jueves, 9 de noviembre de 2017

CINE - "Paterson", de Jim Jarmusch: Uno y el reflejo

Paterson se va despertando de a poco. Apenas pasan de las seis de la mañana y todavía en la cama, sin despabilarse del todo, su novia, una morochita cándida y con cara de persa, le cuenta un sueño. “Teníamos dos hijos grandes. Gemelos”, le dice. Son las primeras palabras que se pronuncian en Paterson, último trabajo de Jim Jarmusch, y con ellas la chica no solamente le revela a su novio una clave que le permitirá ver el mundo de un modo distinto no bien salga a la calle, sino que en el mismo movimiento Jarmusch les entrega a los espectadores un mapa preciso que los ayudará a recorrer la geografía de la película. Y todavía no pasaron ni cuatro minutos.
Paterson vive en un pueblo que se llama como él y como la película: Paterson. Es el mismo pueblo de Nueva Jersey donde nacieron el cómico Lou Costello y el poeta Williams Carlos Williams, el favorito del protagonista, que también es aficionado a escribir poesía. Paterson siempre lleva encima su libretita secreta, donde va acopiando textos breves en cuya superficie emerge la vida cotidiana –la del autor pero también la de su entorno–, escritos con un lenguaje llano (llanísimo) y una economía de recursos que podría pasar por simple si en realidad no fuera extraordinaria. No se trata de la simpleza de quien no tiene más que lo que muestra, sino de una que es de otra clase, deliberada, pulida de tal modo que el diamante más precioso pueda seguir pasando por piedra y cuyo valor solo será reconocido por la mirada atenta. Así también es como filma Jarmusch, a través de travelings realizados como al pasar, pero capaces de convertir a los paseos por el barrio en una versión suburbana de La Odisea, o de montar secuencias en las que un recorrido en colectivo se vuelve tan maravilloso como Las mil y una noches.
Porque Paterson es colectivero y su asiento de conductor es uno de sus lugares favoritos. Ahí es donde empieza el día, escribiendo poesía justo antes de comenzar el recorrido a través de la ciudad, o donde disfruta de las historias que sus ocasionales pasajeros (y vecinos) se cuentan unos a otros, sin saber que hay alguien más que los escucha. Así es también la estructura narrativa de la película, que siempre ofrece dos lados para ver y entender la misma situación. Una película doble en donde, como en el sueño de la novia de Paterson, la realidad tiene un lado gemelo. Jarmusch se divierte plantando esos pares a lo largo de todo el relato, no sólo desde el plano más obvio, llenando la película de mellizos, sino de una forma menos evidente. Ahí están Paterson y su pueblo gemelo; los dos obreros que en el colectivo se cuentan la misma historia aunque en distintas circunstancias; o los paseos idénticos que el protagonista es obligado a dar con Marvin, el bulldog de su novia, cada noche cuando vuelve a casa.
Pero por más que se parezcan los gemelos nunca son idénticos y Jarmusch también disfruta del hallazgo de esa anomalía que hace diferente a lo que se ve igual. Como ocurre con los diálogos que cada mañana se dan entre Paterson y su supervisor, en los que uno apenas pregunta por cortesía “¿Cómo estás?” y el otro siempre comienza su respuesta con la misma fórmula (“Y, ya que preguntás…”), para enseguida largar una retahíla de lamentos sobre las pequeñas miserias de su vida familiar, siempre iguales pero deliciosamente distintas. Incluso Paterson, el colectivero poeta, lector de Melville y Emily Dickinson, es una anomalía en sí mismo. Al contrario de los gemelos fotografiados por Diane Arbus (y luego copiados por Stanley Kubrick en El resplandor), en el juego de duplicidades propuesto por Jarmusch no se reconoce ningún rasgo de lo siniestro, sino más bien el reflejo plácido de lo habitual, de lo cotidiano, de las rutinas amables en las que, si se las mira con atención e intención, es posible hallar una particular forma de belleza invisible para el ojo distraído. Un espejo de la realidad.
En ese mundo de duplicidad y repetición, el Paterson de Jarmusch tiene el rostro único del extraordinario Adam Driver, cuyos rasgos no sólo distan mucho de los patrones clásicos de la belleza publicitaria, sino que tampoco encajan con el molde anónimo y serial del hombre común. En la decisión de elegirlo como protagonista Jarmusch no sólo acierta desde lo dramático, sino que además encuentra el avatar perfecto de lo anómalo, de aquello que no encaja pero que así y todo sólo puede ser notado si se lo mira con atención. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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