La relación del cine argentino con los géneros cinematográficos no es menor, pero sigue siendo un camino en el que queda mucho por recorrer. El estreno de Fuga de la Patagonia representa un nuevo paso por esa huella, en particular por la del western, uno de los géneros más complejos de abordar fuera de su marco original, el de la historia de los Estados Unidos. Pero aquello que en muchos casos resulta un obstáculo puede convertirse en una ventaja, habida cuenta de que la colonización de territorios habitados por pueblos originales es uno de los muchos puntos de contacto entre la historia de ambos países, al norte y al sur del continente americano. Un paralelo al que tampoco el cine nacional ha estado muy atento.
Cuando Javier Zevallos y Francisco D’Eufemia se propusieron llevar al cine una de las historias que el perito Francisco Pascasio Moreno narra en sus diarios de viaje, decidieron que las herramientas del western era ideales para que la adaptación resultara natural. Es que la vida de este cartógrafo, geólogo y uno de los primeros exploradores de la Patagonia, es en sí misma un relato de aventuras a la que los directores le encontraron el evidente potencial cinematográfico. No sólo por el personaje, sino por el impactante marco natural en el que transcurren sus relatos, los fotogénicos paisajes del sur argentino. “La literatura de viajeros y exploradores es uno de mis géneros favoritos”, reconoce D’Eufemia, “y cuando di con el libro Reminiscencias del perito Moreno, reconocí una cuota de ficción importante en sus anécdotas y me pareció que en ellas había varias películas posibles”. A partir de ahí fue Zevallos quien se hizo cargo del guión, debiendo lidiar con el problema de reconstruir y ficcionalizar la historia. “Fue complicado, sobre todo teniendo en cuenta que lo que queríamos era filmar una película de entretenimiento”, reconoce este último. “Creo que esa complejidad es el motivo por el cual no se filma demasiado sobre estos temas, porque es un terreno difícil”, agrega.
Fuga de la Patagonia narra un episodio de la vida del perito Moreno, cuando debe escapar de los mapuches, luego de que el cacique Valentín Sayhueque, con quien lo unía un vínculo amistoso, se viera obligado a condenarlo a muerte, acusado de ser espía del gobierno de Buenos Aires. “Nos interesaba la figura del explorador y el perfil contradictorio que puede tener Moreno. Sacarlo del lugar del prócer en todo sentido, porque a veces desde una mirada progresista se concluye que todos los próceres son ‘fachos’, mientras que hay otra mirada que sólo puede verlos como estatuas intocables. Quisimos corrernos de esa mirada y ver a Moreno como explorador, pero sin escaparle a sus contradicciones”, concluye Zevallos.
–Pero el costado político de una historia como esta es inevitable.
J. Z.: –La película refleja un momento de la vida de Moreno justo antes de que la campaña del desierto se convirtiera en un genocidio. Al tratarse de un western eso nos servía de bisagra, pero tratamos de dejarlo fuera de campo. Que apenas se filtrara a partir de algunos personajes, pero sin ser el centro del relato. La idea no era hacer una película abiertamente política ni que quisiera bajar línea sobre ese tema, sino que queríamos hacer una película de entretenimiento capaz de generar un interés por ese período histórico.
–Como hijos de europeos criados en Buenos Aires ustedes han tenido acceso a suficiente información como para reconstruir los personajes de Moreno y sus ayudantes. Ahora, ¿qué trabajo debieron realizar para reconstruir la mirada mapuche sobre el tema, esa mirada del otro?
J. Z: –Tuvimos contactos con distintas comunidades mapuches de la región de Bariloche y la experiencia fue muy útil. Ellos nos ayudaron a organizar todo lo que tiene que ver con el lenguaje y lo histórico. De todas formas, nuestro principal interés era humano antes que histórico. Nos interesaba el drama de este chico, Francisco Sayhueque, hijo del cacique Valentín, que es mandado a cazar a Moreno, que era su padrino, y el conflicto que esa circunstancia debió haberle generado. Nos importaba ese punto de vista de alguien que había crecido en contacto con los blancos y hasta lo habían bautizado con el nombre de uno de ellos, y de repente se encontraba persiguiéndolo.
–La película plantea el asunto del lenguaje y su reconstrucción, un problema propio del western. ¿Cómo trabajaron el habla de los personajes?
F. D.: –No queríamos generar mucha distancia entre los personajes y el espectador. Inventar una forma de hablar o meterse con el imaginario de cómo se hablaría entonces parecía complicado. Decidimos que lo mejor era hacerlos hablar de manera coloquial, parecido a nosotros, pero también sentimos la necesidad de hacernos cargo de eso y que el film lo expresara. Por eso en uno de los diálogos uno de sus colaboradores, que habla de modo coloquial, lo interpela a Moreno, que habla de un modo florido más próximo a ese imaginario de época, y le pregunta por qué habla así. La charla deriva en una discusión bastante cómica acerca de cómo se hablaría en un pasado anterior a los personajes, y utilizamos eso para blanquear nuestra postura ante las diferentes formas de encarar ese problema.
–¿Y en cuanto al uso de diálogos en mapuche?
F. D.: –Fue una decisión difícil, porque cuando en sus diarios Moreno cita conversaciones hace hablar a los mapuches con un español parecido al de los indios de Hollywood. Lo mismo hace Lucio Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles. Como no encontramos ninguna referencia cinematográfica en la que nos gustara cómo había sido tratado el asunto, decidimos usar el mapuche y que la película fuera subtitulada.
–En esa misma escena hay un juego con lo cinematográfico a partir de la proyección de las sombras que la fogata produce sobre las paredes de la cueva. ¿Por qué incluyeron tantos elementos simbólicos en esa escena, que además ocurre en una caverna, recordando la alegoría platónica?
J. Z.: –Todas las escenas que marcaban una pausa tenían condimentos de ese tipo. Hay otra en la que los personajes hablan de los sueños y realizan interpretaciones arquetípicamente freudianas. Desde el guión decidí tomar a los personajes como compañeros de trabajo y, más allá de la circunstancia de la fuga, que forma parte de sus vidas de expedicionarios, imaginamos que cuando paraban a la noche las charlas no tenían que ser distintas de las que cualquiera tiene en su trabajo. El que propone esos temas es Melgarejo, uno de los ayudantes de Moreno, al que siempre imaginé como un fumeta, un colgado que a pesar de las circunstancias siempre está flasheando y se le ocurren estas cosas. Melgarejo ocupa el lugar del alivio cómico del relato y funciona para desacartonar a Moreno y correr a la Historia del bronce.
–En la película hay un gran trabajo de búsqueda desde lo fotográfico. ¿Tuvieron miedo de que esa forma en que el paisaje es incorporado al relato pudiera volverse un elemento que distrajera al espectador?
F. D.: –La idea era poner al personaje en el mayor diálogo posible con el paisaje. En ese sentido consideramos que el paisaje tenía que ser un marco precioso pero filtrado a partir de la acción, siempre puesto a disposición de la trama. Al inicio el proyecto tenía una intención más preciosista, pero cuando se fue armando la puesta en escena eso se fue acotando. El paisaje fue determinante, porque es una película filmada con cámara en mano, lo que la vuelve bastante coreográfica. Y esa cuestión coreográfica jugó a favor de que no ocurra con el paisaje esto que planteas y que por ahí en una película con una puesta de cámara más estática hubiera sido un problema.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 30 de noviembre de 2016
sábado, 26 de noviembre de 2016
CINE - 31° Festival Internacional de Cine de Mar delPlata, Día 7: Competencia Argentina, el cierre
La segunda mitad de la Competencia Argentina completó su recorrido, cumpliendo con el objetivo de no bajar la varilla que las películas presentadas durante los primeros días de esta 31° edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, habían colocado bastante alta. Con un mérito adicional: el de ampliar el abanico estético ya de por sí bastante rico que propone la selección realizada por los programadores de la sección. Y si al principio habían tenido su espacio la farsa, el cine clase B, las historias iniciáticas, los dramas familiares o el documental, ahora les llegó el turno al western histórico, al cruce de documental y ficción, a un ejemplar arquetípico del Nuevo (viejo) Cine Argentino, a la fábula política disfrazada de comedia y al cine de terror puro y duro. Una apuesta por la variedad que en ningún caso, más allá de los apuntes particulares que se puedan hacer en cada uno, jamás se permitió resignar su intención de apostar por la calidad.
Como ya se había visto en sus dos películas anteriores (Germania, de 2012, y La helada negra, 2015), La siesta del tigre confirma que el de Maximiliano Schonfeld es un cine de miradas. A través de ellas el director entrerriano da muestras cabales de tener una gran capacidad para comprender los espacios y paisajes, y una sensibilidad extraordinaria para registrarlos de manera cinematográfica. Pero no de un modo meramente paisajístico, sino como marco invariablemente destinado a contener la presencia humana. En La siesta del tigre Schonfeld regresa una vez más a su provincia, para contar una historia que se aparta de los climas opresivos de sus otros trabajos, anclados en el seno de comunidades muy cerradas. Aquí su cámara va siguiendo el manso derrotero de cuatro hombres que avanzan a cielo abierto, remontando un río en busca de los restos fósiles de un tigre dientes de sable. Se trata de un paleontólogo y tres amigos / ayudantes, cuatro hombres grandes, gente de pueblo, en cuya pesquisa se percibe algo de ritual y mucho de lúdico. A través de sus charlas, en las que esa búsqueda de los vestigios que han sobrevivido al tiempo se funde con la conciencia de la condición crepuscular de sus propias existencias, los personajes van presentando una compleja mirada del mundo pero a través de trazos muy simples, sin renegar del habla y la cultura popular. Con inteligencia cinematográfica y del mismo modo en que las sombras avanzan sobre la luz cuando el sol se oculta, Schonfeld hace que la ficción vaya ganando paulatinamente espacio dentro de un relato que, al principio, parece responder a las reglas y la lógica del documental.
Algo parecido puede decirse del trabajo con el entorno natural realizado por Javier Zeballos y Francisco D’Eufemia en su western de aventuras Fuga de la Patagonia. Filmado íntegramente en locaciones próximas a la ciudad de Bariloche, este film cuanta un episodio en la vida del perito Francisco Moreno, pionero en el relevamiento y estudio de la región patagónica. El relato arranca in media res, con Moreno y dos de sus colaboradores huyendo de los mapuches, quienes condenaron a muerte al perito acusándolo de ser espía del gobierno de Buenos Aires, que por entonces ya había dado los primeros pasos de la llamada conquista del desierto. Los directores realizan un estupendo trabajo de fotografía pero, como Schonfeld, sin ceder a la tentación paisajística. Desde lo visual Fuga de la Patagonia le ha sacado el máximo beneficio a sus posibilidades de producción. Desde lo narrativo combina elementos del cine de aventuras, el western histórico, el relato de observación que se dedica a ir detrás de un personaje deambulante, pero sin olvidarse de conquistar la atención del espectador a través de algunos diálogos bien construidos, algo de humor y buenas dosis de acción ubicadas estratégicamente a lo largo de la línea del relato. Con puntos de contacto estéticos y narrativos con films como Jauja, de Lisandro Alonso, o El renacido, de Alejandro González Iñárritu, pero con personalidad propia, Fuga de la Patagonia es un buen ejemplo de cómo puede utilizarse un género como western, para releer la historia argentina a través de las herramientas del cine y en clave de ficción.
De las doce que incluyó la Competencia Argentina, la película Terror 5, dirigida por los hermanos Sebastián y Federico Rotstein, es la que presenta mayor dificultad para destacarse dentro de la propuesta estética elegida para contar su historia. O sus historias, porque tal cual lo indica su nombre, se trata de cinco relatos construidos sobre los presupuestos clásicos del cine de terror. Una especie de Relatos Salvajes que intenta llevar el concepto de lo salvaje al plano literal. Si a alguna conclusión se llega al observar de manera integral al mosaico que componen los títulos de esta competencia, es que el cine argentino ha conseguido establecer un piso alto en cuanto a la calidad técnica de las películas que produce. Terror 5 no es la excepción y en ese terreno poco tiene que envidiarle al grueso de la producción del género a nivel mundial. Fotografía, arte, maquillaje, FX y la mayoría de las actuaciones, todo eso funciona bien. El problema vuelve a ser aquello que se cuenta y cómo se lo cuenta, y en ese terreno la película interpreta al género de manera convencional. Ojo: ni más ni menos convencional que el 95% de las películas de terror que se producen en el mundo, incluyendo (sobre todo) al cine estadounidense. Su debilidad conceptual se origina en la creencia de que para realizar un film de género alcanza con reunir citas a otras películas, acumular tres o cuatro arquetipos clásicos, sin olvidarse del humor ni apartarse demasiado de los formatos de siempre, y hacer que la sangre desborde la pantalla. Tan pendiente está Terror 5 de cumplir con los mandatos del género, que nunca consigue ir más allá de la forma.
Algo así, aunque sin tanto énfasis ni de manera tan categórica, puede decirse respecto del vínculo de El aprendiz, de Tomás De Leone, con cierta estética y ciertos temas habituales dentro de lo que alguna vez se llamó Nuevo Cine Argentino. La historia está ambientada en una pequeña ciudad balnearia durante el invierno, y gira en torno de Pablo, un joven que vive con una madre alcohólica y trabaja como aprendiz en la cocina de un hotel, mientras alimenta un incipiente vínculo amoroso con una chica del pueblo y sueña con abrir su propio restaurant. Pero por las noches se reúne con un grupo de amigos quienes, liderados por un psicópata (extraordinario Esteban Bigliardi), cumplen con pequeños encargos de un rufián que la película elige mantener fuera de campo. Aunque bien filmada, bien escrita y bien actuada, da la impresión de que en El aprendiz el molde ha quedado delante de la película, provocando que sea más sencillo reconocer los rasgos de su filiación con la estética de cierto NCA (de Pizza, birra y faso, de Caetano y Stagnaro, a Mauro, de Hernán Roselli) que destacar sus méritos, que por cierto no le faltan. Entre ellos sería injusto no mencionar la dirección de actores y la labor de un elenco perfecto que incluye, además del atemorizante Bigliardi, a Mónica Lairana, Germán Da Silva, Malena Sánchez y Nahuel Viale.
De las películas de la Competencia Argentina proyectadas durante la segunda mitad del festival tal vez la más estimulante de analizar sea Los decentes, del director austríaco radicado en la Argentina Lukas Valenta Rinner. Aunque también forma parte de un sub género del cine independiente argentino de bajo presupuesto (las películas ambientadas en countries y barrios privados) Valenta Rinner consigue utilizar ese modelo de un modo original, poniéndolo a favor de una mirada ingeniosa y entretenida, pero sin eludir un complejo retrato de clase y una potente metáfora política. Belén (soberbio debut protagónico de Iride Mokert) comienza a trabajar como empleada doméstica en un barrio privado, contratada por una señora pituca que vive con su hijo, joven y torturado aspirante a estrella tenística de los campeonatos inter countries. Ahí lleva una vida monótona, cumpliendo con los encargos muchas veces caprichosos de la dueña de casa. Las jornadas se repiten, grises y uniformes, hasta que a través del cerco que separa al predio del exterior, Belén descubre que en la propiedad lindera tiene su sede un club nudista. Los decentes es una comedia construida en base a las fantasías que producen los mundos extraños, como pueden serlo el de la vida en un barrio cerrado o el de las actividades de una cofradía del amor libre, pero de algún modo tan cerrada como la otra. Valenta Rinner utiliza a Belén como exploradora y pasajera, como médium con acceso a ambos universos que de a poco van mostrando sus formas opuestas de entender la realidad. Es cierto que el retrato que realiza de unos como individualistas, solitarios y con problemas para generar vínculos profundos con los demás, y de los otros como un cuerpo con identidad colectiva basado en el contacto humano, por momentos puede resultar una metáfora un poco gruesa. Sin embargo le sirve a su director para pintar su propio fresco del mundo, permitiéndose un godardiano giro final, que a pesar de su gracia no deja de ser impactante y desesperanzado.
Para ver la cobertura completa del festival, hacer click ACÁ
Artículo publicadooriginalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Como ya se había visto en sus dos películas anteriores (Germania, de 2012, y La helada negra, 2015), La siesta del tigre confirma que el de Maximiliano Schonfeld es un cine de miradas. A través de ellas el director entrerriano da muestras cabales de tener una gran capacidad para comprender los espacios y paisajes, y una sensibilidad extraordinaria para registrarlos de manera cinematográfica. Pero no de un modo meramente paisajístico, sino como marco invariablemente destinado a contener la presencia humana. En La siesta del tigre Schonfeld regresa una vez más a su provincia, para contar una historia que se aparta de los climas opresivos de sus otros trabajos, anclados en el seno de comunidades muy cerradas. Aquí su cámara va siguiendo el manso derrotero de cuatro hombres que avanzan a cielo abierto, remontando un río en busca de los restos fósiles de un tigre dientes de sable. Se trata de un paleontólogo y tres amigos / ayudantes, cuatro hombres grandes, gente de pueblo, en cuya pesquisa se percibe algo de ritual y mucho de lúdico. A través de sus charlas, en las que esa búsqueda de los vestigios que han sobrevivido al tiempo se funde con la conciencia de la condición crepuscular de sus propias existencias, los personajes van presentando una compleja mirada del mundo pero a través de trazos muy simples, sin renegar del habla y la cultura popular. Con inteligencia cinematográfica y del mismo modo en que las sombras avanzan sobre la luz cuando el sol se oculta, Schonfeld hace que la ficción vaya ganando paulatinamente espacio dentro de un relato que, al principio, parece responder a las reglas y la lógica del documental.
