Es curioso el problema que surgió en el Instituto del Cine con la modificación de la norma que reglamenta las condiciones para la aprobación de proyectos documentales, un hecho que motivó la protesta de algunas asociaciones de documentalistas y la preocupación de sus miembros. Es llamativo sobre todo porque muchas de las más inteligentes e innovadoras películas producidas en el país durante los últimos años son documentales, y con lógica futbolera podría pensarse que equipo que gana no se toca. El etnógrafo, de Ulises Rosell; Tierra de los padres, de Nicolás Prividera; Papirosen, de Gastón Solnicki; La chica del Sur, de José Luis García, o Yatasto, de Hermes Paralluelo, sirven como muestra de la calidad alcanzada. Más allá de estos títulos que son parte de lo más notable del género en el país, hay un segundo escalón, todavía más poblado, de trabajos menos ambiciosos pero que también evidencian la buena salud del documentalismo nacional. Entre ellos se cuenta TV Utopía, de Sebastián Deus, que fue parte de la 26ª edición del Festival de Mar del Plata, integrando la Competencia Argentina junto con Planetario, de Baltazar Tokman, otro ejemplo oportuno y de reciente estreno que merece mencionarse.
Como Planetario, el film de Deus está compuesto por un material que fue producido mucho antes de que nadie intuyera que en ellos habitaba una película en potencia. Así como el trabajo de Tokman se basa en los videos domésticos de seis padres que filman a sus hijos con obsesión, TV Utopía nace de una serie de casetes de VHS que contiene parte del archivo de un canal comunitario que salía al aire en los ’90, cuya programación producían por completo los vecinos del barrio de Caballito. Para quienes no lo saben o no lo recuerdan, Canal 4 Utopía fue, mucho antes de que se hablara de modificar la ley de medios, el emergente de una época donde las radios y los canales comunitarios comenzaron a ganar espacios, mientras eran tildados de “piratas” por quienes siguen dominando el negocio de los medios en el país (la película menciona una denuncia contra el canal realizada por el grupo Vila-Manzano-De Narváez). Con ese adjetivo se descalificaba la necesidad legítima de utilizar a los medios de comunicación como tales y no como meras empresas comerciales, y al amparo de la norma vigente por entonces se condenaba a dichos proyectos a desaparecer. Más allá de su valor documental, la película de Deus realiza un aporte interesante a la discusión actual sobre la ley de medios, porque su contribución, lejos de ser teórica, entrega una prueba de cómo funcionaría y cuáles serían algunos de los beneficios potenciales de la aplicación de la nueva norma.
TV Utopía representa aquello que se intenta crear con dicha ley, pero realizado con éxito veinte años antes, en un escenario por completo hostil. Sin necesidad de insistir sobre la discutible calificación de “piratas”, pueden mencionarse las reiteradas clausuras y confiscaciones de equipos a los que eran sometidos los emprendimientos de este tipo. Saqueos llevados adelante por el Comfer, la autoridad competente de la época, y aunque puede parecer incorrecto juzgar el pasado con las reglas del presente, no lo es. La película demuestra que canal 4 Utopía, que había comenzado como el proyecto personal de Fabián Moyano, un vecino ingenioso que hizo del comedor de su casa un estudio de televisión, consiguió convertirse de a poco en la antena transmisora de una serie de descontentos sociales silenciados, en un momento en el que ser oposición era complicado. Pero complicado de verdad, no porque el poder de turno coartara expresamente la libertad de expresión, sino porque merced a la aplicación de una serie de políticas neoliberales consiguió convertir a una amplia mayoría de las clases medias y altas en cómplices por comodidad. La comodidad de vivir en dólares y viajar cada año a Miami, dejando toda responsabilidad social y económica en las responsables manos privadas. Deus muestra el modo en que Utopía supo colocarse del lado correcto en tiempos difíciles: del lado de los jubilados que marchaban cada semana al Congreso, de los docentes acampando durante meses en la Carpa Blanca, de las mujeres de Plaza de Mayo.
TV Utopía rescata del olvido esa quijotada televisiva del mejor modo. En su reivindicación de las cosas hechas a favor del placer y en contra de la adversidad, sin renunciar a la estética amateur y anárquica con que el canal emitía sus programas, está el valor cinematográfico del trabajo de Deus. En el reencuentro amoroso con los personajotes que creaban la programación del canal se proyecta la ética y la mística de aquel emprendimiento. En la inteligencia simple con que el montaje consigue superponer pasado y presente se halla el profundo mérito narrativo de esta película de apariencia superficialmente tosca. Ojalá sigan siendo posibles documentales así.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
viernes, 31 de mayo de 2013
viernes, 24 de mayo de 2013
CINE - "Nosilatiaj. La belleza", entrevista con la directora Daniela Seggiaro: Una mirada desde la tierra
Sería interesante discutir acerca de la incidencia de los factores geográficos en las expresiones artísticas, de cómo influyen un paisaje, un clima o una topografía determinados en el arte. Particularmente en el cine, que es de lo que aquí se hablará. Pero ese no es directamente el tema de esta nota. Tal vez convenga comenzar por el estreno de Nosilatiaj. La belleza, de la salteña Daniela Seggiaro, que se proyecta todos los días en la sala Lugones del Teatro San Martín, y por la forma en que ella ha elegido narrar la historia que ahí se cuenta, hechos que ligan su trabajo con el de otras directoras nacidas en Salta, la notable Lucrecia Martel y Bárbara Sarasola-Day. Tres mujeres cuyas películas tienen más en común que el simple origen.
