En su entrada dedicada a la palabra Economía, el Pequeño Larousse Ilustrado la define, en una de sus acepciones, como “virtud que consiste en evitar los gastos inútiles”. Dicho concepto parece ser también la máxima que rige el modo en que el director cordobés Moroco Colman decidió construir su primer largometraje, Fin de semana, que acaba de pasar por la Competencia Argentina del recién concluido Bafici y ahora tiene su estreno comercial. Una economía que no tiene nada que ver con la miseria ni la pobreza en el uso y despliegue de sus recursos, sino con la inteligencia para decidir cuáles son los más apropiados para contar la historia que se ha decidido narrar y de qué modo utilizarlos, poniendo su potencial a disposición del relato.
Claro que en principio parece difícil no desconfiar de la sobriedad de una película cuya sinopsis adelanta que el ratio de la pantalla –es decir el tamaño en que la imagen es enmarcada– cambiará tres veces durante la proyección, pasando de un formato cuadrado al amplio Cinemascope y de ahí al tradicional rectángulo de 16:9. Una decisión que tirada así sobre la mesa parece un rebusque pretencioso, justo lo contrario de la definición recién utilizada para calificar a Fin de semana como austera y eficaz. Sin embargo, Colman se las ingenia para que un recurso de esa magnitud, que a priori resulta difícil creer que pueda pasar desapercibido y sin entorpecer la experiencia, no sólo se encuentre incorporado a la puesta en escena de un modo sutil e ingenioso, sino que representa una herramienta oportuna para poder conectar y unir las piezas del complejo rompecabezas emocional que el relato propone.
Narrada de manera simple y directa, Fin de semana comienza con la llegada de Carla a un pueblo serrano, en donde se encuentra con algunos familiares con quienes al parecer no se ve hace bastante. Su presencia sorprende a todos, pero impacta sobre todo en Martina, una joven que apenas ha pasado la adolescencia, a quien parece incomodar hasta el enojo. El motivo de la llegada de Carla es la muerte del padre de Martina y aunque la película nunca específica el vínculo entre ella y ese hombre, queda claro que los unía una estrecha familiaridad. Martina mantiene además con Diego, hijo de la última esposa de su padre y bastante mayor que ella, una relación tortuosa con matices violentos. Como se dijo, este primer acto se encuentra filmado en un apretado formato cuadrado con inclinación por los claroscuros, que potencia un clima opresivo en el que no tardan en aparecer los roces entre Carla, Martina y Diego, haciendo que el hueco de la ausencia se vuelva una carga que trasciende la pantalla.
A mayor empeño pone Carla en acercarse a Martina, más esta se aleja y, como si se tratara de un capricho, más se entrega al juego de deseo y rechazo en el que Diego le impone condiciones. Agobiada, esa noche Carla decide salir y en un boliche se encuentra con un viejo amigo. Se emborrachan y terminan compartiendo la cama con otra mujer que conocen ahí mismo. La apertura de la pantalla, la cadencia sensual de la música a todo volumen y la textura saturada de neón conspiran para generar un clima liberador, cercano al de un sueño extrañamente placentero. La experiencia no sólo cambiara la forma en que Carla perciba su vínculo con Martina, sino que le permitirá a la joven una instancia de empatía en la cual encontrar puntos de contacto para empezar a reconstruir la relación.
Con naturalidad, pero sin caer en la pose ascética que es un vicio de cierto cine independiente, Fin de semana consigue entregar un relato potente y personal, que cuenta con el aporte central de un elenco soberbio, que ha sabido captar la esencia emotiva de la trama y de los personajes. Y con la notable capacidad de sus tres directores de fotografía para definir en imágenes el espíritu de cada una de las partes que componen el recorrido del relato trazado por Colman.
Artículo publicoado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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