Algo parecido puede decirse del trabajo con el entorno natural realizado por Javier Zeballos y Francisco D’Eufemia en su western de aventuras Fuga de la Patagonia. Filmado íntegramente en locaciones próximas a la ciudad de Bariloche, este film cuanta un episodio en la vida del perito Francisco Moreno, pionero en el relevamiento y estudio de la región patagónica. El relato arranca in media res, con Moreno y dos de sus colaboradores huyendo de los mapuches, quienes condenaron a muerte al perito acusándolo de ser espía del gobierno de Buenos Aires, que por entonces ya había dado los primeros pasos de la llamada conquista del desierto. Los directores realizan un estupendo trabajo de fotografía pero, como Schonfeld, sin ceder a la tentación paisajística. Desde lo visual Fuga de la Patagonia le ha sacado el máximo beneficio a sus posibilidades de producción. Desde lo narrativo combina elementos del cine de aventuras, el western histórico, el relato de observación que se dedica a ir detrás de un personaje deambulante, pero sin olvidarse de conquistar la atención del espectador a través de algunos diálogos bien construidos, algo de humor y buenas dosis de acción ubicadas estratégicamente a lo largo de la línea del relato. Con puntos de contacto estéticos y narrativos con films como Jauja, de Lisandro Alonso, o El renacido, de Alejandro González Iñárritu, pero con personalidad propia, Fuga de la Patagonia es un buen ejemplo de cómo puede utilizarse un género como western, para releer la historia argentina a través de las herramientas del cine y en clave de ficción.
De las doce que incluyó la Competencia Argentina, la película Terror 5, dirigida por los hermanos Sebastián y Federico Rotstein, es la que presenta mayor dificultad para destacarse dentro de la propuesta estética elegida para contar su historia. O sus historias, porque tal cual lo indica su nombre, se trata de cinco relatos construidos sobre los presupuestos clásicos del cine de terror. Una especie de Relatos Salvajes que intenta llevar el concepto de lo salvaje al plano literal. Si a alguna conclusión se llega al observar de manera integral al mosaico que componen los títulos de esta competencia, es que el cine argentino ha conseguido establecer un piso alto en cuanto a la calidad técnica de las películas que produce. Terror 5 no es la excepción y en ese terreno poco tiene que envidiarle al grueso de la producción del género a nivel mundial. Fotografía, arte, maquillaje, FX y la mayoría de las actuaciones, todo eso funciona bien. El problema vuelve a ser aquello que se cuenta y cómo se lo cuenta, y en ese terreno la película interpreta al género de manera convencional. Ojo: ni más ni menos convencional que el 95% de las películas de terror que se producen en el mundo, incluyendo (sobre todo) al cine estadounidense. Su debilidad conceptual se origina en la creencia de que para realizar un film de género alcanza con reunir citas a otras películas, acumular tres o cuatro arquetipos clásicos, sin olvidarse del humor ni apartarse demasiado de los formatos de siempre, y hacer que la sangre desborde la pantalla. Tan pendiente está Terror 5 de cumplir con los mandatos del género, que nunca consigue ir más allá de la forma.
Algo así, aunque sin tanto énfasis ni de manera tan categórica, puede decirse respecto del vínculo de El aprendiz, de Tomás De Leone, con cierta estética y ciertos temas habituales dentro de lo que alguna vez se llamó Nuevo Cine Argentino. La historia está ambientada en una pequeña ciudad balnearia durante el invierno, y gira en torno de Pablo, un joven que vive con una madre alcohólica y trabaja como aprendiz en la cocina de un hotel, mientras alimenta un incipiente vínculo amoroso con una chica del pueblo y sueña con abrir su propio restaurant. Pero por las noches se reúne con un grupo de amigos quienes, liderados por un psicópata (extraordinario Esteban Bigliardi), cumplen con pequeños encargos de un rufián que la película elige mantener fuera de campo. Aunque bien filmada, bien escrita y bien actuada, da la impresión de que en El aprendiz el molde ha quedado delante de la película, provocando que sea más sencillo reconocer los rasgos de su filiación con la estética de cierto NCA (de Pizza, birra y faso, de Caetano y Stagnaro, a Mauro, de Hernán Roselli) que destacar sus méritos, que por cierto no le faltan. Entre ellos sería injusto no mencionar la dirección de actores y la labor de un elenco perfecto que incluye, además del atemorizante Bigliardi, a Mónica Lairana, Germán Da Silva, Malena Sánchez y Nahuel Viale.
De las películas de la Competencia Argentina proyectadas durante la segunda mitad del festival tal vez la más estimulante de analizar sea Los decentes, del director austríaco radicado en la Argentina Lukas Valenta Rinner. Aunque también forma parte de un sub género del cine independiente argentino de bajo presupuesto (las películas ambientadas en countries y barrios privados) Valenta Rinner consigue utilizar ese modelo de un modo original, poniéndolo a favor de una mirada ingeniosa y entretenida, pero sin eludir un complejo retrato de clase y una potente metáfora política. Belén (soberbio debut protagónico de Iride Mokert) comienza a trabajar como empleada doméstica en un barrio privado, contratada por una señora pituca que vive con su hijo, joven y torturado aspirante a estrella tenística de los campeonatos inter countries. Ahí lleva una vida monótona, cumpliendo con los encargos muchas veces caprichosos de la dueña de casa. Las jornadas se repiten, grises y uniformes, hasta que a través del cerco que separa al predio del exterior, Belén descubre que en la propiedad lindera tiene su sede un club nudista. Los decentes es una comedia construida en base a las fantasías que producen los mundos extraños, como pueden serlo el de la vida en un barrio cerrado o el de las actividades de una cofradía del amor libre, pero de algún modo tan cerrada como la otra. Valenta Rinner utiliza a Belén como exploradora y pasajera, como médium con acceso a ambos universos que de a poco van mostrando sus formas opuestas de entender la realidad. Es cierto que el retrato que realiza de unos como individualistas, solitarios y con problemas para generar vínculos profundos con los demás, y de los otros como un cuerpo con identidad colectiva basado en el contacto humano, por momentos puede resultar una metáfora un poco gruesa. Sin embargo le sirve a su director para pintar su propio fresco del mundo, permitiéndose un godardiano giro final, que a pesar de su gracia no deja de ser impactante y desesperanzado.
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viernes, 25 de noviembre de 2016
CINE - 31° Festival Internacional de Cine de Mar delPlata, Día 6: "La Flor", de Mariano Llinás, Obra desmesura
Un festival es siempre una caja de sorpresas. La mayoría de las veces de forma metafórica, porque en el riesgo de atreverse a elegir una película de autor y procedencia desconocidos, movidos solamente por el intrépido deseo de ver de qué se trata, siempre se esconde para el espectador la promesa de una maravilla por descubrir. Pero otras, las menos, la sorpresa es literal. Presentada en el marco del 31° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata pero fuera de toda competencia y sección, justamente bajo el enigmático rótulo de La Película Sorpresa, se presentó La Flor, nuevo largometraje de Mariano Llinás. Aunque es necesario aclarar que la película todavía se encuentra inconclusa y que de ella sólo se proyectó la primera de tres partes, cuya duración neta rondó las tres horas cuarenta minutos. Ese carácter fragmentario también coloca a todo lo que pueda decirse de la película en el orden de lo conjetural o, por lo menos, de lo parcial o lo incompleto. Queda aclarado.
La presentación de La Flor constituye un acontecimiento cinematográfico por varios motivos. En primer lugar porque representa un punto alto dentro de la programación del festival, uno de los más destacados por la trascendencia del film y de su director. En segundo, por el lugar que Llinás ocupa dentro del imaginario del cine argentino a partir del éxito que cosechó con su película anterior, la celebrada Historias extraordinarias. Un espacio que no sólo tiene que ver con su rol como cineasta, sino también con los que ocupa como intelectual vehemente y activo polemista, siempre dispuesto a intercambiar opiniones y, si es necesario, pelearse un poco en la defensa de sus ideas y de su forma de entender el cine. El tercer motivo, porque este preestreno parcial le pone fin al período de ocho años que separan al trabajo anterior de Llinás de este último, convirtiéndola en una de las películas más esperadas del cine argentino.
La Flor fue presentada ante el público marplatense por el propio Llinás junto a las cuatro actrices de la película (Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Valeria Correa y Laura Paredes) y parte del equipo de productores a cargo de este proyecto de pretensión monumental, que vuelve a poner en acto la desmesura de su director. La película comienza con el cineasta contando de qué se tratará la cosa. Así el espectador se enterade que la misma está construida sobre un molde similar al de Historias extraordinarias. Es decir, a partir de varias historias unitarias que pueden verse de forma independiente, pero de las cuales también sería posible realizar una lectura integral. Un modelo que también utilizó hace dos años Damián Szifrón para articular sus Relatos salvajes. Las similitudes estructurales entre ambas, incluso la que hay entre sus títulos, no parecen casuales. Pero esa es otra discusión.
Llinás cuenta en el prólogo que esta vez serán seis las historias, que cuatro de ellas no tendrán final, que la quinta empieza y termina, mientras que la sexta arranca ya empezada y llega hasta su conclusión. Enseguida da algunos detalles acerca de cada uno de los seis episodios, de los cuales sólo pudieron verse los dos iniciales. “La primera es una historia de clase B como las que Hollywood hacía pero ya no puede o no sabe contar; la segunda, un musical con toques de misterio; la tercera, una de espías; la cuarta no se sabe bien qué es; la quinta está inspirada en una película francesa y la sexta es sobre unas cautivas del siglo XIX que vuelven del desierto después de mucho tiempo”.
El primero de los dos episodios proyectados cuenta la historia de un grupo de científicos que trabajan para una universidad haciendo investigaciones arqueológicas en una zona cordillerana. Una mañana, justo antes de un receso de varios días, reciben una momia indígena que les ha sido remitida desde las excavaciones, pero sin cumplir con el papeleo necesario y por fuera del protocolo burocrático. Una de las empleadas del lugar manipula la pieza de manera imprudente y así libera una antigua maldición (o algo por el estilo). Si bien todo el episodio está rodado de forma impecable desde lo técnico y jugando con algunos de los recursos narrativos propios del cine de clase B norteamericano y hasta del giallo italiano de los ’60 y ’70, se trata de un ejercicio fallido. No porque no responda a las normas del género, ni porque la historia sea mejor o peor que otras de su clase, ni por culpa de las composiciones del elenco. Todo lo contrario. El problema es que Llinás nunca consigue alcanzar el megalómano objetivo que él mismo se propone en su introducción, cuando define a la suya como una de aquellas historias de clase B que “los americanos” ya no saben cómo contar, dando por sobrentendido que él sí sabe. Sin embargo en el “Episodio I” Llinás no viene a releer, ni a adaptar, ni a aportarle nada distintivo o novedoso al cine de clase B (ni al actual ni al del pasado) ni, más importante aún, tampoco a su propia obra. Porque más allá de algunas referencias divertidas, de situaciones resueltas con gracia y de algunas señales que revelan una intensión paródica, este primer relato de La Flor se parece más a un juego o a un capricho, que a una película.
El “Episodio II” marca una diferencia con el anterior, manejando más recursos y con resultados más sólidos. Se trata de una mixtura entre el melodrama musical más pringoso y la variante más paranoica del suspenso, en la que la separación de un dúo estilo Pimpinela, a partir de la entrada de una tercera en discordia, se cruza con los planes macabros (y ridículos) de una especie de logia secreta que busca destilar una poderosa toxina a partir del veneno de escorpión. Barroco y kitsch, el relato comienza demasiado ligero, haciendo temer que esa ingravidez se prolongue en el tiempo. Pero de a poco va ganando en sustancia e intensidad, sobre todo en la línea del melodrama, donde la atmósfera remite un poco el costado más lúdico del cine de Almodóvar, sumando personajes, pasiones e intrigas, hasta alcanzar un gran clímax en la secuencia final. Un logro de Llinás en este segmento es el ingenio para crear composiciones que parodian el modelo de cierto cancionero romántico (se reconoce la influencia obvia de Pimpinela, pero también la del brasileño Roberto Carlos, por ejemplo), poniéndolo al servicio de una historia que no se aleja mucho de los argumentos que son habituales en ellas. Sin embargo el relato avanza con altibajos notorios.
La Flor no sólo parece una película pensada para el lucimiento de sus actrices: La Flor es exactamente eso y Llinás se encarga de que su decisión no pase desapercibida. Es el destino de los personajes que ha creado para ellas lo que impulsa el desarrollo de los relatos y son sus presencias las que guían las puestas y los desplazamientos de cámara. Llinás se adhiere a sus cuatro actrices como si quisiera tener un registro completo y exhaustivo de sus movimientos, como si en ellas se encontrara la fuente de energía que pone en marcha a la película. Y así es, pero esa decisión tiene una consecuencia inevitable: mientras más se empeña el director en captar con obsesiva precisión la gran labor de sus actrices, más se va diluyendo la película en torno de ellas, quedando en segundo plano. Mientras más se concentra en ellas, más se olvida de construir una estructura que las contenga y sostenga a la altura de la calidez con que él mismo retrata a sus cuatro protagonistas. La decisión fotográfica de trabajar de forma reiterada con los juegos focales parece ser la manifestación visual de ese procedimiento: cuanto más se concentra el foco sobre el primer plano, más se esfuma y se pierde de vista el paisaje general.
Habrá que ver de qué forma las cuatro historias restantes acaban incidiendo en la estructura de La Flor como obra completa. Por lo visto hasta ahora la película es estimulante de a ratos, casi nunca innovadora, algo despareja y desequilibrada en el balance final y, sobre todo, caprichosa y arbitraria. Queda en el aire la duda de si la síntesis no sería una herramienta oportuna para una obra cuyo primer tercio se extiende a lo largo de 220 (larguísimos) minutos. Quizás ahí se encuentre la raíz de las inconsistencias que se manifiestan en esta primera parte de La Flor, porque no se trata de una cuestión de talento, materia prima que Llinás tiene en abundancia. Muchas veces el trabajo de un artista consiste en el desafío de abandonar las herramientas conocidas, aquellas que ha conseguido dominar con soltura, para permitirse la posibilidad de avanzar por nuevos caminos. Al contrario de eso, Mariano Llinás ha optado por persistir en la ruta del desborde y la grandilocuencia, que para él representan el lugar de la comodidad. El terreno seguro y conocido que le valió el reconocimiento casi unánime de sus colegas y de la crítica. "La Flor", al menos esta primera versión parcial, parece ser la encarnación cinematográfica de esa comodidad, la obra de un conquistador demasiado satisfecho de sí mismo.
Tal vez Llinás podría permitirse el lujo de poner en duda sus propias certezas e intentar concentrarse en lo esencial, en narrar con sencillez y sin desbordes, en ganar potencia aspirando a la mínima expresión en lugar de perderse por los recovecos de la desmesura. Porque eso ya lo hizo y lo hizo muy bien. Y, como se dijo, talento no le falta para aspirar a nuevos horizontes y nuevas conquistas.
Para ver la cobertura completa del festival, hacer click ACÁ
Artículo publicadooriginalemnte en elportal denoticias www.tiempoar.com.ar
La presentación de La Flor constituye un acontecimiento cinematográfico por varios motivos. En primer lugar porque representa un punto alto dentro de la programación del festival, uno de los más destacados por la trascendencia del film y de su director. En segundo, por el lugar que Llinás ocupa dentro del imaginario del cine argentino a partir del éxito que cosechó con su película anterior, la celebrada Historias extraordinarias. Un espacio que no sólo tiene que ver con su rol como cineasta, sino también con los que ocupa como intelectual vehemente y activo polemista, siempre dispuesto a intercambiar opiniones y, si es necesario, pelearse un poco en la defensa de sus ideas y de su forma de entender el cine. El tercer motivo, porque este preestreno parcial le pone fin al período de ocho años que separan al trabajo anterior de Llinás de este último, convirtiéndola en una de las películas más esperadas del cine argentino.
La Flor fue presentada ante el público marplatense por el propio Llinás junto a las cuatro actrices de la película (Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Valeria Correa y Laura Paredes) y parte del equipo de productores a cargo de este proyecto de pretensión monumental, que vuelve a poner en acto la desmesura de su director. La película comienza con el cineasta contando de qué se tratará la cosa. Así el espectador se enterade que la misma está construida sobre un molde similar al de Historias extraordinarias. Es decir, a partir de varias historias unitarias que pueden verse de forma independiente, pero de las cuales también sería posible realizar una lectura integral. Un modelo que también utilizó hace dos años Damián Szifrón para articular sus Relatos salvajes. Las similitudes estructurales entre ambas, incluso la que hay entre sus títulos, no parecen casuales. Pero esa es otra discusión.
Llinás cuenta en el prólogo que esta vez serán seis las historias, que cuatro de ellas no tendrán final, que la quinta empieza y termina, mientras que la sexta arranca ya empezada y llega hasta su conclusión. Enseguida da algunos detalles acerca de cada uno de los seis episodios, de los cuales sólo pudieron verse los dos iniciales. “La primera es una historia de clase B como las que Hollywood hacía pero ya no puede o no sabe contar; la segunda, un musical con toques de misterio; la tercera, una de espías; la cuarta no se sabe bien qué es; la quinta está inspirada en una película francesa y la sexta es sobre unas cautivas del siglo XIX que vuelven del desierto después de mucho tiempo”.
