Nuevo episodio, las mismas andanzas: ese podría ser un resumen somero de La venganza de Zalazar, quinta entrega de la saga de los Piratas del Caribe que, como ya es costumbre, vuelve a comandar el histriónico Johnny Depp en la piel del no menos bufonesco capitán Jack Sparrow. Otra posible sinopsis podría decir algo así como “nuevos personajes, idénticos patrones de conducta”, en este caso para hacer gráfico cierto esquematismo sobre el que se apoyan estas renovadas aventuras, que dirigen los noruegos Joachin Ronning y Espen Sandberg, conocidos por la lograda Kon Tiki: Un viaje fantástico (2012), aunque siempre bajo las órdenes de Jerry Bruckheimer, quien como un demiurgo maneja los hilos de la saga desde las sombras de la producción.
Claro que el hecho de que no haya sorpresas en cuanto al formato, el ritmo o el rumbo que la narración toman una vez que la historia se hace a la mar, no significa que la película no consiga ser efectiva. Porque de hecho lo es en varios aspectos y en buena medida se debe justamente a los rasgos conservadores que se acaban de mencionar, en la obediencia con que se apega a ciertas fórmulas. El contrapeso que rescata a la película de ese esquematismo lo aporta un guión construido a partir de la suma de escenas pensadas en forma de scketches o gags muy logrados, que van manteniendo distraído al espectador a medida que la historia avanza. Ahí lo mejor viene de la mano del humor físico a través de situaciones coreografiadas al detalle, como la secuencia inicial del robo al banco o la escena de la lucha en el cadalso, en las que Sparrow es la estrella en derredor de la cual gira el universo de La venganza de Salazar. Si uno se deja llevar por ese torrente lúdico quizás tarde un buen rato en darse cuenta que en realidad el camino que se recorre es bastante familiar. Incluso esa epifanía podría llegar después del final de la película y a esa altura quizá ya no importe demasiado.
El centro de la escena, se dijo, vuelven a ocuparlo Depp y su carismático pirata-rockero, dejando en claro que cuando las cosas le salen bien es un estupendo farsante (así como cuando le salen mal ocurren desastres épicos, como su infumable Sombrerero Loco de Alicia en el País de las Maravillas y Alica a través del espejo). Otro punto positivo de este quinto episodio es que la figura de Sparrow vuelve a contar con el contrapeso de un antagonista sólido, como el fantasmal y españolísimo capitán Salazar, interpretado por el siempre efectivo Javier Bardem. A diferencia de lo que ocurría en las dos películas inmediatamente anteriores, en donde las cosas se fueron desdibujando de a poco, el personaje de Bardem consigue erigirse en una auténtica némesis para Sparrow, incluso desde el perfil mismo de ambas criaturas.
Si Sparrow es una especie de bufón al que es imposible tomarse en serio, el instrumento ideal para que Depp ponga en acción su habilidad para la comedia física, el Salazar de Bardem resulta de veras amenazador y la presencia que le aporta el actor español es determinante. Sobre todo al comienzo de la película, ya que a medida que el relato avanza y Sparrow va zafando una y otra vez del acoso de su enemigo, este comienza a perder su halo intimidatorio. Y eso puede volverse un problema, porque Salazar es el tipo de personaje que, al contrario de Sparrow, para ser efectivo necesita sí o sí ser tomado en serio y sus constantes fracasos lo terminan convirtiendo, tal vez de forma involuntaria, en una especie de Coyote al que el correcaminos Sparrow siempre se le escapa en el último segundo. Un pariente del Capitán Garfio de Peter Pan.
La aparición de dos jóvenes personajes, que deberían estar destinados a aportarle nuevos bríos a la historia, es en realidad un abrojo pensado para que en una próxima entrega, que se anuncia convenientemente en las escenas poscréditos, la saga acabe mordiéndose la cola. Un mecanismo para traer de regreso algunos personajes perdidos en las profundidades de los primeros episodios y tal vez, ahora sí, cerrar el círculo. Nota final: se recomienda estar atentos para no perderse un breve pero simpático cameo que vuelve a jugar con el origen rockero de capitán Jack Sparrow.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 26 de mayo de 2017
jueves, 25 de mayo de 2017
CINE - "La memoria de los huesos", de Facundo Beraudi: Los nombres desenterrados
–¿Qué hechos se le atribuyen a su hermana? –pregunta uno de los jueces.
–No lo sabemos– responde la testigo Rosaria Isabella Valenzi. –Nunca fue juzgada. Solamente desapareció.
El diálogo corresponde a una de las cintas que registran el proceso que juzgó a los comandantes de las juntas militares que gobernaron la Argentina durante la última dictadura militar y retrata de forma paradigmática la búsqueda sin fin que aún hoy llevan adelante decenas de miles de familias.
“Era grotesco ver a una familia tan numerosa como la nuestra y a pesar de eso sentirnos tan solos”, dice David Toubes, que era un nene cuando un grupo de tareas entró a destrozar su casa, a golpear a su padre frente a él y después llevárselo para siempre. David no se olvida que lo único que pidió en ese momento Juan, su padre, fue que lo sacaran al patio para que sus hijos no tuvieran que ser testigos del comienzo de un calvario que lo mantuvo en el más horroroso y cruel de los limbos por casi 40 años. Si hoy Juan Toubes no continua desaparecido no se debe al mea culpa del Estado nacional, responsable del mayor acto terrorista de la historia argentina, ni a un ejercicio de contrición por parte de la familia militar, brazo ejecutor de aquella sinrazón, que nunca se avino a desclasificar los documentos que podrían aclarar el irreparable daño que sus acciones le provocaron al seno de la sociedad argentina. Si un montón de huesos sin nombre metidos dentro de una bolsa hoy vuelven a llamarse Juan Toubes ha sido gracias a la labor de un grupo de profesionales que, desde hace poco más de tres décadas, se dedica a buscar los restos y restituir la identidad de esas 30 mil almas perdidas.
De rescatar esa labor se trata en su capa más obvia el documental La memoria de los huesos, dirigido por Facundo Beraudi, que busca registrar el impresionante trabajo que realiza el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), creado en 1984 con el fin de buscar e identificar “los restos de personas detenidas–desaparecidas como consecuencia del accionar del Terrorismo de Estado entre 1974 y 1983”, según consigna la institución en su propia página web. Una institución cuya excelencia trascendió los límites del país, siendo convocada para colaborar en distintas causas alrededor de todo el mundo en las que la identidad de los muertos necesita ser restaurada.
Y el trabajo de Beraudi es en verdad valioso. No sólo por el insoslayable material que incluye, sino por la forma delicada en que ha conseguido narrar cinematográficamente, dándole un lugar no sólo a los hechos y cronologías, sino atendiendo también al costado emocional, parte fundamental de la historia que decidió contar. La memoria de los huesos transmite con éxito esas emociones y logra hacer que el espectador sienta, al menos por un momento íntimo y fugaz, que también él es parte de esas familias extraviadas en el flujo de una búsqueda fantasmal. Un pariente muy lejano de esos hombres y mujeres que anhelan más que nada en la vida conocer el destino final de los suyos. Sin golpes bajos, sin subrayados, simplemente observando y registrando, Beraudi se las arregla para que el cine produzca el milagro de la empatía, incluso en casos distantes como el de una campesina que busca y encuentra enterrados en la selva los restos de su madre, asesinada por los bombardeos del ejército de El Salvador durante la llamada guerra civil que desangró a ese país en la década de 1980.
Como ocurre en la realidad, si bien la película busca en primera instancia retratar el esfuerzo de quienes integran el EAAF, los principales protagonistas no son estos médicos arqueólogos, sino las familias de las víctimas. Y aún más profundamente, la búsqueda misma, un concepto abstracto al que la película consigue corporizar a partir de encadenar acciones concretas. Y lo hace con sobriedad, encontrando la esencial belleza que se esconde en el hallazgo de esos huesos anónimos que de golpe vuelven a convertirse en personas. Es cierto que bien sobre el final Beraudi tropieza con sus propias buenas intenciones al sobrecargar el relato con una banda sonora innecesariamente emotiva. Sin embargo es difícil achacarle esa decisión: los 75 minutos anteriores se encuentran entre lo mejor de ese subgénero del cine argentino en el que los protagonistas van en busca de sus parientes desaparecidos, junto a Los rubios de Albertina Carri o M de Nicolás Prividera.
Artículo publicado en la sección Espectáculos de Página/12.
–No lo sabemos– responde la testigo Rosaria Isabella Valenzi. –Nunca fue juzgada. Solamente desapareció.
El diálogo corresponde a una de las cintas que registran el proceso que juzgó a los comandantes de las juntas militares que gobernaron la Argentina durante la última dictadura militar y retrata de forma paradigmática la búsqueda sin fin que aún hoy llevan adelante decenas de miles de familias.
“Era grotesco ver a una familia tan numerosa como la nuestra y a pesar de eso sentirnos tan solos”, dice David Toubes, que era un nene cuando un grupo de tareas entró a destrozar su casa, a golpear a su padre frente a él y después llevárselo para siempre. David no se olvida que lo único que pidió en ese momento Juan, su padre, fue que lo sacaran al patio para que sus hijos no tuvieran que ser testigos del comienzo de un calvario que lo mantuvo en el más horroroso y cruel de los limbos por casi 40 años. Si hoy Juan Toubes no continua desaparecido no se debe al mea culpa del Estado nacional, responsable del mayor acto terrorista de la historia argentina, ni a un ejercicio de contrición por parte de la familia militar, brazo ejecutor de aquella sinrazón, que nunca se avino a desclasificar los documentos que podrían aclarar el irreparable daño que sus acciones le provocaron al seno de la sociedad argentina. Si un montón de huesos sin nombre metidos dentro de una bolsa hoy vuelven a llamarse Juan Toubes ha sido gracias a la labor de un grupo de profesionales que, desde hace poco más de tres décadas, se dedica a buscar los restos y restituir la identidad de esas 30 mil almas perdidas.
De rescatar esa labor se trata en su capa más obvia el documental La memoria de los huesos, dirigido por Facundo Beraudi, que busca registrar el impresionante trabajo que realiza el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), creado en 1984 con el fin de buscar e identificar “los restos de personas detenidas–desaparecidas como consecuencia del accionar del Terrorismo de Estado entre 1974 y 1983”, según consigna la institución en su propia página web. Una institución cuya excelencia trascendió los límites del país, siendo convocada para colaborar en distintas causas alrededor de todo el mundo en las que la identidad de los muertos necesita ser restaurada.
Y el trabajo de Beraudi es en verdad valioso. No sólo por el insoslayable material que incluye, sino por la forma delicada en que ha conseguido narrar cinematográficamente, dándole un lugar no sólo a los hechos y cronologías, sino atendiendo también al costado emocional, parte fundamental de la historia que decidió contar. La memoria de los huesos transmite con éxito esas emociones y logra hacer que el espectador sienta, al menos por un momento íntimo y fugaz, que también él es parte de esas familias extraviadas en el flujo de una búsqueda fantasmal. Un pariente muy lejano de esos hombres y mujeres que anhelan más que nada en la vida conocer el destino final de los suyos. Sin golpes bajos, sin subrayados, simplemente observando y registrando, Beraudi se las arregla para que el cine produzca el milagro de la empatía, incluso en casos distantes como el de una campesina que busca y encuentra enterrados en la selva los restos de su madre, asesinada por los bombardeos del ejército de El Salvador durante la llamada guerra civil que desangró a ese país en la década de 1980.
Como ocurre en la realidad, si bien la película busca en primera instancia retratar el esfuerzo de quienes integran el EAAF, los principales protagonistas no son estos médicos arqueólogos, sino las familias de las víctimas. Y aún más profundamente, la búsqueda misma, un concepto abstracto al que la película consigue corporizar a partir de encadenar acciones concretas. Y lo hace con sobriedad, encontrando la esencial belleza que se esconde en el hallazgo de esos huesos anónimos que de golpe vuelven a convertirse en personas. Es cierto que bien sobre el final Beraudi tropieza con sus propias buenas intenciones al sobrecargar el relato con una banda sonora innecesariamente emotiva. Sin embargo es difícil achacarle esa decisión: los 75 minutos anteriores se encuentran entre lo mejor de ese subgénero del cine argentino en el que los protagonistas van en busca de sus parientes desaparecidos, junto a Los rubios de Albertina Carri o M de Nicolás Prividera.
Artículo publicado en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 24 de mayo de 2017
CINE - Murió Roger Moore: El James Bond con auténtico acento inglés
Es hora de la grieta. La verdadera Grieta, con mayúsculas, esa que hasta ahora nadie quiso tomarse en serio. Si alguien creyó que le había tocado ver y vivir lo peor en materia de desprecio por el otro, descalificación gratuita o fraticidas batallas dialécticas, pues inocente de él, porque está a punto de enterarse que en realidad las cosas pueden ponerse mucho peores. Ayer murió Roger Moore, el inglés, el actor. Ese que se hizo famoso en la tele protagonizando a Simón Templar, El Santo, y que después compartió cartel por un rato con Tony Curtis en Dos tipos audaces, pero que para la mitad del mundo fue y seguirá siendo James Bond. Para la otra mitad, en cambio, apenas es (para siempre) el tipo que reemplazó a Sean Connery, el verdadero 007. Es que, hay que decirlo, la muerte de Moore volverá a poner en el tapete una división polémica que hace empalidecer el enfrentamiento entre Oriente y Occidente, peronistas y gorilas, y que deja chiquita hasta la rivalidad entre gallinas y bosteros. El mundo se divide en realidad entre los que creen que James Bond es Roger Moore y los que defienden a Sean Connery. Ecce Grieta.
Roger Moore nació en 1927 en Stockwell, uno de los barrios que desde hace años integra la lista de los más pobres y peligrosos de Londres, lindero al también mal reputado barrio de Brixton, aunque hasta comienzos del siglo XX era considerado un elegante suburbio de clase media. Es decir, nunca fue el hogar de la realeza y de hecho su madre Lilian fue siempre un ama de casa atada al modelo tradicional y George, su padre, un policía. Oficios clásicos de la clase obrera, no sólo en el Reino Unido. Ya en su cargo de embajador de buena voluntad de UNICEF, labor que asumió desde 1991 hasta su muerte, Moore llegó a confesar haber sufrido alguna clase de abuso durante su niñez (nada demasiado grave, aclaraba él), pero dejando en claro que la suya no fue una infancia sencilla.
Sin embargo nunca se avergonzó por su origen y hasta se enorgullecía del trabajo de su padre, como lo prueba una colorida anécdota del rodaje de Moonraker (1979), su cuarta película interpretando a Bond. Se cuenta que los productores del film, aprovechando que el mismo tenía algunas escenas en Brasil, propusieron incorporar un cameo del archifamoso ladrón de bancos Ronald Biggs, también nacido en Stockwell y afincado en Río de Janeiro para escapar de la Justica británica. Algo que nunca llegó a concretarse, ya que Moore se negó elegante y definitivamente a compartir el trabajo con un criminal, sólo para mantener en alto el honor de la institución policial a la que había pertenecido su padre.
Aunque su extensa carrera como actor abarca casi siete décadas, desde que debutó como extra en 1945 a cargo de pequeños roles no acreditados, hasta casi la actualidad, su rostro ha quedado adherido al Agente 007 y casi nadie lo recuerda por otra cosa. A tal punto su sello se ha estampado en la historia del personaje creado por el novelista Ian Fleming, que es dueño de algunas marcas que lo ponen por encima de los otros Chicos Bond. Es quien más veces lo ha interpretado, con siete películas (oficiales); es el actor que ha accedido al personaje con mayor edad, protagonizando Vivir y dejar morir (1973) a los 46 años, pero también quien lo interpretó hasta más viejo, ya que tenía 58 cuando se estrenó En la mira de los asesinos, en 1985. Y además fue, hasta la llegada de Daniel Craig en Casino Royale (2006), el único actor realmente inglés en encarnar a Bond en la pantalla grande, ya que George Lazenby es australiano, Timothy Dalton galés, Pierce Brosnan nació en Irlanda y Connery, su gran rival, en Escocia.
Una competencia que involucra no sólo a los fanáticos, que se dividen entre uno y otro con argumentos que de un lado defienden el carisma y la solidez actoral de Connery, y por el otro la elegancia y la ambigua ironía de Moore. La disputa se extendió también al plano cinematográfico a comienzos de la década de 1980, cuando el mismísimo Connery protagonizó –e incluso se dice que coprodujo— Nunca digas nunca jamás (1983), único largometraje no oficial de la saga, estrenado casi al mismo tiempo que Octopussy, la anteúltima película de Moore en la piel de 007. Se cuenta que antes del rodaje de Octopussy los dueños de la marca Bond (la compañía británica Eon Productions) estaban dispuestos a deshacerse de él a causa de su edad y hasta se hablaba del estadounidense James Brolin, padre de Josh y esposo de Barbara Steisand, como reemplazo. Pero al enterarse del proyecto paralelo que involucraba a Sir Sean, decidieron mantener a Sir Roger, a quien consideraron el único lo suficientemente so british como para salir airoso del desafío. La jugada fue exitosa, ya que Octopussy se impuso a su competidora en las boleterías, mostrando al mundo quien era para el gusto popular, al menos en 1983, el verdadero agente al servicio de Su Majestad. Aunque es cierto que no por mucho: así son las grietas.
Con Roger Moore muere parte de una de las historias más grandes del cine moderno. Junto a él se va un pedazo de ese ícono cultural con el que el Reino Unido mantenía en alto su bandera simbólica, en el contexto de una Guerra Fría en la que el Imperio había cedido su protagonismo hace rato, ante el dominio de la URSS y los EEUU. Por todo eso será recordado y en el día de su despedida es justo exclamar: ¡Dios salve a Roger Moore!
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Roger Moore nació en 1927 en Stockwell, uno de los barrios que desde hace años integra la lista de los más pobres y peligrosos de Londres, lindero al también mal reputado barrio de Brixton, aunque hasta comienzos del siglo XX era considerado un elegante suburbio de clase media. Es decir, nunca fue el hogar de la realeza y de hecho su madre Lilian fue siempre un ama de casa atada al modelo tradicional y George, su padre, un policía. Oficios clásicos de la clase obrera, no sólo en el Reino Unido. Ya en su cargo de embajador de buena voluntad de UNICEF, labor que asumió desde 1991 hasta su muerte, Moore llegó a confesar haber sufrido alguna clase de abuso durante su niñez (nada demasiado grave, aclaraba él), pero dejando en claro que la suya no fue una infancia sencilla.
