El cine le saca el jugo al negocio editorial, otra vez, adaptando un bestseller. Esta vez le toca a La chica del tren, novela de la estadounidense Paula Hawkins que aún no ha explotado en las librerías locales, aunque es posible imaginar que este estreno será el primer paso de una campaña que la hará trepar por los rankings de más vendidos. No es que la película sea tan buena como para convencer a la gente por su calidad, pero sí lo suficientemente truculenta como para picarle el morbo a más de uno. Por otra parte su temática, que atraviesa distintas variantes de la violencia de género, no deja de ser oportunista. Macábramente oportunista, se podría decir, si no fuera porque la violencia contra las mujeres es tan vieja como la humanidad y parece no tener visos de estar mejorando. Claro que no estamos ante un alegato feminista ni muchísimo menos; hasta se podría decir que todo lo contrario.
Encuadrada en el thriller psicológico, La chica del tren cuenta una historia de mujeres narradas por sus propias protagonistas. Eso no quiere decir que asuma un punto de vista femenino, aunque es fácil empezar creyendo que sí: el film comienza retratando de cerca a Rachel (Emily Blunt), la chica que desde el tren se dedica a observar la vida de algunas casas ubicadas a la vera del recorrido ferroviario que realiza todos los días. La voz en off de la protagonista y el retrato igualmente cercano de Megan (la chica que ella observa por la ventana del tren) y de Ana (nueva esposa del ex marido de Rachel, que viven con la hijita de ambos en una casa vecina a la de Megan), ayudan a acentuar la idea de un punto de vista femenino. Si la cosa se parece enmarañada es porque Tate Taylor, el director, se encargó de que todo se convierta en una madeja de idas y vueltas en el tiempo, para contar la historia de las tres mujeres, al mismo tiempo que tiende puentes secretos que interconectan sus destinos.
Mientras se concentra en el drama de Rachel –alcohólica abandonada por su marido, obsesionada con la nueva vida que él lleva con Ana, mientras fantasea con lo que supone es la vida romántica y perfecta de Megan y su marido—, la película consigue mantener la tensión, atenta a las derivaciones psicológicas del relato. Después empiezan a aparecer las vueltas de tuerca, las conductas inesperadas de algunos personajes y algunas decisiones del director que degradan lo que parecía un thriller convincente. Sobre todo cuando Taylor deja de preocuparse por lo que les pase a las tres mujeres para intervenir de manera demasiado visible en el desarrollo de los hechos. O mejor dicho, por la forma en que elige representar cinematográficamente estos hechos. La película se vuelve sádica y explícita sin aviso ni necesidad, y en esa búsqueda del efecto y la conmoción hay, sino una traición, al menos la evidencia de un juego de manipulación que se hace difícil de perdonar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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