El primero de los dos episodios proyectados cuenta la historia de un grupo de científicos que trabajan para una universidad haciendo investigaciones arqueológicas en una zona cordillerana. Una mañana, justo antes de un receso de varios días, reciben una momia indígena que les ha sido remitida desde las excavaciones, pero sin cumplir con el papeleo necesario y por fuera del protocolo burocrático. Una de las empleadas del lugar manipula la pieza de manera imprudente y así libera una antigua maldición (o algo por el estilo). Si bien todo el episodio está rodado de forma impecable desde lo técnico y jugando con algunos de los recursos narrativos propios del cine de clase B norteamericano y hasta del giallo italiano de los ’60 y ’70, se trata de un ejercicio fallido. No porque no responda a las normas del género, ni porque la historia sea mejor o peor que otras de su clase, ni por culpa de las composiciones del elenco. Todo lo contrario. El problema es que Llinás nunca consigue alcanzar el megalómano objetivo que él mismo se propone en su introducción, cuando define a la suya como una de aquellas historias de clase B que “los americanos” ya no saben cómo contar, dando por sobrentendido que él sí sabe. Sin embargo en el “Episodio I” Llinás no viene a releer, ni a adaptar, ni a aportarle nada distintivo o novedoso al cine de clase B (ni al actual ni al del pasado) ni, más importante aún, tampoco a su propia obra. Porque más allá de algunas referencias divertidas, de situaciones resueltas con gracia y de algunas señales que revelan una intensión paródica, este primer relato de La Flor se parece más a un juego o a un capricho, que a una película.
El “Episodio II” marca una diferencia con el anterior, manejando más recursos y con resultados más sólidos. Se trata de una mixtura entre el melodrama musical más pringoso y la variante más paranoica del suspenso, en la que la separación de un dúo estilo Pimpinela, a partir de la entrada de una tercera en discordia, se cruza con los planes macabros (y ridículos) de una especie de logia secreta que busca destilar una poderosa toxina a partir del veneno de escorpión. Barroco y kitsch, el relato comienza demasiado ligero, haciendo temer que esa ingravidez se prolongue en el tiempo. Pero de a poco va ganando en sustancia e intensidad, sobre todo en la línea del melodrama, donde la atmósfera remite un poco el costado más lúdico del cine de Almodóvar, sumando personajes, pasiones e intrigas, hasta alcanzar un gran clímax en la secuencia final. Un logro de Llinás en este segmento es el ingenio para crear composiciones que parodian el modelo de cierto cancionero romántico (se reconoce la influencia obvia de Pimpinela, pero también la del brasileño Roberto Carlos, por ejemplo), poniéndolo al servicio de una historia que no se aleja mucho de los argumentos que son habituales en ellas. Sin embargo el relato avanza con altibajos notorios.
La Flor no sólo parece una película pensada para el lucimiento de sus actrices: La Flor es exactamente eso y Llinás se encarga de que su decisión no pase desapercibida. Es el destino de los personajes que ha creado para ellas lo que impulsa el desarrollo de los relatos y son sus presencias las que guían las puestas y los desplazamientos de cámara. Llinás se adhiere a sus cuatro actrices como si quisiera tener un registro completo y exhaustivo de sus movimientos, como si en ellas se encontrara la fuente de energía que pone en marcha a la película. Y así es, pero esa decisión tiene una consecuencia inevitable: mientras más se empeña el director en captar con obsesiva precisión la gran labor de sus actrices, más se va diluyendo la película en torno de ellas, quedando en segundo plano. Mientras más se concentra en ellas, más se olvida de construir una estructura que las contenga y sostenga a la altura de la calidez con que él mismo retrata a sus cuatro protagonistas. La decisión fotográfica de trabajar de forma reiterada con los juegos focales parece ser la manifestación visual de ese procedimiento: cuanto más se concentra el foco sobre el primer plano, más se esfuma y se pierde de vista el paisaje general.
Habrá que ver de qué forma las cuatro historias restantes acaban incidiendo en la estructura de La Flor como obra completa. Por lo visto hasta ahora la película es estimulante de a ratos, casi nunca innovadora, algo despareja y desequilibrada en el balance final y, sobre todo, caprichosa y arbitraria. Queda en el aire la duda de si la síntesis no sería una herramienta oportuna para una obra cuyo primer tercio se extiende a lo largo de 220 (larguísimos) minutos. Quizás ahí se encuentre la raíz de las inconsistencias que se manifiestan en esta primera parte de La Flor, porque no se trata de una cuestión de talento, materia prima que Llinás tiene en abundancia. Muchas veces el trabajo de un artista consiste en el desafío de abandonar las herramientas conocidas, aquellas que ha conseguido dominar con soltura, para permitirse la posibilidad de avanzar por nuevos caminos. Al contrario de eso, Mariano Llinás ha optado por persistir en la ruta del desborde y la grandilocuencia, que para él representan el lugar de la comodidad. El terreno seguro y conocido que le valió el reconocimiento casi unánime de sus colegas y de la crítica. "La Flor", al menos esta primera versión parcial, parece ser la encarnación cinematográfica de esa comodidad, la obra de un conquistador demasiado satisfecho de sí mismo.
Tal vez Llinás podría permitirse el lujo de poner en duda sus propias certezas e intentar concentrarse en lo esencial, en narrar con sencillez y sin desbordes, en ganar potencia aspirando a la mínima expresión en lugar de perderse por los recovecos de la desmesura. Porque eso ya lo hizo y lo hizo muy bien. Y, como se dijo, talento no le falta para aspirar a nuevos horizontes y nuevas conquistas.
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jueves, 24 de noviembre de 2016
CINE - "Doctor Strange: Hechicero supremo", de Scott Derrickson: Más allá de las puertas de la percepción
El doctor Stephen Strange es un neurocirujano estrella, una celebridad de la medicina, a quien un accidente de tránsito que casi le cuesta la vida le deja las manos arruinadas. Como un pianista, las manos son instrumentos vitales en su profesión y el narcisista doctor Strange siente que sin ellas su vida dejó de tener sentido. Hasta que se entera que en un áshram en el Tíbet puede encontrar una solución para su problema más allá de las ciencias en la que confía. Interpretado por el inglés Benedict Cumberbatch, el doctor Strange comparte muchas de las características con las que Robert Downey Jr. construyó su Tony Stark en Iron Man con exelentes resultados. El humor, el sarcasmo y grandes dosis de egomanía son las herramientas de seducción que hacen que el personaje resulte a veces algo irritante, pero siempre encantador.
Junto a títulos como Guardianes de la Galaxia (2014), Ant-Man (2015) o Deadpool (2016), Doctor Strange forma parte de la última camada de films de superhéroes producidos en base a personajes de esa fábrica de la historieta que es Marvel Cómics. Todas ellas parecen una respuesta a la crisis producida con el estreno de Los Vengadores: La era de Ultrón (2015). Dirigida por Joss Whedon, aquella película marcó un punto de quiebre que parecía indicar que en efecto toda energía tiende a agotarse y que eso era lo que estaba pasando con el género. Esquemática y reiterativa, La era de Ultrón puso en apuros al modelo del relato de superhéroes, repitiendo recursos y estructuras que hacían evidente que en ella había más cáscara que contenido. Para pasar el mal trago, los responsables de las franquicias de Marvel en el cine (los estudios Disney y Fox se reparten el catálogo del sello) empezaron a apostar por personajes menos populares que les permitieran renovar las formas y aportarle aire fresco a los relatos. A tal punto esta película parece reaccionar ante algunas de las críticas que recibió en su momento La era de Ultrón, que se permite actuar de manera explícita sobre ellas. Una de esas críticas apuntaba directamente contra la reiteración del recurso de la destrucción masiva de grandes centros urbanos. Y así como en Ant-Man el asunto era parodiado llevándolo a su mínima expresión, o en Capitán América:Guerra Civil (2016) el tema ocupaba el centro de la disputa entre los dos bandos que enfrentaban entre sí a los propios Vengadores, en esta el doctor Strange utiliza sus poderes para reparar lo destruido.
Original y estimulante, Doctor Strange aborda el universo de lo místico y lo espiritual, territorio virgen dentro del género. Si en la mayoría de los personajes el poder se vincula a la potencia física o mental, en el caso de Strange tiene su origen en la capacidad de aprender y en la voluntad de aceptar la finitud para trascender el mundo material. Un trabajo arduo para quien se formó en el terreno de las ciencias fácticas. O como le dice a la milenaria maestra interpretada por Tilda Swinton: “Viste el mundo a través de un agujero y te pasaste toda la vida tratando de agrandar ese agujero”. Uno de los aciertos del film reside en su habilidad para abrir las viejas puertas de la percepción de las que hablaba Aldous Huxley e ilustrar el universo al otro lado del agujero. Para ello se permite recurrir a la psicodelia, estética propia de los años ‘60 en los que el personaje fue creado. El resultado es visualmente asombroso y permite disfrutar de una experiencia infrecuente en el cine. Otro enorme punto a favor tiene que ver con el lúdico desenlace en el que, para derrotar a un enemigo invencible, Strange pone a su favor la forma en que el tiempo es percibido, como si se tratara de Bill Murray en Hechizo de tiempo. Y toda cita a Hechizo de tiempo, cuando está bien realizada, representa en sí misma un enorme valor agregado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 23 de noviembre de 2016
CINE - 31° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Día 5: Competencia Argentina, la riqueza de la variedad
Si alguna virtud se le puede reconocer todos los años a la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata es su generosa variedad. La selección realizada para esta edición 2016, la número 31, no es la excepción. Pasada la primera mitad del programa debe decirse que, más allá de los argumentos particulares para cada caso, todas las películas tienen la capacidad de interpelar al espectador, en primer lugar desde una toma de posición ante lo cinematográfico, pero en muchos casos también a partir de la mirada del mundo y de la realidad que proponen.
Miradas que en una película como No sabés con quien estás hablando, de Demián Rugna, puede no ser fácil de detectar a partir de lo extravagante de su propuesta. Se trata de una comedia desaforada que apuesta por cierto costumbrismo barrial, con orgullosa consciencia de su identidad de clase B y que abreva de modo lúdico en un tono que va de la farsa al absurdo sin miedo al ridículo ni apego por el realismo. Historia de un joven medio vago, fierrero y fanático de la Playstation que reparte volantes para un gitano dedicado a la compra venta de autos, quien junto a un chatarrero chanta planea dar un golpe, ayudados por un chico nerd experto en maquillaje y efectos especiales. Retrato paródico del conurbano, el trabajo de Rugna muestra cariño por los géneros, expresión de una cinefilia que echa sus raíces el cine fantástico de los '80.
Con influencias similares y un reparto que incluye a Jazmín Stewart, Alejandro Awada y Esteban Lamothe, Sebastián Perillo obtiene diferentes resultados en Amateur. Se trata de un thriller negro en el que un hombre que trabaja en un canal de televisión de cuarta descubre en el archivo un video porno amateur del que participa como protagonista la mujer de su jefe. Repleta de referencias cinéfilas que van del policial argentino al cine de John Carpenter o William Friedkin, el asunto con Amateur es que parece dudar entre tomarse a sí misma en serio u optar por la parodia de todo aquello a lo que parece querer homenajear. Aún así incluye algunas buenas ideas que consiguen generar el impacto deseado, aunque después no logre llegar hasta el final sin deshilacharse un poco en el camino.
El nuevo documental de Néstor Frenkel se llama Los ganadores y como otros de sus trabajos representa una inmersión profunda en un universo inesperado. En este caso el de esos premios humildes que se entregan en sociedades de fomento, clubes de barrio y diferentes tipos de asociaciones sin fines de lucro. Frenkel logra un retrato no exento de humor de quienes participan de ese tipo de ceremonias, una suerte de cofradía autocelebratoria en la que sus miembros se premian entre sí. La película sin embargo acaba resultando cruel a partir del modo en que el director decide construir su relato, exponiendo a sus criaturas de un modo impiadoso, a veces más parecido a la burla que a la broma. A pesar de esto, que puede resultar cuestionable, Los ganadores coloca al espectador en un lugar incómodo, obligándolo a preguntarse por la ética de su propia risa.
Road movie ambientada en la década de 1930, No te olvides de mí es la ópera prima de la directora Fernanda Ramondo. En ella cuenta la historia de un anarquista recién salido de la cárcel que viaja al sur a bordo de una vieja furgoneta para buscar a dos viejos camaradas de lucha. En el camino se cruza con dos hermanos, una joven y un niño, que tras la muerte de su madre van en busca del padre, un obrero español que los abandonó hace años. El film reúne varios logros, entre los cuales la construcción de sus personajes y de los vínculos que el camino va forjando entre ellos son los más destacados. Con un buen trabajo de Leonardo Sbaraglia y del niño Santiago Saranite, No te olvides de mí traslada al formato de la película rutera los tiempos morosos de una época, aunque con ello también provoque que por momentos las tensiones dramáticas se aflojen.
Lo mejor que esta Competencia Argentina entregó hasta el momento vino de la mano de tres películas con el eje puesto en diferentes vínculos familiares, en los que la ausencia juega un papel importante. En el caso de Pinamar, de Federico Godfrid, se trata de dos hermanos apenas post adolescentes que viajan hasta la ciudad balnearia para vender el departamento donde pasaron todas sus vacaciones infantiles, luego de la muerte de su madre. Allá se encuentran con una amiga con la que compartieron todos aquellos veranos. Lo que Godfrid logra en Pinamar es extraordinario: con un uso delicado de la cámara, que todo el tiempo acompaña a sus personajes sin agobiarlos, y un guión que jamás se atreve a exponerlos ni a avergonzarlos, construye un relato cuyo motor y combustible es el amor. El fraternal, el filial, el romántico, todos ellos, como se sabe, nunca libres del influjo del dolor. Sensible y cálida, Pinamar es una película que le transmite al espectador la oscuridad del duelo, pero también la luz amable de la vida que continúa.
El silencio, del cineasta venezolano radicado en Santa Fe Arturo Castro Godoy, y Los globos, del actor y director debutante Mariano González, conforman un díptico virtual de relatos complementarios dedicado a la problemática entre padres e hijos. La primera de ellas construida desde la óptica del hijo; la segunda a partir de la mirada del padre. Tomás y Valen son dos adolescentes de 17 años que acaban de enterarse que ella quedó embarazada y luego de pasar por el consultorio de un médico que practica abortos deciden que quieren tener ese hijo. Sin embargo él, que vive sólo con su madre en la ciudad, no tarda en entrar en crisis. Pero una crisis muda, de esas que se van juntando adentro, apretándose contra el pecho. Una mañana se escapa de la casa y viaja hasta un pueblito de pescadores en busca de su padre ausente. Si un desafío tenía Castro Godoy frente a la historia que decide contar en El silencio, era el de conseguir que el espectador no convierta a sus personajes ni en víctimas ni en victimarios, sino en seres humanos atrapados por sus circunstancias. Buena parte de que dicho mecanismo funcione de manera precisa recae en la buena labor del joven actor Tomás del Porto y en un increible Alberto Ajaka, ambos capaces de construir la tensión de su vínculo más allá de lo dicho.
En Los globos, en cambio, es la figura del padre la que guía y ordena el relato. Interpretado por el propio González, se trata de un padre que todo el tiempo está intentando desembarazarse de su hijo chiquito, cuya presencia representa para él una carga incómoda. Aunque durante casi toda la película se comporta casi como un autómata (y su trabajo en una precaria fábrica de globos es una buena metáfora de ese automatismo), el protagonista está muy lejos de ser un monstruo. González se encarga, sin abusos ni golpes bajos, de que sus opciones sean cada vez más acotadas y de hacer que su camino vaya quedándose sin salidas, mientras la presión se sigue acumulando. Hasta que, por fin, como si se tratara de uno de los globos que él mismo fabrica, el hombre revienta. A pesar del clima angustiante y opresivo que todo el tiempo amenaza con concretar alguno de los malos presagios que se intuyen, González consigue con inteligencia que esa explosión sea el comienzo del alivio y no la consumación de una tragedia.
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Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Miradas que en una película como No sabés con quien estás hablando, de Demián Rugna, puede no ser fácil de detectar a partir de lo extravagante de su propuesta. Se trata de una comedia desaforada que apuesta por cierto costumbrismo barrial, con orgullosa consciencia de su identidad de clase B y que abreva de modo lúdico en un tono que va de la farsa al absurdo sin miedo al ridículo ni apego por el realismo. Historia de un joven medio vago, fierrero y fanático de la Playstation que reparte volantes para un gitano dedicado a la compra venta de autos, quien junto a un chatarrero chanta planea dar un golpe, ayudados por un chico nerd experto en maquillaje y efectos especiales. Retrato paródico del conurbano, el trabajo de Rugna muestra cariño por los géneros, expresión de una cinefilia que echa sus raíces el cine fantástico de los '80.
Con influencias similares y un reparto que incluye a Jazmín Stewart, Alejandro Awada y Esteban Lamothe, Sebastián Perillo obtiene diferentes resultados en Amateur. Se trata de un thriller negro en el que un hombre que trabaja en un canal de televisión de cuarta descubre en el archivo un video porno amateur del que participa como protagonista la mujer de su jefe. Repleta de referencias cinéfilas que van del policial argentino al cine de John Carpenter o William Friedkin, el asunto con Amateur es que parece dudar entre tomarse a sí misma en serio u optar por la parodia de todo aquello a lo que parece querer homenajear. Aún así incluye algunas buenas ideas que consiguen generar el impacto deseado, aunque después no logre llegar hasta el final sin deshilacharse un poco en el camino.
El nuevo documental de Néstor Frenkel se llama Los ganadores y como otros de sus trabajos representa una inmersión profunda en un universo inesperado. En este caso el de esos premios humildes que se entregan en sociedades de fomento, clubes de barrio y diferentes tipos de asociaciones sin fines de lucro. Frenkel logra un retrato no exento de humor de quienes participan de ese tipo de ceremonias, una suerte de cofradía autocelebratoria en la que sus miembros se premian entre sí. La película sin embargo acaba resultando cruel a partir del modo en que el director decide construir su relato, exponiendo a sus criaturas de un modo impiadoso, a veces más parecido a la burla que a la broma. A pesar de esto, que puede resultar cuestionable, Los ganadores coloca al espectador en un lugar incómodo, obligándolo a preguntarse por la ética de su propia risa.