Sin embargo nunca se avergonzó por su origen y hasta se enorgullecía del trabajo de su padre, como lo prueba una colorida anécdota del rodaje de Moonraker (1979), su cuarta película interpretando a Bond. Se cuenta que los productores del film, aprovechando que el mismo tenía algunas escenas en Brasil, propusieron incorporar un cameo del archifamoso ladrón de bancos Ronald Biggs, también nacido en Stockwell y afincado en Río de Janeiro para escapar de la Justica británica. Algo que nunca llegó a concretarse, ya que Moore se negó elegante y definitivamente a compartir el trabajo con un criminal, sólo para mantener en alto el honor de la institución policial a la que había pertenecido su padre.
Aunque su extensa carrera como actor abarca casi siete décadas, desde que debutó como extra en 1945 a cargo de pequeños roles no acreditados, hasta casi la actualidad, su rostro ha quedado adherido al Agente 007 y casi nadie lo recuerda por otra cosa. A tal punto su sello se ha estampado en la historia del personaje creado por el novelista Ian Fleming, que es dueño de algunas marcas que lo ponen por encima de los otros Chicos Bond. Es quien más veces lo ha interpretado, con siete películas (oficiales); es el actor que ha accedido al personaje con mayor edad, protagonizando Vivir y dejar morir (1973) a los 46 años, pero también quien lo interpretó hasta más viejo, ya que tenía 58 cuando se estrenó En la mira de los asesinos, en 1985. Y además fue, hasta la llegada de Daniel Craig en Casino Royale (2006), el único actor realmente inglés en encarnar a Bond en la pantalla grande, ya que George Lazenby es australiano, Timothy Dalton galés, Pierce Brosnan nació en Irlanda y Connery, su gran rival, en Escocia.
Una competencia que involucra no sólo a los fanáticos, que se dividen entre uno y otro con argumentos que de un lado defienden el carisma y la solidez actoral de Connery, y por el otro la elegancia y la ambigua ironía de Moore. La disputa se extendió también al plano cinematográfico a comienzos de la década de 1980, cuando el mismísimo Connery protagonizó –e incluso se dice que coprodujo— Nunca digas nunca jamás (1983), único largometraje no oficial de la saga, estrenado casi al mismo tiempo que Octopussy, la anteúltima película de Moore en la piel de 007. Se cuenta que antes del rodaje de Octopussy los dueños de la marca Bond (la compañía británica Eon Productions) estaban dispuestos a deshacerse de él a causa de su edad y hasta se hablaba del estadounidense James Brolin, padre de Josh y esposo de Barbara Steisand, como reemplazo. Pero al enterarse del proyecto paralelo que involucraba a Sir Sean, decidieron mantener a Sir Roger, a quien consideraron el único lo suficientemente so british como para salir airoso del desafío. La jugada fue exitosa, ya que Octopussy se impuso a su competidora en las boleterías, mostrando al mundo quien era para el gusto popular, al menos en 1983, el verdadero agente al servicio de Su Majestad. Aunque es cierto que no por mucho: así son las grietas.
Con Roger Moore muere parte de una de las historias más grandes del cine moderno. Junto a él se va un pedazo de ese ícono cultural con el que el Reino Unido mantenía en alto su bandera simbólica, en el contexto de una Guerra Fría en la que el Imperio había cedido su protagonismo hace rato, ante el dominio de la URSS y los EEUU. Por todo eso será recordado y en el día de su despedida es justo exclamar: ¡Dios salve a Roger Moore!
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 21 de mayo de 2017
CULTURA - "Bowie by Mick Rock", muestra fotográfica de Mick Rock: El hombre que nos enseño a mirar a Bowie
A veces plantear una pregunta puede resultar la mejor forma de aproximarse a un tema. Una pregunta que funcione no sólo como una trivia que haga entretenido el inicio del abordaje, sino que además sirva para introducir y destacar el detalle más importante del asunto, aquel que lo vuelve relevante y digno de ser tratado. Eso que en periodismo se suele denominar "La Noticia". En cuanto al asunto que nos ocupa esta vez, un posible interrogante que cumpla con ambas premisas de manera eficiente podría ser el siguiente: ¿cuál es el vínculo que une a una heterogénea lista de rockeros que incluye entre otros a David Bowie, Blondie, Queen, Talking Heads o los Ramones con el predio de la Sociedad Rural Argentina? La respuesta es Mick Rock.
Mick Rock es una de esas personas a quienes su nombre parecía tenerles reservado un destino manifiesto. Se trata del fotógrafo y artista gráfico británico vinculado al universo del rock más prestigioso del mundo. Es reconocido sobre todo por haber sido durante más de 40 años el fotógrafo oficial de David Bowie, el prolífico y multifacético cantante y artista fallecido hace poco más de un año. Desde hace algunas semanas la muestra Bowie by Mick Rock se encuentra instalada en el predio palermitano y se la puede visitar hasta el 28 de mayo. La misma representa un recorrido explícito y sublime por el producto de la relación entre fotógrafo y cantante: la galería de retratos de Bowie más completa del universo y sus alrededores, que de algún modo registra el legado cultural de un artista tan admirado como influyente.
Iniciativa realizada con el apoyo de DF Entertainment y Access Creative Agency NYC, Bowie by Mick Rock incluye reproducciones fotográficas gigantes, proyecciones, efectos visuales dentro y fuera de la sala, recreaciones de espacios y diferentes hechos específicos que marcaron la vida de Bowie. Dentro del material incluido se encuentra además la película documental Shot! The Psycho-Spiritual Mantra of Rock, dirigida por Barney Clay, que también formó parte de la reciente 19º edición del Bafici, el Festival Internacional de Cine Independiente porteño, en cuyo catálogo se califica a Rock como “el fotógrafo de rock más importante de los últimos cincuenta años”. Ahí mismo el crítico David Obarrio describe a la película como un recorrido por el universo íntimo del rock, en el que el ubicuo fotógrafo oficia de guía. “Detrás del desfile de caras míticas que empieza con Syd Barrett, pasa por Bowie, Iggy Pop y Lou Reed y sigue de forma infinita, asoman las anécdotas feroces, el olvido, las caídas, la risa del diablo como la melodía peligrosa del mundo del espectáculo y sus vidas al límite”.
La carrera de Rock comenzó cuando conoció a Syd Barret, mítico guitarrista fundador de Pink Floyd, justo después de que este dejara la banda. Una de las fotos que entonces realizó con el músico acabó siendo la imagen que ilustra la portada de su primer disco como solista, The Madcap Laughs. Dos años más tarde conocería a Bowie y su vida cambiaría de rumbo para siempre. "Mick es el hombre que fotografió el rock”, dijeron los organizadores de esta exhibición que llega a su última semana. Y tienen razón: la lista de artistas con los que Rock trabajó es un auténtico dream team de rock and roll. Además de Barret y Bowie, también aceptaron ponerse bajo la lente del fotógrafo bandas y artistas fundamentales como Lou Reed, Queen, Blondie, Talking Heads, Iggy Pop e incluso los más grandes iconos del punk en Inglaterra y los Estados Unidos, los Sex Pistols y los Ramones. Una lista que habla por sí sola de la calidad del trabajo de Rock.
Bowie by Mick Rock representa además la segunda exhibición fotográfica de semejante nivel dedicada a ilustrar el mundo del rock que abre sus puertas en Buenos Aires en 2017. Ya en marzo el fotógrafo estadounidense Bob Gruen había visitado la ciudad para presentar Rock Seen, otra galería rockera que incluía retratos de los Sex Pistols y sus miembros, de los héroes del punk inglés The Clash, de Led Zeppelin, Tina Turner, Chuck Berry, Mick Jagger y John Lennon. Gruen ya había visitado Argentina en 2011 para presentar una muestra de fotografías del ex líder de The Beatles en el Centro Cultural Recoleta. Al igual que las dos de Gruen, la muestra de Mick Rock resultó un éxito de convocatoria, confirmando el gran amor (o el fetiche) de los porteños por los grandes mitos del rock.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
Mick Rock es una de esas personas a quienes su nombre parecía tenerles reservado un destino manifiesto. Se trata del fotógrafo y artista gráfico británico vinculado al universo del rock más prestigioso del mundo. Es reconocido sobre todo por haber sido durante más de 40 años el fotógrafo oficial de David Bowie, el prolífico y multifacético cantante y artista fallecido hace poco más de un año. Desde hace algunas semanas la muestra Bowie by Mick Rock se encuentra instalada en el predio palermitano y se la puede visitar hasta el 28 de mayo. La misma representa un recorrido explícito y sublime por el producto de la relación entre fotógrafo y cantante: la galería de retratos de Bowie más completa del universo y sus alrededores, que de algún modo registra el legado cultural de un artista tan admirado como influyente.
Iniciativa realizada con el apoyo de DF Entertainment y Access Creative Agency NYC, Bowie by Mick Rock incluye reproducciones fotográficas gigantes, proyecciones, efectos visuales dentro y fuera de la sala, recreaciones de espacios y diferentes hechos específicos que marcaron la vida de Bowie. Dentro del material incluido se encuentra además la película documental Shot! The Psycho-Spiritual Mantra of Rock, dirigida por Barney Clay, que también formó parte de la reciente 19º edición del Bafici, el Festival Internacional de Cine Independiente porteño, en cuyo catálogo se califica a Rock como “el fotógrafo de rock más importante de los últimos cincuenta años”. Ahí mismo el crítico David Obarrio describe a la película como un recorrido por el universo íntimo del rock, en el que el ubicuo fotógrafo oficia de guía. “Detrás del desfile de caras míticas que empieza con Syd Barrett, pasa por Bowie, Iggy Pop y Lou Reed y sigue de forma infinita, asoman las anécdotas feroces, el olvido, las caídas, la risa del diablo como la melodía peligrosa del mundo del espectáculo y sus vidas al límite”.
La carrera de Rock comenzó cuando conoció a Syd Barret, mítico guitarrista fundador de Pink Floyd, justo después de que este dejara la banda. Una de las fotos que entonces realizó con el músico acabó siendo la imagen que ilustra la portada de su primer disco como solista, The Madcap Laughs. Dos años más tarde conocería a Bowie y su vida cambiaría de rumbo para siempre. "Mick es el hombre que fotografió el rock”, dijeron los organizadores de esta exhibición que llega a su última semana. Y tienen razón: la lista de artistas con los que Rock trabajó es un auténtico dream team de rock and roll. Además de Barret y Bowie, también aceptaron ponerse bajo la lente del fotógrafo bandas y artistas fundamentales como Lou Reed, Queen, Blondie, Talking Heads, Iggy Pop e incluso los más grandes iconos del punk en Inglaterra y los Estados Unidos, los Sex Pistols y los Ramones. Una lista que habla por sí sola de la calidad del trabajo de Rock.
Bowie by Mick Rock representa además la segunda exhibición fotográfica de semejante nivel dedicada a ilustrar el mundo del rock que abre sus puertas en Buenos Aires en 2017. Ya en marzo el fotógrafo estadounidense Bob Gruen había visitado la ciudad para presentar Rock Seen, otra galería rockera que incluía retratos de los Sex Pistols y sus miembros, de los héroes del punk inglés The Clash, de Led Zeppelin, Tina Turner, Chuck Berry, Mick Jagger y John Lennon. Gruen ya había visitado Argentina en 2011 para presentar una muestra de fotografías del ex líder de The Beatles en el Centro Cultural Recoleta. Al igual que las dos de Gruen, la muestra de Mick Rock resultó un éxito de convocatoria, confirmando el gran amor (o el fetiche) de los porteños por los grandes mitos del rock.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
viernes, 19 de mayo de 2017
CINE - "Si no despierto" (Before I Fall), de Ry Russo-Young: La copia infiel
Como los malos sueños, las malas películas también pueden volverse recurrentes. Es lo que pasa con Si no despierto, el poco imaginativo cuarto trabajo de Ry Russo-Young, uno más dentro de la lista de aquellos que se inspiran en Hechizo de tiempo, obra maestra de Harold Ramis y una de las comedias más soberbias de la historia del cine. Aunque en este caso la inspiración deviene en copia descarada, no sólo de su idea central sino de la estructura y del arco de transformación que recorre su protagonista. Porque, básicamente, se trata de lo mismo, pero sin ningún humor.
Un personaje, en este caso una adolescente a punto de terminar la secundaria, se encuentra atrapada dentro del mismo día, sin ser capaz de romper ese lapsus de tiempo replicante. La diferencia es que acá no sólo nada tiene gracia, sino que se trata de un drama con pretensiones de lección moral para manipular la culpa de algún nene bien mal aprendido. Porque eso es lo que son Samantha y sus tres amigotas insufribles, pegadas al estereotipo de chicas populares y huecas que repiten ad infinitum cientos de school movies estadounidenses. Es cierto que a esa edad a una gran mayoría de chicos y chicas lo único que le importa es sacarse la calentura y cagarse de risa de todo, incluso de sus pares, pero la superficialidad de estas cuatro es supina. Sin embargo, ahí está el único logro del film, que necesita convencer al público de la completa vacuidad de sus criaturas, para que el vía crucis moral que está a punto de comenzar tenga algún sentido.
Es el día de San Valentín y esa noche se supone que Samantha perderá la virginidad con su novio, un ser tan superficial como ellas pero en el envase de machito winner. Un nabo, bah. Pero Samantha es pretendida además por un chico menos llamativo aunque infinitamente más humano, al que ella desdeña casi tanto como con sus amigas desprecian a Juliet, la freaky del colegio, una especie de Carrie White desempoderada.
Es cierto que Si no despierto no es la única película que se sirve de las ideas de Ramis, pero es la que peor y más alevosamente lo ha hecho. Porque Samantha recorre un camino idéntico al de aquel periodista cáustico encadenado a presentar una y otra vez a la marmota Phil: primero es estupefacción y luego horror lo que siente ante la posibilidad de vivir para siempre el mismo día. Y de ahí al absurdo, a agotar todas las posibilidades (buenas y malas) de vivir siempre lo mismo, para al fin descubrir cuál era la razón de ser de ese limbo. El colmo de los horrores: la voz en off de la protagonista explica todo, revelando cada sentimiento y cada epifanía barata que la protagonista va viviendo a medida que avanza en ese bucle temporal, como si su obvia transformación en escena no fuera suficiente. Alcanza con imaginar a Bill Murray explicando Hechizo de tiempo durante la proyección de la película para entender que se trata de una pésima decisión, que le quita al relato de raíz la poca potencia que pudo haber tenido.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Un personaje, en este caso una adolescente a punto de terminar la secundaria, se encuentra atrapada dentro del mismo día, sin ser capaz de romper ese lapsus de tiempo replicante. La diferencia es que acá no sólo nada tiene gracia, sino que se trata de un drama con pretensiones de lección moral para manipular la culpa de algún nene bien mal aprendido. Porque eso es lo que son Samantha y sus tres amigotas insufribles, pegadas al estereotipo de chicas populares y huecas que repiten ad infinitum cientos de school movies estadounidenses. Es cierto que a esa edad a una gran mayoría de chicos y chicas lo único que le importa es sacarse la calentura y cagarse de risa de todo, incluso de sus pares, pero la superficialidad de estas cuatro es supina. Sin embargo, ahí está el único logro del film, que necesita convencer al público de la completa vacuidad de sus criaturas, para que el vía crucis moral que está a punto de comenzar tenga algún sentido.
Es el día de San Valentín y esa noche se supone que Samantha perderá la virginidad con su novio, un ser tan superficial como ellas pero en el envase de machito winner. Un nabo, bah. Pero Samantha es pretendida además por un chico menos llamativo aunque infinitamente más humano, al que ella desdeña casi tanto como con sus amigas desprecian a Juliet, la freaky del colegio, una especie de Carrie White desempoderada.
Es cierto que Si no despierto no es la única película que se sirve de las ideas de Ramis, pero es la que peor y más alevosamente lo ha hecho. Porque Samantha recorre un camino idéntico al de aquel periodista cáustico encadenado a presentar una y otra vez a la marmota Phil: primero es estupefacción y luego horror lo que siente ante la posibilidad de vivir para siempre el mismo día. Y de ahí al absurdo, a agotar todas las posibilidades (buenas y malas) de vivir siempre lo mismo, para al fin descubrir cuál era la razón de ser de ese limbo. El colmo de los horrores: la voz en off de la protagonista explica todo, revelando cada sentimiento y cada epifanía barata que la protagonista va viviendo a medida que avanza en ese bucle temporal, como si su obvia transformación en escena no fuera suficiente. Alcanza con imaginar a Bill Murray explicando Hechizo de tiempo durante la proyección de la película para entender que se trata de una pésima decisión, que le quita al relato de raíz la poca potencia que pudo haber tenido.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
LIBROS - Identidades mitológicas: La ley del deseo
Es una vieja costumbre de las personas hacer a Dios, o a los dioses, responsables absolutos de lo creado. Así todo lo que es dado, tanto lo bueno como lo malo, procede de su mano y para cada uno de sus rasgos o gestos existe un reflejo que se multiplica, abominable, en el carácter imperfecto de lo humano. En todas las versiones del mito de origen, las fuerzas creadoras le imponen al hombre el destino de la semejanza, dejándole a sus criaturas el legado de sus propias virtudes y miserias, sus mismos recelos, temores y deseos.
La literatura mítica abunda en relatos en los cuales el protagonista va configurando su identidad en la dirección hacia la cual su propio deseo lo va guiando. Así, son los héroes, dioses y semidioses quienes se encargaron, allá, en los confines de la historia, de abrir el abanico de identidades con los que un individuo puede definirse a sí mismo hoy en día. Aquí, un breve e incompleto catálogo de mitos y divinidades que supieron esculpir su propia identidad sobre el margen de las convenciones:
Uno de los poemas épicos más antiguos de los que se tiene conocimiento es el que narra las hazañas de Gilgamesh, de origen sumerio. Se trata de un héroe en cuya persona se registra un rasgo que se repetirá en otros: el carácter múltiple de su naturaleza, en la que se funden lo humano y lo divino. Gilgamesh tenía dos terceras partes de dios y la restante de hombre, una duplicidad desequilibrada que volverá a manifestarse en el avatar de su deseo. Rey despótico, Gilgamesh solía llevar la opresión al plano sexual, haciendo uso del derecho de pernada. Su pueblo oprimido recurre a los dioses para liberase del yugo y estos envían a Enkidú, quien había sido criado salvaje. Enkidú desafía al rey justo cuando está por consumar el amor con una doncella y luchan sin tregua. Por fin, Gilgamesh deja de pelear, pero Enkidú le reconoce su carácter divino y superior. Este gesto de mutua admiración marcará, como se dice en el final de Casablanca, el inicio de una gran amistad, que los muchachos inauguran con un beso. Cuando Gilgamesh le propone partir en busca de aventuras y gloria, Enkidú se pone a llorar. “Entonces se cogieron de la mano como una pareja de novios”, dice el poema, y así realizaron muchas hazañas. Hasta que la diosa Ishtar, despechada porque Gilgamesh prefería andar por ahí con su amigo que yacer con ella, envía el Toro del Cielo para matarlos a ambos. Enkidú muere y el sobreviviente Gilgamesh dedica el resto de su vida a buscar el secreto de la inmortalidad, tal vez para compartir la eternidad con él. Eso es amor.
