa a ambas versiones: el tamaño. Mientras Lumet filmó una pieza de cámara, donde la clave está en el clima asfixiante, casi de cuarto cerrado, que se produce cuando el famoso detective debe resolver un asesinato cometido en el mismo vagón del famoso tren que va de Estambul al corazón de Europa occidental en el que él mismo viaja, Branagh decide apegarse a los tiempos que corren. Su apuesta incluye la espectacularidad de algunas escenas en las que la gran protagonista es la computadora que genera las imágenes panorámicas de la capital turca de comienzos del siglo XX o las del desfiladero en donde el tren queda atrapado a causa de un alud.
Pero más allá de esa ambición espectacular (que se extiende en algunas escenas de persecución en las que, por un rato, Poirot también es un héroe de acción), Branagh se anota varios porotos a favor. Uno de ellos es el tono del relato, que oscila entre lo dramático y lo farsesco según lo demande el clima de cada momento. Y la elección de un elenco capaz de moverse entre esos extremos sin que la cosa se desequilibre. El director cuenta además con la experiencia como para coreografiar algunos travelings más efectivos desde lo estético que de lo narrativo, y componer algunos cuadros en los que usa un concepto clásico de puesta de cámara para que el punto de vista defina muchas veces los vínculos y las relaciones de poder entre los personajes. Por supuesto que también, shakespeareano al fin, Branagh se pasa un poco de rosca con algún monólogo realizado a la luz de una lámpara de gas y sobre el final ensaya un giro ético que merecería alguna discusión adicional.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Actor, cineasta, dramaturgo y, claro, también inglés, en su rol de director Kenneth Branagh se ha especializado en llevar al cine piezas clásicas de la literatura y el teatro de su país. Ha adaptado a Shakespeare, el Frankenstein de Mary Shelly y ahora avanza sobre la obra de Christie, filmando una novela que también es un clásico del cine: Asesinato en el Expreso de Oriente. La misma cuenta con unas cuantas adaptaciones, de las cuales la más recordada es la filmada por Sidney Lumet con Albert Finney en el rol de Poirot. Una diferencia fundamental separa a ambas versiones: el tamaño. Mientras Lumet filmó una pieza de cámara, donde la clave está en el clima asfixiante, casi de cuarto cerrado, que se produce cuando el famoso detective debe resolver un asesinato cometido en el mismo vagón del famoso tren que va de Estambul al corazón de Europa occidental en el que él mismo viaja, Branagh decide apegarse a los tiempos que corren. Su apuesta incluye la espectacularidad de algunas escenas en las que la gran protagonista es la computadora que genera las imágenes panorámicas de la capital turca de comienzos del siglo XX o las del desfiladero en donde el tren queda atrapado a causa de un alud.
Pero más allá de esa ambición espectacular (que se extiende en algunas escenas de persecución en las que, por un rato, Poirot también es un héroe de acción), Branagh se anota varios porotos a favor. Uno de ellos es el tono del relato, que oscila entre lo dramático y lo farsesco según lo demande el clima de cada momento. Y la elección de un elenco capaz de moverse entre esos extremos sin que la cosa se desequilibre. El director cuenta además con la experiencia como para coreografiar algunos travelings más efectivos desde lo estético que de lo narrativo, y componer algunos cuadros en los que usa un concepto clásico de puesta de cámara para que el punto de vista defina muchas veces los vínculos y las relaciones de poder entre los personajes. Por supuesto que también, shakespeareano al fin, Branagh se pasa un poco de rosca con algún monólogo realizado a la luz de una lámpara de gas y sobre el final ensaya un giro ético que merecería alguna discusión adicional.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 8 de noviembre de 2017
CINE - Presentaron el 32° Festival de Cine de Mar del Plata: El cine y la playa
Aunque 2017, si se atiende por lo menos a los últimos veinte años, representa el de mayor crisis política para la industria cinematográfica local, el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) ha acertado en mantener la sana costumbre de presentar durante la primera semana de noviembre la programación del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, cuya 32° edición se desarrollará entre el 17 y el 26 del corriente en la tradicional ciudad balnearia. Fundado durante el gobierno de Juan Domingo Perón en 1954 y único en toda América latina que integra el selecto grupo de los festivales Clase A –categoría que comparte entre otros con los de Cannes, Berlín, Venecia y San Sebastián–, el de Mar del Plata ha conseguido instituirse junto con el Bafici como los principales eventos de la agenda cultural en nuestro país e instalarse entre los más importantes de la región. Su presentación tuvo lugar ayer por la mañana en la sede del Museo de Arte Decorativo, en el Barrio Norte porteño, y fue encabezada por el ministro de Cultura de la Nación Pablo Avelluto.