Road movie ambientada en la década de 1930, No te olvides de mí es la ópera prima de la directora Fernanda Ramondo. En ella cuenta la historia de un anarquista recién salido de la cárcel que viaja al sur a bordo de una vieja furgoneta para buscar a dos viejos camaradas de lucha. En el camino se cruza con dos hermanos, una joven y un niño, que tras la muerte de su madre van en busca del padre, un obrero español que los abandonó hace años. El film reúne varios logros, entre los cuales la construcción de sus personajes y de los vínculos que el camino va forjando entre ellos son los más destacados. Con un buen trabajo de Leonardo Sbaraglia y del niño Santiago Saranite, No te olvides de mí traslada al formato de la película rutera los tiempos morosos de una época, aunque con ello también provoque que por momentos las tensiones dramáticas se aflojen.
Lo mejor que esta Competencia Argentina entregó hasta el momento vino de la mano de tres películas con el eje puesto en diferentes vínculos familiares, en los que la ausencia juega un papel importante. En el caso de Pinamar, de Federico Godfrid, se trata de dos hermanos apenas post adolescentes que viajan hasta la ciudad balnearia para vender el departamento donde pasaron todas sus vacaciones infantiles, luego de la muerte de su madre. Allá se encuentran con una amiga con la que compartieron todos aquellos veranos. Lo que Godfrid logra en Pinamar es extraordinario: con un uso delicado de la cámara, que todo el tiempo acompaña a sus personajes sin agobiarlos, y un guión que jamás se atreve a exponerlos ni a avergonzarlos, construye un relato cuyo motor y combustible es el amor. El fraternal, el filial, el romántico, todos ellos, como se sabe, nunca libres del influjo del dolor. Sensible y cálida, Pinamar es una película que le transmite al espectador la oscuridad del duelo, pero también la luz amable de la vida que continúa.
El silencio, del cineasta venezolano radicado en Santa Fe Arturo Castro Godoy, y Los globos, del actor y director debutante Mariano González, conforman un díptico virtual de relatos complementarios dedicado a la problemática entre padres e hijos. La primera de ellas construida desde la óptica del hijo; la segunda a partir de la mirada del padre. Tomás y Valen son dos adolescentes de 17 años que acaban de enterarse que ella quedó embarazada y luego de pasar por el consultorio de un médico que practica abortos deciden que quieren tener ese hijo. Sin embargo él, que vive sólo con su madre en la ciudad, no tarda en entrar en crisis. Pero una crisis muda, de esas que se van juntando adentro, apretándose contra el pecho. Una mañana se escapa de la casa y viaja hasta un pueblito de pescadores en busca de su padre ausente. Si un desafío tenía Castro Godoy frente a la historia que decide contar en El silencio, era el de conseguir que el espectador no convierta a sus personajes ni en víctimas ni en victimarios, sino en seres humanos atrapados por sus circunstancias. Buena parte de que dicho mecanismo funcione de manera precisa recae en la buena labor del joven actor Tomás del Porto y en un increible Alberto Ajaka, ambos capaces de construir la tensión de su vínculo más allá de lo dicho.
En Los globos, en cambio, es la figura del padre la que guía y ordena el relato. Interpretado por el propio González, se trata de un padre que todo el tiempo está intentando desembarazarse de su hijo chiquito, cuya presencia representa para él una carga incómoda. Aunque durante casi toda la película se comporta casi como un autómata (y su trabajo en una precaria fábrica de globos es una buena metáfora de ese automatismo), el protagonista está muy lejos de ser un monstruo. González se encarga, sin abusos ni golpes bajos, de que sus opciones sean cada vez más acotadas y de hacer que su camino vaya quedándose sin salidas, mientras la presión se sigue acumulando. Hasta que, por fin, como si se tratara de uno de los globos que él mismo fabrica, el hombre revienta. A pesar del clima angustiante y opresivo que todo el tiempo amenaza con concretar alguno de los malos presagios que se intuyen, González consigue con inteligencia que esa explosión sea el comienzo del alivio y no la consumación de una tragedia.
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martes, 22 de noviembre de 2016
CINE - 31° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Día 4: Gimme Danger, dos potencias se saludan
Como ocurrió durante el mítico apretón de manos entre el Mono José María Gatica, asomado entre las sogas del ring y una sonrisa de oreja a oreja, y el General Perón paradito en el ring side, el documental Gimme Danger también representa un acontecimiento cumbre en el que dos potencias se saludan. Que en este caso no tiene que ver directamente ni con la política ni con el deporte, sino con dos pesos pesados de la cultura indie de los Estados Unidos como el director de cine Jim Jarmusch y el ícono del rock and roll más salvaje, James Osterberg, mejor conocido como la iguana Iggy Pop. En poco más de una hora y media el cineasta le rinde culto a The Stooges, la banda fundada por Iggy en 1967, que a partir de su salvaje teatralidad en escena, de la descontrola vida pública y privada de sus miembros, y sobre todo de su novedosa forma de reinterpretar el rock and roll se convirtió en una de las más influyentes de la historia del rock.
La aclaración no es ociosa, porque si bien el cantante y líder de los Stooges ocupa el centro del relato, Jarmusch no se olvida de ninguno de los miembros fundamentales de la banda: el bajista Dave Alexander, los hermanos Ron y Scott Asheton, guitarrista y baterista respectivamente, y más tarde James Williamson, también en guitarra. Todos ellos son responsables de tres discos que llevaron al rock por una nueva dirección, aunque fueran prácticamente despreciados por la mayoría de sus contemporáneos. De la placa original autotitulada de 1969, pasando por Fun House (1970), hasta llegar a esa obra maestra que es Raw Power (1973, producido por David Bowie), los Stooges llevaron la energía del rock a un nivel y por un camino casi inexplorado hasta su aparición. Por supuesto que la película se encarga de honrar también a los MC5, precursores y padrinos de la banda, a quienes el propio Iggy Pop les reconoce parte del mérito de haber llegado hasta donde llegaron.
Considerados los virtuales padres del punk rock, movimiento surgido como tal recién cuatro años después del último disco de estudio de la banda (aunque los Ramones lo venían tocando desde 1974), la historia del rock no sería tal como se la conoce si Iggy y The Stooges no hubieran estado ahí, para mostrarle al mundo cómo era eso de tocar hasta literalmente no dar más. Y Jarmusch, que evidentemente es un gran fanático de la banda, consigue sacarle todo el jugo a cada uno de los testimonios para pintar un fresco vívido y verosímil no sólo de sus personajes, sino también de una época. Pero lo hace sin necesidad de caer en la mera idolatría ni en la condescendencia advenediza: solamente los Stooges y un puñado de voces de los que estuvieron ahí, muy cerca de ellos, contando su propia leyenda.
No faltan la música, los archivos que registran diversas presentaciones en vivo de la banda, ni las fotografías que documentan diversos momentos de su historia. Todo eso amalgamado a partir de animaciones, montajes y la utilización de fragmentos de películas ignotas que le dan a la película el aspecto de un collage en movimiento. El relato llega hasta las diversas reuniones de la banda ya durante los primeros años del siglo XXI e incluso la ceremonia donde The Stooges son incluidos en el Salón del la Fama del Rock, en el año 2010, en el que Iggy recordó a los compañeros fallecidos de la banda. Porque en el fondo, Gimme Danger es también una película elegíaca, un homenaje en vida a uno de los últimos próceres de una época dorada, que ya despidió a unos cuantos de su propia generación (Lou Reed, Leonard Cohen, el propio David Bowie), pero que a punto de cumplir los 70 sigue dándole lecciones de rock a las estrellitas del momento. Dios salve a la iguana.
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Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
La aclaración no es ociosa, porque si bien el cantante y líder de los Stooges ocupa el centro del relato, Jarmusch no se olvida de ninguno de los miembros fundamentales de la banda: el bajista Dave Alexander, los hermanos Ron y Scott Asheton, guitarrista y baterista respectivamente, y más tarde James Williamson, también en guitarra. Todos ellos son responsables de tres discos que llevaron al rock por una nueva dirección, aunque fueran prácticamente despreciados por la mayoría de sus contemporáneos. De la placa original autotitulada de 1969, pasando por Fun House (1970), hasta llegar a esa obra maestra que es Raw Power (1973, producido por David Bowie), los Stooges llevaron la energía del rock a un nivel y por un camino casi inexplorado hasta su aparición. Por supuesto que la película se encarga de honrar también a los MC5, precursores y padrinos de la banda, a quienes el propio Iggy Pop les reconoce parte del mérito de haber llegado hasta donde llegaron.
Considerados los virtuales padres del punk rock, movimiento surgido como tal recién cuatro años después del último disco de estudio de la banda (aunque los Ramones lo venían tocando desde 1974), la historia del rock no sería tal como se la conoce si Iggy y The Stooges no hubieran estado ahí, para mostrarle al mundo cómo era eso de tocar hasta literalmente no dar más. Y Jarmusch, que evidentemente es un gran fanático de la banda, consigue sacarle todo el jugo a cada uno de los testimonios para pintar un fresco vívido y verosímil no sólo de sus personajes, sino también de una época. Pero lo hace sin necesidad de caer en la mera idolatría ni en la condescendencia advenediza: solamente los Stooges y un puñado de voces de los que estuvieron ahí, muy cerca de ellos, contando su propia leyenda.
No faltan la música, los archivos que registran diversas presentaciones en vivo de la banda, ni las fotografías que documentan diversos momentos de su historia. Todo eso amalgamado a partir de animaciones, montajes y la utilización de fragmentos de películas ignotas que le dan a la película el aspecto de un collage en movimiento. El relato llega hasta las diversas reuniones de la banda ya durante los primeros años del siglo XXI e incluso la ceremonia donde The Stooges son incluidos en el Salón del la Fama del Rock, en el año 2010, en el que Iggy recordó a los compañeros fallecidos de la banda. Porque en el fondo, Gimme Danger es también una película elegíaca, un homenaje en vida a uno de los últimos próceres de una época dorada, que ya despidió a unos cuantos de su propia generación (Lou Reed, Leonard Cohen, el propio David Bowie), pero que a punto de cumplir los 70 sigue dándole lecciones de rock a las estrellitas del momento. Dios salve a la iguana.
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lunes, 21 de noviembre de 2016
CINE - 31° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Día 3: "Headshot", de Kimo Stamboel y Timo Tjahjanto, el juego de la violencia
Cuando se afirma que los festivales de cine son espacios en los que los espectadores pueden acceder a esas películas y cineastas que son ignorados por el circuito comercial, no necesariamente se hace referencia a un cine pesado o aburrido. Porque la indiferencia de algunos distribuidores y sobre todo de los exhibidores tiene más que ver con intereses comerciales que con una evaluación imparcial de los productos a los que deciden ignorar. Por eso un festival de las dimensiones del que se desarrolla en actualmente en Mar del Plata no sólo tiene la libertad para programar ese tipo de cine que se aparta del canon comercial que representan sobre todo los productos de la industria estadounidense. También le hace un espacio a películas que calzan perfectamente dentro de ese patrón, pero que no sólo no cuentan con grandes estrellas entre sus protagonistas, sino que además provienen de países que al espectador promedio pueden resultarles exóticos y por eso, merecedores de cargar con el estigma de la duda permanente acerca de su calidad.
Dentro de esa categoría se pueden englobar las películas producidas por países de extremo oriente y el sudeste asiático. De ellas nos separan no sólo la ignorancia, sino también un sinnúmero de vínculos culturales que pueden acabar convertidos en prejuicio. Sin embargo se trata de una región que no sólo ha sabido releer y filtrar los tradicionales géneros cinematográficos a través de sus propias tradiciones, sino que además cuenta con un andamiaje técnico de la suficiente calidad como para poder producir películas de compleja factura. A tal punto que oriente se ha convertido en uno de los polos más prolíficos en la producción de cine de acción. La originalidad de sus miradas y puestas en escena han convertido a estás películas en un clásico de los festivales de cine, un culto que ha convertido al Festival de Mar del Plata en santuario.
En esta 31° edición, el festival vuelve a reunir los nombres de algunos de los más destacados cineastas de la región, algunos procedentes de tradiciones cinematográficas muy ricas, como la del Japón, Hong Kong o Corea del Sur, y otros de países cuyo cine no ha sido tan difundido, como Tailandia, Malasia o Indonesia. Dentro del primer grupo se destacan los nombres del japonés Sono Sion o el hongkonés Johnnie To, dos cineastas magistrales e hiperactivos que este año presentan respectivamente Antiporno y Three, sus últimos trabajos, ambos integrados a la sección "Autores". Dentro de la sección "Hora Cero" se destaca Headshoot, de los indonesios Kimo Stamboel y Timo Tjahjanto, una hiperbólica historia de venganza y redención de tal magnitud y desprejuicio, que no teme hacer convivir dentro de su relato algunas de las más extraordinarias secuencias de acción que puedan verse en el cine actual, y una historia de amor tan kitsch que recuerda sin esfuerzo a un culebrón venezolano. Claro que para que la combinación resulte exitosa hace falta humor, algo que en esta película no escasea aunque no de manera explícita, sino en la autoconciencia de su desmesura.
Se trata de la historia de un hombre que se despierta postrado en una cama de hospital, muy lastimado y sin memoria. Ahora sus únicos vínculo con el mundo son el que mantendrá con el pescador que lo encontró moribundo en la playa y con Ailín, la joven doctora que lo cuida, quien a falta de un nombre lo bautiza como Ismael, por aquel personaje de Moby Dick. Con su amnesia a cuestas, Ismael se irá enamorando de su doctora, hasta que desde lo profundo de su pasado un grupo de hombres la secuestra, obligándolo a descubrir que él mismo es una perfecta máquina de matar. Si la sinopsis anterior le hace pensar al lector en una película berreta de clase B, ciertamente no está en un error. Headshot es una película de acción que por sus intenciones y estética pertenece claramente a la clase B. El problema es que por una mala interpretación del concepto, este tipo de cine ha terminado asociado a lo ridículo y lo bizarro, y esta película está muy lejos de cualquiera de esas dos cosas.
Headshot es una de las películas de acción más extraordinarias que se hayan visto en mucho tiempo, un desborde de violencia cuyo carácter lúdico la alejan de la violencia verdadera y dañina, esa que explota y exhibe el periodismo amarillo en los noticieros de televisión. Lo que aquí se ofrece es un festival de sangre falsa y peleas acrobáticas que desafían los límites de lo humano. Stamboel y Tjahjanto parecen haber entendido que el registro de las cosas en movimiento es una parte esencial del cine y las coreografías diseñadas para las escenas de acción llevan al extremo dicha certeza. Film absolutamente disfrutable, pero no apto ni para impresionables ni para aquellos que no entiendan que a veces la violencia en el cine no tiene por objeto ser una representación de la realidad, sino más bien un juego, una fantasía tan legítima como cualquier otra.
Para ver la cobertura completa del festival, hacer click ACÁ
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
Dentro de esa categoría se pueden englobar las películas producidas por países de extremo oriente y el sudeste asiático. De ellas nos separan no sólo la ignorancia, sino también un sinnúmero de vínculos culturales que pueden acabar convertidos en prejuicio. Sin embargo se trata de una región que no sólo ha sabido releer y filtrar los tradicionales géneros cinematográficos a través de sus propias tradiciones, sino que además cuenta con un andamiaje técnico de la suficiente calidad como para poder producir películas de compleja factura. A tal punto que oriente se ha convertido en uno de los polos más prolíficos en la producción de cine de acción. La originalidad de sus miradas y puestas en escena han convertido a estás películas en un clásico de los festivales de cine, un culto que ha convertido al Festival de Mar del Plata en santuario.
En esta 31° edición, el festival vuelve a reunir los nombres de algunos de los más destacados cineastas de la región, algunos procedentes de tradiciones cinematográficas muy ricas, como la del Japón, Hong Kong o Corea del Sur, y otros de países cuyo cine no ha sido tan difundido, como Tailandia, Malasia o Indonesia. Dentro del primer grupo se destacan los nombres del japonés Sono Sion o el hongkonés Johnnie To, dos cineastas magistrales e hiperactivos que este año presentan respectivamente Antiporno y Three, sus últimos trabajos, ambos integrados a la sección "Autores". Dentro de la sección "Hora Cero" se destaca Headshoot, de los indonesios Kimo Stamboel y Timo Tjahjanto, una hiperbólica historia de venganza y redención de tal magnitud y desprejuicio, que no teme hacer convivir dentro de su relato algunas de las más extraordinarias secuencias de acción que puedan verse en el cine actual, y una historia de amor tan kitsch que recuerda sin esfuerzo a un culebrón venezolano. Claro que para que la combinación resulte exitosa hace falta humor, algo que en esta película no escasea aunque no de manera explícita, sino en la autoconciencia de su desmesura.
Se trata de la historia de un hombre que se despierta postrado en una cama de hospital, muy lastimado y sin memoria. Ahora sus únicos vínculo con el mundo son el que mantendrá con el pescador que lo encontró moribundo en la playa y con Ailín, la joven doctora que lo cuida, quien a falta de un nombre lo bautiza como Ismael, por aquel personaje de Moby Dick. Con su amnesia a cuestas, Ismael se irá enamorando de su doctora, hasta que desde lo profundo de su pasado un grupo de hombres la secuestra, obligándolo a descubrir que él mismo es una perfecta máquina de matar. Si la sinopsis anterior le hace pensar al lector en una película berreta de clase B, ciertamente no está en un error. Headshot es una película de acción que por sus intenciones y estética pertenece claramente a la clase B. El problema es que por una mala interpretación del concepto, este tipo de cine ha terminado asociado a lo ridículo y lo bizarro, y esta película está muy lejos de cualquiera de esas dos cosas.