No es raro encontrar en esta saga reminiscencias de la relación entre Aquiles y Patroclo, también unidos por una mutua admiración tramitada desde lo carnal. Como Gilgamesh, Aquiles es un semidios, dualidad que se proyecta sobre su identidad sexual. Asimismo la muerte de Patroclo representa para él una fuente de dolor e ira que necesita ser aliviada. Mucho más básico que su par sumerio, a Aquiles ni se le pasa por la cabeza el resarcimiento poético de la eternidad, sino que necesita enfrentar a Héctor –líder troyano que mató a Patroclo en combate y verdadero héroe de La Ilíada—, a quien derrota y humilla arrastrando el cadáver con su cuadriga. Sin embargo, queda en el lector la sensación de que ninguna de las injurias que Aquiles le provoca al cuerpo sin vida de Héctor alcanzan para aliviar el desasosiego que le produjo la muerte de su amigo y amante.
Pero la dualidad no es sólo cosa de semidioses. Dionisio es entre las divinidades helénicas el de sexualidad más ambigua, dueño de una historia repleta de duplicidades, comenzando por su nacimiento. Hijo de Zeus, Dionisio tiene muchas madres probables, según quien cuente su historia. La más difundida dice que el padre de los dioses sedujo a Sémele “disfrazado de mortal” y que cuando esta, ya embarazada y por consejo de Hera (esposa de Zeus, ladina y celosa cuanto cornuda), le exigió a su amante que revelara su verdadera naturaleza, murió carbonizada al corporizarse Zeus en la figura del rayo. Para salvar al feto, Zeus lo implantó entre los músculos de su propio muslo y ahí terminó de gestarse, de lo que resulta que Dionisio es el único dios olímpico no nacido de una mujer, sino de un hombre. Es por eso que se lo suele llamar con el sugestivo apelativo de “el hijo de la doble puerta”, un manifiesto de ambigüedad en sí mismo. Para despistar a la vengativa Hera, Dionisio fue criado como niña en un gineceo. El filósofo y polemista español Nicola Lococo afirma en su libro Historia oculta de la masonería que la figura de Dionisio, hombre nacido de hombre pero criado como niña, sería fundamental en la transición mitológica acontecida del culto arcaico a la Gran Diosa Madre al panteón masculino regido por Zeus y, por ende, un símbolo del paso del primitivo matriarcado al patriarcado moderno que aún rige las sociedades occidentales.
Artemisa, la cazadora, gemela de Apolo, le pidió a su padre Zeus ser para siempre doncella, para no ser tocada nunca por un hombre, seres por quienes sentía un marcado desprecio. Pregúntenle sino al pobre Acteón, quien por casualidad tuvo la desgracia de verla desnuda mientras se bañaba en un arroyo. Para evitar que este se jactara entre sus amigos de haberla visto al natural, la diosa convirtió al desgraciado Acteón en ciervo y lo hizo despedazar por una jauría de 50 perros. Es cierto que no hay nada más odioso que un grupo de machitos vociferando acerca de sus hazañas en la conquista, pero 50 perros hambrientos parecen un castigo excesivo. Aunque el hecho de ser hija de un padre con un alarmante prontuario de violaciones sin duda justifica su hipersensibilidad en estos temas.
El caso es que Artemisa era además la diosa que las amazonas eligieron como protectora y la decisión suena lógica. Célebre raza de mujeres guerreras, las amazonas despreciaban compartir la vida con los hombres, aunque solían permitirse algunas canitas al aire. Eso sí, siempre en el bosque y a lo oscuro, no fuera que alguien las viera y diera por tierra con su fama de recias. Y si llegaban a quedar embarazadas, fruto de esos deslices, ni bien parían a sus hijos los mandaban derechito con sus padres, para que de la crianza y los pañales se encargaran ellos.
Las amazonas fueron además pioneras en eso de intervenir el propio cuerpo en pos de imponer la identidad deseada por sobre la identidad dada. Privilegiando su naturaleza bélica, estas chicas solían amputarse o mutilarse uno de sus senos, por lo general el derecho, ya que su protuberancia representaba un obstáculo para alcanzar la excelencia en el manejo del arco, la saeta y el venablo, sus armas favoritas. La reina Pentesilea es la más famosa de las amazonas, quien fue muerta en combate justamente por Aquiles, cuando tras la muerte de Héctor un ejército de las bravas guerreras acudió en auxilio de los troyanos. Dicen que Aquiles se enamoró de Pentesilea en el mismo momento en que la atravesaba con su espada, en una escena de notable obviedad alegórica. El dato confirma dos cosas: que Aquiles era bisexual y que, por lo pronto, se había olvidado rápido de Patroclo.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
La literatura mítica abunda en relatos en los cuales el protagonista va configurando su identidad en la dirección hacia la cual su propio deseo lo va guiando. Así, son los héroes, dioses y semidioses quienes se encargaron, allá, en los confines de la historia, de abrir el abanico de identidades con los que un individuo puede definirse a sí mismo hoy en día. Aquí, un breve e incompleto catálogo de mitos y divinidades que supieron esculpir su propia identidad sobre el margen de las convenciones:
Uno de los poemas épicos más antiguos de los que se tiene conocimiento es el que narra las hazañas de Gilgamesh, de origen sumerio. Se trata de un héroe en cuya persona se registra un rasgo que se repetirá en otros: el carácter múltiple de su naturaleza, en la que se funden lo humano y lo divino. Gilgamesh tenía dos terceras partes de dios y la restante de hombre, una duplicidad desequilibrada que volverá a manifestarse en el avatar de su deseo. Rey despótico, Gilgamesh solía llevar la opresión al plano sexual, haciendo uso del derecho de pernada. Su pueblo oprimido recurre a los dioses para liberase del yugo y estos envían a Enkidú, quien había sido criado salvaje. Enkidú desafía al rey justo cuando está por consumar el amor con una doncella y luchan sin tregua. Por fin, Gilgamesh deja de pelear, pero Enkidú le reconoce su carácter divino y superior. Este gesto de mutua admiración marcará, como se dice en el final de Casablanca, el inicio de una gran amistad, que los muchachos inauguran con un beso. Cuando Gilgamesh le propone partir en busca de aventuras y gloria, Enkidú se pone a llorar. “Entonces se cogieron de la mano como una pareja de novios”, dice el poema, y así realizaron muchas hazañas. Hasta que la diosa Ishtar, despechada porque Gilgamesh prefería andar por ahí con su amigo que yacer con ella, envía el Toro del Cielo para matarlos a ambos. Enkidú muere y el sobreviviente Gilgamesh dedica el resto de su vida a buscar el secreto de la inmortalidad, tal vez para compartir la eternidad con él. Eso es amor.
No es raro encontrar en esta saga reminiscencias de la relación entre Aquiles y Patroclo, también unidos por una mutua admiración tramitada desde lo carnal. Como Gilgamesh, Aquiles es un semidios, dualidad que se proyecta sobre su identidad sexual. Asimismo la muerte de Patroclo representa para él una fuente de dolor e ira que necesita ser aliviada. Mucho más básico que su par sumerio, a Aquiles ni se le pasa por la cabeza el resarcimiento poético de la eternidad, sino que necesita enfrentar a Héctor –líder troyano que mató a Patroclo en combate y verdadero héroe de La Ilíada—, a quien derrota y humilla arrastrando el cadáver con su cuadriga. Sin embargo, queda en el lector la sensación de que ninguna de las injurias que Aquiles le provoca al cuerpo sin vida de Héctor alcanzan para aliviar el desasosiego que le produjo la muerte de su amigo y amante.
Pero la dualidad no es sólo cosa de semidioses. Dionisio es entre las divinidades helénicas el de sexualidad más ambigua, dueño de una historia repleta de duplicidades, comenzando por su nacimiento. Hijo de Zeus, Dionisio tiene muchas madres probables, según quien cuente su historia. La más difundida dice que el padre de los dioses sedujo a Sémele “disfrazado de mortal” y que cuando esta, ya embarazada y por consejo de Hera (esposa de Zeus, ladina y celosa cuanto cornuda), le exigió a su amante que revelara su verdadera naturaleza, murió carbonizada al corporizarse Zeus en la figura del rayo. Para salvar al feto, Zeus lo implantó entre los músculos de su propio muslo y ahí terminó de gestarse, de lo que resulta que Dionisio es el único dios olímpico no nacido de una mujer, sino de un hombre. Es por eso que se lo suele llamar con el sugestivo apelativo de “el hijo de la doble puerta”, un manifiesto de ambigüedad en sí mismo. Para despistar a la vengativa Hera, Dionisio fue criado como niña en un gineceo. El filósofo y polemista español Nicola Lococo afirma en su libro Historia oculta de la masonería que la figura de Dionisio, hombre nacido de hombre pero criado como niña, sería fundamental en la transición mitológica acontecida del culto arcaico a la Gran Diosa Madre al panteón masculino regido por Zeus y, por ende, un símbolo del paso del primitivo matriarcado al patriarcado moderno que aún rige las sociedades occidentales.
Artemisa, la cazadora, gemela de Apolo, le pidió a su padre Zeus ser para siempre doncella, para no ser tocada nunca por un hombre, seres por quienes sentía un marcado desprecio. Pregúntenle sino al pobre Acteón, quien por casualidad tuvo la desgracia de verla desnuda mientras se bañaba en un arroyo. Para evitar que este se jactara entre sus amigos de haberla visto al natural, la diosa convirtió al desgraciado Acteón en ciervo y lo hizo despedazar por una jauría de 50 perros. Es cierto que no hay nada más odioso que un grupo de machitos vociferando acerca de sus hazañas en la conquista, pero 50 perros hambrientos parecen un castigo excesivo. Aunque el hecho de ser hija de un padre con un alarmante prontuario de violaciones sin duda justifica su hipersensibilidad en estos temas.
El caso es que Artemisa era además la diosa que las amazonas eligieron como protectora y la decisión suena lógica. Célebre raza de mujeres guerreras, las amazonas despreciaban compartir la vida con los hombres, aunque solían permitirse algunas canitas al aire. Eso sí, siempre en el bosque y a lo oscuro, no fuera que alguien las viera y diera por tierra con su fama de recias. Y si llegaban a quedar embarazadas, fruto de esos deslices, ni bien parían a sus hijos los mandaban derechito con sus padres, para que de la crianza y los pañales se encargaran ellos.
Las amazonas fueron además pioneras en eso de intervenir el propio cuerpo en pos de imponer la identidad deseada por sobre la identidad dada. Privilegiando su naturaleza bélica, estas chicas solían amputarse o mutilarse uno de sus senos, por lo general el derecho, ya que su protuberancia representaba un obstáculo para alcanzar la excelencia en el manejo del arco, la saeta y el venablo, sus armas favoritas. La reina Pentesilea es la más famosa de las amazonas, quien fue muerta en combate justamente por Aquiles, cuando tras la muerte de Héctor un ejército de las bravas guerreras acudió en auxilio de los troyanos. Dicen que Aquiles se enamoró de Pentesilea en el mismo momento en que la atravesaba con su espada, en una escena de notable obviedad alegórica. El dato confirma dos cosas: que Aquiles era bisexual y que, por lo pronto, se había olvidado rápido de Patroclo.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
jueves, 18 de mayo de 2017
CINE - "Alien: Covenant", de Ridley Scott: La máquina de hacer dioses
El regreso de Ridley Scott a la saga Alien no podía ser más potente. Luego de la mínima desviación que representó Prometeo (2012), también dirigida por él, en Alien: Covenant la mesa simbólica vuelve a estar bien servida. Es cierto que puede considerarse a Covenant una sucesión de momentos que ya han sido parte de los capítulos previos, dándole un aire de remake indirecta. Sin embargo su punto de partida permite un nuevo canal de lectura, al incorporar muchos elementos provenientes del relato religioso. De hecho los protagonistas ahora son un grupo de colonos que se dirigen a un planeta distante de características similares a la Tierra, en donde esperan darle un nuevo destino a la humanidad. Cualquier similitud con el mito de la Tierra Prometida no es mera coincidencia.
Pero en esta oportunidad el monstruo juega un rol sino secundario, al menos subalterno como instrumento del mal y el horror. Si al comienzo de la saga su presencia era percibida como pura irracionalidad (pura pulsión, podría decirse si uno se pusiera psicoanalítico), para pasar a exhibir cierta inteligencia e incluso a demostrar una innegable capacidad para la construcción de un estructura proto social (uno de los grandes aportes que James Cameron le hizo a la serie en su segundo episodio), en este caso la criatura aparece por primera vez subsumida a un orden superior que remite a la idea de lo divino, concepto que la película propone ya desde su escena inicial. En ella el robot David descubre la ventaja que una conciencia artificial tiene sobre el elemento humano. Una diferencia básica en el vínculo que una y otra establecen respecto del conocimiento, porque mientras el cíborg conoce a su creador cara a cara (el ingeniero que lo diseñó), el hombre ignora todo en cuanto a su origen. Con lógica incuestionable la inteligencia artificial detecta en ese déficit una debilidad estructural que, a diferencia de la relación amo-esclavo que lo liga a su creador, la coloca a ella en el primer escalón de la pirámide universal.
A partir de eso y siguiendo el mismo patrón lógico, David concluye que toda debilidad constituye una anomalía que debe ser eliminada en pos de alcanzar el ideal de perfección en que se cimenta siempre el concepto de lo divino y en tanto debilidad, esa ignorancia se convierte en indeseable. Un razonamiento que por un lado se acerca al fascismo pero también a la idea de un Dios arrasador como aquel que no duda en destruir a sus criaturas falibles, ya sea con un diluvio, una lluvia de fuego o a través de siete plagas exterminadoras.
David se percibe a sí mismo como esa voluntad divina que relega al monstruo a ocupar el lugar de la plaga, un instrumento de aniquilación de todo lo que es indeseable. En ese carácter se concreta además una vieja intención de varios personajes de la saga, la de convertir a la criatura en un arma biológica perfecta. Si la primera película fue rebautizada acá como El octavo pasajero, en referencia a la inesperada presencia del monstruo en una nave con siete tripulantes, aquí se lo podría considerar como la octava plaga, la definitiva, enviada para acabar de raíz con el problema de erradicar a aquellos a quienes el autoproclamado Dios considera impuros. Una nueva solución final instrumentada por un nuevo ideal de superhombre, más superhombre que nunca.
A diferencia de otras deidades, capaces de usar en beneficio propio el dispositivo carnal de sus criaturas para reproducirse, algo de lo que se valieron desde Zeus y los suyos hasta el propio Dios cristiano, David es un Dios estéril, impotente e incluso castrado, ya que no hay ninguna razón para que un androide tenga aparato reproductor, un pene. Por lo tanto David no sólo es incapaz de reproducirse sino tan siquiera de consumar el acto, como queda claro en alguna escena cercana al desenlace de la historia. Quizás ahí se encuentre el núcleo duro de su perfección borgeana, ya que, a diferencia de los abominables espejos y de la cópula, David no sólo se encuentra incapacitado para reproducir lo humano, sino que puede convertirse en el hacedor de su exterminio. Es ahí cuando el rol simbólico de falo desencadenado, para aprovechar las oportunas palabras que alguna vez usó el escritor Elvio Gandolfo para describirla, vuelve a recaer sobre esta criatura históricamente fálica, digna de su creador, el hipergenital artista plástico suizo H.R. Giger. Un gran consolador del cual se sirve este diosecito capado para concretar las penetraciones que, como suele ocurrir con los que alardean de superhombres, él mismo no es capaz de realizar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Pero en esta oportunidad el monstruo juega un rol sino secundario, al menos subalterno como instrumento del mal y el horror. Si al comienzo de la saga su presencia era percibida como pura irracionalidad (pura pulsión, podría decirse si uno se pusiera psicoanalítico), para pasar a exhibir cierta inteligencia e incluso a demostrar una innegable capacidad para la construcción de un estructura proto social (uno de los grandes aportes que James Cameron le hizo a la serie en su segundo episodio), en este caso la criatura aparece por primera vez subsumida a un orden superior que remite a la idea de lo divino, concepto que la película propone ya desde su escena inicial. En ella el robot David descubre la ventaja que una conciencia artificial tiene sobre el elemento humano. Una diferencia básica en el vínculo que una y otra establecen respecto del conocimiento, porque mientras el cíborg conoce a su creador cara a cara (el ingeniero que lo diseñó), el hombre ignora todo en cuanto a su origen. Con lógica incuestionable la inteligencia artificial detecta en ese déficit una debilidad estructural que, a diferencia de la relación amo-esclavo que lo liga a su creador, la coloca a ella en el primer escalón de la pirámide universal.
A partir de eso y siguiendo el mismo patrón lógico, David concluye que toda debilidad constituye una anomalía que debe ser eliminada en pos de alcanzar el ideal de perfección en que se cimenta siempre el concepto de lo divino y en tanto debilidad, esa ignorancia se convierte en indeseable. Un razonamiento que por un lado se acerca al fascismo pero también a la idea de un Dios arrasador como aquel que no duda en destruir a sus criaturas falibles, ya sea con un diluvio, una lluvia de fuego o a través de siete plagas exterminadoras.
David se percibe a sí mismo como esa voluntad divina que relega al monstruo a ocupar el lugar de la plaga, un instrumento de aniquilación de todo lo que es indeseable. En ese carácter se concreta además una vieja intención de varios personajes de la saga, la de convertir a la criatura en un arma biológica perfecta. Si la primera película fue rebautizada acá como El octavo pasajero, en referencia a la inesperada presencia del monstruo en una nave con siete tripulantes, aquí se lo podría considerar como la octava plaga, la definitiva, enviada para acabar de raíz con el problema de erradicar a aquellos a quienes el autoproclamado Dios considera impuros. Una nueva solución final instrumentada por un nuevo ideal de superhombre, más superhombre que nunca.