“El Festival de Mar del Plata es una oportunidad única para nuestra comunidad cinéfila y las de los países vecinos, de poder acceder en unos pocos días a un cine de primer nivel”, afirmó el Ministro, quien enseguida volvió a montar uno de los principales caballitos de batalla de la gestión Cambiemos, destacando que el trabajo en equipo fue la herramienta a partir de la cual se construyó esta nueva edición. “Nosotros ponemos el acento en el trabajo en equipo, pero no se trata de una idea política, sino de la forma en que sabemos trabajar”, afirmó. Con excepción de su nuevo director artístico, el estadounidense Peter Scarlett, tanto el equipo que lleva adelante la programación del Festival como gran parte del que se encarga de su producción, es el mismo desde hace casi 10 años, cuando José Martínez Suárez asumió la presidencia del mismo.
Avelluto también aprovechó para manifestar su satisfacción por el trabajo realizado por Scarlett, designado en el cargo hace exactamente cuatro meses, recordando que su nombramiento había recibido algunas críticas por tratarse de “alguien que viene de afuera”. Al respecto el ministro justificó la decisión afirmando que “necesitamos poner a nuestro festival en la agenda global de un modo más firme y por eso su trabajo, su experiencia en Tribeca (como director del festival de esa ciudad), nos ayuda a hacer crecer este encuentro fantástico”. Sin embargo, teniendo en cuenta que ni el concepto de la actual programación, ni la cantidad ni el nivel de los invitados internacionales representan un cambio radical ni una alternativa superadora respecto de lo que el Festival de Mar del Plata viene ofreciendo desde que el equipo encabezado por Martínez Suárez se asentó hace por lo menos 6 ó 7 años, no termina de quedar claro cuáles serían puntualmente los lineamientos de esa nueva estrategia para instalar con más firmeza al festival en la agenda internacional.
Junto al titular de la cartera cultural y a los recién mencionados Martínez Suárez y Scarlett estuvieron Ralph Haiek y Fernando Juan Lima, presidente y vicepresidente del Incaa, y la productora general del festival Rosa Martínez Rivero. Haiek se encargó de destacar que una de las intenciones del Festival de Mar del Plata es la de conseguir que “nuestras películas no sólo sean cada vez mejores, sino que puedan ser vistas por una mayor cantidad de público, no sólo en nuestro país sino en todo el mundo”, aspiración que hizo extensiva a toda su gestión al frente del Incaa. “Es una alegría anunciar una nueva edición de un festival que nos pertenece, que se viene haciendo de forma ininterrumpida desde 1996, siempre igual pero a la vez siempre cambiante y que se ha convertido en parte de nuestro patrimonio cultural”, definió Lima. También expresó que el Festival de Mar del Plata es una experiencia que no deben dejar de vivir quienes no lo conozcan, porque se trata de “una fiesta que en muchos sentidos se le debe agradecer al trabajo que desde hace años realizan” José Martínez Suárez y su equipo de programadores. Dicha afirmación fue recibida por el público asistente con el único aplauso espontaneo de toda la presentación.
Luego de que Martínez Suárez definiera a la década que lleva a cargo de la presidencia del festival como “los mejores 10 años de mi vida”, Scarlett se encargó de enumerar algunos de los que consideró los puntos más destacados de la nueva programación. Comenzó mencionando que la película Madame Hyde, dirigida por el francés Serge Bozon y protagonizada por la omnipresente Isabelle Huppert y Romain Duris, sería la encargada de oficiar como film de apertura, en tanto que Last Flag Flying del texano Richard Linklater tendría el honor de clausurar las actividades del festival. También recordó que durante la ceremonia de cierre se realizará un homenaje por los 20 años de la muerte de Astor Piazzolla, marplatense ilustre en cuyo honor fueron bautizados los premios Astor que entrega este festival.