Headshot es una de las películas de acción más extraordinarias que se hayan visto en mucho tiempo, un desborde de violencia cuyo carácter lúdico la alejan de la violencia verdadera y dañina, esa que explota y exhibe el periodismo amarillo en los noticieros de televisión. Lo que aquí se ofrece es un festival de sangre falsa y peleas acrobáticas que desafían los límites de lo humano. Stamboel y Tjahjanto parecen haber entendido que el registro de las cosas en movimiento es una parte esencial del cine y las coreografías diseñadas para las escenas de acción llevan al extremo dicha certeza. Film absolutamente disfrutable, pero no apto ni para impresionables ni para aquellos que no entiendan que a veces la violencia en el cine no tiene por objeto ser una representación de la realidad, sino más bien un juego, una fantasía tan legítima como cualquier otra.
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CINE - 31° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Día 2: Olivier Assayas, cineasta y artesano
Felizmente más preocupado por generar una programación de calidad que por alimentar la voracidad efímera de la alfombra roja, el Festival de Internacional de Cine de Mar del Plata suele elegir sus invitados con muchísimo cuidado, tratando de que su interés provenga de lo cinematográfico antes que de lo mediático. Es decir, intentando priorizar lo artístico por sobre lo estelar, con la intención de que sus presencias ayuden menos a llenar las páginas de las revistas faranduleras que a potenciar el criterio curatorial de la programación. Este año la presencia del cineasta y guionista francés Olivier Assayas no es arbitraria, porque encaja perfectamente con esa directriz que marca el rumbo trazado por los responsables de este encuentro de cine.
Assayas es uno de los directores más prolíficos y destacados de las últimas dos décadas en su país. Pero a pesar de su origen, su cinematografía no necesariamente se identifica de inmediato con ese vago (y erróneo) preconcepto con el que muchos suelen despreciar al cine francés, acusándolo de moroso, lánguido y más preocupado por el silencio que por la acción. La obra de Assayas es difícil de encasillar, porque no es habitual que sus películas se parezcan entre sí. Y si bien en su cine es posible detectar la influencia de muchos de sus compatriotas más célebres, integrándolo en el corpus de una tradición, también es cierto que no pocas veces se alimenta de los géneros y de un pulso narrativo más próximo al del cine industrial estadounidense que al europeo. En esa mixtura y variedad reside el gran atractivo de su trabajo.
El francés viene de presentar su última película, Personal Shopper, en la Competencia Oficial del Festival de Cannes. Ahí fue reconocido por el jurado con el premio a la mejor dirección, compartido ex aequo con el rumano Cristian Mungiu y su película Bacalaureat. En dicha película, una especie de drama sobrenatural, Maureen, la protagonista, interpretada por la ascendente estrella estadounidense Kristen Stewart, llega a París para desarrollarse laboralmente en el mundo de la moda. Sin embargo parece obsesionada con el momento en que un hermano fallecido cumpla con la promesa de contactarse con ella desde el más allá.
Personal Shopper, que recibió algunos abucheos durante las funciones de prensa en Cannes, es uno de los títulos que forman parte del foco que el festival le dedica este año a Assayas, en el que se incluyen algunos de sus otros trabajos, como Irma Vep (1996), Demonlover (2002) y Clean (2004). Todos ellos conforman un ecléctico muestrario de la amplitud con que este director entiende el cine. Y como si hicieran falta más pruebas, actualmente se encuentra filmando Idol’s Eye, un thriller policial protagonizado por Sylvester Stallone, Robert Pattinson y Rachel Weisz, y del que debió bajarse el mismísimo Robert De Niro por incompatibilidad de agenda.
“Cuando el rodaje comenzó hace dos años, efectivamente el protagonista iba a ser De Niro, pero poco después el proyecto debió suspenderse y para cuando pudimos retomarlo, por una cuestión de fechas Robert ya no estaba disponible”, cuenta Assayas, pero sin lamentarlo. “En este caso reemplazarlo por Sylvester no fue difícil, porque el actor original nunca había sido una variable insutituible ni había tenido una relación intrínseca con mi escritura del guión”. Sin embargo reconoce que filmar en el marco de la industria norteamericana resulta muy distinto de hacerlo en Europa. “Al tratarse de una película hablada en inglés y filmada en América del Norte, existen elementos que están completamente fuera de mi control. Todos eso junto genera una situación con la que no me siento nada confortable”, admite.
Hijo de un guionista que vivió un tiempo en la Argentina antes de que él naciera, Assayas es un buen ejemplo del artesano que se ha preocupado por conocer cada estadío de la creación cinematográfica. Con amplia experiencia en los campos de la crítica –terreno en el que llegó a colaborar con Cahiers du Cinema–, guionista y director, de manera coloquial se puede decir que Assayas se hizo de abajo. “Bueno, es que lo que yo siempre he querido hacer son películas y entonces busqué distintas formas para ir acercándome a ellas, hasta adquirir una madurez tanto en lo artístico como en lo técnico que me permitieran, llegado el momento, abordar el proyecto del rodaje desde el principio hasta el final”, reconoce Assayas. “Por eso si alguna vez me he dedicado a escribir sobre cine ha sido simplemente para aprender, porque siempre tuve claro que quería hacer cine. En mis comienzos hasta me desempeñé como escenógrafo, para poder ver de qué forma funcionaba todo esto. Y en otras épocas en las que me era imposible conseguir el financiamiento para mis propias películas lo que hice fue tratar de aprender todo lo que el cine significa. Durante mi juventud me propuse convertirme en una esponja dedicada a absorber todas estas experiencias y conocimientos para después llegar a hacer películas, que era lo realmente buscaba”, concluye.
–De algún modo el argumento de su último film, Personal Shopper, es una gran metáfora sobre el cine y su poder de evocación de la vida. Porque lo que la protagonista espera no es sino una forma de proyección que dé cuenta de la existencia de una vida más allá de esta. Y el cine también es de algún modo una manifestación vívida y en tiempo presente de una existencia pasada. ¿Hay algo de eso en su concepción del cine como herramienta?
–Creo que el cine es una herramienta muy útil para la exploración del mundo, pero también un instrumento para explorar la forma en que lo percibimos. En este caso, Personal Shopper me ha permitido utilizar las herramientas de los géneros narrativos, que me sirvieron para abordar temas como lo irreal, lo sobrenatural, aquello que es invisible, intangible. Una dimensión que por otra parte está muy próxima a todo lo que es más íntimo en el ser humano y los vínculos con el inconsciente. Y en particular creo que este inconsciente no es más que una proyección de los temores y los miedos que el ser humano manifiesta. En ese sentido, la posibilidad de explorar esa dimensión de irrealidad me ha permitido una aproximación a esos espacios de la intimidad a los cuales es muy difícil acceder de otra manera.
–En relación con Cannes también cabe preguntar por el asunto de los silbidos. Cuando Lucrecia Martel presentó La mujer sin cabeza en la competencia por la Palma de Oro, también fue silbada, pero ella minimizó el asunto, asumiéndolo como parte del folklore del festival. ¿Qué valor tienen para usted las diferentes reacciones que sus películas puedan causar en los espectadores?
–Esa reacción de una parte del público en Cannes es un asunto que me interesa sólo a medias, porque es algo por completo externo a la película. Una película que por otro lado ya está terminada. Además, para poner esos silbidos en contexto, esa misma semana en Cannes se proyectaron las películas de Xavier Dolan, de los hermanos Dardenne, de Nicolas Winding Refn, y todas ellas recibieron silbidos. Yo estoy muy agradecido con el Festival de Cannes, porque de hecho terminé ganando un premio muy importante y gracias a eso la película se vendió a todo el mundo. Así que considero que ha sido un pacto beneficioso. Pero por otra parte y de cara al futuro, pienso que la única forma en que esos silbidos podrían afectarme es si terminaran alterando la forma en qué decido abordar el cine. Por ejemplo, que a partir de ahora comenzara a producir películas más consensuadas, tratando de que le gustaran más a la prensa y fueran mejor aceptadas por el público. Si eso es lo que pretenden conseguir quienes reaccionan de esa manera, para ellos mi respuesta es: no. Yo hago cine para tomar riesgos, para meterme en problemas, y no pienso renunciar a ello.
–Los silbidos tuvieron su contraparte en el premio al que acaba de hacer referencia, pero de alguna manera los premios son tan ajenos a la película como los silbidos.
–Por supuesto que sí. El impacto que un premio pueda llegar a tener sobre la forma en que decido hacer cine es más o menos el mismo que el que pueden provocar los silbidos. Cuando decido filmar una película, no lo hago con el objetivo de que el público o la prensa la amen, ni para generar polémicas porque sí. Para mí hacer cine implica correr un riesgo y decidir correrlo tiene consecuencias, como puede ser que al público la película le guste o no. Y yo estoy dispuesto a aceptar ese desafío. Por eso, al tocar un tema como lo sobrenatural yo sabía muy bien cuál era el riesgo que corría. Entonces una reacción de ese tipo por parte del público no deja de ser positiva, porque se trata de una reacción viva.
–La mayoría de sus películas están protagonizadas por mujeres. ¿Qué tipo de recursos narrativos le permite desarrollar el universo de lo femenino que evidentemente le cuesta más encontrar en un protagonista masculino?
–En primer lugar, todas mis películas tienen también personajes masculinos. Por ejemplo la miniserie Carlos, en la cual uno de los temas fundamentales que abordaba era el machismo. Además no soy el único en la historia del arte que se ha concentrado sobre la figura femenina. El cine, la literatura y las artes plásticas están llenas de ejemplos en los que la figura de la mujer ocupa un espacio central. Ahora bien, también es innegable que a lo largo del siglo XX el rol de la mujer ha ido cambiando muchísimo y ese proceso ha tenido un impacto muy profundo en el mundo contemporáneo. Todo eso ha hecho que me vuelva cada vez más feminista y por eso no me resulta una sorpresa que lo femenino juegue un papel importante dentro de mi cine. Creo que muchos de los problemas del mundo actual surgen de la crisis de lo masculino.
–El amor también es un tema importante en su trabajo, no sólo el amor romántico, sino el fraternal o la amistad. Sin embargo en varios de sus trabajos, como Demonlover o Boarding Gate, los vínculos amorosos o íntimos de sus protagonistas mujeres están rodeados de un halo de peligro. ¿Cree que para las mujeres el amor representa (o puede representar) una instancia de peligro?
–Yo no diría que eso es exactamente así, porque creo que en esas películas que usted menciona no se trata tanto el tema del amor, sino el del sexo. Con toda su complejidad y sus paradojas, y la ambigüedad sobre la que se construye todo lo relativo a la sexualidad. Entonces lo que se aborda, o lo que me ha interesado abordar en esos trabajos en particular, es la parte más oscura del sexo y no su lado luminoso, que es el que puede emanar de una relación amorosa.
–Seguramente está cansado de responder preguntas sobre el premio como director que este año recibió en Cannes. Por eso, ya que ha en alguna época se ha dedicado a la crítica, sería interesante saber qué opina de la película Bacalaureat y de su director Cristian Mungiu, con quien tuvo que compartir ese premio.
–Lamentablemente todavía no he visto la película de Cristian. Espero hacerlo muy pronto porque entiendo que en algunas semanas se estrena en Francia. Pero puedo decirte que comparto un vínculo muy afectuoso con él, porque estimo que nuestros cines de algún modo son muy cercanos. Entonces ha sido un enorme placer que me tocara compartir el premio justo con él, porque valoro que haga un cine muy humano, sin dejar de ser moderno y en un país en el cual es muy difícil llevar adelante el proyecto de hacer cine. Todo eso hace que no pueda sino respetarlo muchísimo.
–Usted menciona su empatía con la figura de Mungiu y la dificultad de hacer cine en un país como Rumania. ¿Cómo evalúa, entonces, el estado actual del cine francés y con cuáles de sus colegas compatriotas siente una proximidad de ese tipo?
–Siento que mantengo una relación privilegiada con varios de mis colegas y con sus trabajos, como me ocurre con Claire Denis, Bertrand Bonello, Arnaud Desplechin o Benoît Jacquot. En cuanto al estado del cine de mi país, creo que es uno de los más vivos del mundo, porque hay muchos cineastas jóvenes y otros con mayor experiencia que pueden practicar esta profesión con total libertad. Lo cual es poco menos que milagroso, dado el estado del mundo actual.
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Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Assayas es uno de los directores más prolíficos y destacados de las últimas dos décadas en su país. Pero a pesar de su origen, su cinematografía no necesariamente se identifica de inmediato con ese vago (y erróneo) preconcepto con el que muchos suelen despreciar al cine francés, acusándolo de moroso, lánguido y más preocupado por el silencio que por la acción. La obra de Assayas es difícil de encasillar, porque no es habitual que sus películas se parezcan entre sí. Y si bien en su cine es posible detectar la influencia de muchos de sus compatriotas más célebres, integrándolo en el corpus de una tradición, también es cierto que no pocas veces se alimenta de los géneros y de un pulso narrativo más próximo al del cine industrial estadounidense que al europeo. En esa mixtura y variedad reside el gran atractivo de su trabajo.
El francés viene de presentar su última película, Personal Shopper, en la Competencia Oficial del Festival de Cannes. Ahí fue reconocido por el jurado con el premio a la mejor dirección, compartido ex aequo con el rumano Cristian Mungiu y su película Bacalaureat. En dicha película, una especie de drama sobrenatural, Maureen, la protagonista, interpretada por la ascendente estrella estadounidense Kristen Stewart, llega a París para desarrollarse laboralmente en el mundo de la moda. Sin embargo parece obsesionada con el momento en que un hermano fallecido cumpla con la promesa de contactarse con ella desde el más allá.
Personal Shopper, que recibió algunos abucheos durante las funciones de prensa en Cannes, es uno de los títulos que forman parte del foco que el festival le dedica este año a Assayas, en el que se incluyen algunos de sus otros trabajos, como Irma Vep (1996), Demonlover (2002) y Clean (2004). Todos ellos conforman un ecléctico muestrario de la amplitud con que este director entiende el cine. Y como si hicieran falta más pruebas, actualmente se encuentra filmando Idol’s Eye, un thriller policial protagonizado por Sylvester Stallone, Robert Pattinson y Rachel Weisz, y del que debió bajarse el mismísimo Robert De Niro por incompatibilidad de agenda.
“Cuando el rodaje comenzó hace dos años, efectivamente el protagonista iba a ser De Niro, pero poco después el proyecto debió suspenderse y para cuando pudimos retomarlo, por una cuestión de fechas Robert ya no estaba disponible”, cuenta Assayas, pero sin lamentarlo. “En este caso reemplazarlo por Sylvester no fue difícil, porque el actor original nunca había sido una variable insutituible ni había tenido una relación intrínseca con mi escritura del guión”. Sin embargo reconoce que filmar en el marco de la industria norteamericana resulta muy distinto de hacerlo en Europa. “Al tratarse de una película hablada en inglés y filmada en América del Norte, existen elementos que están completamente fuera de mi control. Todos eso junto genera una situación con la que no me siento nada confortable”, admite.
Hijo de un guionista que vivió un tiempo en la Argentina antes de que él naciera, Assayas es un buen ejemplo del artesano que se ha preocupado por conocer cada estadío de la creación cinematográfica. Con amplia experiencia en los campos de la crítica –terreno en el que llegó a colaborar con Cahiers du Cinema–, guionista y director, de manera coloquial se puede decir que Assayas se hizo de abajo. “Bueno, es que lo que yo siempre he querido hacer son películas y entonces busqué distintas formas para ir acercándome a ellas, hasta adquirir una madurez tanto en lo artístico como en lo técnico que me permitieran, llegado el momento, abordar el proyecto del rodaje desde el principio hasta el final”, reconoce Assayas. “Por eso si alguna vez me he dedicado a escribir sobre cine ha sido simplemente para aprender, porque siempre tuve claro que quería hacer cine. En mis comienzos hasta me desempeñé como escenógrafo, para poder ver de qué forma funcionaba todo esto. Y en otras épocas en las que me era imposible conseguir el financiamiento para mis propias películas lo que hice fue tratar de aprender todo lo que el cine significa. Durante mi juventud me propuse convertirme en una esponja dedicada a absorber todas estas experiencias y conocimientos para después llegar a hacer películas, que era lo realmente buscaba”, concluye.
–De algún modo el argumento de su último film, Personal Shopper, es una gran metáfora sobre el cine y su poder de evocación de la vida. Porque lo que la protagonista espera no es sino una forma de proyección que dé cuenta de la existencia de una vida más allá de esta. Y el cine también es de algún modo una manifestación vívida y en tiempo presente de una existencia pasada. ¿Hay algo de eso en su concepción del cine como herramienta?
–Creo que el cine es una herramienta muy útil para la exploración del mundo, pero también un instrumento para explorar la forma en que lo percibimos. En este caso, Personal Shopper me ha permitido utilizar las herramientas de los géneros narrativos, que me sirvieron para abordar temas como lo irreal, lo sobrenatural, aquello que es invisible, intangible. Una dimensión que por otra parte está muy próxima a todo lo que es más íntimo en el ser humano y los vínculos con el inconsciente. Y en particular creo que este inconsciente no es más que una proyección de los temores y los miedos que el ser humano manifiesta. En ese sentido, la posibilidad de explorar esa dimensión de irrealidad me ha permitido una aproximación a esos espacios de la intimidad a los cuales es muy difícil acceder de otra manera.