A diferencia de otras deidades, capaces de usar en beneficio propio el dispositivo carnal de sus criaturas para reproducirse, algo de lo que se valieron desde Zeus y los suyos hasta el propio Dios cristiano, David es un Dios estéril, impotente e incluso castrado, ya que no hay ninguna razón para que un androide tenga aparato reproductor, un pene. Por lo tanto David no sólo es incapaz de reproducirse sino tan siquiera de consumar el acto, como queda claro en alguna escena cercana al desenlace de la historia. Quizás ahí se encuentre el núcleo duro de su perfección borgeana, ya que, a diferencia de los abominables espejos y de la cópula, David no sólo se encuentra incapacitado para reproducir lo humano, sino que puede convertirse en el hacedor de su exterminio. Es ahí cuando el rol simbólico de falo desencadenado, para aprovechar las oportunas palabras que alguna vez usó el escritor Elvio Gandolfo para describirla, vuelve a recaer sobre esta criatura históricamente fálica, digna de su creador, el hipergenital artista plástico suizo H.R. Giger. Un gran consolador del cual se sirve este diosecito capado para concretar las penetraciones que, como suele ocurrir con los que alardean de superhombres, él mismo no es capaz de realizar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 14 de mayo de 2017
LIBROS - "Letras Completas", de Bob Dylan: El libro después del Nobel
Estamos en el futuro. La sociedad ha evolucionado dejando atrás aquella vieja pasión por las divisiones, por levantar las banderas de las diferencias, origen de tantas tragedias del pasado, para cultivar con paciencia los puntos de contacto, la concordia y la empatía. Es un mundo nuevo en el que la humanidad asiste al inesperado gobierno de la armonía, un truco de la Historia que nadie había previsto, pero sin embargo acá estamos. En ese futuro perfecto el periodismo se ha extinguido, claro, porque ya nada sorprende ni llama la atención. Nada es noticia. La vida fluye en un único sentido y todos están de acuerdo con que así sea. De hecho en esa realidad utópica Bob Dylan, que aún vive, acaba de recibir el Premio Nobel de Física y a nadie se le ocurre discutir acerca del asunto. Todos coinciden en que se lo merece y recuerdan su extraordinaria Teoría Eólica de las Respuestas, a partir de la cual la humanidad consiguió llegar al fondo de todas las preguntas, incluso las existenciales o las retóricas, cuando aprendió a escuchar la verdad que sopla en el viento.
Es ciencia ficción. Porque el mundo sigue siendo la misma porquería que retrató Enrique Santos Discépolo en su tango y el mucho más previsible Premio Nobel de Literatura que recibió el famoso compositor y cantante estadounidense cayó como una bomba de hidrógeno sobre la superficie del campo de la cultura, donde dos bandos perfectamente opuestos se tomaron ese premio muy a pecho. Unos para reivindicar una obra que lleva más de 50 años engrosándose a sí misma, haciendo méritos para justificar este o cualquier otro premio. En la orilla opuesta, los otros se rasgan las vestiduras y se mesan los cabellos, preguntándose a los gritos “¿Cuál obra?”, recordando que más allá de alguna novelita y un exótico volumen de memorias, Dylan no tiene libros que justifiquen siquiera los muchos años en los que sonó fuerte entre los candidatos al galardón literario más importante del mundo. Mucho menos su ascenso final, ocurrido en noviembre del año pasado, cuando la Academia Sueca por fin pronunció su nombre.
¿Cuál obra? La pregunta es válida, porque las personas etiquetan cada espacio de la realidad a partir de un estricto sistema de codificación cultural, especie de pacto social a partir del cual se acuerda que la literatura sólo produce libros, del mismo modo en que la pintura, el cine o la música se dedican a hacer cuadros, películas o canciones. Que es más o menos lo mismo que decir “los nenes con los nenes, las nenas con las nenas”, parafraseando una canción popular que usualmente no suele venir al caso, pero que esta vez puede servir para poner el asunto en perspectiva. Para tomar dimensión de que el Nobel de Literatura entregado a Dylan (y que él se demoró tanto en aceptar) tal vez forme parte de una crisis notoria en la forma en que las sociedades comienzan a percibir la realidad, un signo de los tiempos de este siglo XXI que recién comienza. Entonces, si hoy una persona cuenta con la posibilidad de repensar su propio género e identidad, ¿por qué los académicos de Suecia no podrían tener el derecho a redefinir los límites de su premio y, junto con ellos, los de todo el territorio literario?
El déficit de respuestas aumenta, aunque ya hay una, muy clara y definitiva. La editorial española Malpaso acaba de publicar por primera vez la obra lírica completa de Bob Dylan, en una monumental edición bilingüe de 1300 páginas. A partir de ahora nadie podrá volver a mirar para otro lado y preguntar "¿cuál obra?" Se trata del volumen que al fin pone en papel las razones que llevaron a distinguir con el máximo premio literario a un artista que desarrolló la totalidad de su carrera dentro del mundo de la música popular. Es decir, transforma en libro lo que hasta ahora fue canción y poesía oral. Un truco de mágia, un milagro.
Letras Completas. El volumen reúne todas las canciones incluidas en su discografía, aunque en una revisión exhaustiva faltan los títulos de algunos álbumes y sólo un especialista podría explicar los por qué de esas ausencias. En sus páginas los discos se acomodan en forma crónológica y las letras se suceden respetando el orden original de las canciones en cada uno de ellos. Cada sección se completa con un dossier que ayuda a entender contextos y aportan valiosa información adicional. El efecto de contemplar ese cuerpo disperso por primera vez como una unidad es tan abrumador como asomarse a un abismo y puede provocar vértigo. De esa contemplación surge una certeza, que el autor del prólogo que abre el volumen, Diego Manrique, pone en palabras justas: “Cualquiera que siga a Dylan sabe que (pese a haber compuesto melodías extraordinarias, grabado discos deslumbrantes y realizado conciertos memorables) en su obra mandan los textos”. Como efecto colateral, el libro convierte a Dylan en el primer ganador del Nobel de Literatura en recibir el premio antes de que su trabajo exista en tanto obra impresa. Parece que sí, nomás: al final todo el asunto era cosa de ciencia ficción.
Es ciencia ficción. Porque el mundo sigue siendo la misma porquería que retrató Enrique Santos Discépolo en su tango y el mucho más previsible Premio Nobel de Literatura que recibió el famoso compositor y cantante estadounidense cayó como una bomba de hidrógeno sobre la superficie del campo de la cultura, donde dos bandos perfectamente opuestos se tomaron ese premio muy a pecho. Unos para reivindicar una obra que lleva más de 50 años engrosándose a sí misma, haciendo méritos para justificar este o cualquier otro premio. En la orilla opuesta, los otros se rasgan las vestiduras y se mesan los cabellos, preguntándose a los gritos “¿Cuál obra?”, recordando que más allá de alguna novelita y un exótico volumen de memorias, Dylan no tiene libros que justifiquen siquiera los muchos años en los que sonó fuerte entre los candidatos al galardón literario más importante del mundo. Mucho menos su ascenso final, ocurrido en noviembre del año pasado, cuando la Academia Sueca por fin pronunció su nombre.
¿Cuál obra? La pregunta es válida, porque las personas etiquetan cada espacio de la realidad a partir de un estricto sistema de codificación cultural, especie de pacto social a partir del cual se acuerda que la literatura sólo produce libros, del mismo modo en que la pintura, el cine o la música se dedican a hacer cuadros, películas o canciones. Que es más o menos lo mismo que decir “los nenes con los nenes, las nenas con las nenas”, parafraseando una canción popular que usualmente no suele venir al caso, pero que esta vez puede servir para poner el asunto en perspectiva. Para tomar dimensión de que el Nobel de Literatura entregado a Dylan (y que él se demoró tanto en aceptar) tal vez forme parte de una crisis notoria en la forma en que las sociedades comienzan a percibir la realidad, un signo de los tiempos de este siglo XXI que recién comienza. Entonces, si hoy una persona cuenta con la posibilidad de repensar su propio género e identidad, ¿por qué los académicos de Suecia no podrían tener el derecho a redefinir los límites de su premio y, junto con ellos, los de todo el territorio literario?
El déficit de respuestas aumenta, aunque ya hay una, muy clara y definitiva. La editorial española Malpaso acaba de publicar por primera vez la obra lírica completa de Bob Dylan, en una monumental edición bilingüe de 1300 páginas. A partir de ahora nadie podrá volver a mirar para otro lado y preguntar "¿cuál obra?" Se trata del volumen que al fin pone en papel las razones que llevaron a distinguir con el máximo premio literario a un artista que desarrolló la totalidad de su carrera dentro del mundo de la música popular. Es decir, transforma en libro lo que hasta ahora fue canción y poesía oral. Un truco de mágia, un milagro.
Letras Completas. El volumen reúne todas las canciones incluidas en su discografía, aunque en una revisión exhaustiva faltan los títulos de algunos álbumes y sólo un especialista podría explicar los por qué de esas ausencias. En sus páginas los discos se acomodan en forma crónológica y las letras se suceden respetando el orden original de las canciones en cada uno de ellos. Cada sección se completa con un dossier que ayuda a entender contextos y aportan valiosa información adicional. El efecto de contemplar ese cuerpo disperso por primera vez como una unidad es tan abrumador como asomarse a un abismo y puede provocar vértigo. De esa contemplación surge una certeza, que el autor del prólogo que abre el volumen, Diego Manrique, pone en palabras justas: “Cualquiera que siga a Dylan sabe que (pese a haber compuesto melodías extraordinarias, grabado discos deslumbrantes y realizado conciertos memorables) en su obra mandan los textos”. Como efecto colateral, el libro convierte a Dylan en el primer ganador del Nobel de Literatura en recibir el premio antes de que su trabajo exista en tanto obra impresa. Parece que sí, nomás: al final todo el asunto era cosa de ciencia ficción.
CINE - "El Rey Arturo: La leyenda de la espada" (King Arthur: The Legend of the Sword), de Guy Ritchie: Arturo sabe kung fu
La torre yergue su ominoso perfil por encima del resto del castillo. Sobre su punto más alto una explosión de fuego parpadea como un ojo de maldad. Los que defienden la fortaleza están siendo arrasados por el ejército oscuro, que llega a bordo de unos elefantes talle Godzilla. Todo parece perdido hasta que el noble Rey, armado sólo con una espada de poder sobrenatural, atraviesa las primeras líneas enemigas y decapita al hechicero que osó intentar derrocarlo usando su magia para el mal. Que la descripción de la secuencia inicial de esta nueva versión de El Rey Arturo suene demasiado parecida a lo que hizo Peter Jackson en su famosa adaptación de El Señor de los Anillos no tiene nada de casual. En primer lugar porque pone en evidencia el carácter de rescritura de los mitos fundacionales de la cultura británica que tiene la obra de J. R. R. Tolkien. Pero además porque el director inglés Guy Ritchie utiliza una estética que, al menos en lo superficial, tiene muchos puntos en común con esos trabajos del neozelandés.
No está demás aclarar que Ritchie no es Jackson y que las diferencias entre las miradas de uno y de otro no tardan en aparecer en escena de forma notoria. Mientras que en sus trabajos basados en las sagas de la Tierra Media el director de El Hobbit ha intentado apegarse al tono clásico de los géneros épico y de aventuras, Ritchie se ha pasado su filmografía tratando de convertir todo lo que toca en película de acción pos Mátrix. A su cine se lo podría definir como farolero, repleto de cámaras lentas efectistas, diálogos veloces que quisieran ser como los de Tarantino y escenas de kung fu a como dé lugar, incluso cuando el contexto no sea adecuado. Adicionalmente, Ritchie parece estar llevando adelante un plan para convertir a los personajes más icónicos de la cultura británica en superhéroes cinematográficos. Ya lo hizo con su versión steam punk de Sherlock Holmes (sostenida por el carisma de Robert Downey Jr.) y ahora le toca a la leyenda de Arturo, también en adaptación libre.
Más allá de que El Rey Arturo u otras de sus películas puedan llegar a resultar entretenidas a partir de la profusión de coreografías de superacción, vistosos trucos de cámara y humor al paso (y sólo si uno ya no se ha vuelto intolerante a tales recursos), pronto queda claro que se trata de un cine que es pura cobertura y escaso relleno. Algo que en esta película se hace evidente en detalles como, por ejemplo, un cameo de David Beckham: son ese tipo de jueguitos los que le interesan a Ritchie más que concentrarse en engrosar el músculo narrativo de la película. Aunque respeta al mito al menos en sus detalles emblemáticos, el director lo reduce a una imagen brillosamente contemporánea a partir de una técnica más cercana al pastiche que al collage. Así, el mítico Rey parece una cruza entre modelo de Calvin Klein con Rocky y Iron Man, y los modales de un pandillero de Los Ángeles, tanto que si en algún momento apareciera en moto, usando una gorrita de coté, anteojos espejados, collares de oro y cantando hip-hop, a nadie le parecería raro.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No está demás aclarar que Ritchie no es Jackson y que las diferencias entre las miradas de uno y de otro no tardan en aparecer en escena de forma notoria. Mientras que en sus trabajos basados en las sagas de la Tierra Media el director de El Hobbit ha intentado apegarse al tono clásico de los géneros épico y de aventuras, Ritchie se ha pasado su filmografía tratando de convertir todo lo que toca en película de acción pos Mátrix. A su cine se lo podría definir como farolero, repleto de cámaras lentas efectistas, diálogos veloces que quisieran ser como los de Tarantino y escenas de kung fu a como dé lugar, incluso cuando el contexto no sea adecuado. Adicionalmente, Ritchie parece estar llevando adelante un plan para convertir a los personajes más icónicos de la cultura británica en superhéroes cinematográficos. Ya lo hizo con su versión steam punk de Sherlock Holmes (sostenida por el carisma de Robert Downey Jr.) y ahora le toca a la leyenda de Arturo, también en adaptación libre.
Más allá de que El Rey Arturo u otras de sus películas puedan llegar a resultar entretenidas a partir de la profusión de coreografías de superacción, vistosos trucos de cámara y humor al paso (y sólo si uno ya no se ha vuelto intolerante a tales recursos), pronto queda claro que se trata de un cine que es pura cobertura y escaso relleno. Algo que en esta película se hace evidente en detalles como, por ejemplo, un cameo de David Beckham: son ese tipo de jueguitos los que le interesan a Ritchie más que concentrarse en engrosar el músculo narrativo de la película. Aunque respeta al mito al menos en sus detalles emblemáticos, el director lo reduce a una imagen brillosamente contemporánea a partir de una técnica más cercana al pastiche que al collage. Así, el mítico Rey parece una cruza entre modelo de Calvin Klein con Rocky y Iron Man, y los modales de un pandillero de Los Ángeles, tanto que si en algún momento apareciera en moto, usando una gorrita de coté, anteojos espejados, collares de oro y cantando hip-hop, a nadie le parecería raro.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 12 de mayo de 2017
CINE - "El candidato", de Daniel Hendler: Si ladra y mueve la cola, es perro
Construida sobre el ineludible molde de la realidad, la segunda película como director del actor Daniel Hendler, El candidato, cuenta la historia detrás de la construcción de un candidato político. Pero no de uno surgido de las entrañas de la política misma, de sus aparatos generadores de cuadros, sino de otra especie, una muy de moda en estos tiempos: la del extraño, el hombre que llega desde afuera, no sólo libre de los vicios de la política tradicional (la vieja política), sino bien dispuesto a despegarse de ella, a renegar incluso de sus aristas ideológicas formales en pos de generar el espejismo de una alternativa de apariencia novedosa. Pero ese es apenas el disparador de una historia recorrida sotto voce (aunque no tanto) por otros relatos que la van complejizando en lo narrativo, pero que también enriquecen su imaginario cinematográfico. Porque si bien El candidato empieza como una comedia ácida y lacónica en torno del protagonista y la red de criaturas que lo rodean, de a poco se va convirtiendo en una tensa intriga política que nunca se resigna a perder la gracia.
No sorprende que Hendler maneje con soltura los hilos que mueven ese tipo de comedia a cara de perro. Ya había mostrado algo de eso, pero en una versión más amable, en su ópera prima Norberto apena tarde. Pero se trata además del género en el que él mismo se ha hecho famoso como actor, desde que en una famosa publicidad de principios de la década de 1990 le diera vida a Walter, un chico criogenizado en los ‘80 como parte de un experimento. La gracia de aquel spot residía en el hecho de que Walter se despertaba en los primeros años del menemismo y no entendía qué era lo que estaba pasando, por qué en tan pocos años las cosas habían cambiado tanto. La campaña pertenecía a una de las compañías telefónicas recién privatizadas que promocionaba, tempranamente, los beneficios de un cambio que hoy no sólo es el motor del protagonista de su película, sino de aquellos políticos en los que Hendler se ha inspirado para crearlo.
Más sorpresivo resulta su buen manejo de la trama de intriga que, aunque es cierto que se va tejiendo a partir de los códigos y recursos de la farsa, no carece de tensión y se sostiene de forma verosímil hasta el final de la película. Martín Marchand es hijo de un empresario famoso, nene bien que ya pasó hace rato la barrera de los 40, quien con su decisión de impulsar un nuevo espacio político también intenta generar un camino que lo saque de la sombra agobiante de su padre pero sin perder los beneficios del poder, sino más bien lo contrario. Para ello contrata a un grupo de especialistas en comunicación para comenzar con la tarea de construir su nuevo perfil público.
Ya en la primera reunión, que se desarrolla en la palaciega estancia de la familia Marchand, se produce el choque inevitable, cuando un joven diseñador gráfico intenta profundizar con una franqueza que parece inocente (pero quizá no lo sea tanto), en el perfil político que impulsará la iniciativa del candidato. El episodio, breve pero inquietante, no sólo aporta en términos de construcción dramática, sino que pone en evidencia que el principal objetivo en el trabajo de construcción de una imagen no pasa tanto por saber qué es lo que hay que mostrar, sino más bien en cuáles son las cosas que se quieren ocultar.
Curiosamente, aunque el eje de su construcción está puesto en la cuestión de las apariencias, de lo que se oculta y lo que se muestra, e incluso sobre la oposición entre lo abierta y lo veladamente ideológico, El candidato es una de esas películas en las que si algo ladra y mueve la cola, seguro es un perro. Aunque Hendler es uruguayo y su relato tanto puede estar ambientado a uno u otro lado del Río de la Plata, lo cierto es que las características de los personajes aluden de forma directa al infierno de la política argentina. Incluso el director y guionista se ha encargado de dejar pistas elocuentes, como las iniciales del nombre de este empresario que apoya su candidatura en la idea de lo nuevo como virtud (Neo es el nombre de tres letras que ha elegido para su partido). O llamar Eloisa a la verborrágica madrina política de Marchand, quien a pesar de esa letra que sobra se parece bastante a la gran Doña Corleone de la política argentina. Aunque las referencias no carecen de gracia, tal vez en esa disimulada explicitud se encuentra el punto más flojo de una película que consigue hacer de lo ambiguo su mejor bandera.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No sorprende que Hendler maneje con soltura los hilos que mueven ese tipo de comedia a cara de perro. Ya había mostrado algo de eso, pero en una versión más amable, en su ópera prima Norberto apena tarde. Pero se trata además del género en el que él mismo se ha hecho famoso como actor, desde que en una famosa publicidad de principios de la década de 1990 le diera vida a Walter, un chico criogenizado en los ‘80 como parte de un experimento. La gracia de aquel spot residía en el hecho de que Walter se despertaba en los primeros años del menemismo y no entendía qué era lo que estaba pasando, por qué en tan pocos años las cosas habían cambiado tanto. La campaña pertenecía a una de las compañías telefónicas recién privatizadas que promocionaba, tempranamente, los beneficios de un cambio que hoy no sólo es el motor del protagonista de su película, sino de aquellos políticos en los que Hendler se ha inspirado para crearlo.