Nosilatiaj. La belleza cuenta la historia de una familia de clase media que habita una pequeña ciudad salteña, y la de Yolanda, la adolescente de origen wichi que se desempeña ahí como empleada doméstica con cama adentro. El centro del relato es el conflicto que aún hoy tensiona las relaciones entre los nativos y los descendientes de europeos, que en la película aflora en medio de los preparativos del cumpleaños de 15 de la niña de la casa. Seggiaro maneja de manera notable la presencia física de esa tensión, sobre todo en los puentes que ligan a Yolanda con la cumpleañera y su madre, la mujer de la casa. Una y otras representan maneras opuestas de ver, entender y de relacionarse con el mundo que habitan: desde la observación y la igualdad, la niña nativa; desde la posesión y el dominio, las dos criollas. Ambos modos se hacen manifiestos cuando la Mujer, empecinada en civilizar el aspecto de Yolanda, la lleva a comprarse ropa nueva y la fuerza distraídamente a pasar por la peluquería, para reducir su larga cabellera en un moderno carré. La película explica en una bellísima escena inicial el valor que el pelo tiene dentro de la cultura wichi, y es desde ahí que un acto banal de coquetería se convierte en una agresión que implica un acto de ignorancia manifiesta.
Aunque el recorte social que realiza Seggiaro en su película sea diverso del que opera en los trabajos ya clásicos de Martel, como La ciénaga o La niña santa, o del que funciona como escenario de Deshora, el debut de Sarasola-Day recién estrenado en el BAFICI, los puntos de contacto entre ellas son notables. En todas hay una rispidez que se niega a desaparecer y Seggiaro lo admite. “Creo que toda nuestra sociedad está atravesada por estas tensiones, sólo que se manifiestan de manera diferente en los distintos espacios. Nosotras tres pertenecemos al espacio Salta y podemos decir que en nuestro lugar las fricciones sociales se viven de forma particular y compleja. Esta particular tensión es, al menos para mí, uno de los motores del impulso narrativo en Nosilatiaj. La Belleza”. Y agrega: “Creo que puede ser interesante pensar cómo las películas van comenzando a dibujar un mapa, y cómo en esta geografía pueden repetirse algunas formas porque todo en la tierra se origina de manera encadenada, pero cada paisaje, como cada película, se revela particular.”
Pero no se trata sólo de una coincidencia geográfica, sino de un repetido espacio familiar, en donde lo cotidiano se encuentra retorcido por elementos extraños. Universos eminentemente femeninos en donde lo masculino aparece ajeno a la cuestión doméstica, produciendo un juego en el cual ambas zonas se ensombrecen mutuamente. “Siempre donde algo se evidencia hay otra cosa que se oculta. Comenzar el dibujo por lo cotidiano quizás tiene que ver con delinear primero lo más conocido para intentar percibir ahí la forma más profunda y extraña que lo complementa”, concluye Seggiaro.
-No es menor la mirada que ofrece la película acerca de las culturas desplazadas en nuestro país. ¿Representó alguna dificultad particular trabajar sobre este tema? -La zona del chaco salteño donde están las comunidades wichí y muchas otras, es un lugar complejo. Llegar y estar ahí es bellísimo y mágico, pero también difícil. Más allá de la adversidad climática, hay muchas cosas que complican la situación en el lugar y todas ellas tienen que ver con la exclusión y la falta de consideración que existe con sus habitantes. Todo esto puede complicar cualquier rodaje, pero lo más triste es que es la gente del lugar la que lo sufre a diario.
-También hay una mirada sobre los papeles que cumple la mujer en la sociedad, pero también de las dificultades que deben enfrentar. ¿Hay en vos una necesidad de representar el universo femenino desde tu trabajo en el cine?
-Lo femenino es la piedra basal de Nosilatiaj, la historia tiene su origen en un relato que me contó mi madre, un relato acerca de una mujer. El relato oral, la figura materna, la transmisión de saberes, de valores, de sabores, las ideas de belleza, el pelo, Yolanda. Puede decirse que esta película nace y se proyecta desde el universo femenino, pero como algo que tiene que ver con su propia historia y la mía al hacerla, no como una intención de centrar ahí mi trabajo en el cine.