–En relación con Cannes también cabe preguntar por el asunto de los silbidos. Cuando Lucrecia Martel presentó La mujer sin cabeza en la competencia por la Palma de Oro, también fue silbada, pero ella minimizó el asunto, asumiéndolo como parte del folklore del festival. ¿Qué valor tienen para usted las diferentes reacciones que sus películas puedan causar en los espectadores?
–Esa reacción de una parte del público en Cannes es un asunto que me interesa sólo a medias, porque es algo por completo externo a la película. Una película que por otro lado ya está terminada. Además, para poner esos silbidos en contexto, esa misma semana en Cannes se proyectaron las películas de Xavier Dolan, de los hermanos Dardenne, de Nicolas Winding Refn, y todas ellas recibieron silbidos. Yo estoy muy agradecido con el Festival de Cannes, porque de hecho terminé ganando un premio muy importante y gracias a eso la película se vendió a todo el mundo. Así que considero que ha sido un pacto beneficioso. Pero por otra parte y de cara al futuro, pienso que la única forma en que esos silbidos podrían afectarme es si terminaran alterando la forma en qué decido abordar el cine. Por ejemplo, que a partir de ahora comenzara a producir películas más consensuadas, tratando de que le gustaran más a la prensa y fueran mejor aceptadas por el público. Si eso es lo que pretenden conseguir quienes reaccionan de esa manera, para ellos mi respuesta es: no. Yo hago cine para tomar riesgos, para meterme en problemas, y no pienso renunciar a ello.
–Los silbidos tuvieron su contraparte en el premio al que acaba de hacer referencia, pero de alguna manera los premios son tan ajenos a la película como los silbidos.
–Por supuesto que sí. El impacto que un premio pueda llegar a tener sobre la forma en que decido hacer cine es más o menos el mismo que el que pueden provocar los silbidos. Cuando decido filmar una película, no lo hago con el objetivo de que el público o la prensa la amen, ni para generar polémicas porque sí. Para mí hacer cine implica correr un riesgo y decidir correrlo tiene consecuencias, como puede ser que al público la película le guste o no. Y yo estoy dispuesto a aceptar ese desafío. Por eso, al tocar un tema como lo sobrenatural yo sabía muy bien cuál era el riesgo que corría. Entonces una reacción de ese tipo por parte del público no deja de ser positiva, porque se trata de una reacción viva.
–La mayoría de sus películas están protagonizadas por mujeres. ¿Qué tipo de recursos narrativos le permite desarrollar el universo de lo femenino que evidentemente le cuesta más encontrar en un protagonista masculino?
–En primer lugar, todas mis películas tienen también personajes masculinos. Por ejemplo la miniserie Carlos, en la cual uno de los temas fundamentales que abordaba era el machismo. Además no soy el único en la historia del arte que se ha concentrado sobre la figura femenina. El cine, la literatura y las artes plásticas están llenas de ejemplos en los que la figura de la mujer ocupa un espacio central. Ahora bien, también es innegable que a lo largo del siglo XX el rol de la mujer ha ido cambiando muchísimo y ese proceso ha tenido un impacto muy profundo en el mundo contemporáneo. Todo eso ha hecho que me vuelva cada vez más feminista y por eso no me resulta una sorpresa que lo femenino juegue un papel importante dentro de mi cine. Creo que muchos de los problemas del mundo actual surgen de la crisis de lo masculino.
–El amor también es un tema importante en su trabajo, no sólo el amor romántico, sino el fraternal o la amistad. Sin embargo en varios de sus trabajos, como Demonlover o Boarding Gate, los vínculos amorosos o íntimos de sus protagonistas mujeres están rodeados de un halo de peligro. ¿Cree que para las mujeres el amor representa (o puede representar) una instancia de peligro?
–Yo no diría que eso es exactamente así, porque creo que en esas películas que usted menciona no se trata tanto el tema del amor, sino el del sexo. Con toda su complejidad y sus paradojas, y la ambigüedad sobre la que se construye todo lo relativo a la sexualidad. Entonces lo que se aborda, o lo que me ha interesado abordar en esos trabajos en particular, es la parte más oscura del sexo y no su lado luminoso, que es el que puede emanar de una relación amorosa.
–Seguramente está cansado de responder preguntas sobre el premio como director que este año recibió en Cannes. Por eso, ya que ha en alguna época se ha dedicado a la crítica, sería interesante saber qué opina de la película Bacalaureat y de su director Cristian Mungiu, con quien tuvo que compartir ese premio.
–Lamentablemente todavía no he visto la película de Cristian. Espero hacerlo muy pronto porque entiendo que en algunas semanas se estrena en Francia. Pero puedo decirte que comparto un vínculo muy afectuoso con él, porque estimo que nuestros cines de algún modo son muy cercanos. Entonces ha sido un enorme placer que me tocara compartir el premio justo con él, porque valoro que haga un cine muy humano, sin dejar de ser moderno y en un país en el cual es muy difícil llevar adelante el proyecto de hacer cine. Todo eso hace que no pueda sino respetarlo muchísimo.
–Usted menciona su empatía con la figura de Mungiu y la dificultad de hacer cine en un país como Rumania. ¿Cómo evalúa, entonces, el estado actual del cine francés y con cuáles de sus colegas compatriotas siente una proximidad de ese tipo?
–Siento que mantengo una relación privilegiada con varios de mis colegas y con sus trabajos, como me ocurre con Claire Denis, Bertrand Bonello, Arnaud Desplechin o Benoît Jacquot. En cuanto al estado del cine de mi país, creo que es uno de los más vivos del mundo, porque hay muchos cineastas jóvenes y otros con mayor experiencia que pueden practicar esta profesión con total libertad. Lo cual es poco menos que milagroso, dado el estado del mundo actual.
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domingo, 20 de noviembre de 2016
LIBROS - "Bob Dylan", de Manuel López Poy: El poeta rockero, el Nobel y todo lo demás
No puede decirse que la noticia haya caído de sorpresa, porque se hablaba del asunto desde ya hacía unos cuantos años, sin embargo sorprendió, dejando a unos cuantos con la boca abierta y algunos más con la vena del cuello hinchada. Es que el Premio Nobel de Literatura con el que este año la Academia Sueca honró a Bob Dylan, cantante, poeta y hombre político, sin dudas ha revitalizado las discusiones en torno de un galardón que hacía rato no levantaba un poco de polvo. Si hasta hace apenas un mes las decisiones de los suecos podían cuestionarse tibiamente, alegando más que nada cuestiones de preferencias y gustos personales, la elección de Dylan generó un verdadero terremoto en el mundo de la literatura.
De un lado de la grieta abierta quedaron los más conservadores, convencidos de que premiar a Dylan es un absoluto despropósito y de que el Nobel es un premio para escritores, no para cantantes. Del lado contrario están los que lo celebran por osado, por atreverse a rescatar la tradición oral dentro de la literatura. Sin necesidad de enrolarse en uno de estos dos bandos, no caben dudas de que la decisión es una abierta invitación a repensar las fronteras de lo que puede considerarse literario y por qué.
Pero más allá de ese entuerto, que no se resolverá en estas páginas, hay un artista por conocer. Porque, quien más quien menos, todo el mundo ha escuchado algunas o muchas de las grandes canciones escritas por Dylan, pero no son tantos los que conocen a fondo al personaje y su trabajo. A falta de una obra escrita por descubrir (aunque tiene algunos libros con poesía, canciones, dibujos y crónicas, todos muy difíciles de conseguir en castellano), la editorial Redbooks acaba de publicar a través de su sello Ma Non Troppo el libro Bob Dylan – Vida, canciones, compromiso, conciertos clave y discografía, del periodista español Manuel López Poy, cuyas páginas recorren, como su explícito título indica, una gran cantidad de aspectos centrales en la vida y la obra del reputado cantautor estadounidense, ahora también Premio Nobel de Literatura.
El libro, escrito antes de que los suecos convirtieran a Dylan en autor literario, comienza con un breve texto introductorio en el que ya desde su título López Poy realiza una impetuosa declaración de principios. “Sí, otro libro sobre Dylan” se defiende atacando, adelantándose a posibles voces que pudieran endilgarle el supuesto lugar común de dedicar otro volumen a la figura del popular cantante.
“Dylan es un personaje poliédrico y como tal es necesario abordarlo desde distintos ángulos, desde sus diversas facetas, aunque la mayor parte de las veces estas se mezclen, confundan o solapen”, afirma el autor en el prefacio. Enseguida desgrana una serie de frases que otros grandes de la historia del rock han usado para definirlo. “Nada de folkie o poeta: es la gran bestia del rock”, afirmó Chuck Berry; “Uno de esos personajes que sólo aparecen una vez cada 300 o 400 años”, elogió otro poeta rockero, el recién fallecido Leonard Cohen; “En la música, Sinatra puso la voz, Elvis el cuerpo y Bob Dylan el cerebro”, Bruce Springsteen dixit. Un acierto, porque no hay mejor forma de empezar a hablar de la importancia de alguien que recolectando las muestras de admiración de sus colegas. Los elogios que recoge López Poy no son, por cierto, los únicos. Bono, emblemático cantante de U2 dijo alguna vez que "el mejor compositor es el que tiene la discoteca más grande, y nadie tiene una discoteca más grande que la de Bob Dylan".
Sin embargo, a pesar de estas voces que celebran la labor de Dylan como poeta en el ámbito del rock, muchos de sus ahora colegas escritores no saludaron favorablemente la arriesgada iniciativa de los suecos. La escritora colombiana Piedad Bonnett afirmó en una entrevista con la radio RCN de su país, que Dylan no es un gran poeta y que como mucho tenía "momentos poéticos". Por su parte el escocés Irvine Welsh, autor de Trainspotting, emblemática novela de los años '90, le hizo honor a su perfil provocador y escribió al respecto en su cuenta oficial de Twitter: "Soy fan de Dylan, pero este premio es una nostalgia desubicada salida de las próstatas rancias de un grupo de hippies seniles". Pero no todos los escritores se han manifestado contrarios al premio. López Poy también cita en las páginas de su libro lo dicho por el enorme poeta chileno Nicanor Parra, para quien “tres versos de Bob Dylan justifican cualquier premio, incluido el Nobel”.
El resto del libro está dividido virtualmente en dos mitades. La primera de ellas incluye tres capítulos. En el primero, titulado “Su vida, su tiempo, su obra”, el autor recorre a la manera de un relato biográfico más bien clásico los hitos más destacados en la vida del cantante, poniendo especial atención al desarrollo de su carrera como músico y a su vínculo con otros artistas. Este capítulo es el más jugoso en cuanto a anécdotas e historias en torno de la figura de Dylan. Por ejemplo la que narra el acoso absurdo que el cantante comenzó a sufrir por parte de uno de sus fans, Alan Jules Weberman, a mediados del año 1970. Weberman se proponía salvar a Dylan "de sí mismo", porque, siempre según su criterio, el cantante, que por entonces era una celebridad y uno de los artistas más influyentes del mundo, "había abandonado sus valores originales y había dejado de ser el líder de masas que estaba destinado a ser". A pesar de su delirio, la figura de este personaje no deja de ser interesante. Weberman se adjudicaba, por ejemplo, la creación de una ciencia: la dylanlogía, que consistiría en hurgar de manera permanente en la basura del cantante para encontrar pruebas que dieran cuenta de "su desviación política, su adicción a la heroína y su colaboración con el gobierno israelí en la guerra contra los árabes". Más tarde este concepto fue ampliado y reemplazado por el de garbología, en la que todo lo anterior podría ser aplicado al estudio de cualquier famoso.
El siguiente capítulo, “El poeta del rock”, comienza con el detrás de escena de su desembarco al Nobel de Literatura. “En 1996, Gordon Ball, un profesor de literatura de la Universidad de Virginia que estaba facultado por la Academia Sueca para proponer candidatos, apoyó la iniciativa de un grupo de admiradores suecos y desde entonces Dylan figura entre los candidatos del más universal de los premios literarios”. Es decir que la Academia tardó exactamente 20 años en admitir que el riesgo de entregarle a un cantante un premio de escritores valía la pena. El último capítulo de la primera mitad, “Político controvertido”, intenta resumir la férrea voluntad política inherente a la obra de Dylan, que a lo largo de su vida pública defendió, apoyó y difundió una enorme cantidad de causas. Pero también abarca las polémicas en las que se vio envuelto a causa de ello.
La segunda mitad consta de otros tres capítulos, que se parecen más a tres adendas, en los que se recogen de manera extensa algunos de sus conciertos más importantes, su discografía completa y todas sus apariciones cinematográficas, ya sea como actor, director, guionista y hasta personaje. Eso es lo que ocurre con el film I’m Not There (2007), del estadounidense Todd Hynes, en la que seis actores distintos (entre ellos una extraordinaria y camaleónica Kate Blanchet, el británico Christian Bale, Richard Gere y el malogrado Heath Ledger) encarnan diferentes momentos en la vida del cantante. De este modo el libro traza un perfil nítido de un artista que fue uno de los engranajes fundamentales de esa revolución cultural que fue el rock and roll, cuya obra permite que ahora pueda discutirse hasta dónde llega la literatura. Nada menos.
Crónica de una premiación complicada
La designación del estadounidense Bob Dylan como Premio Nobel de Literatura es uno de los que más discusiones ha generado al interior de las instituciones vinculadas a las letras, pero también uno de los más celebrados a nivel popular. Pero no fueron los miembros de la Academia Sueca los únicos responsables de alimentar el fuego de las polémicas. El propio homenajeado se encargó de generar momentos incómodos desde el momento mismo en que se conoció su premiación, el pasado 13 de octubre.
Los protocolos del Nobel de Literatura marcan que una vez anunciado el ganador, los miembros de la Academia lo contactan para informarle la noticia. El mismo día emiten un comunicado oficial haciendo constar la reacción del elegido, quien además realiza un primer contacto con la prensa. Nada de eso ocurrió esta vez. Recién el 17 de octubre la Academia admitió su “renuncia a contactar” a Dylan de manera directa, luego de cuatro días de intentos infructuosos. Así lo aseguró en un diálogo radial Sara Danius. responsable del comité de elección del Nobel de Literatura. Para entonces el cantante tampoco había realizado declaraciones oficiales, ni aceptando ni rechazando el galardón, ni comentarios al respecto en sus conciertos realizados en esos días, ya que su agenda de actividades se mantuvo inalterable. Aunque Danius se manifestaba esperanzada de que Dylan aceptara el premio y viajara a Estocolmo para recibirlo, el miedo al rechazo estaba en el aire.
Lo que siguió fue una verdadera trama de intrigas. El 21 de octubre la web oficial de Bob Dylan reconoció el Nobel al incluirlo en el listado de los galardones recibidos por el cantante. Pero al cabo de unas horas dicha mención fue quitada, convirtiendo el asunto en un verdadero thriller. Los suecos debieron esperar todavía una semana más para que los nubarrones de la duda se despejaran. Según informó Danius, el propio Dylan llamó por teléfono a Suecia el 28 de octubre para avisarles que aceptaba el premio. Sobre su largo silencio, el cantante explicó: "las noticias me dejaron sin palabras". Justo a él, que había sido honrado con un premio que celebra la elocuencia de su trabajo con las palabras. Sin embargo en dicha ocación no reveló si viajaría el 10 de diciembre a Estocolmo para recibir el premio en persona.
El jueves pasado, más de un mes más tarde de anunciado el premio, Dylan confirmó que no asistirá a recibirlo, aunque manifestó su tristeza por no poder hacerlo. En vista de la novela en que se ha convertido el asunto, no sería raro que de acá a diciembre hubiera más informaciones para este boletín.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.
De un lado de la grieta abierta quedaron los más conservadores, convencidos de que premiar a Dylan es un absoluto despropósito y de que el Nobel es un premio para escritores, no para cantantes. Del lado contrario están los que lo celebran por osado, por atreverse a rescatar la tradición oral dentro de la literatura. Sin necesidad de enrolarse en uno de estos dos bandos, no caben dudas de que la decisión es una abierta invitación a repensar las fronteras de lo que puede considerarse literario y por qué.
Pero más allá de ese entuerto, que no se resolverá en estas páginas, hay un artista por conocer. Porque, quien más quien menos, todo el mundo ha escuchado algunas o muchas de las grandes canciones escritas por Dylan, pero no son tantos los que conocen a fondo al personaje y su trabajo. A falta de una obra escrita por descubrir (aunque tiene algunos libros con poesía, canciones, dibujos y crónicas, todos muy difíciles de conseguir en castellano), la editorial Redbooks acaba de publicar a través de su sello Ma Non Troppo el libro Bob Dylan – Vida, canciones, compromiso, conciertos clave y discografía, del periodista español Manuel López Poy, cuyas páginas recorren, como su explícito título indica, una gran cantidad de aspectos centrales en la vida y la obra del reputado cantautor estadounidense, ahora también Premio Nobel de Literatura.
El libro, escrito antes de que los suecos convirtieran a Dylan en autor literario, comienza con un breve texto introductorio en el que ya desde su título López Poy realiza una impetuosa declaración de principios. “Sí, otro libro sobre Dylan” se defiende atacando, adelantándose a posibles voces que pudieran endilgarle el supuesto lugar común de dedicar otro volumen a la figura del popular cantante.