Más sorpresivo resulta su buen manejo de la trama de intriga que, aunque es cierto que se va tejiendo a partir de los códigos y recursos de la farsa, no carece de tensión y se sostiene de forma verosímil hasta el final de la película. Martín Marchand es hijo de un empresario famoso, nene bien que ya pasó hace rato la barrera de los 40, quien con su decisión de impulsar un nuevo espacio político también intenta generar un camino que lo saque de la sombra agobiante de su padre pero sin perder los beneficios del poder, sino más bien lo contrario. Para ello contrata a un grupo de especialistas en comunicación para comenzar con la tarea de construir su nuevo perfil público.
Ya en la primera reunión, que se desarrolla en la palaciega estancia de la familia Marchand, se produce el choque inevitable, cuando un joven diseñador gráfico intenta profundizar con una franqueza que parece inocente (pero quizá no lo sea tanto), en el perfil político que impulsará la iniciativa del candidato. El episodio, breve pero inquietante, no sólo aporta en términos de construcción dramática, sino que pone en evidencia que el principal objetivo en el trabajo de construcción de una imagen no pasa tanto por saber qué es lo que hay que mostrar, sino más bien en cuáles son las cosas que se quieren ocultar.
Curiosamente, aunque el eje de su construcción está puesto en la cuestión de las apariencias, de lo que se oculta y lo que se muestra, e incluso sobre la oposición entre lo abierta y lo veladamente ideológico, El candidato es una de esas películas en las que si algo ladra y mueve la cola, seguro es un perro. Aunque Hendler es uruguayo y su relato tanto puede estar ambientado a uno u otro lado del Río de la Plata, lo cierto es que las características de los personajes aluden de forma directa al infierno de la política argentina. Incluso el director y guionista se ha encargado de dejar pistas elocuentes, como las iniciales del nombre de este empresario que apoya su candidatura en la idea de lo nuevo como virtud (Neo es el nombre de tres letras que ha elegido para su partido). O llamar Eloisa a la verborrágica madrina política de Marchand, quien a pesar de esa letra que sobra se parece bastante a la gran Doña Corleone de la política argentina. Aunque las referencias no carecen de gracia, tal vez en esa disimulada explicitud se encuentra el punto más flojo de una película que consigue hacer de lo ambiguo su mejor bandera.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - 4º Festival Internacional de Cine sobre el Trabajo Construir Cine: El cine cumple y dignifica
El universo de los festivales de cine temáticos es tan vasto que a veces puede parecer inabarcable y, como todo universo, capaz de contenerlo todo. Dentro de esa pléyade de encuentros que hacen del cine una herramienta para abordar e intentar conocer un poco más acerca de un tópico acotado por fronteras temáticas muy precisas, se encuentra el Festival Internacional de Cine sobre el Trabajo Construir Cine. Organizado por los responsables del canal de televisión Construir TV, la Fundación UOCRA, este festival pretende, según se hace saber desde el texto que abre su catálogo, “brindar apoyo a los realizadores de obras audiovisuales e incentivar la creatividad, siempre teniendo como eje central la revalorización de la cultura del trabajo”.
Para ello han conseguido montar una programación que incluye más de 500 películas inscriptas, entre las que se destaca el documental Dreamcatcher, de la cineasta británica Kim Longinotto, que fue premiado en la última edición del Festival de Sundance y se presenta en carácter de estreno nacional. Asimismo, el festival con el apoyo del British Council le dedica a esta directora un foco que integran otros cinco títulos de su filmografía. Construir Cine, que este año celebra su cuarta edición, contiene varias secciones competitivas, entre las que se destacan dos Competencias Internacionales de Largometrajes, una dedicada a la ficción y otra para películas documentales, y una Competencia Nacional de Largos que se incluye trabajos de ambos géneros.
Invitada para desempeñarse como jurado, la inglesa Anna Burton es desde hace años la directora del London Labour Film Festival (LLFF), cuya temática lo hermana con Construir Cine. Puede decirse que ella conoce a la perfección los vínculos y canales que comunican al cine con el mundo del trabajo. “Festivales como Construir Cine o el LLFF que yo dirijo, tienen el foco puesto en poder mostrar a los trabajadores de la forma más diversa y completa posible, detallar sus vidas y sus luchas, y en otorgarles dignidad”, afirma Burton. “Creo que justamente el gran potencial del cine se encuentra en su capacidad de mostrar, de hacer visible aquello que no siempre lo es y a partir de eso darle un carácter más digno a algo que quizás no recibe ese reconocimiento”, completa la jurado.
-¿Y cuál cree que sea la importancia de esa acción?
-Enorme. Y más en el mundo actual en el que el valor del trabajo humano se ha ido degradando en la medida en que la tecnología ha ganado espacio y eficiencia. También creo que el cine es una herramienta valiosa para destacar los valores en torno del trabajo, que no es un castigo, sino una recompensa y una fuente de realización y felicidad personal.
-En la mirada que el cine puede tener del trabajo hay implícita una cuestión de clase, ya que el cine no suele ser producido por la clase obrera. ¿Esas miradas del cine sobre la vida obrera están signadas por la extrañeza de lo ajeno?
-Las películas que se programan en festivales como estos representan un intento de relevar la vida del trabajador o del mundo del trabajo, para recuperar y amplificar sus valores a través de las herramientas del relato cinematográfico. A partir de ahí las miradas para registrar esas ideas pueden ser muy variadas. Hay películas que pueden parecer muy simples, pero que teniendo detrás una gran calidad de producción consiguen hacer que esa simpleza aparente cobre una dimensión mayor.
-¿La tarea de acercarles la herramienta del cine a los propios obreros, para que sean ellos quienes puedan hacer sus propias películas, debería ser uno de los objetivos de los festivales de este tipo?
-Por supuesto. De hecho el British Film lnstitute (BFI) encargó una serie de 6 películas sobre mineros escritas y hechas por los propios mineros, en la época en que dicha industria fue destruida por el gobierno conservador de los ‘80. Y dentro de la programación de Construir Cine está la película Electro Ocean, de Philippe Orriendy, que retrata a un músico que se embarca cinco meses en un pesquero para hacer ahí su nuevo disco. Él busca inspirarse y grabar canciones a partir de los ruidos de la maquinaria y a través de ese proceso consigue revelar en los trabajadores una nueva mirada, ya que de repente comienzan a descubrir una belleza desconocida en su vida cotidiana.
-Un cambio de perspectiva.
-Eso mismo. Hace cinco años presentamos en Londres el film Trash Dance (Andrew Garrison, 2012), sobre un grupo de recolectores de residuos en EE.UU. a quienes una coreógrafa les propone realizar un espectáculo en el que debían bailar junto con sus camiones y máquinas. Al principio el asunto les parecía ridículo y se negaban a colaborar con ella, pero el proceso es un viaje emocional que los termina transformando. Es una película hermosa, la gente lloraba viéndola. Son películas que no pueden pensarse separadas de los trabajadores, porque realmente están involucrados en ellas.
-¿El cine puede producir algún tipo de cambio que vaya más allá de ese que usted menciona, cuyo carácter parece ser estrictamente personal?
-Hay una película muy importante de Ken Loach del año pasado, I Daniel Blake, que llama a un cambio en el Reino Unido, donde en este momento tenemos en el poder a un gobierno conservador que cambió los beneficios de seguridad social, haciendo muy difícil que la gente pueda ganarse la vida. Esa película trata acerca de lo malo que puede ser el sistema y creo que podría ayudar a impulsar cambios puntuales en las políticas del gobierno. Estoy convencida de que las películas son capaces de generar cambios sociales y ser usadas para la acción y el cambio.
-¿Cree que películas como esa realmente tienen la capacidad de influir sobre la clase gobernante o la clase ejecutiva, que son las que toman las decisiones?
-Eso esperamos. Dentro de la programación de Construir Cine hay una película llamada Arreo (Néstor Moreno, Argentina, 2015) que retrata los problemas de una familia de pastores de cabras, una actividad que está desapareciendo en la Argentina a causa de la renta sobre la tierra que el Estado los obliga a pagar. Ojalá que una película así pudiera ser mostrada a los líderes políticos, porque si pasaran más tiempo tratando de entender las vidas de estas personas quizá se sentirían más inclinados a apoyarlos.
-¿Pero si gobernantes y empresarios rara vez escuchan a los propios trabajadores, por qué escucharían a las películas?
-El cine es capaz de generar impulsos mayores. Si una cantidad suficiente de público ve una película y sus mentes son cambiadas por lo que esta muestra, eso puede llevar a que construyan una actividad a partir de ella, incluso de protesta. Las películas pueden llevar a la acción.
El 4º Festival Construir Cine se realiza del 11 al 17 de mayo en el Cine Gaumont, Av. Rivadavia 1635, y del 11 al 13 de mayo en el Cine Cosmos UBA, Av. Corrientes 2046. Por su parte la programación de cortometrajes tendrá su sede en la Casa del Bicentenario, Riobamba 985, del 11 al 14. Todas las proyecciones del festival se realizan con entrada gratuita.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Para ello han conseguido montar una programación que incluye más de 500 películas inscriptas, entre las que se destaca el documental Dreamcatcher, de la cineasta británica Kim Longinotto, que fue premiado en la última edición del Festival de Sundance y se presenta en carácter de estreno nacional. Asimismo, el festival con el apoyo del British Council le dedica a esta directora un foco que integran otros cinco títulos de su filmografía. Construir Cine, que este año celebra su cuarta edición, contiene varias secciones competitivas, entre las que se destacan dos Competencias Internacionales de Largometrajes, una dedicada a la ficción y otra para películas documentales, y una Competencia Nacional de Largos que se incluye trabajos de ambos géneros.
Invitada para desempeñarse como jurado, la inglesa Anna Burton es desde hace años la directora del London Labour Film Festival (LLFF), cuya temática lo hermana con Construir Cine. Puede decirse que ella conoce a la perfección los vínculos y canales que comunican al cine con el mundo del trabajo. “Festivales como Construir Cine o el LLFF que yo dirijo, tienen el foco puesto en poder mostrar a los trabajadores de la forma más diversa y completa posible, detallar sus vidas y sus luchas, y en otorgarles dignidad”, afirma Burton. “Creo que justamente el gran potencial del cine se encuentra en su capacidad de mostrar, de hacer visible aquello que no siempre lo es y a partir de eso darle un carácter más digno a algo que quizás no recibe ese reconocimiento”, completa la jurado.
-¿Y cuál cree que sea la importancia de esa acción?
-Enorme. Y más en el mundo actual en el que el valor del trabajo humano se ha ido degradando en la medida en que la tecnología ha ganado espacio y eficiencia. También creo que el cine es una herramienta valiosa para destacar los valores en torno del trabajo, que no es un castigo, sino una recompensa y una fuente de realización y felicidad personal.
-En la mirada que el cine puede tener del trabajo hay implícita una cuestión de clase, ya que el cine no suele ser producido por la clase obrera. ¿Esas miradas del cine sobre la vida obrera están signadas por la extrañeza de lo ajeno?
-Las películas que se programan en festivales como estos representan un intento de relevar la vida del trabajador o del mundo del trabajo, para recuperar y amplificar sus valores a través de las herramientas del relato cinematográfico. A partir de ahí las miradas para registrar esas ideas pueden ser muy variadas. Hay películas que pueden parecer muy simples, pero que teniendo detrás una gran calidad de producción consiguen hacer que esa simpleza aparente cobre una dimensión mayor.
-¿La tarea de acercarles la herramienta del cine a los propios obreros, para que sean ellos quienes puedan hacer sus propias películas, debería ser uno de los objetivos de los festivales de este tipo?
-Por supuesto. De hecho el British Film lnstitute (BFI) encargó una serie de 6 películas sobre mineros escritas y hechas por los propios mineros, en la época en que dicha industria fue destruida por el gobierno conservador de los ‘80. Y dentro de la programación de Construir Cine está la película Electro Ocean, de Philippe Orriendy, que retrata a un músico que se embarca cinco meses en un pesquero para hacer ahí su nuevo disco. Él busca inspirarse y grabar canciones a partir de los ruidos de la maquinaria y a través de ese proceso consigue revelar en los trabajadores una nueva mirada, ya que de repente comienzan a descubrir una belleza desconocida en su vida cotidiana.
-Un cambio de perspectiva.
-Eso mismo. Hace cinco años presentamos en Londres el film Trash Dance (Andrew Garrison, 2012), sobre un grupo de recolectores de residuos en EE.UU. a quienes una coreógrafa les propone realizar un espectáculo en el que debían bailar junto con sus camiones y máquinas. Al principio el asunto les parecía ridículo y se negaban a colaborar con ella, pero el proceso es un viaje emocional que los termina transformando. Es una película hermosa, la gente lloraba viéndola. Son películas que no pueden pensarse separadas de los trabajadores, porque realmente están involucrados en ellas.
-¿El cine puede producir algún tipo de cambio que vaya más allá de ese que usted menciona, cuyo carácter parece ser estrictamente personal?
-Hay una película muy importante de Ken Loach del año pasado, I Daniel Blake, que llama a un cambio en el Reino Unido, donde en este momento tenemos en el poder a un gobierno conservador que cambió los beneficios de seguridad social, haciendo muy difícil que la gente pueda ganarse la vida. Esa película trata acerca de lo malo que puede ser el sistema y creo que podría ayudar a impulsar cambios puntuales en las políticas del gobierno. Estoy convencida de que las películas son capaces de generar cambios sociales y ser usadas para la acción y el cambio.
-¿Cree que películas como esa realmente tienen la capacidad de influir sobre la clase gobernante o la clase ejecutiva, que son las que toman las decisiones?
-Eso esperamos. Dentro de la programación de Construir Cine hay una película llamada Arreo (Néstor Moreno, Argentina, 2015) que retrata los problemas de una familia de pastores de cabras, una actividad que está desapareciendo en la Argentina a causa de la renta sobre la tierra que el Estado los obliga a pagar. Ojalá que una película así pudiera ser mostrada a los líderes políticos, porque si pasaran más tiempo tratando de entender las vidas de estas personas quizá se sentirían más inclinados a apoyarlos.
-¿Pero si gobernantes y empresarios rara vez escuchan a los propios trabajadores, por qué escucharían a las películas?
-El cine es capaz de generar impulsos mayores. Si una cantidad suficiente de público ve una película y sus mentes son cambiadas por lo que esta muestra, eso puede llevar a que construyan una actividad a partir de ella, incluso de protesta. Las películas pueden llevar a la acción.
El 4º Festival Construir Cine se realiza del 11 al 17 de mayo en el Cine Gaumont, Av. Rivadavia 1635, y del 11 al 13 de mayo en el Cine Cosmos UBA, Av. Corrientes 2046. Por su parte la programación de cortometrajes tendrá su sede en la Casa del Bicentenario, Riobamba 985, del 11 al 14. Todas las proyecciones del festival se realizan con entrada gratuita.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 7 de mayo de 2017
CINE Y LIBROS - Rescribir vidas ajenas: Entrevista con el guionista británico Nick Drake
Pensado para indagar en el complejo cruce entre dos artes tan populares como el cine y la literatura, el Encuentro Internacional “Del libro a la pantalla”, organizado por la Cátedra Coetzee de la Universidad Nacional de San Martín, que dirige el sudafricano J.M. Coetzee, ganador del premio Nobel de Literatura 2003, reune a un valioso y oportuno puñado de voces. Desde cineastas locales como Tristán Bauer, Fernando Spiner y Marcelo Pyñeiro y el escritor Marcelo Figueras, a destacadas figuras extranjeras como el director mexicano Arturo Ripstein y su esposa, la guionista Paz Alicia Garciadiego, la productora y guionista Anna María Monticelli o el británico Nick Drake, todos aceptaron el desafío de explorar en ese territorio.
Artista multifacético, el currículum de Drake abarca gran cantidad de géneros y disciplinas. Es dueño de una obra poética que incluye los libros The Man in the White Suit (1999), From The Word Go (2008) y The Farewell Glacier (2012), escrito a partir de una larga travesía por el Ártico. Como autor teatral tiene escritas una media docena de obras y otras tantas en su faceta de guionista cinematográfico, terreno en el que se destaca su trabajo en la película Rómulo, mi padre, protagonizada por Eric Bana y Franka Potente y ganadora de múltiples premios en Australia. Razones de sobra para convertirlo en una fuente valiosa a la hora de hablar del nexo entre ámbos géneros.
“Si bien el cine es un formato en sí mismo, tanto este como el teatro son artes más basadas en elementos visuales que además, como la narración, están conducidos por una trama. Desde este punto de vista, y si bien el cine también puede contener poesía, diría que el teatro o las formas narrativas son las más similares a las películas”, sostiene Drake al ser consultado sobre los puentes que ligan las diferentes disciplinas. Claro que pensado en términos de adaptación, el esfuerzo de traspasar una obra de un formato determinado al otro no necesariamente demandan en cada caso el uso de herramientas similares. “Sólo puedo hablar desde mi propia experiencia y Rómulo, mi padre está basada en las memorias del filósofo australiano Raymod Gaita sobre su padre y su vida como exiliado, un relato de experiencias vitales. Nunca he adaptado una obra literaria, sino que he trabajado sobe un material, digamos, más ambiguo, más difuso respecto de la acción y la trama”. Sin embargo aclara que se trata antes de una cuestión de oportunidad que de una decisión personal. “Para hacerlo tendría que encontrar una novela que me conmueva al punto de sentir la necesidad de adaptarla”, agrega y confiesa que le gustaría trabajar sobre la novela Middlemarch de George Eliot (seudónimo de la escritora inglesa Mary Anne Evans), aunque se trata de “una obra demasiado larga para el cine, así que tal vez el formato indicado en este caso sea el de una serie de televisión”.
Su guión más reciente está basado en la vida de Chelsea Manning, el soldado que desató una crisis política de escala mundial al filtrar documentos clasificados vinculados con la ocupación estadounidense en Irak y que ya en prisión se realizó una operación transgénero. Un trabajo que si bien comparte con Rómulo, mi padre el hecho de tomar como punto de partida una historia real, parecen representar perspectivas estéticas diferentes. “Trabajar sobre la vida de otros siempre es complicado, porque uno siente una responsabilidad para con las personas cuyas vidas está llevando a un guión y hay ciertas cosas que tenés que respetar”, reflexiona Drake. “Pero además tenés una responsabilidad para con la película que querés hacer y el público que luego irá a verla”, agrega. Aunque reconoce que los casos de Gaita y Manning son muy distintos, cree que en ambos “lo que uno debe hacer es tratar de contar la historia lo mejor posible con los elementos que tiene a mano”.
