jueves, 17 de noviembre de 2016

LIBROS - Jack London, narrador de lo salvaje: En el centenario de su muerte

La edición de textos de autores clásicos cuyos derechos han pasado al dominio público representa una dificultad para los interesados en volver a publicarlos. El desafío reside en aguzar la inventiva para sumarle un valor adicional a obras de innegable mérito, pero sobreexplotadas comercialmente. Es decir, algún tipo de plusvalía que sirva para potenciar su estatus literario y convertirlas otra vez en un producto si no nuevo, al menos novedoso. El de Jack London, escritor fundamental de la literatura estadounidense (y universal), es un ejemplo oportuno; o mejor dicho, el ejemplo lo dan sendas antologías de sus cuentos que acaban de publicar Eterna Cadencia y Libros del Zorro Rojo. Aunque se trata de material que casi en su totalidad ya ha conocido muchas ediciones anteriores, a partir de una curaduría editorial ingeniosa y cuidada, ambos libros representan una novedad.
Once cuentos de Klondike (Eterna Cadencia, traducción y notas a cargo de Jorge Fondebrider) se articula en torno a la experiencia de London como expedicionario durante la fiebre del oro que en 1896 llevó a cientos de miles de aventureros y cazafortunas a adentrarse en los inhóspitos y poco explorados territorios de Alaska y Yukón. Los textos, ambientados en dichos escenarios –incluyendo “Encender un fuego”, también conocido como “Encender una hoguera”, uno de los más populares del autor—, dan cuenta de un choque cultural afín a la tradicional dicotomía de civilización y barbarie. Con la salvedad de que en London ambos conceptos se encuentran (levemente) menos estancados que en Sarmiento, permitiéndose reconocer el rastro de la barbarie en ambos lados de aquella grieta original. En el caso de Knock Out. Tres historias de boxeo (Del Zorro Rojo, traducción de Patricia Wilson e ilustraciones de Enrique Breccia), los tres relatos compilados giran en torno a ese deporte. Al contrario de los anteriores, estas tres historias transcurren en los escenarios urbanos propios del universo del box y aunque desde lo formal representan espacios opuestos, no es difícil hallar sólidos puntos de contacto entre ellos.
Ambos libros revelan el profundo vínculo que London establece con lo salvaje a través de su obra. Vínculo que por lo general se produce antes como enfrentamiento que como encuentro, como disputa más que como acuerdo. Si en Once cuentos de Klondike dicha oposición se da en el marco de la naturaleza, a la que el hombre blanco llega para conquistar, a caballo de una superioridad de orden darwiniano, en el caso de Knock Out London reconoce y retrata el salvajismo que reside en el corazón del mundo moderno y “civilizado”. No caben dudas que en esa capacidad para identificar el lado salvaje de su propia cultura tiene mucho que ver con la militancia socialista del escritor y el del pugilismo es el universo perfecto para representarlo. Queda queda claro en el cuento “El mexicano”, sobre un joven que para apoyar la Revolución Mexicana se hace boxeador.
Al parecer para London la frontera entre lo civilizado y lo salvaje estaba vinculada con la idea de superioridad cultural, conclusión a la que habría llegado apoyado en sus lecturas de Nietzsche y en la aplicación social de las ideas de Darwin realizada por Herbert Spencer, quien traslada la teoría de la evolución natural al concepto de progreso para marcar la superioridad de algunos pueblos sobe otros. Es esta mirada, a partir de la cual considera a su propio pueblo como cima de la civilización, la que le permite a London ubicar lo salvaje siempre en un Otro mutable: salvajes son los demás. Y aunque dicha etiqueta les cabe con mayor frecuencia a los nativos americanos –a los que contempla siempre con un aire paternal chapado a la antigua, que le permite ir de la condescendencia al rigor con la naturalidad de quien se sabe varios escalones por encima—, también pueden ser salvajes los franceses, los rusos e incluso los propios estadounidenses.
Esta idea se hace explícita en “El hijo del lobo”, relato que abre los Once cuentos de Klondike. En él, un explorador que lleva mucho tiempo en la soledad esteparia, reconoce cuál es su principal problema: “El hombre raramente hace una evaluación correcta sobre las mujeres, al menos hasta verse privado de ellas”. Sin embargo en lugar de volver a buscar una esposa entre los suyos, el protagonista decide viajar a través de la tundra helada para visitar a la tribu de los tanana y pedir la mano de la hija del cacique. Su estrategia incluye una negociación, pero no descarta la posibilidad de que el asunto pudiera derivar en un enfrentamiento entre machos, que es como dirimen esas cosas los salvajes. En efecto, algunos jóvenes desafían al extranjero argumentando que, desde su llegada, los blancos no han hecho otra cosa que quitarles las mujeres, poniendo en riesgo la supervivencia de la tribu. Sólo en territorio ajeno, el protagonista observa y reflexiona. “Se detuvo en un bebé recién nacido, que mamaba del pecho desnudo de su madre. […] Pensó en las delicadas mujeres de su propia raza y sonrió forzadamente. Sin embargo, de las entrañas de algunas de esas mujeres frágiles acaso había salido él con una herencia regia; una herencia que les había dado a él y a los suyos el dominio sobre la tierra y el mar, sobre los animales y los pueblos de todas las zonas”. Esta concepción del mundo atraviesa los once relatos y no parece casual que aparezca en el primero de ellos.
Lo que ocurre con sus cuentos de boxeo es paradójico, porque tratándose de una de las actividades en la que lo salvaje se encuentra legitimado por el espíritu de la competencia deportiva, lo verdaderamente brutal sigue siendo otra cosa. Uno de los tres cuentos de Knock Out es “Un bistec”, en el que subirse a un ring para enfrentar a peleadores más jóvenes sigue siendo la única forma que un boxeador que llegó a los 40 encuentra para ganarse la vida y tratar de mantener a su familia. London demuestra en sus cuentos ser un estupendo relator de box y aunque no escatima detalles que dan cuenta del salvajismo del boxeo (que por entonces se peleaba a 20 rounds), se las arregla para ilustrar salvajismos mayores. En el universo del relato, mucho más salvaje que el pugilismo resulta el hambre del protagonista, quien va a pelear dejando en casa a su mujer y a sus dos hijos sin comer, porque no tienen ni para un plato de salsa, y se la pasa todo el combate añorando un pedazo de carne casi tanto como añora su juventud perdida. Porque sin dudas el mayor de los salvajismos de “Un bistec” es el que ejerce el tiempo a su paso, dañando, deshaciendo el cuerpo en su camino a la vejez. Un salvajismo, el del paso del tiempo, que London no llegará a conocer nunca: murió a los 40 años, dejando una de las obras más extraordinarias de la literatura.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.

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