Scarlett reveló además quienes serán las figuras internacionales que este año honrarán al festival con su presencia. Mencionó en primer lugar al director y guionista Kenneth Lonergan, que el año pasado recibió un Oscar por el guión de su película Manchester by the Sea. Lonergan será parte del jurado de la Competencia Internacional y presentará un corte especial de más de tres horas, inédito en América latina, de su película Margaret, a la que Scarlett definió como una de las mejores del siglo XXI. Otra de las figuras con presencia confirmada es la de la prestigiosa actriz británica Vanessa Redgrave, que brindará una clase magistral y presentará su debut como directora, Sea Sorrow, documental dedicado a retratar el drama de los refugiados. Durante esta edición también podrá verse una versión restaurada de Blow-Up, clásico dirigido por Michelangelo Antonioni basado en el cuento "Las babas del diablo" de Julio Cortázar, que la propia Redgrave protagonizó en 1966 junto a su compatriota David Hemmings. La lista de grandes invitados extranjeros se completa con el cineasta francés Claude Lelouch, ganador de un Oscar y una Palma de Oro en Cannes; el director de origen serbio Zelmir Zilnik y el cineasta español Ado Arrietta. Todos ellos serán homenajeados con sendas retrospectivas que incluirán algunos de sus trabajos más representativos. También será objeto de una retrospectiva la obra del francés Maurice Pialat, cuya esposa, la productora Sylvie Pialat, también estará en Mar del Plata durante el festival para ser parte del ciclo Charlas con Maestros.
Las tres competencias de largometrajes (internacional, latinoamericana y argentina) y sus equivalentes para cortos aportarán calidad y variedad a la programación. En ellas están incluidos los nuevos trabajos de directores como el noruego Joachim Trier, la palestina Annemarie Jacir, el galo Xavier Beauvois, los argentinos Ulises Rosell, José Campusano, Pablo Giorgelli, Carmen Guarini y Ernesto Baca; el brasileño Adirley Queiroz, los chilenos Sebastián Lelio y el fallecido Raúl Ruíz (cuya obra póstuma, La telenovela errante, fue completada por su mujer Valeria Sarmiento) y el argentino radicado en Uruguay Adrián Bíniez. Las secciones clásicas del festival que nutren el espacio Panorama sumarán lo más reciente de la obra de cineastas y artistas ineludibles como Guillermo del Toro, Jean-Luc Godard, Ai Weiwei, Todd Haynes, Hong-Sang Su, Agnés Varda, Barbet Schroeder, Takeshi Kitano o Frederick Wiseman, entre otros. Y siguen las firmas que completan una lista con más de 300 razones hechas película que obligan a no perderse la nueva edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
“El Festival de Mar del Plata es una oportunidad única para nuestra comunidad cinéfila y las de los países vecinos, de poder acceder en unos pocos días a un cine de primer nivel”, afirmó el Ministro, quien enseguida volvió a montar uno de los principales caballitos de batalla de la gestión Cambiemos, destacando que el trabajo en equipo fue la herramienta a partir de la cual se construyó esta nueva edición. “Nosotros ponemos el acento en el trabajo en equipo, pero no se trata de una idea política, sino de la forma en que sabemos trabajar”, afirmó. Con excepción de su nuevo director artístico, el estadounidense Peter Scarlett, tanto el equipo que lleva adelante la programación del Festival como gran parte del que se encarga de su producción, es el mismo desde hace casi 10 años, cuando José Martínez Suárez asumió la presidencia del mismo.
Avelluto también aprovechó para manifestar su satisfacción por el trabajo realizado por Scarlett, designado en el cargo hace exactamente cuatro meses, recordando que su nombramiento había recibido algunas críticas por tratarse de “alguien que viene de afuera”. Al respecto el ministro justificó la decisión afirmando que “necesitamos poner a nuestro festival en la agenda global de un modo más firme y por eso su trabajo, su experiencia en Tribeca (como director del festival de esa ciudad), nos ayuda a hacer crecer este encuentro fantástico”. Sin embargo, teniendo en cuenta que ni el concepto de la actual programación, ni la cantidad ni el nivel de los invitados internacionales representan un cambio radical ni una alternativa superadora respecto de lo que el Festival de Mar del Plata viene ofreciendo desde que el equipo encabezado por Martínez Suárez se asentó hace por lo menos 6 ó 7 años, no termina de quedar claro cuáles serían puntualmente los lineamientos de esa nueva estrategia para instalar con más firmeza al festival en la agenda internacional.
Junto al titular de la cartera cultural y a los recién mencionados Martínez Suárez y Scarlett estuvieron Ralph Haiek y Fernando Juan Lima, presidente y vicepresidente del Incaa, y la productora general del festival Rosa Martínez Rivero. Haiek se encargó de destacar que una de las intenciones del Festival de Mar del Plata es la de conseguir que “nuestras películas no sólo sean cada vez mejores, sino que puedan ser vistas por una mayor cantidad de público, no sólo en nuestro país sino en todo el mundo”, aspiración que hizo extensiva a toda su gestión al frente del Incaa. “Es una alegría anunciar una nueva edición de un festival que nos pertenece, que se viene haciendo de forma ininterrumpida desde 1996, siempre igual pero a la vez siempre cambiante y que se ha convertido en parte de nuestro patrimonio cultural”, definió Lima. También expresó que el Festival de Mar del Plata es una experiencia que no deben dejar de vivir quienes no lo conozcan, porque se trata de “una fiesta que en muchos sentidos se le debe agradecer al trabajo que desde hace años realizan” José Martínez Suárez y su equipo de programadores. Dicha afirmación fue recibida por el público asistente con el único aplauso espontaneo de toda la presentación.