En cuanto a las dificultades que conlleva la decisión de adaptar una obra literaria, Drake admite que “probablemente haya libros infilmables” y menciona como ejemplo la obra de Marcel Proust. “La pregunta que uno debe hacerse es por qué, para qué quiero yo pasar esta historia de la literatura al cine. Con qué propósito. Es muy difícil trasladar al cine la totalidad del valor de una obra literaria y más con aquellas en las cuales buena parte de su belleza radica en el modo en que el lenguaje es utilizado, algo que es imposible recrear fielmente”, completa. Sin embargo considera que no siempre la fidelidad debería ser el norte del adaptador. “Cuando se trabaja sobre una obra estrictamente literaria uno tiene que estar dispuesto a destruir el original, para poder reconstruir en el formato del cine. Se debe ser más infiel”, asevera el británico, aunque aclara que como "la mayoría de las novelas adaptadas al cine son más bien malas, entonces es más fácil ser irrespetuoso con el autor y dedicarte a construir tu propia obra".
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
Artista multifacético, el currículum de Drake abarca gran cantidad de géneros y disciplinas. Es dueño de una obra poética que incluye los libros The Man in the White Suit (1999), From The Word Go (2008) y The Farewell Glacier (2012), escrito a partir de una larga travesía por el Ártico. Como autor teatral tiene escritas una media docena de obras y otras tantas en su faceta de guionista cinematográfico, terreno en el que se destaca su trabajo en la película Rómulo, mi padre, protagonizada por Eric Bana y Franka Potente y ganadora de múltiples premios en Australia. Razones de sobra para convertirlo en una fuente valiosa a la hora de hablar del nexo entre ámbos géneros.
“Si bien el cine es un formato en sí mismo, tanto este como el teatro son artes más basadas en elementos visuales que además, como la narración, están conducidos por una trama. Desde este punto de vista, y si bien el cine también puede contener poesía, diría que el teatro o las formas narrativas son las más similares a las películas”, sostiene Drake al ser consultado sobre los puentes que ligan las diferentes disciplinas. Claro que pensado en términos de adaptación, el esfuerzo de traspasar una obra de un formato determinado al otro no necesariamente demandan en cada caso el uso de herramientas similares. “Sólo puedo hablar desde mi propia experiencia y Rómulo, mi padre está basada en las memorias del filósofo australiano Raymod Gaita sobre su padre y su vida como exiliado, un relato de experiencias vitales. Nunca he adaptado una obra literaria, sino que he trabajado sobe un material, digamos, más ambiguo, más difuso respecto de la acción y la trama”. Sin embargo aclara que se trata antes de una cuestión de oportunidad que de una decisión personal. “Para hacerlo tendría que encontrar una novela que me conmueva al punto de sentir la necesidad de adaptarla”, agrega y confiesa que le gustaría trabajar sobre la novela Middlemarch de George Eliot (seudónimo de la escritora inglesa Mary Anne Evans), aunque se trata de “una obra demasiado larga para el cine, así que tal vez el formato indicado en este caso sea el de una serie de televisión”.
Su guión más reciente está basado en la vida de Chelsea Manning, el soldado que desató una crisis política de escala mundial al filtrar documentos clasificados vinculados con la ocupación estadounidense en Irak y que ya en prisión se realizó una operación transgénero. Un trabajo que si bien comparte con Rómulo, mi padre el hecho de tomar como punto de partida una historia real, parecen representar perspectivas estéticas diferentes. “Trabajar sobre la vida de otros siempre es complicado, porque uno siente una responsabilidad para con las personas cuyas vidas está llevando a un guión y hay ciertas cosas que tenés que respetar”, reflexiona Drake. “Pero además tenés una responsabilidad para con la película que querés hacer y el público que luego irá a verla”, agrega. Aunque reconoce que los casos de Gaita y Manning son muy distintos, cree que en ambos “lo que uno debe hacer es tratar de contar la historia lo mejor posible con los elementos que tiene a mano”.
En cuanto a las dificultades que conlleva la decisión de adaptar una obra literaria, Drake admite que “probablemente haya libros infilmables” y menciona como ejemplo la obra de Marcel Proust. “La pregunta que uno debe hacerse es por qué, para qué quiero yo pasar esta historia de la literatura al cine. Con qué propósito. Es muy difícil trasladar al cine la totalidad del valor de una obra literaria y más con aquellas en las cuales buena parte de su belleza radica en el modo en que el lenguaje es utilizado, algo que es imposible recrear fielmente”, completa. Sin embargo considera que no siempre la fidelidad debería ser el norte del adaptador. “Cuando se trabaja sobre una obra estrictamente literaria uno tiene que estar dispuesto a destruir el original, para poder reconstruir en el formato del cine. Se debe ser más infiel”, asevera el británico, aunque aclara que como "la mayoría de las novelas adaptadas al cine son más bien malas, entonces es más fácil ser irrespetuoso con el autor y dedicarte a construir tu propia obra".
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
CINE y LIBROS - Destruyendo libros para hacer películas: Entrevista con Paz Alicia Garciadiego y Arturo Ripstein
Resulta difícil no intentar abordar el cine a partir de sus vínculos con la literatura, la pintura, la música o la fotografía, que los tiene, pero que sin embargo no terminan de resultar del todo satisfactorios para darle el lugar que se merece. A una de esas discusiones en particular, a la relación íntima que casi desde su origen liga al cine con la literatura, está dedicado el Encuentro Internacional sobre Cine y Literaturas del Sur “Del libro a la pantalla”, que se llevan a cabo del 3 al 7 de mayo en el marco de la Cátedra Coetzee de la Universidad Nacional de San Martín, dirigida por el escritor sudafricano J.M. Coetzee, ganador del premio Nobel de Literatura en 2003.
De dichas jornadas formarán parte importantes cineastas y escritores, argentinos y extranjeros, con vasta experiencia en el tránsito por las encrucijadas que producen ambas disciplinas. Los directores Tristán Bauer, Marcelo Piñeyro y Fernando Spiner, y el escritor y guionista Marcelo Figueras serán las figuras locales. En tanto la productora y guionista marroquí radicada en Australia Anna María Monticelli, el poeta, guionista y dramaturgo británico Nick Drake y la dupla creativa integrada por la guionista mexicana Paz Alicia Garciadiego y su marido, el cineasta Arturo Ripstein, representarán al equipo del resto del mundo. Enfocadas en la escritura de guiones y la adaptación de textos literarios a la pantalla, las actividades programadas intentarán echar luz sobre tan complejo y añoso asunto.
En diálogo con Página/12, el cineasta Arturo Ripstein, director de filmes como El carnaval de Sodoma, El coronel no tiene quien le escriba o La mujer del puerto (todos basados en obras literarias), entre otras, reconoció las vastas diferencias entre cine y literatura. “Se trata de dos géneros, o más bien lenguajes, que antes que reglas tienen gramáticas y sus propios modos de componerlos”, afirmó, aunque también señaló sus afinidades. “Y claro que se parecen porque, aunque se construye con palabras escritas, la literatura habitualmente produce imágenes. O por lo menos a mí me lleva a producirlas”, confesó. Es que el vínculo entre su obra cinematográfica y los libros es muy amplio y permanente, mediado siempre por el trabajo de su esposa, autora de los guiones de todos sus trabajos desde que en 1985 escribiera el libreto de El imperio de la fortuna en 1985, basándose en un cuento de Juan Rulfo.
“Mi afición por la literatura de chico más que otra cosa tenía que ver con las cosas que me hubiera gustado filmar”, contó Ripstein. “Desde chico quise hacer películas. Buscaba los libros que más imágenes me dejaban en los ojos, para después pretender, fingir o anhelar hacerlo película. Cada vez que leía un libro se convertía en mi próxima película. Tendría entonces unos 12 años. Antes de eso leía a Emilio Salgari, cuyos libros ya son películas en sí mismos, así que no había que buscarles adaptación. Era nomás leerlos y ya estaba uno metido en el cine”, continuó. “Pero la forma en que el cine y la literatura producen esas imágenes se desarrolla de distinta manera. El cine es un arte joven y la literatura tiene varios miles, entonces el desarrollo al que han llegado uno y otro es muy distinto. En el cine de alguna forma todavía estamos narrando como si estuviéramos en el siglo XIX inglés, es decir que casi no se ha trascendido la narrativa de Dickens. Y todo lo que va contra una narrativa tradicional termina naciendo muerto o envejeciendo muy pronto. Por eso en el cine seguimos narrando con patrones antiguos y es lo que termina teniendo mejores resultados, de Kurosawa a Fellini o de Fritz Lang a Pabst y Buñuel, todos terminaban haciendo narrativa decimonónica”.
-Casi todos los referentes que nombró filmaron hasta los años ’80. ¿En estos 35 años el cine no ha ido más allá de la cima que ellos alcanzaron?
AR-El cine ha evolucionado pero no necesariamente en buscar un fundamento, en el sentido gastronómico del término, que es lo que le da coherencia y sentido a la cocina. No creo que produzca más placer que una narrativa organizada de otro modo. Godard siguió filmando después de los ’80 y cuando yo era joven el cine se dividía en antes de Godard y después de Godard. He visto lo último de él no hace mucho, no recuerdo cuál…
-¿Habrá sido Adiós al lenguaje, la película en 3D?
AR-Sí, pero la vi en 2D porque no la proyectaban en salas de 3D. Pero probablemente el 3D no le añadía nada. Lo que era formidable era el uso de la música. Por lo demás, tengo la sensación de que el 3D carecía de inevitabilidad, es decir que podía ser así o de otro modo sin que hubiera pérdida. A mí me gustan las construcciones más matemáticas en las que si se quita uno de los elementos se desbarata el edificio. En el caso de mucho del cine que se ha hecho ya no de los ’80, sino de los 2000 para acá, carece de inevitabiliad: se le puede poner una cosa o sacar otra que da igual.
-¿Y cómo se hace desde la adaptación, desde el guión, para que la inevitabilidad ocurra?
AG-Por cursi que suene, uno tiene una intención y una óptica de la novela sobre la que trabaja.
AR-¿Y por qué va a sonar cursi?
PAG-Porque puede entenderse la intensión como mensaje y nada más ajeno a la intención que ser confundido con mensaje. Me refiero a la óptica, aquello que le interesa al autor cuando está contándola, que no deben ser necesariamente las mismas en el caso del escritor de una novela o del autor del guión. La película tiene que tener su propia óptica, encontrar cuál es el motivo por el cuál quiero contar esa historia que no tiene que ver con cuál es el motivo de la novela. Se trata de encontrar tu propia óptica y a partir de ella desbaratar la novela. Convertirla en carne molida, darle a tu albóndiga la forma que vas a necesitar. Desbaratas los elementos. Para dar un ejemplo claro: cuando escribí el guión de El coronel no tiene quien le escriba, la novela de García Márquez, me di cuenta que habían una serie de elementos del libro que a mí no me interesaba para nada trasladar al guión. No me interesaba contar los pleitos entre liberales y conservadores en Colombia de principio del siglo pasado. Entonces quité toda la cuestión política. Y aquella cuestión de sus idas al muelle, que como lector es la que más te queda en la memoria, por necesidad en el cine iba a quedar reducida a tres secuencias, porque el cine no puede repetir mucho más una misma secuencia inmóvil, porque de todas formas nunca conseguiría igualar el peso de la literatura.
-Parecería que para el trabajo de adaptación al cine también corre aquella frase que se utiliza en referencia a los traductores y la traición.
PAG- Absolutamente. Mi recomendación es que si vas a adaptar una novela, olvídate de ella. Necesariamente tienes que traicionar, porque no eres ni siquiera traductor. La novela es un faro que te inspira y tienes que apropiártela, arrebatársela a patadas al escritor. A la novela no le vas a hacer ningún daño, porque está ahí, en los anaqueles de la biblioteca y nadie la va a modificar ni dañar. Tu única lealtad es con la película y la dramática cinematográfica es otra, más focalizada. Las subtramas en el cine son menos importantes que en la literatura y se tiende a enfocar todo en la trama central.
AR- Lo circunstancial en la literatura es lo que le da su belleza; lo circunstancial en el cine deriva en ausencia de foco.
PAG-Es digresión.
-Yo hubiera pensado que el adaptar podía equipararse a la traducción, pero usted dice que ese trabajo “ni siquiera es traducción”.
PAG-Afortunadamente ni siquiera es traducción.
AR-Podría llegar a ser una forma de la traducción, porque la literatura tiene un género y el cine otro, entonces transformar una cosa en la otra podría ser una forma de la traducción.
-Pregunto a partir de lo que usted dijo antes, que cine y literatura son lenguajes distintos, y el paso obligado entre dos lenguajes es la traducción.
AR-Diría que se trata más de una traslación.
PAG-Una traslación. Dos lenguajes comparten el mismo medio, podrán ser italiano o español, pero es el mismo elemento. Aquí estamos hablando de dos elementos, de dos gramáticas radicalmente distintas y por lo general las películas que nada más traducen, que sólo trasladan lo que formalmente ya aparecía en la literatura, suelen ser malas. Las películas muy respetuosas de la novela suelen ser muy malas.
-Peter Greenaway sostiene que el cine es un arte visual y no un arte narrativo. Eso agrega una complicación adicional al trabajo de adaptar.
AR-En el cine todo lo que no es narrativo nace muerto. Y Greenaway tiene sus películas perfectamente narrativas. Esto que él dice (y que hace en algunas de sus películas) tiene un tufillo de prepotencia un poco forzada, porque dejó de hacer lo mejor que hacía, que era narrar. Claro que el cine es un arte visual, pero un arte visual si no tiene una cohesión que produzca un sentido termina siendo Jackson Pollock. Y Jackson Pollock es muy fácil.
PAG-Ser visual significa ser pintura y el cine cuenta acciones, muestra imágenes en donde suceden cosas. Incluso en las películas de Greenaway. Y cuando suceden cosas estás contando cosas. Estás narrando. Ahí le doy la razón a Rip: el cine sigue fijado en la literatura del XIX. Afortunadamente. Y mientras más se aleja, más nos quedamos en divertimentos muchas veces frívolos en donde la forma mata al fondo.
-Otra cosa que decía Greenaway…
AR-Greenaway decía que el cine ya se murió… y él ayudó a matarlo (risas).
-Les decía que él también afirma que la mayoría de los espectadores, familiarizados y acostumbrados a deconstruir un lenguaje narrativo, son sin embargo analfabetos visuales.
PAG-¡Pero tampoco!
AR-Fíjate que lenguaje de imágenes hay desde bastante antes que los textos. Las pinturas de Altamira y Lascaux son anteriores a la escritura y se entendían, había una comprensión precisa de ese lenguaje que es anterior en unos cuantos miles de años a la literatura como tal.
PAG-Todos los frescos de las iglesias son narrativo. Ni que decir del muralismo.
AR-No estoy de acuerdo con Greenaway, pero el sabrá más que yo porque es más famoso y eso lo sustenta.
-¿Usted dice que la fama legitima?
PAG-La fama da sustento.
AR-La fama da prestigio y el prestigio credibilidad. Lo que yo creo es que la comprensión de las imágenes es inherente a la realidad, que está construida de ellas. Cómo se componen y qué sentido tienen, eso ya depende de qué se pretende, de qué es lo que quiero hacer y qué es lo que pretendo decir. Si no todo puede volverse incomprensible. En última instancia si existiera un analfabetismo visual, se trataría simplemente de analfabetismo y punto. ¡O no se entiende nada o se entiende todo! Claro que cada quien lo ve desde la óptica que quiere. Déjame preguntarte: ¿a ti te gusta Greenaway?
-No soy especialista en su obra, pero me gustaban algunas de sus películas de los ‘80 y disfruté documentales como Rembrandt J’accuse!
PAG-Sí, a mí también, sobre todo las de antes. Pero ya ese espectáculo de fotografías que derrotó a todo el público que lo vio, me pareció espantoso.
AR-Ahora es muy bueno Greenaway, muy brillante. Z00 es formidable y El bebé de Mâcon tiene muchísima gracia también.
-O sea, sus películas claramente narrativas, las que derriban su teoría.
PAG-Exacto. Él mismo se desdice, porque sus mejores películas, las más memorables son las que tienen un cuento que él nos está contando. De una manera heterodoxa, como sea, pero nos está contando un cuento.
AR-Incluso en Escrito en el cuerpo también hay una narrativa. Rarísima, pero la hay y se entiende perfectamente. Una narrativa singular…
PAG-Pero si se dan cuenta ya estamos hablando del cine en general y no del cine bis a bis la adaptación o la literatura. Estamos hablando del puro lenguaje cinematográfico y sigo pensando que seguimos atados a contar el cuento. Se lo puede hacer de muchas maneras, algunas muy vanguardistas, Greenaway incluido, pero sigue siendo contar el cuento. Díganme sino que pasó con aquella película de John Lennon en la que retrataba 70 mil culos.
AR-Esa era de Yoko Ono.
PAG-Claro, pero de la fase en la que trabajaban a la limón, unidos. Era la gran revolución, porque se suponía que ese era el cine no narrativo. Culo tras culo tras culo en un número infinito. Sin embargo murió en el olvido.
AR-Puede resurgir…
PAG-Espero que no. (Risas)
-También se dice que hay obras literarias infilmables. ¿Qué opinan?
PAG-Creo que es cierto. Todas las que son monólogos interiores, como el Ulysses, de alguna manera Proust. Es muy difícil pasarlos al cine, a menos que los tomes como punto de partida, como inspiración lejana. Las largas sagas… ¡Rulfo!, que está basado en 16 capas de realidades que cohabitan. ¿Cómo retratas eso en el cine sin que se convierta en chabacano?
AR-Einsenstein decía que todo se podía filmar. Pero yo no podría hacer Octubre, no porque no se la pueda filmar, sino porque estoy en otro territorio. Los directores andamos en los territorios que podemos. Queremos siempre otro que nunca se nos concede y entonces te resignas a hacer lo que puedes. A mí por ejemplo nada me pegaría más susto que un día me llamaran desde Estados Unidos para decirme que tengo que filmar Harry Potter. Por supuesto, no ocurrirá jamás, pero si ocurriera sería, pues…
PAG-Tu peor pesadilla.
AR-Sí. Pero no sólo que me la ofrecieran…
-¿Una obligación?
AR-Claro. Como si hubiera cometido un crimen contra la humanidad y el castigo fuera que tengo que filmar Harry Potter. ¡Ufff!