“Dylan es un personaje poliédrico y como tal es necesario abordarlo desde distintos ángulos, desde sus diversas facetas, aunque la mayor parte de las veces estas se mezclen, confundan o solapen”, afirma el autor en el prefacio. Enseguida desgrana una serie de frases que otros grandes de la historia del rock han usado para definirlo. “Nada de folkie o poeta: es la gran bestia del rock”, afirmó Chuck Berry; “Uno de esos personajes que sólo aparecen una vez cada 300 o 400 años”, elogió otro poeta rockero, el recién fallecido Leonard Cohen; “En la música, Sinatra puso la voz, Elvis el cuerpo y Bob Dylan el cerebro”, Bruce Springsteen dixit. Un acierto, porque no hay mejor forma de empezar a hablar de la importancia de alguien que recolectando las muestras de admiración de sus colegas. Los elogios que recoge López Poy no son, por cierto, los únicos. Bono, emblemático cantante de U2 dijo alguna vez que "el mejor compositor es el que tiene la discoteca más grande, y nadie tiene una discoteca más grande que la de Bob Dylan".
Sin embargo, a pesar de estas voces que celebran la labor de Dylan como poeta en el ámbito del rock, muchos de sus ahora colegas escritores no saludaron favorablemente la arriesgada iniciativa de los suecos. La escritora colombiana Piedad Bonnett afirmó en una entrevista con la radio RCN de su país, que Dylan no es un gran poeta y que como mucho tenía "momentos poéticos". Por su parte el escocés Irvine Welsh, autor de Trainspotting, emblemática novela de los años '90, le hizo honor a su perfil provocador y escribió al respecto en su cuenta oficial de Twitter: "Soy fan de Dylan, pero este premio es una nostalgia desubicada salida de las próstatas rancias de un grupo de hippies seniles". Pero no todos los escritores se han manifestado contrarios al premio. López Poy también cita en las páginas de su libro lo dicho por el enorme poeta chileno Nicanor Parra, para quien “tres versos de Bob Dylan justifican cualquier premio, incluido el Nobel”.
El resto del libro está dividido virtualmente en dos mitades. La primera de ellas incluye tres capítulos. En el primero, titulado “Su vida, su tiempo, su obra”, el autor recorre a la manera de un relato biográfico más bien clásico los hitos más destacados en la vida del cantante, poniendo especial atención al desarrollo de su carrera como músico y a su vínculo con otros artistas. Este capítulo es el más jugoso en cuanto a anécdotas e historias en torno de la figura de Dylan. Por ejemplo la que narra el acoso absurdo que el cantante comenzó a sufrir por parte de uno de sus fans, Alan Jules Weberman, a mediados del año 1970. Weberman se proponía salvar a Dylan "de sí mismo", porque, siempre según su criterio, el cantante, que por entonces era una celebridad y uno de los artistas más influyentes del mundo, "había abandonado sus valores originales y había dejado de ser el líder de masas que estaba destinado a ser". A pesar de su delirio, la figura de este personaje no deja de ser interesante. Weberman se adjudicaba, por ejemplo, la creación de una ciencia: la dylanlogía, que consistiría en hurgar de manera permanente en la basura del cantante para encontrar pruebas que dieran cuenta de "su desviación política, su adicción a la heroína y su colaboración con el gobierno israelí en la guerra contra los árabes". Más tarde este concepto fue ampliado y reemplazado por el de garbología, en la que todo lo anterior podría ser aplicado al estudio de cualquier famoso.
El siguiente capítulo, “El poeta del rock”, comienza con el detrás de escena de su desembarco al Nobel de Literatura. “En 1996, Gordon Ball, un profesor de literatura de la Universidad de Virginia que estaba facultado por la Academia Sueca para proponer candidatos, apoyó la iniciativa de un grupo de admiradores suecos y desde entonces Dylan figura entre los candidatos del más universal de los premios literarios”. Es decir que la Academia tardó exactamente 20 años en admitir que el riesgo de entregarle a un cantante un premio de escritores valía la pena. El último capítulo de la primera mitad, “Político controvertido”, intenta resumir la férrea voluntad política inherente a la obra de Dylan, que a lo largo de su vida pública defendió, apoyó y difundió una enorme cantidad de causas. Pero también abarca las polémicas en las que se vio envuelto a causa de ello.
La segunda mitad consta de otros tres capítulos, que se parecen más a tres adendas, en los que se recogen de manera extensa algunos de sus conciertos más importantes, su discografía completa y todas sus apariciones cinematográficas, ya sea como actor, director, guionista y hasta personaje. Eso es lo que ocurre con el film I’m Not There (2007), del estadounidense Todd Hynes, en la que seis actores distintos (entre ellos una extraordinaria y camaleónica Kate Blanchet, el británico Christian Bale, Richard Gere y el malogrado Heath Ledger) encarnan diferentes momentos en la vida del cantante. De este modo el libro traza un perfil nítido de un artista que fue uno de los engranajes fundamentales de esa revolución cultural que fue el rock and roll, cuya obra permite que ahora pueda discutirse hasta dónde llega la literatura. Nada menos.
Crónica de una premiación complicada
La designación del estadounidense Bob Dylan como Premio Nobel de Literatura es uno de los que más discusiones ha generado al interior de las instituciones vinculadas a las letras, pero también uno de los más celebrados a nivel popular. Pero no fueron los miembros de la Academia Sueca los únicos responsables de alimentar el fuego de las polémicas. El propio homenajeado se encargó de generar momentos incómodos desde el momento mismo en que se conoció su premiación, el pasado 13 de octubre.
Los protocolos del Nobel de Literatura marcan que una vez anunciado el ganador, los miembros de la Academia lo contactan para informarle la noticia. El mismo día emiten un comunicado oficial haciendo constar la reacción del elegido, quien además realiza un primer contacto con la prensa. Nada de eso ocurrió esta vez. Recién el 17 de octubre la Academia admitió su “renuncia a contactar” a Dylan de manera directa, luego de cuatro días de intentos infructuosos. Así lo aseguró en un diálogo radial Sara Danius. responsable del comité de elección del Nobel de Literatura. Para entonces el cantante tampoco había realizado declaraciones oficiales, ni aceptando ni rechazando el galardón, ni comentarios al respecto en sus conciertos realizados en esos días, ya que su agenda de actividades se mantuvo inalterable. Aunque Danius se manifestaba esperanzada de que Dylan aceptara el premio y viajara a Estocolmo para recibirlo, el miedo al rechazo estaba en el aire.
Lo que siguió fue una verdadera trama de intrigas. El 21 de octubre la web oficial de Bob Dylan reconoció el Nobel al incluirlo en el listado de los galardones recibidos por el cantante. Pero al cabo de unas horas dicha mención fue quitada, convirtiendo el asunto en un verdadero thriller. Los suecos debieron esperar todavía una semana más para que los nubarrones de la duda se despejaran. Según informó Danius, el propio Dylan llamó por teléfono a Suecia el 28 de octubre para avisarles que aceptaba el premio. Sobre su largo silencio, el cantante explicó: "las noticias me dejaron sin palabras". Justo a él, que había sido honrado con un premio que celebra la elocuencia de su trabajo con las palabras. Sin embargo en dicha ocación no reveló si viajaría el 10 de diciembre a Estocolmo para recibir el premio en persona.
El jueves pasado, más de un mes más tarde de anunciado el premio, Dylan confirmó que no asistirá a recibirlo, aunque manifestó su tristeza por no poder hacerlo. En vista de la novela en que se ha convertido el asunto, no sería raro que de acá a diciembre hubiera más informaciones para este boletín.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.
sábado, 19 de noviembre de 2016
CINE - 31° Festival de Cine de Mar del Plata, Día 1: "Operación Avalancha" (Operation Avalanche), de Matt Johnson, de la farsa al miedo
Para quienes disfrutan mucho del cine, una de las características más angustiantes de un festival es la simultaneidad: la programación incluye tal cantidad películas que la superposición es inevitable, obligando al espectador a elegir incluso entre dos películas que no desea perderse. En ese sentido un encuentro como el de Mar del Plata, con un programa de casi 400 filmes y más de 20 salas proyectando desde las 9 de la mañana hasta la una de la madrugada del día siguiente, durante diez días, puede resultar una deliciosa tortura, en la que todo el tiempo es necesario resignarse a que no siempre puede obtenerse todo lo que se desea.
Mientras en la función de apertura se proyectaba Neruda de Pablo Larraín, casi al mismo tiempo se realizaba la primera pasada del film Operación Avalancha, del director canadiense Matt Johnson. Se trata de un film que vuelve sobre uno de los momentos más álgidos de la Guerra Fría, el de la carrera por la conquista del espacio entre los Estados Unidos y la Unión Soviética durante los años ’60. En este caso en particular, para darle una vuelta de tuerca a la vieja teoría conspirativa de que la llegada de los norteamericanos a la Luna sería sólo un montaje realizado por cineastas en un estudio de cine. Dicha idea –muy conocida y que hasta incluye la leyenda de que fue el propio Stanley Kubrick el encargado de filmar el falso alunizaje— se sostiene en la necesidad de los Estados Unidos de conseguir poner un pie en la superficie lunar para adelantarse a los rusos, quienes les habían propinado un significativo revés al lanzar el Sputnik en 1957, el primer satélite artificial puesto en órbita terrestre. Un golpe de efecto tecnológico y sobre todo político en la pelea por la hegemonía de un mundo bipolarizado por la disputa ideológica entre el capitalismo y el comunismo.
Johnson ya había participado hace unos años de este festival con su ópera prima, The Dirties, una comedia negra con el eje puesto en el tema del bullying y las matanzas escolares perpetradas por los propios alumnos, que es uno de los problemas más angustiantes de la cultura del armamentismo civil en la sociedad norteamericana. En esa ocasión Johnson conseguía hacer humor sobre un tema sensible y delicado con gran inteligencia cinéfila y parodiando trabajos muy serios sobre ese mismo tópico, como la premiada Elefante, de Gus Van Sant. Operación Avalancha está construida sobre una estructura narrativa similar e incluso su progresión dramática parece seguir el mismo patrón que The Dirties, comenzando con un tono de farsa ligera, para volverse cada vez más oscura y con un epílogo agobiante.
Esta vez se trata de dos directores de cine a los que la CIA les encomienda infiltrarse en la NASA haciéndose pasar por documentalistas, para tratar de descubrir a un posible espía soviético. En lugar de eso, los protagonistas descubren que la NASA no se encuentra en condiciones técnicas de cumplir con la promesa realizada por el presidente John F. Kennedy en 1962 de llegar a la Luna antes de que la década de 1960 llegue a su fin. A instancias de uno de ellos (interpretado por el propio Johnson), el dúo le propone a la CIA la mejor solución para el problema: falsificar en un estudio de cine la escena en la que los astronautas estadounidenses llegan al satélite y transmitirlo a todo el mundo como si fuera real, solamente para no volver a ser derrotados simbólicamente por los soviéticos.
Filmada con un despliegue técnico y un criterio estético impecables, además de un timing narrativo y un manejo del suspenso extraordinarios, Operación Avalancha representa un paseo que recorre un arco de emociones cinematográficas muy amplio. Porque si el film comienza como una ligera comedia de enredos que llega a rozar el sinsentido, con el correr del tiempo el delirio humorístico va dando paso a una paranoia cada vez más asfixiante, un thriller político que reproduce con claridad calcográfica el modelo de las viejas películas de espionaje.
Y todo sin perder de vista el telón de fondo político e histórico, convirtiéndose además en un cuadro que muestra la evolución de la realidad norteamericana durante la década del ’60, yendo del ingenuo espíritu triunfalista de comienzos de la década, hasta llegar a los tonos sombríos, complejos y ambiguos del año ’69, cuando la misión Apolo 11 llega por fin a la Luna, mientras la sociedad comienza a entrever el despropósito político y militar de la Guerra de Vietnam, ya con Richard Nixon como presidente. Operación Avalancha es, en resumen, una de esas películas imperdibles que, por desgracia, sólo pueden verse en un Festival como el de Mar del Plata, ya que difícilmente tengan un estreno comercial. Quienes puedan verla, entonces, no lo duden. Los demás no se resignen: a veces los milagros ocurren.
Para ver la cobertura completa del festival, hacer click ACÁ
Artículo publicado originalmente en el portalde noticias www.tiempoar.com.ar
Mientras en la función de apertura se proyectaba Neruda de Pablo Larraín, casi al mismo tiempo se realizaba la primera pasada del film Operación Avalancha, del director canadiense Matt Johnson. Se trata de un film que vuelve sobre uno de los momentos más álgidos de la Guerra Fría, el de la carrera por la conquista del espacio entre los Estados Unidos y la Unión Soviética durante los años ’60. En este caso en particular, para darle una vuelta de tuerca a la vieja teoría conspirativa de que la llegada de los norteamericanos a la Luna sería sólo un montaje realizado por cineastas en un estudio de cine. Dicha idea –muy conocida y que hasta incluye la leyenda de que fue el propio Stanley Kubrick el encargado de filmar el falso alunizaje— se sostiene en la necesidad de los Estados Unidos de conseguir poner un pie en la superficie lunar para adelantarse a los rusos, quienes les habían propinado un significativo revés al lanzar el Sputnik en 1957, el primer satélite artificial puesto en órbita terrestre. Un golpe de efecto tecnológico y sobre todo político en la pelea por la hegemonía de un mundo bipolarizado por la disputa ideológica entre el capitalismo y el comunismo.
Johnson ya había participado hace unos años de este festival con su ópera prima, The Dirties, una comedia negra con el eje puesto en el tema del bullying y las matanzas escolares perpetradas por los propios alumnos, que es uno de los problemas más angustiantes de la cultura del armamentismo civil en la sociedad norteamericana. En esa ocasión Johnson conseguía hacer humor sobre un tema sensible y delicado con gran inteligencia cinéfila y parodiando trabajos muy serios sobre ese mismo tópico, como la premiada Elefante, de Gus Van Sant. Operación Avalancha está construida sobre una estructura narrativa similar e incluso su progresión dramática parece seguir el mismo patrón que The Dirties, comenzando con un tono de farsa ligera, para volverse cada vez más oscura y con un epílogo agobiante.
Esta vez se trata de dos directores de cine a los que la CIA les encomienda infiltrarse en la NASA haciéndose pasar por documentalistas, para tratar de descubrir a un posible espía soviético. En lugar de eso, los protagonistas descubren que la NASA no se encuentra en condiciones técnicas de cumplir con la promesa realizada por el presidente John F. Kennedy en 1962 de llegar a la Luna antes de que la década de 1960 llegue a su fin. A instancias de uno de ellos (interpretado por el propio Johnson), el dúo le propone a la CIA la mejor solución para el problema: falsificar en un estudio de cine la escena en la que los astronautas estadounidenses llegan al satélite y transmitirlo a todo el mundo como si fuera real, solamente para no volver a ser derrotados simbólicamente por los soviéticos.
Filmada con un despliegue técnico y un criterio estético impecables, además de un timing narrativo y un manejo del suspenso extraordinarios, Operación Avalancha representa un paseo que recorre un arco de emociones cinematográficas muy amplio. Porque si el film comienza como una ligera comedia de enredos que llega a rozar el sinsentido, con el correr del tiempo el delirio humorístico va dando paso a una paranoia cada vez más asfixiante, un thriller político que reproduce con claridad calcográfica el modelo de las viejas películas de espionaje.
Y todo sin perder de vista el telón de fondo político e histórico, convirtiéndose además en un cuadro que muestra la evolución de la realidad norteamericana durante la década del ’60, yendo del ingenuo espíritu triunfalista de comienzos de la década, hasta llegar a los tonos sombríos, complejos y ambiguos del año ’69, cuando la misión Apolo 11 llega por fin a la Luna, mientras la sociedad comienza a entrever el despropósito político y militar de la Guerra de Vietnam, ya con Richard Nixon como presidente. Operación Avalancha es, en resumen, una de esas películas imperdibles que, por desgracia, sólo pueden verse en un Festival como el de Mar del Plata, ya que difícilmente tengan un estreno comercial. Quienes puedan verla, entonces, no lo duden. Los demás no se resignen: a veces los milagros ocurren.
Para ver la cobertura completa del festival, hacer click ACÁ
Artículo publicado originalmente en el portalde noticias www.tiempoar.com.ar
viernes, 18 de noviembre de 2016
CINE - "Animales fantásticos y dónde encontrarlos" (Fantastic Beasts and Where to Find Them"), de David Yates: Cuando Rowling desembarcó en América
Cuando se trata de convertir al cine en un negocio, parece que no hay nadie más eficiente que J. K. Rowling. Mérito doble, porque antes que eso la escritora escocesa hizo lo propio con el "negocio" de la literatura, componiendo una de las series de libros más exitosas de todos los tiempos: la de Harry Potter. Una vez transformados sus siete volúmenes ocho películas, cuya recaudación global rondó los siete mil millones de dólares, parecía que la cosa quedaría ahí, grabada para la historia en el bronce de las estadísticas. Quienes creyeron que la prolífica Rowling se conformaría con eso se equivocaron. Cuando los fanáticos empezaban a aceptar que las aventuras de Potter fueran parte del pasado, la británica sorprendió con una nueva línea dentro de ese universo, que retoma su imaginario para contar una historia paralela. Un procedimiento que en el cine se denomina spin off. El estreno de Animales fantásticos y dónde encontrarlos es la adaptación cinematográfica de la primera novela de esta nueva serie, que regresa al universo mágico desarrollado en Harry Potter pero en un nuevo contexto, un nuevo foco narrativo y nuevos protagonistas. El primer episodio de al menos cinco que ya fueron anunciados. Negocio redondo.