Luego de que Martínez Suárez definiera a la década que lleva a cargo de la presidencia del festival como “los mejores 10 años de mi vida”, Scarlett se encargó de enumerar algunos de los que consideró los puntos más destacados de la nueva programación. Comenzó mencionando que la película Madame Hyde, dirigida por el francés Serge Bozon y protagonizada por la omnipresente Isabelle Huppert y Romain Duris, sería la encargada de oficiar como film de apertura, en tanto que Last Flag Flying del texano Richard Linklater tendría el honor de clausurar las actividades del festival. También recordó que durante la ceremonia de cierre se realizará un homenaje por los 20 años de la muerte de Astor Piazzolla, marplatense ilustre en cuyo honor fueron bautizados los premios Astor que entrega este festival.
Scarlett reveló además quienes serán las figuras internacionales que este año honrarán al festival con su presencia. Mencionó en primer lugar al director y guionista Kenneth Lonergan, que el año pasado recibió un Oscar por el guión de su película Manchester by the Sea. Lonergan será parte del jurado de la Competencia Internacional y presentará un corte especial de más de tres horas, inédito en América latina, de su película Margaret, a la que Scarlett definió como una de las mejores del siglo XXI. Otra de las figuras con presencia confirmada es la de la prestigiosa actriz británica Vanessa Redgrave, que brindará una clase magistral y presentará su debut como directora, Sea Sorrow, documental dedicado a retratar el drama de los refugiados. Durante esta edición también podrá verse una versión restaurada de Blow-Up, clásico dirigido por Michelangelo Antonioni basado en el cuento "Las babas del diablo" de Julio Cortázar, que la propia Redgrave protagonizó en 1966 junto a su compatriota David Hemmings. La lista de grandes invitados extranjeros se completa con el cineasta francés Claude Lelouch, ganador de un Oscar y una Palma de Oro en Cannes; el director de origen serbio Zelmir Zilnik y el cineasta español Ado Arrietta. Todos ellos serán homenajeados con sendas retrospectivas que incluirán algunos de sus trabajos más representativos. También será objeto de una retrospectiva la obra del francés Maurice Pialat, cuya esposa, la productora Sylvie Pialat, también estará en Mar del Plata durante el festival para ser parte del ciclo Charlas con Maestros.
Las tres competencias de largometrajes (internacional, latinoamericana y argentina) y sus equivalentes para cortos aportarán calidad y variedad a la programación. En ellas están incluidos los nuevos trabajos de directores como el noruego Joachim Trier, la palestina Annemarie Jacir, el galo Xavier Beauvois, los argentinos Ulises Rosell, José Campusano, Pablo Giorgelli, Carmen Guarini y Ernesto Baca; el brasileño Adirley Queiroz, los chilenos Sebastián Lelio y el fallecido Raúl Ruíz (cuya obra póstuma, La telenovela errante, fue completada por su mujer Valeria Sarmiento) y el argentino radicado en Uruguay Adrián Bíniez. Las secciones clásicas del festival que nutren el espacio Panorama sumarán lo más reciente de la obra de cineastas y artistas ineludibles como Guillermo del Toro, Jean-Luc Godard, Ai Weiwei, Todd Haynes, Hong-Sang Su, Agnés Varda, Barbet Schroeder, Takeshi Kitano o Frederick Wiseman, entre otros. Y siguen las firmas que completan una lista con más de 300 razones hechas película que obligan a no perderse la nueva edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 3 de noviembre de 2017
CINE - "Te esperaré", de Alberto Lecchi: Cuando el mensaje entorpece al cine
Como una serie de diapositivas superpuestas, Te esperaré, último trabajo del director y guionista Alberto Lecchi, coloca en el mismo plano narrativo varias historias curiosamente unidas por el amor y también por el espanto. Historias que vinculan las atrocidades cometidas por el franquismo y por la última dictadura cívico militar en la Argentina, a través de cuyas transparencias montadas es posible reconocer algunos horrores del presente a los que, justamente por proximidad, a priori cuesta poner al mismo nivel. Sin embargo es la propia película la que se encarga de proporcionar argumentos para que el procedimiento no resulte un exceso.