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
De dichas jornadas formarán parte importantes cineastas y escritores, argentinos y extranjeros, con vasta experiencia en el tránsito por las encrucijadas que producen ambas disciplinas. Los directores Tristán Bauer, Marcelo Piñeyro y Fernando Spiner, y el escritor y guionista Marcelo Figueras serán las figuras locales. En tanto la productora y guionista marroquí radicada en Australia Anna María Monticelli, el poeta, guionista y dramaturgo británico Nick Drake y la dupla creativa integrada por la guionista mexicana Paz Alicia Garciadiego y su marido, el cineasta Arturo Ripstein, representarán al equipo del resto del mundo. Enfocadas en la escritura de guiones y la adaptación de textos literarios a la pantalla, las actividades programadas intentarán echar luz sobre tan complejo y añoso asunto.
En diálogo con Página/12, el cineasta Arturo Ripstein, director de filmes como El carnaval de Sodoma, El coronel no tiene quien le escriba o La mujer del puerto (todos basados en obras literarias), entre otras, reconoció las vastas diferencias entre cine y literatura. “Se trata de dos géneros, o más bien lenguajes, que antes que reglas tienen gramáticas y sus propios modos de componerlos”, afirmó, aunque también señaló sus afinidades. “Y claro que se parecen porque, aunque se construye con palabras escritas, la literatura habitualmente produce imágenes. O por lo menos a mí me lleva a producirlas”, confesó. Es que el vínculo entre su obra cinematográfica y los libros es muy amplio y permanente, mediado siempre por el trabajo de su esposa, autora de los guiones de todos sus trabajos desde que en 1985 escribiera el libreto de El imperio de la fortuna en 1985, basándose en un cuento de Juan Rulfo.
“Mi afición por la literatura de chico más que otra cosa tenía que ver con las cosas que me hubiera gustado filmar”, contó Ripstein. “Desde chico quise hacer películas. Buscaba los libros que más imágenes me dejaban en los ojos, para después pretender, fingir o anhelar hacerlo película. Cada vez que leía un libro se convertía en mi próxima película. Tendría entonces unos 12 años. Antes de eso leía a Emilio Salgari, cuyos libros ya son películas en sí mismos, así que no había que buscarles adaptación. Era nomás leerlos y ya estaba uno metido en el cine”, continuó. “Pero la forma en que el cine y la literatura producen esas imágenes se desarrolla de distinta manera. El cine es un arte joven y la literatura tiene varios miles, entonces el desarrollo al que han llegado uno y otro es muy distinto. En el cine de alguna forma todavía estamos narrando como si estuviéramos en el siglo XIX inglés, es decir que casi no se ha trascendido la narrativa de Dickens. Y todo lo que va contra una narrativa tradicional termina naciendo muerto o envejeciendo muy pronto. Por eso en el cine seguimos narrando con patrones antiguos y es lo que termina teniendo mejores resultados, de Kurosawa a Fellini o de Fritz Lang a Pabst y Buñuel, todos terminaban haciendo narrativa decimonónica”.
-Casi todos los referentes que nombró filmaron hasta los años ’80. ¿En estos 35 años el cine no ha ido más allá de la cima que ellos alcanzaron?
AR-El cine ha evolucionado pero no necesariamente en buscar un fundamento, en el sentido gastronómico del término, que es lo que le da coherencia y sentido a la cocina. No creo que produzca más placer que una narrativa organizada de otro modo. Godard siguió filmando después de los ’80 y cuando yo era joven el cine se dividía en antes de Godard y después de Godard. He visto lo último de él no hace mucho, no recuerdo cuál…
-¿Habrá sido Adiós al lenguaje, la película en 3D?
AR-Sí, pero la vi en 2D porque no la proyectaban en salas de 3D. Pero probablemente el 3D no le añadía nada. Lo que era formidable era el uso de la música. Por lo demás, tengo la sensación de que el 3D carecía de inevitabilidad, es decir que podía ser así o de otro modo sin que hubiera pérdida. A mí me gustan las construcciones más matemáticas en las que si se quita uno de los elementos se desbarata el edificio. En el caso de mucho del cine que se ha hecho ya no de los ’80, sino de los 2000 para acá, carece de inevitabiliad: se le puede poner una cosa o sacar otra que da igual.
-¿Y cómo se hace desde la adaptación, desde el guión, para que la inevitabilidad ocurra?
AG-Por cursi que suene, uno tiene una intención y una óptica de la novela sobre la que trabaja.
AR-¿Y por qué va a sonar cursi?
PAG-Porque puede entenderse la intensión como mensaje y nada más ajeno a la intención que ser confundido con mensaje. Me refiero a la óptica, aquello que le interesa al autor cuando está contándola, que no deben ser necesariamente las mismas en el caso del escritor de una novela o del autor del guión. La película tiene que tener su propia óptica, encontrar cuál es el motivo por el cuál quiero contar esa historia que no tiene que ver con cuál es el motivo de la novela. Se trata de encontrar tu propia óptica y a partir de ella desbaratar la novela. Convertirla en carne molida, darle a tu albóndiga la forma que vas a necesitar. Desbaratas los elementos. Para dar un ejemplo claro: cuando escribí el guión de El coronel no tiene quien le escriba, la novela de García Márquez, me di cuenta que habían una serie de elementos del libro que a mí no me interesaba para nada trasladar al guión. No me interesaba contar los pleitos entre liberales y conservadores en Colombia de principio del siglo pasado. Entonces quité toda la cuestión política. Y aquella cuestión de sus idas al muelle, que como lector es la que más te queda en la memoria, por necesidad en el cine iba a quedar reducida a tres secuencias, porque el cine no puede repetir mucho más una misma secuencia inmóvil, porque de todas formas nunca conseguiría igualar el peso de la literatura.
-Parecería que para el trabajo de adaptación al cine también corre aquella frase que se utiliza en referencia a los traductores y la traición.
PAG- Absolutamente. Mi recomendación es que si vas a adaptar una novela, olvídate de ella. Necesariamente tienes que traicionar, porque no eres ni siquiera traductor. La novela es un faro que te inspira y tienes que apropiártela, arrebatársela a patadas al escritor. A la novela no le vas a hacer ningún daño, porque está ahí, en los anaqueles de la biblioteca y nadie la va a modificar ni dañar. Tu única lealtad es con la película y la dramática cinematográfica es otra, más focalizada. Las subtramas en el cine son menos importantes que en la literatura y se tiende a enfocar todo en la trama central.
AR- Lo circunstancial en la literatura es lo que le da su belleza; lo circunstancial en el cine deriva en ausencia de foco.
PAG-Es digresión.
-Yo hubiera pensado que el adaptar podía equipararse a la traducción, pero usted dice que ese trabajo “ni siquiera es traducción”.
PAG-Afortunadamente ni siquiera es traducción.
AR-Podría llegar a ser una forma de la traducción, porque la literatura tiene un género y el cine otro, entonces transformar una cosa en la otra podría ser una forma de la traducción.
-Pregunto a partir de lo que usted dijo antes, que cine y literatura son lenguajes distintos, y el paso obligado entre dos lenguajes es la traducción.
AR-Diría que se trata más de una traslación.
PAG-Una traslación. Dos lenguajes comparten el mismo medio, podrán ser italiano o español, pero es el mismo elemento. Aquí estamos hablando de dos elementos, de dos gramáticas radicalmente distintas y por lo general las películas que nada más traducen, que sólo trasladan lo que formalmente ya aparecía en la literatura, suelen ser malas. Las películas muy respetuosas de la novela suelen ser muy malas.
-Peter Greenaway sostiene que el cine es un arte visual y no un arte narrativo. Eso agrega una complicación adicional al trabajo de adaptar.
AR-En el cine todo lo que no es narrativo nace muerto. Y Greenaway tiene sus películas perfectamente narrativas. Esto que él dice (y que hace en algunas de sus películas) tiene un tufillo de prepotencia un poco forzada, porque dejó de hacer lo mejor que hacía, que era narrar. Claro que el cine es un arte visual, pero un arte visual si no tiene una cohesión que produzca un sentido termina siendo Jackson Pollock. Y Jackson Pollock es muy fácil.
PAG-Ser visual significa ser pintura y el cine cuenta acciones, muestra imágenes en donde suceden cosas. Incluso en las películas de Greenaway. Y cuando suceden cosas estás contando cosas. Estás narrando. Ahí le doy la razón a Rip: el cine sigue fijado en la literatura del XIX. Afortunadamente. Y mientras más se aleja, más nos quedamos en divertimentos muchas veces frívolos en donde la forma mata al fondo.
-Otra cosa que decía Greenaway…
AR-Greenaway decía que el cine ya se murió… y él ayudó a matarlo (risas).
-Les decía que él también afirma que la mayoría de los espectadores, familiarizados y acostumbrados a deconstruir un lenguaje narrativo, son sin embargo analfabetos visuales.
PAG-¡Pero tampoco!
AR-Fíjate que lenguaje de imágenes hay desde bastante antes que los textos. Las pinturas de Altamira y Lascaux son anteriores a la escritura y se entendían, había una comprensión precisa de ese lenguaje que es anterior en unos cuantos miles de años a la literatura como tal.
PAG-Todos los frescos de las iglesias son narrativo. Ni que decir del muralismo.
AR-No estoy de acuerdo con Greenaway, pero el sabrá más que yo porque es más famoso y eso lo sustenta.
-¿Usted dice que la fama legitima?
PAG-La fama da sustento.
AR-La fama da prestigio y el prestigio credibilidad. Lo que yo creo es que la comprensión de las imágenes es inherente a la realidad, que está construida de ellas. Cómo se componen y qué sentido tienen, eso ya depende de qué se pretende, de qué es lo que quiero hacer y qué es lo que pretendo decir. Si no todo puede volverse incomprensible. En última instancia si existiera un analfabetismo visual, se trataría simplemente de analfabetismo y punto. ¡O no se entiende nada o se entiende todo! Claro que cada quien lo ve desde la óptica que quiere. Déjame preguntarte: ¿a ti te gusta Greenaway?
-No soy especialista en su obra, pero me gustaban algunas de sus películas de los ‘80 y disfruté documentales como Rembrandt J’accuse!
PAG-Sí, a mí también, sobre todo las de antes. Pero ya ese espectáculo de fotografías que derrotó a todo el público que lo vio, me pareció espantoso.
AR-Ahora es muy bueno Greenaway, muy brillante. Z00 es formidable y El bebé de Mâcon tiene muchísima gracia también.
-O sea, sus películas claramente narrativas, las que derriban su teoría.
PAG-Exacto. Él mismo se desdice, porque sus mejores películas, las más memorables son las que tienen un cuento que él nos está contando. De una manera heterodoxa, como sea, pero nos está contando un cuento.
AR-Incluso en Escrito en el cuerpo también hay una narrativa. Rarísima, pero la hay y se entiende perfectamente. Una narrativa singular…
PAG-Pero si se dan cuenta ya estamos hablando del cine en general y no del cine bis a bis la adaptación o la literatura. Estamos hablando del puro lenguaje cinematográfico y sigo pensando que seguimos atados a contar el cuento. Se lo puede hacer de muchas maneras, algunas muy vanguardistas, Greenaway incluido, pero sigue siendo contar el cuento. Díganme sino que pasó con aquella película de John Lennon en la que retrataba 70 mil culos.
AR-Esa era de Yoko Ono.
PAG-Claro, pero de la fase en la que trabajaban a la limón, unidos. Era la gran revolución, porque se suponía que ese era el cine no narrativo. Culo tras culo tras culo en un número infinito. Sin embargo murió en el olvido.
AR-Puede resurgir…
PAG-Espero que no. (Risas)
-También se dice que hay obras literarias infilmables. ¿Qué opinan?
PAG-Creo que es cierto. Todas las que son monólogos interiores, como el Ulysses, de alguna manera Proust. Es muy difícil pasarlos al cine, a menos que los tomes como punto de partida, como inspiración lejana. Las largas sagas… ¡Rulfo!, que está basado en 16 capas de realidades que cohabitan. ¿Cómo retratas eso en el cine sin que se convierta en chabacano?
AR-Einsenstein decía que todo se podía filmar. Pero yo no podría hacer Octubre, no porque no se la pueda filmar, sino porque estoy en otro territorio. Los directores andamos en los territorios que podemos. Queremos siempre otro que nunca se nos concede y entonces te resignas a hacer lo que puedes. A mí por ejemplo nada me pegaría más susto que un día me llamaran desde Estados Unidos para decirme que tengo que filmar Harry Potter. Por supuesto, no ocurrirá jamás, pero si ocurriera sería, pues…
PAG-Tu peor pesadilla.
AR-Sí. Pero no sólo que me la ofrecieran…
-¿Una obligación?
AR-Claro. Como si hubiera cometido un crimen contra la humanidad y el castigo fuera que tengo que filmar Harry Potter. ¡Ufff!
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 5 de mayo de 2017
CINE - "Fin de semana", de Moroco Colman: Sentimientos y tamaños
En su entrada dedicada a la palabra Economía, el Pequeño Larousse Ilustrado la define, en una de sus acepciones, como “virtud que consiste en evitar los gastos inútiles”. Dicho concepto parece ser también la máxima que rige el modo en que el director cordobés Moroco Colman decidió construir su primer largometraje, Fin de semana, que acaba de pasar por la Competencia Argentina del recién concluido Bafici y ahora tiene su estreno comercial. Una economía que no tiene nada que ver con la miseria ni la pobreza en el uso y despliegue de sus recursos, sino con la inteligencia para decidir cuáles son los más apropiados para contar la historia que se ha decidido narrar y de qué modo utilizarlos, poniendo su potencial a disposición del relato.
Claro que en principio parece difícil no desconfiar de la sobriedad de una película cuya sinopsis adelanta que el ratio de la pantalla –es decir el tamaño en que la imagen es enmarcada– cambiará tres veces durante la proyección, pasando de un formato cuadrado al amplio Cinemascope y de ahí al tradicional rectángulo de 16:9. Una decisión que tirada así sobre la mesa parece un rebusque pretencioso, justo lo contrario de la definición recién utilizada para calificar a Fin de semana como austera y eficaz. Sin embargo, Colman se las ingenia para que un recurso de esa magnitud, que a priori resulta difícil creer que pueda pasar desapercibido y sin entorpecer la experiencia, no sólo se encuentre incorporado a la puesta en escena de un modo sutil e ingenioso, sino que representa una herramienta oportuna para poder conectar y unir las piezas del complejo rompecabezas emocional que el relato propone.
Narrada de manera simple y directa, Fin de semana comienza con la llegada de Carla a un pueblo serrano, en donde se encuentra con algunos familiares con quienes al parecer no se ve hace bastante. Su presencia sorprende a todos, pero impacta sobre todo en Martina, una joven que apenas ha pasado la adolescencia, a quien parece incomodar hasta el enojo. El motivo de la llegada de Carla es la muerte del padre de Martina y aunque la película nunca específica el vínculo entre ella y ese hombre, queda claro que los unía una estrecha familiaridad. Martina mantiene además con Diego, hijo de la última esposa de su padre y bastante mayor que ella, una relación tortuosa con matices violentos. Como se dijo, este primer acto se encuentra filmado en un apretado formato cuadrado con inclinación por los claroscuros, que potencia un clima opresivo en el que no tardan en aparecer los roces entre Carla, Martina y Diego, haciendo que el hueco de la ausencia se vuelva una carga que trasciende la pantalla.
A mayor empeño pone Carla en acercarse a Martina, más esta se aleja y, como si se tratara de un capricho, más se entrega al juego de deseo y rechazo en el que Diego le impone condiciones. Agobiada, esa noche Carla decide salir y en un boliche se encuentra con un viejo amigo. Se emborrachan y terminan compartiendo la cama con otra mujer que conocen ahí mismo. La apertura de la pantalla, la cadencia sensual de la música a todo volumen y la textura saturada de neón conspiran para generar un clima liberador, cercano al de un sueño extrañamente placentero. La experiencia no sólo cambiara la forma en que Carla perciba su vínculo con Martina, sino que le permitirá a la joven una instancia de empatía en la cual encontrar puntos de contacto para empezar a reconstruir la relación.
Con naturalidad, pero sin caer en la pose ascética que es un vicio de cierto cine independiente, Fin de semana consigue entregar un relato potente y personal, que cuenta con el aporte central de un elenco soberbio, que ha sabido captar la esencia emotiva de la trama y de los personajes. Y con la notable capacidad de sus tres directores de fotografía para definir en imágenes el espíritu de cada una de las partes que componen el recorrido del relato trazado por Colman.
Artículo publicoado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Claro que en principio parece difícil no desconfiar de la sobriedad de una película cuya sinopsis adelanta que el ratio de la pantalla –es decir el tamaño en que la imagen es enmarcada– cambiará tres veces durante la proyección, pasando de un formato cuadrado al amplio Cinemascope y de ahí al tradicional rectángulo de 16:9. Una decisión que tirada así sobre la mesa parece un rebusque pretencioso, justo lo contrario de la definición recién utilizada para calificar a Fin de semana como austera y eficaz. Sin embargo, Colman se las ingenia para que un recurso de esa magnitud, que a priori resulta difícil creer que pueda pasar desapercibido y sin entorpecer la experiencia, no sólo se encuentre incorporado a la puesta en escena de un modo sutil e ingenioso, sino que representa una herramienta oportuna para poder conectar y unir las piezas del complejo rompecabezas emocional que el relato propone.
Narrada de manera simple y directa, Fin de semana comienza con la llegada de Carla a un pueblo serrano, en donde se encuentra con algunos familiares con quienes al parecer no se ve hace bastante. Su presencia sorprende a todos, pero impacta sobre todo en Martina, una joven que apenas ha pasado la adolescencia, a quien parece incomodar hasta el enojo. El motivo de la llegada de Carla es la muerte del padre de Martina y aunque la película nunca específica el vínculo entre ella y ese hombre, queda claro que los unía una estrecha familiaridad. Martina mantiene además con Diego, hijo de la última esposa de su padre y bastante mayor que ella, una relación tortuosa con matices violentos. Como se dijo, este primer acto se encuentra filmado en un apretado formato cuadrado con inclinación por los claroscuros, que potencia un clima opresivo en el que no tardan en aparecer los roces entre Carla, Martina y Diego, haciendo que el hueco de la ausencia se vuelva una carga que trasciende la pantalla.
A mayor empeño pone Carla en acercarse a Martina, más esta se aleja y, como si se tratara de un capricho, más se entrega al juego de deseo y rechazo en el que Diego le impone condiciones. Agobiada, esa noche Carla decide salir y en un boliche se encuentra con un viejo amigo. Se emborrachan y terminan compartiendo la cama con otra mujer que conocen ahí mismo. La apertura de la pantalla, la cadencia sensual de la música a todo volumen y la textura saturada de neón conspiran para generar un clima liberador, cercano al de un sueño extrañamente placentero. La experiencia no sólo cambiara la forma en que Carla perciba su vínculo con Martina, sino que le permitirá a la joven una instancia de empatía en la cual encontrar puntos de contacto para empezar a reconstruir la relación.