Rowling es inteligente y supo hallar la mejor forma de renovar su catálogo de creaciones sin perder la continuidad de lo construido, que le garantiza un público potencial muy numeroso. Si el relato de la saga Potter transcurría en tierras británicas, con toda su tradición mítica y cultural como soporte, la gran apuesta de Animales fantásticos... reside en trasladar toda esa parafernalia al nuevo mundo, a los Estados Unidos. El truco es simple, pero debe admitirse que se requiere de algún talento para realizarlo de manera exitosa y no se le pueden negar a Rowling los suyos. El más notorio: su facilidad para crear personajes con los cuales es muy fácil vincularse, ya sea por simpatía, empatía o antipatía. Y el nuevo protagonista, Newt Scamander, se las arregla bien para cargarse la compleja tarea de calzar los zapatos de Harry. Se trata de un joven mago, ex alumno de Hogwarts (la misma escuela donde transcurre la acción en las novelas de Potter), que llega a Estados Unidos en busca de animales fabulosos que están prohibidos en tierra americana. Pero la naturaleza de las cosas hace que todo se complique, involucrando a un nomago (un ser humano común, lo que en la Gran Bretaña potteriana se conoce como muggle) y acaba arrestado por la autoridades mágicas de Nueva York.
Encarnado por Eddie Redmayne, Scamander concentra en sí mismo la esencia de lo británico para hacer que destaque entre lo estadounidense por contraste. A diferencia de otros papeles en los que el actor pelirrojo tuvo vía libre para sus excesos histriónicos hasta volverse insoportable, acá tiene la prudencia de atenerse a un perfil británico más contenido y flemático. Es decir, Redmayne no deja de sobreactuar, pero al menos no resulta (tan) exasperante. Rowling aprovecha bien el cruce del Atlántico para dar continuidad dentro de su imaginario a las diferencias culturales que existen entre estadounidenses y británicos en el mundo real, y lo hace con humor. Y utiliza la particularidad del nuevo escenario para definir un universo propio que se vaya despegando de la saga anterior. Ejemplo de eso el movimiento antimagos, que reproduce las tradicionales cacerías de brujas asociadas al costado puritano de la historia norteamericana. Otro acierto es ambientar la historia en Nueva York entre 1920 y 1930, partiendo de una estética cercana al steampunk que recuerda al monumentalismo del Brazil de Terry Gilliam.
Animales fantásticos... cuenta además con un gran reparto que ayuda a hacer que todo se vuelva aceptable. Incluso lo menos creativo de este trabajo de Rowling (y de todos sus trabajos en general), que son sus criaturas, nunca muy originales y siempre subsidiarias de lo ya imaginado antes por diversas mitologías. Incluso en ocasiones hasta parece no haber ninguna razón demasiado sólida que justifique algunas de las apariciones que realizan las extrañas especies, más que la simple fórmula de romper la linealidad del relato cada tantas escenas, buscando distraer y asombrar a partir de un despliegue visual algo vacuo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Rowling es inteligente y supo hallar la mejor forma de renovar su catálogo de creaciones sin perder la continuidad de lo construido, que le garantiza un público potencial muy numeroso. Si el relato de la saga Potter transcurría en tierras británicas, con toda su tradición mítica y cultural como soporte, la gran apuesta de Animales fantásticos... reside en trasladar toda esa parafernalia al nuevo mundo, a los Estados Unidos. El truco es simple, pero debe admitirse que se requiere de algún talento para realizarlo de manera exitosa y no se le pueden negar a Rowling los suyos. El más notorio: su facilidad para crear personajes con los cuales es muy fácil vincularse, ya sea por simpatía, empatía o antipatía. Y el nuevo protagonista, Newt Scamander, se las arregla bien para cargarse la compleja tarea de calzar los zapatos de Harry. Se trata de un joven mago, ex alumno de Hogwarts (la misma escuela donde transcurre la acción en las novelas de Potter), que llega a Estados Unidos en busca de animales fabulosos que están prohibidos en tierra americana. Pero la naturaleza de las cosas hace que todo se complique, involucrando a un nomago (un ser humano común, lo que en la Gran Bretaña potteriana se conoce como muggle) y acaba arrestado por la autoridades mágicas de Nueva York.
Encarnado por Eddie Redmayne, Scamander concentra en sí mismo la esencia de lo británico para hacer que destaque entre lo estadounidense por contraste. A diferencia de otros papeles en los que el actor pelirrojo tuvo vía libre para sus excesos histriónicos hasta volverse insoportable, acá tiene la prudencia de atenerse a un perfil británico más contenido y flemático. Es decir, Redmayne no deja de sobreactuar, pero al menos no resulta (tan) exasperante. Rowling aprovecha bien el cruce del Atlántico para dar continuidad dentro de su imaginario a las diferencias culturales que existen entre estadounidenses y británicos en el mundo real, y lo hace con humor. Y utiliza la particularidad del nuevo escenario para definir un universo propio que se vaya despegando de la saga anterior. Ejemplo de eso el movimiento antimagos, que reproduce las tradicionales cacerías de brujas asociadas al costado puritano de la historia norteamericana. Otro acierto es ambientar la historia en Nueva York entre 1920 y 1930, partiendo de una estética cercana al steampunk que recuerda al monumentalismo del Brazil de Terry Gilliam.
Animales fantásticos... cuenta además con un gran reparto que ayuda a hacer que todo se vuelva aceptable. Incluso lo menos creativo de este trabajo de Rowling (y de todos sus trabajos en general), que son sus criaturas, nunca muy originales y siempre subsidiarias de lo ya imaginado antes por diversas mitologías. Incluso en ocasiones hasta parece no haber ninguna razón demasiado sólida que justifique algunas de las apariciones que realizan las extrañas especies, más que la simple fórmula de romper la linealidad del relato cada tantas escenas, buscando distraer y asombrar a partir de un despliegue visual algo vacuo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 17 de noviembre de 2016
LIBROS - Jack London, narrador de lo salvaje: En el centenario de su muerte
La edición de textos de autores clásicos cuyos derechos han pasado al dominio público representa una dificultad para los interesados en volver a publicarlos. El desafío reside en aguzar la inventiva para sumarle un valor adicional a obras de innegable mérito, pero sobreexplotadas comercialmente. Es decir, algún tipo de plusvalía que sirva para potenciar su estatus literario y convertirlas otra vez en un producto si no nuevo, al menos novedoso. El de Jack London, escritor fundamental de la literatura estadounidense (y universal), es un ejemplo oportuno; o mejor dicho, el ejemplo lo dan sendas antologías de sus cuentos que acaban de publicar Eterna Cadencia y Libros del Zorro Rojo. Aunque se trata de material que casi en su totalidad ya ha conocido muchas ediciones anteriores, a partir de una curaduría editorial ingeniosa y cuidada, ambos libros representan una novedad.
Once cuentos de Klondike (Eterna Cadencia, traducción y notas a cargo de Jorge Fondebrider) se articula en torno a la experiencia de London como expedicionario durante la fiebre del oro que en 1896 llevó a cientos de miles de aventureros y cazafortunas a adentrarse en los inhóspitos y poco explorados territorios de Alaska y Yukón. Los textos, ambientados en dichos escenarios –incluyendo “Encender un fuego”, también conocido como “Encender una hoguera”, uno de los más populares del autor—, dan cuenta de un choque cultural afín a la tradicional dicotomía de civilización y barbarie. Con la salvedad de que en London ambos conceptos se encuentran (levemente) menos estancados que en Sarmiento, permitiéndose reconocer el rastro de la barbarie en ambos lados de aquella grieta original. En el caso de Knock Out. Tres historias de boxeo (Del Zorro Rojo, traducción de Patricia Wilson e ilustraciones de Enrique Breccia), los tres relatos compilados giran en torno a ese deporte. Al contrario de los anteriores, estas tres historias transcurren en los escenarios urbanos propios del universo del box y aunque desde lo formal representan espacios opuestos, no es difícil hallar sólidos puntos de contacto entre ellos.
Ambos libros revelan el profundo vínculo que London establece con lo salvaje a través de su obra. Vínculo que por lo general se produce antes como enfrentamiento que como encuentro, como disputa más que como acuerdo. Si en Once cuentos de Klondike dicha oposición se da en el marco de la naturaleza, a la que el hombre blanco llega para conquistar, a caballo de una superioridad de orden darwiniano, en el caso de Knock Out London reconoce y retrata el salvajismo que reside en el corazón del mundo moderno y “civilizado”. No caben dudas que en esa capacidad para identificar el lado salvaje de su propia cultura tiene mucho que ver con la militancia socialista del escritor y el del pugilismo es el universo perfecto para representarlo. Queda queda claro en el cuento “El mexicano”, sobre un joven que para apoyar la Revolución Mexicana se hace boxeador.
Al parecer para London la frontera entre lo civilizado y lo salvaje estaba vinculada con la idea de superioridad cultural, conclusión a la que habría llegado apoyado en sus lecturas de Nietzsche y en la aplicación social de las ideas de Darwin realizada por Herbert Spencer, quien traslada la teoría de la evolución natural al concepto de progreso para marcar la superioridad de algunos pueblos sobe otros. Es esta mirada, a partir de la cual considera a su propio pueblo como cima de la civilización, la que le permite a London ubicar lo salvaje siempre en un Otro mutable: salvajes son los demás. Y aunque dicha etiqueta les cabe con mayor frecuencia a los nativos americanos –a los que contempla siempre con un aire paternal chapado a la antigua, que le permite ir de la condescendencia al rigor con la naturalidad de quien se sabe varios escalones por encima—, también pueden ser salvajes los franceses, los rusos e incluso los propios estadounidenses.
Esta idea se hace explícita en “El hijo del lobo”, relato que abre los Once cuentos de Klondike. En él, un explorador que lleva mucho tiempo en la soledad esteparia, reconoce cuál es su principal problema: “El hombre raramente hace una evaluación correcta sobre las mujeres, al menos hasta verse privado de ellas”. Sin embargo en lugar de volver a buscar una esposa entre los suyos, el protagonista decide viajar a través de la tundra helada para visitar a la tribu de los tanana y pedir la mano de la hija del cacique. Su estrategia incluye una negociación, pero no descarta la posibilidad de que el asunto pudiera derivar en un enfrentamiento entre machos, que es como dirimen esas cosas los salvajes. En efecto, algunos jóvenes desafían al extranjero argumentando que, desde su llegada, los blancos no han hecho otra cosa que quitarles las mujeres, poniendo en riesgo la supervivencia de la tribu. Sólo en territorio ajeno, el protagonista observa y reflexiona. “Se detuvo en un bebé recién nacido, que mamaba del pecho desnudo de su madre. […] Pensó en las delicadas mujeres de su propia raza y sonrió forzadamente. Sin embargo, de las entrañas de algunas de esas mujeres frágiles acaso había salido él con una herencia regia; una herencia que les había dado a él y a los suyos el dominio sobre la tierra y el mar, sobre los animales y los pueblos de todas las zonas”. Esta concepción del mundo atraviesa los once relatos y no parece casual que aparezca en el primero de ellos.
Lo que ocurre con sus cuentos de boxeo es paradójico, porque tratándose de una de las actividades en la que lo salvaje se encuentra legitimado por el espíritu de la competencia deportiva, lo verdaderamente brutal sigue siendo otra cosa. Uno de los tres cuentos de Knock Out es “Un bistec”, en el que subirse a un ring para enfrentar a peleadores más jóvenes sigue siendo la única forma que un boxeador que llegó a los 40 encuentra para ganarse la vida y tratar de mantener a su familia. London demuestra en sus cuentos ser un estupendo relator de box y aunque no escatima detalles que dan cuenta del salvajismo del boxeo (que por entonces se peleaba a 20 rounds), se las arregla para ilustrar salvajismos mayores. En el universo del relato, mucho más salvaje que el pugilismo resulta el hambre del protagonista, quien va a pelear dejando en casa a su mujer y a sus dos hijos sin comer, porque no tienen ni para un plato de salsa, y se la pasa todo el combate añorando un pedazo de carne casi tanto como añora su juventud perdida. Porque sin dudas el mayor de los salvajismos de “Un bistec” es el que ejerce el tiempo a su paso, dañando, deshaciendo el cuerpo en su camino a la vejez. Un salvajismo, el del paso del tiempo, que London no llegará a conocer nunca: murió a los 40 años, dejando una de las obras más extraordinarias de la literatura.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
Once cuentos de Klondike (Eterna Cadencia, traducción y notas a cargo de Jorge Fondebrider) se articula en torno a la experiencia de London como expedicionario durante la fiebre del oro que en 1896 llevó a cientos de miles de aventureros y cazafortunas a adentrarse en los inhóspitos y poco explorados territorios de Alaska y Yukón. Los textos, ambientados en dichos escenarios –incluyendo “Encender un fuego”, también conocido como “Encender una hoguera”, uno de los más populares del autor—, dan cuenta de un choque cultural afín a la tradicional dicotomía de civilización y barbarie. Con la salvedad de que en London ambos conceptos se encuentran (levemente) menos estancados que en Sarmiento, permitiéndose reconocer el rastro de la barbarie en ambos lados de aquella grieta original. En el caso de Knock Out. Tres historias de boxeo (Del Zorro Rojo, traducción de Patricia Wilson e ilustraciones de Enrique Breccia), los tres relatos compilados giran en torno a ese deporte. Al contrario de los anteriores, estas tres historias transcurren en los escenarios urbanos propios del universo del box y aunque desde lo formal representan espacios opuestos, no es difícil hallar sólidos puntos de contacto entre ellos.
Ambos libros revelan el profundo vínculo que London establece con lo salvaje a través de su obra. Vínculo que por lo general se produce antes como enfrentamiento que como encuentro, como disputa más que como acuerdo. Si en Once cuentos de Klondike dicha oposición se da en el marco de la naturaleza, a la que el hombre blanco llega para conquistar, a caballo de una superioridad de orden darwiniano, en el caso de Knock Out London reconoce y retrata el salvajismo que reside en el corazón del mundo moderno y “civilizado”. No caben dudas que en esa capacidad para identificar el lado salvaje de su propia cultura tiene mucho que ver con la militancia socialista del escritor y el del pugilismo es el universo perfecto para representarlo. Queda queda claro en el cuento “El mexicano”, sobre un joven que para apoyar la Revolución Mexicana se hace boxeador.
Al parecer para London la frontera entre lo civilizado y lo salvaje estaba vinculada con la idea de superioridad cultural, conclusión a la que habría llegado apoyado en sus lecturas de Nietzsche y en la aplicación social de las ideas de Darwin realizada por Herbert Spencer, quien traslada la teoría de la evolución natural al concepto de progreso para marcar la superioridad de algunos pueblos sobe otros. Es esta mirada, a partir de la cual considera a su propio pueblo como cima de la civilización, la que le permite a London ubicar lo salvaje siempre en un Otro mutable: salvajes son los demás. Y aunque dicha etiqueta les cabe con mayor frecuencia a los nativos americanos –a los que contempla siempre con un aire paternal chapado a la antigua, que le permite ir de la condescendencia al rigor con la naturalidad de quien se sabe varios escalones por encima—, también pueden ser salvajes los franceses, los rusos e incluso los propios estadounidenses.
Esta idea se hace explícita en “El hijo del lobo”, relato que abre los Once cuentos de Klondike. En él, un explorador que lleva mucho tiempo en la soledad esteparia, reconoce cuál es su principal problema: “El hombre raramente hace una evaluación correcta sobre las mujeres, al menos hasta verse privado de ellas”. Sin embargo en lugar de volver a buscar una esposa entre los suyos, el protagonista decide viajar a través de la tundra helada para visitar a la tribu de los tanana y pedir la mano de la hija del cacique. Su estrategia incluye una negociación, pero no descarta la posibilidad de que el asunto pudiera derivar en un enfrentamiento entre machos, que es como dirimen esas cosas los salvajes. En efecto, algunos jóvenes desafían al extranjero argumentando que, desde su llegada, los blancos no han hecho otra cosa que quitarles las mujeres, poniendo en riesgo la supervivencia de la tribu. Sólo en territorio ajeno, el protagonista observa y reflexiona. “Se detuvo en un bebé recién nacido, que mamaba del pecho desnudo de su madre. […] Pensó en las delicadas mujeres de su propia raza y sonrió forzadamente. Sin embargo, de las entrañas de algunas de esas mujeres frágiles acaso había salido él con una herencia regia; una herencia que les había dado a él y a los suyos el dominio sobre la tierra y el mar, sobre los animales y los pueblos de todas las zonas”. Esta concepción del mundo atraviesa los once relatos y no parece casual que aparezca en el primero de ellos.
Lo que ocurre con sus cuentos de boxeo es paradójico, porque tratándose de una de las actividades en la que lo salvaje se encuentra legitimado por el espíritu de la competencia deportiva, lo verdaderamente brutal sigue siendo otra cosa. Uno de los tres cuentos de Knock Out es “Un bistec”, en el que subirse a un ring para enfrentar a peleadores más jóvenes sigue siendo la única forma que un boxeador que llegó a los 40 encuentra para ganarse la vida y tratar de mantener a su familia. London demuestra en sus cuentos ser un estupendo relator de box y aunque no escatima detalles que dan cuenta del salvajismo del boxeo (que por entonces se peleaba a 20 rounds), se las arregla para ilustrar salvajismos mayores. En el universo del relato, mucho más salvaje que el pugilismo resulta el hambre del protagonista, quien va a pelear dejando en casa a su mujer y a sus dos hijos sin comer, porque no tienen ni para un plato de salsa, y se la pasa todo el combate añorando un pedazo de carne casi tanto como añora su juventud perdida. Porque sin dudas el mayor de los salvajismos de “Un bistec” es el que ejerce el tiempo a su paso, dañando, deshaciendo el cuerpo en su camino a la vejez. Un salvajismo, el del paso del tiempo, que London no llegará a conocer nunca: murió a los 40 años, dejando una de las obras más extraordinarias de la literatura.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.