La primera capa del relato transcurre en España y está protagonizada por Miguel Creu, un joven que deja a su novia para ir a combatir por la República con la promesa de volver, aunque no lo hará. En la segunda capa, ambientada en Buenos Aires en la actualidad, Ariel Lermanh, hijo de Miguel, se entera de que los restos de su padre y de su madre fueron identificados en una fosa común junto con los cuerpos de otros 30 desaparecidos por la dictadura argentina. Mientras tanto Juan Benítez, un escritor español autor de dos novelas cuyo protagonista está inspirado en la vida de Creu, decide viajar a la Argentina para seguir el caso de cerca. Entre ambas capas hay una tercera, la de la desaparición y muerte de Creu y su mujer en los ’70 a manos de un grupo de tareas. Esta transcurre fuera de campo y se desarrolla a partir de la información que van aportando los personajes desde el presente.
En principio la intención manifiesta de ligar las atrocidades cometidas por el franquismo en España y por la dictadura en Argentina con algunos hechos del presente o de la historia inmediata puede resultar una idea hiperbólica, aunque a la luz de algunos acontecimientos, no necesariamente absurda. “En democracia todavía se dan casos de desaparecidos”, le dice Juan a Federico, el hijo de Ariel, y es imposible no pensar por lo menos en Julio López, cuyo caso es elípticamente citado por la película.
Lecchi usa la identificación de aquellos desaparecidos para generar un sistema en el que cuatro generaciones entran en fricción, haciendo que el procedimiento vuelva evidente las diferentes realidades que a cada una le ha tocado. Diferencias que en principio parecen insalvables, pero que el devenir del relato irá haciendo confluir. El problema de Te esperaré, que cuenta con las buenas actuaciones de un elenco homogéneo y momentos de genuina emotividad, es una excesiva necesidad discursiva que utiliza como canal a algunos personajes que en ciertos pasajes son puestos a hablar casi en epigramas. La estética de teleserie de qualité y un giro final más efectista que efectivo colaboran para que las buenas intenciones se resientan, debilitando el cuerpo cinematográfico de una película que por momentos parece más preocupada por dejar claro su mensaje que por sostener el propio verosímil.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La primera capa del relato transcurre en España y está protagonizada por Miguel Creu, un joven que deja a su novia para ir a combatir por la República con la promesa de volver, aunque no lo hará. En la segunda capa, ambientada en Buenos Aires en la actualidad, Ariel Lermanh, hijo de Miguel, se entera de que los restos de su padre y de su madre fueron identificados en una fosa común junto con los cuerpos de otros 30 desaparecidos por la dictadura argentina. Mientras tanto Juan Benítez, un escritor español autor de dos novelas cuyo protagonista está inspirado en la vida de Creu, decide viajar a la Argentina para seguir el caso de cerca. Entre ambas capas hay una tercera, la de la desaparición y muerte de Creu y su mujer en los ’70 a manos de un grupo de tareas. Esta transcurre fuera de campo y se desarrolla a partir de la información que van aportando los personajes desde el presente.
En principio la intención manifiesta de ligar las atrocidades cometidas por el franquismo en España y por la dictadura en Argentina con algunos hechos del presente o de la historia inmediata puede resultar una idea hiperbólica, aunque a la luz de algunos acontecimientos, no necesariamente absurda. “En democracia todavía se dan casos de desaparecidos”, le dice Juan a Federico, el hijo de Ariel, y es imposible no pensar por lo menos en Julio López, cuyo caso es elípticamente citado por la película.
Lecchi usa la identificación de aquellos desaparecidos para generar un sistema en el que cuatro generaciones entran en fricción, haciendo que el procedimiento vuelva evidente las diferentes realidades que a cada una le ha tocado. Diferencias que en principio parecen insalvables, pero que el devenir del relato irá haciendo confluir. El problema de Te esperaré, que cuenta con las buenas actuaciones de un elenco homogéneo y momentos de genuina emotividad, es una excesiva necesidad discursiva que utiliza como canal a algunos personajes que en ciertos pasajes son puestos a hablar casi en epigramas. La estética de teleserie de qualité y un giro final más efectista que efectivo colaboran para que las buenas intenciones se resientan, debilitando el cuerpo cinematográfico de una película que por momentos parece más preocupada por dejar claro su mensaje que por sostener el propio verosímil.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.