Con naturalidad, pero sin caer en la pose ascética que es un vicio de cierto cine independiente, Fin de semana consigue entregar un relato potente y personal, que cuenta con el aporte central de un elenco soberbio, que ha sabido captar la esencia emotiva de la trama y de los personajes. Y con la notable capacidad de sus tres directores de fotografía para definir en imágenes el espíritu de cada una de las partes que componen el recorrido del relato trazado por Colman.
Artículo publicoado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 4 de mayo de 2017
CINE - "Guardianes de la Galaxia Vol.2" (Guardians of the Galaxy Vol.2), de James Gunn: Un desborde justificado
Si algo le faltaba a Guardianes de la Galaxia era que su segunda parte fuera igual de buena o incluso mejor que la primera. Con el Volumen 2 ya en los cines es posible aventurar que la saga espacial podría convertirse en la mejor de todas las pertenecientes al universo cinematográfico creado por los Estudios Marvel (hoy parte de la casa Disney) y que incluye entre otras las trilogías (completas o en vías de hacerlo) de personajes como Iron Man, Thor, Capitán América o los Vengadores. Al igual que esta última, Guardianes de la Galaxia está protagonizada por un equipo de héroes que trabajan en conjunto. La principal diferencia entre ambos teams radica en el hecho de que los Vengadores son un puñado de egos tratando de funcionar en equipo, en tanto que en los Guardianes el protagonismo se lo lleva el carácter de comunidad que sus personajes conforman, aunque muchas veces los egos también se saquen chispas. Una diferencia nada menor, en vista de los resultados y proyecciones de ambas sagas. Si La era de Ultron, segunda entrega de los Vengadores, mostró debilidades muy claras respecto del primer episodio, algunas vinculadas a esa falta de cohesión, en cambio el Volumen 2 de los Guardianes no podría ser mejor.
Ya durante la escena que acompaña a la secuencia de títulos, en la que los héroes se baten contra una especie de kraken del espacio, el director James Gunn demuestra ser dueño de una finísima mirada cinematográfica. En ella decide desdoblar la acción para convertir la escena en un impensado musical, relegando a un segundo plano lo que en películas como esta normalmente ocuparía la primera capa. En ese simple pero lúcido movimiento Gunn consigue una modesta obra maestra del pop, al tiempo que deja en claro que Guardianes de la Galaxia es antes que nada una comedia. Una voluntad que luego sostiene en un altísimo nivel a lo largo de toda la película.
Alcanzan apenas otro par de secuencias para notar el juego de paralelismos que el guion comienza a trazar con la saga épica espacial más importante de la historia del cine, La guerra de las galaxias. Ya la siguiente escena, en que la reina de los Sovereing agradece a los Guardianes haber cumplido con el encargo de acabar con la amenaza del monstruo espacial, remite en su diseño y contenido al distintivo final del Episodio IV (el original, que acaba de festejar su cumpleaños n° 40), en el que los protagonistas son honrados como héroes. Una escena más tarde, todo el grupo escapa del ataque de un enjambre de naves enemigas y parece estar viendo al mismísimo Halcón Milenario. Porque de algún modo Peter Quill remite a Han Solo y Rocket, el mapache mercenario, no deja de ser una versión enana, bocona y malhumorada del viejo Chewbacca. De hecho ambas parejas comparten el hecho de haber sido cuatreros espaciales antes de su destino heroico.
Pero el giro más maravilloso que Guardianes de la Galaxia se permite a partir de este juego de espejos, es la inclusión de Kurt Russell con un papel determinante. No sólo por su vínculo con uno de los personajes y porque la tecnología digital permite verlo joven otra vez y con su peinado ochentoso –truco que envía al espectador directo y sin escalas a las emblemáticas colaboraciones del actor con John Carpenter–, sino porque consigue algo más importante: justicia poética. Es sabido que Russell audicionó con George Lucas por el papel de Han Solo (en Yotube pueden verse los tapes de su audición), antes de que este quedara en manos de Harrison Ford. Por eso su presencia en este contexto representa un guiño feliz, producto de una cinefilia de raíz rabiosamente popular. Y todo esto es sólo el primer acto.
Cabe una aclaración: entender que Guardianes de la Galaxia asume sin pudor su condición de comedia no significa que los aspectos ligados a la acción sean secundarios o un mero relleno. Guardianes es también una estupenda película de aventuras, en la que la trama es clara y funcional al objetivo central, constituyéndose en el soporte ideal sobre el que la comedia se despliega con comodidad. Para ello no duda en recurrir a un humor muchas veces infantil, convirtiendo a los personajes casi en criaturas de escuela primaria, pasando por un slapstick de dibujo animado no exento de cierta violencia naif, y hasta se permite precisos toques de absurdo y picaresca, todo ejecutado en el momento justo y en el lugar indicado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Ya durante la escena que acompaña a la secuencia de títulos, en la que los héroes se baten contra una especie de kraken del espacio, el director James Gunn demuestra ser dueño de una finísima mirada cinematográfica. En ella decide desdoblar la acción para convertir la escena en un impensado musical, relegando a un segundo plano lo que en películas como esta normalmente ocuparía la primera capa. En ese simple pero lúcido movimiento Gunn consigue una modesta obra maestra del pop, al tiempo que deja en claro que Guardianes de la Galaxia es antes que nada una comedia. Una voluntad que luego sostiene en un altísimo nivel a lo largo de toda la película.
Alcanzan apenas otro par de secuencias para notar el juego de paralelismos que el guion comienza a trazar con la saga épica espacial más importante de la historia del cine, La guerra de las galaxias. Ya la siguiente escena, en que la reina de los Sovereing agradece a los Guardianes haber cumplido con el encargo de acabar con la amenaza del monstruo espacial, remite en su diseño y contenido al distintivo final del Episodio IV (el original, que acaba de festejar su cumpleaños n° 40), en el que los protagonistas son honrados como héroes. Una escena más tarde, todo el grupo escapa del ataque de un enjambre de naves enemigas y parece estar viendo al mismísimo Halcón Milenario. Porque de algún modo Peter Quill remite a Han Solo y Rocket, el mapache mercenario, no deja de ser una versión enana, bocona y malhumorada del viejo Chewbacca. De hecho ambas parejas comparten el hecho de haber sido cuatreros espaciales antes de su destino heroico.
Pero el giro más maravilloso que Guardianes de la Galaxia se permite a partir de este juego de espejos, es la inclusión de Kurt Russell con un papel determinante. No sólo por su vínculo con uno de los personajes y porque la tecnología digital permite verlo joven otra vez y con su peinado ochentoso –truco que envía al espectador directo y sin escalas a las emblemáticas colaboraciones del actor con John Carpenter–, sino porque consigue algo más importante: justicia poética. Es sabido que Russell audicionó con George Lucas por el papel de Han Solo (en Yotube pueden verse los tapes de su audición), antes de que este quedara en manos de Harrison Ford. Por eso su presencia en este contexto representa un guiño feliz, producto de una cinefilia de raíz rabiosamente popular. Y todo esto es sólo el primer acto.
Cabe una aclaración: entender que Guardianes de la Galaxia asume sin pudor su condición de comedia no significa que los aspectos ligados a la acción sean secundarios o un mero relleno. Guardianes es también una estupenda película de aventuras, en la que la trama es clara y funcional al objetivo central, constituyéndose en el soporte ideal sobre el que la comedia se despliega con comodidad. Para ello no duda en recurrir a un humor muchas veces infantil, convirtiendo a los personajes casi en criaturas de escuela primaria, pasando por un slapstick de dibujo animado no exento de cierta violencia naif, y hasta se permite precisos toques de absurdo y picaresca, todo ejecutado en el momento justo y en el lugar indicado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - El cine es riesgo: Entrevista con Moroco Colman, director de "Fin de semana"
Dentro de la Competencia Argentina que este año ofreció la 19a edición del Bafici, la película Fin de semana, del director cordobés Moroco Colman, que tiene hoy su estreno en la cartelera porteña, fue una de las que cosecharon más comentarios favorables en virtud de su habilidad para registrar los devaneos emotivos de sus personajes. Para mostrar sin excederse y callar sin que el silencio se convierta en una pose, mal muy extendido en cierto tipo de cine independiente. Fin de semana retrata el encuentro de dos personajes, dos mujeres ligadas por un vínculo que nunca se hace explícito, pero a quienes parece separar una distancia de tiempo y espacio abismal. Lo único que las une es un personaje ausente, un muerto de quien tampoco se subrayan filiaciones.
–¿Cómo se trabaja una película donde elementos intangibles como sentimientos y emociones son centrales en la progresión dramática?
–Mi historia es un poco árida y no quería dar toda la información servida, porque para mí es importante que el cine te permita hilar mientras la película avanza. Es una forma de tener al espectador más atento, con ganas de intuir y armar la película. Una forma es empezar a recortar, no explicar todo, que las acciones muestren las situaciones. Pero tampoco me gusta obligar a los personajes a cierto mutismo posado si ellos están en plena catarsis, ni forzar diálogos artificiales, porque en la vida la gente muchas veces habla sin decirse demasiado en realidad, sino que las cosas van por subtextos.
–Lo que pasa que a veces el cine más masivo acostumbra al público a un discurso donde la información fluye con más abundancia.
–Es difícil ponerse en el lugar del espectador, así que no pensé en nada de eso, sino en lo que yo quería de mis personajes y en lo que creí que mi película pedía para ser contada de la mejor forma, sin preocuparme por si es comercial o no. No es que esté en contra de ningún otro tipo de cine, sino que creo que cada película demanda su propia manera de ser narrada.
–¿La decisión de trabajar con distintas proporciones de pantalla tiene que ver con aportarle al espectador otras herramientas para construir la película?
–Me interesaba contar una historia convencional, porque no hay rupturas narrativas, pero poniendo cierto acento, búsqueda y riesgo en cómo contar. Cada director tiene un bagaje que incide en su forma de hacer cine: no es lo mismo que un director sea músico o venga del teatro. Yo soy arquitecto y diseñador, y me interesa cómo se construyen los espacios en relación con los contenidos. Entonces pensé en cómo contar desde lo formal, asumiendo cierto riesgo al momento de hacerlo. Se trata de una historia que transcurre de manera lineal, sin saltos temporales, es decir que no hay manera de buscar quiebres por ese lado. Así que pensé con qué herramientas contaba para que el relato fuera mutando sin perder su carácter orgánico y sin atarme a un único paquete de recursos. En la película hay tres momentos emocionales claros que tienen su contraparte estética. Por ejemplo, para el primer bloque que está regido emocionalmente por el desvínculo elegí trabajar con la pantalla cuadrada, claroscuros, todo medio crudo y descolorido. O sea, todas las herramientas cinematográficas apuntan a destacar esa aridez, del mismo modo en que la pantalla panorámica y los colores saturados me sirvieron para apoyar un momento de expansión en uno de los personajes que tiene su correlato en esa apertura de la imagen.
–¿Esos recursos alcanzan para compensar esa aspereza narrativa?
–Todo eso le aporta al espectador la posibilidad de captar información de forma inconsciente. Más aún si los personajes no se terminan de decir las cosas, sensorialmente vas percibiendo los equilibrios o esa cosa más abrupta y perturbadora del comienzo.
–¿Y por qué decidió trabajar cada segmento con un director de fotografía distinto? ¿Cómo lo resolvió en la práctica?
–Cada uno trabajó de manera aislada a partir del conjunto de ideas que tenía para cada parte. Nunca los puse en contacto entre sí, que era algo que ellos me pedían, porque quise mantener la independencia para trabajar cada bloque como una unidad. Claro que hubo una serie de requerimientos técnicos comunes que luego me sirvieron para mantener cierta coherencia a la hora de empalmar esas tres partes. La música también fue un recurso importante para generar cohesión narrativa.
–¿Qué trabajo hizo con los actores para trabajar esos momentos emotivos que usted menciona?
–Para empezar, nunca les transmití ninguna de estas cuestiones técnicas. Una cosa importante fue haber filmado las escenas en orden cronológico, que no es como se suele trabajar en cine. Quería que ellos pudieran mantener en cada uno de los bloques esa emoción predominante y percibir la evolución emotiva de sus personajes. Tampoco hicimos demasiados ensayos, porque al tratarse de dos personajes que no se conocen mucho, quise que ese proceso se fuera dando durante el rodaje, en escena.
–Un casting astral.
–Pero coincidió de casualidad, te juro. Además las dos tienen voces ásperas, un poco masculinas, perfectas para los personajes. No fue fácil encontrarlas, porque a la mayoría de los actores no les gustan los desnudos ni escenas de sexo como las de mi película. Yo no quería relegar la posibilidad de incluir estas escenas, porque necesitaba caracterizar a los personajes desde lo sexual. Además no me atraía la idea de cortar la continuidad de una escena para evitar el momento sexual. Quería seguir filmando, no hacer como millones de películas que al llegar al momento del sexo pasan a otra cosa. Plano de las caras, besos y corte. ¡No! ¿Por qué estás esquivando esa parte? No me parece creíble. Fue complicado, porque yo quería algo incluso más fuerte, pero después están los límites del actor en el rodaje.
–¿Y creés que para contar esta historia de vínculos emocionales estas escenas fueron una herramienta efectiva?
–Lo que quería sobre todo era no evitar. Me daba bronca tener que evadir. Y creo que ya en el hecho de preguntar por qué lo filmé de ese modo hay un prejuicio, una prueba de que como espectadores no estamos acostumbrados a ir más allá de ese límite. Lo único que hice fue respetar mi forma de contar la historia y las escenas de sexo las filmé igual que el resto de las escenas. Y si la cámara está ahí, en ese momento, ¿por qué no seguir filmando?
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
–¿Cómo se trabaja una película donde elementos intangibles como sentimientos y emociones son centrales en la progresión dramática?
–Mi historia es un poco árida y no quería dar toda la información servida, porque para mí es importante que el cine te permita hilar mientras la película avanza. Es una forma de tener al espectador más atento, con ganas de intuir y armar la película. Una forma es empezar a recortar, no explicar todo, que las acciones muestren las situaciones. Pero tampoco me gusta obligar a los personajes a cierto mutismo posado si ellos están en plena catarsis, ni forzar diálogos artificiales, porque en la vida la gente muchas veces habla sin decirse demasiado en realidad, sino que las cosas van por subtextos.
–Lo que pasa que a veces el cine más masivo acostumbra al público a un discurso donde la información fluye con más abundancia.
–Es difícil ponerse en el lugar del espectador, así que no pensé en nada de eso, sino en lo que yo quería de mis personajes y en lo que creí que mi película pedía para ser contada de la mejor forma, sin preocuparme por si es comercial o no. No es que esté en contra de ningún otro tipo de cine, sino que creo que cada película demanda su propia manera de ser narrada.
–¿La decisión de trabajar con distintas proporciones de pantalla tiene que ver con aportarle al espectador otras herramientas para construir la película?
–Me interesaba contar una historia convencional, porque no hay rupturas narrativas, pero poniendo cierto acento, búsqueda y riesgo en cómo contar. Cada director tiene un bagaje que incide en su forma de hacer cine: no es lo mismo que un director sea músico o venga del teatro. Yo soy arquitecto y diseñador, y me interesa cómo se construyen los espacios en relación con los contenidos. Entonces pensé en cómo contar desde lo formal, asumiendo cierto riesgo al momento de hacerlo. Se trata de una historia que transcurre de manera lineal, sin saltos temporales, es decir que no hay manera de buscar quiebres por ese lado. Así que pensé con qué herramientas contaba para que el relato fuera mutando sin perder su carácter orgánico y sin atarme a un único paquete de recursos. En la película hay tres momentos emocionales claros que tienen su contraparte estética. Por ejemplo, para el primer bloque que está regido emocionalmente por el desvínculo elegí trabajar con la pantalla cuadrada, claroscuros, todo medio crudo y descolorido. O sea, todas las herramientas cinematográficas apuntan a destacar esa aridez, del mismo modo en que la pantalla panorámica y los colores saturados me sirvieron para apoyar un momento de expansión en uno de los personajes que tiene su correlato en esa apertura de la imagen.
–¿Esos recursos alcanzan para compensar esa aspereza narrativa?
–Todo eso le aporta al espectador la posibilidad de captar información de forma inconsciente. Más aún si los personajes no se terminan de decir las cosas, sensorialmente vas percibiendo los equilibrios o esa cosa más abrupta y perturbadora del comienzo.
–¿Y por qué decidió trabajar cada segmento con un director de fotografía distinto? ¿Cómo lo resolvió en la práctica?
–Cada uno trabajó de manera aislada a partir del conjunto de ideas que tenía para cada parte. Nunca los puse en contacto entre sí, que era algo que ellos me pedían, porque quise mantener la independencia para trabajar cada bloque como una unidad. Claro que hubo una serie de requerimientos técnicos comunes que luego me sirvieron para mantener cierta coherencia a la hora de empalmar esas tres partes. La música también fue un recurso importante para generar cohesión narrativa.
–¿Qué trabajo hizo con los actores para trabajar esos momentos emotivos que usted menciona?
–Para empezar, nunca les transmití ninguna de estas cuestiones técnicas. Una cosa importante fue haber filmado las escenas en orden cronológico, que no es como se suele trabajar en cine. Quería que ellos pudieran mantener en cada uno de los bloques esa emoción predominante y percibir la evolución emotiva de sus personajes. Tampoco hicimos demasiados ensayos, porque al tratarse de dos personajes que no se conocen mucho, quise que ese proceso se fuera dando durante el rodaje, en escena.
–Un casting astral.
–Pero coincidió de casualidad, te juro. Además las dos tienen voces ásperas, un poco masculinas, perfectas para los personajes. No fue fácil encontrarlas, porque a la mayoría de los actores no les gustan los desnudos ni escenas de sexo como las de mi película. Yo no quería relegar la posibilidad de incluir estas escenas, porque necesitaba caracterizar a los personajes desde lo sexual. Además no me atraía la idea de cortar la continuidad de una escena para evitar el momento sexual. Quería seguir filmando, no hacer como millones de películas que al llegar al momento del sexo pasan a otra cosa. Plano de las caras, besos y corte. ¡No! ¿Por qué estás esquivando esa parte? No me parece creíble. Fue complicado, porque yo quería algo incluso más fuerte, pero después están los límites del actor en el rodaje.
–¿Y creés que para contar esta historia de vínculos emocionales estas escenas fueron una herramienta efectiva?
–Lo que quería sobre todo era no evitar. Me daba bronca tener que evadir. Y creo que ya en el hecho de preguntar por qué lo filmé de ese modo hay un prejuicio, una prueba de que como espectadores no estamos acostumbrados a ir más allá de ese límite. Lo único que hice fue respetar mi forma de contar la historia y las escenas de sexo las filmé igual que el resto de las escenas. Y si la cámara está ahí, en ese momento, ¿por qué no seguir filmando?
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.