-Aún así es sorprendente que el cine salteño se esté dando a conocer a través de una trinidad femenina. ¿Por qué pensás que se ha dado esta situación?
-No sé bien por qué se da esto, pero confieso que me gusta cómo suena. Supongo que tiene que ver con un cierto orgullo de género. Aunque hay una sensibilidad femenina capaz de narrar y de explorar de forma muy especial el mundo, y ahora las mujeres tenemos mucho más acceso a trabajar en lo que nos propongamos, hubo épocas no muy lejanas donde esto no era así y de ahí venimos. También creo que todas las sensibilidades son importantes y lo más importante es que haya películas sensibles, no tanto si están hechas por hombres o por mujeres. Creo que esas fronteras por suerte no importan tanto ahora.
-¿Pero sentís que hay dificultades en tu profesión ligadas a la cuestión del género?
-Todavía hay machismo en muchos rincones de nuestra sociedad y eso no les es ajeno a muchas personas que forman parte de la industria del cine. Pero por suerte también hay mucha gente respetuosa y sensible con la que se puede trabajar verdaderamente bien. Es cuestión de armar buenos equipos.
-¿Qué importancia tuvo la aparición de una personalidad tan poderosa como la de Martel en el cine salteño?
-Creo que el verdadero impulso del cine en Salta se da con Lucrecia, con La Ciénaga y sus otras dos películas. Es un privilegio enorme y da un profundo orgullo que esto sea así. Podemos pensarla como una maravillosa punta de lanza, tanto en lo puramente cinematográfico como en relación al público local. El impacto que produjo La Ciénaga en el público salteño fue tan fuerte que también algo se abrió, se soltó ahí, y preparó el terreno para todo lo que pueda venir.
-Con todo esto, ¿Salta consiguió establecerse como un polo cinematográfico? ¿Hay una estructura que apoye la aparición de nuevos directores?
-Hasta el momento no hay en la provincia ninguna política audiovisual o cinematográfica sistematizada. Se consiguen ciertos apoyos como parte de la ardua gestión de los propios realizadores o productores, pero todavía no se pondera la industria cinematográfica como tal a nivel provincial. Lo que sí hay es cada vez mas gente trabajando en diversos proyectos cinematográficos, o películas de otros lados que eligen la provincia como locación, y hay técnicos salteños trabajando en ellas. Desde hace un tiempo comenzamos a agruparnos en asociaciones para tejer redes, crear trabajo y profesionalizar el medio y tenemos películas representando al cine nacional por las pantallas del mundo. Todo este movimiento está generando algo muy interesante y esperamos que redunde en políticas de apoyo concretas.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Nosilatiaj. La belleza cuenta la historia de una familia de clase media que habita una pequeña ciudad salteña, y la de Yolanda, la adolescente de origen wichi que se desempeña ahí como empleada doméstica con cama adentro. El centro del relato es el conflicto que aún hoy tensiona las relaciones entre los nativos y los descendientes de europeos, que en la película aflora en medio de los preparativos del cumpleaños de 15 de la niña de la casa. Seggiaro maneja de manera notable la presencia física de esa tensión, sobre todo en los puentes que ligan a Yolanda con la cumpleañera y su madre, la mujer de la casa. Una y otras representan maneras opuestas de ver, entender y de relacionarse con el mundo que habitan: desde la observación y la igualdad, la niña nativa; desde la posesión y el dominio, las dos criollas. Ambos modos se hacen manifiestos cuando la Mujer, empecinada en civilizar el aspecto de Yolanda, la lleva a comprarse ropa nueva y la fuerza distraídamente a pasar por la peluquería, para reducir su larga cabellera en un moderno carré. La película explica en una bellísima escena inicial el valor que el pelo tiene dentro de la cultura wichi, y es desde ahí que un acto banal de coquetería se convierte en una agresión que implica un acto de ignorancia manifiesta.
Aunque el recorte social que realiza Seggiaro en su película sea diverso del que opera en los trabajos ya clásicos de Martel, como La ciénaga o La niña santa, o del que funciona como escenario de Deshora, el debut de Sarasola-Day recién estrenado en el BAFICI, los puntos de contacto entre ellas son notables. En todas hay una rispidez que se niega a desaparecer y Seggiaro lo admite. “Creo que toda nuestra sociedad está atravesada por estas tensiones, sólo que se manifiestan de manera diferente en los distintos espacios. Nosotras tres pertenecemos al espacio Salta y podemos decir que en nuestro lugar las fricciones sociales se viven de forma particular y compleja. Esta particular tensión es, al menos para mí, uno de los motores del impulso narrativo en Nosilatiaj. La Belleza”. Y agrega: “Creo que puede ser interesante pensar cómo las películas van comenzando a dibujar un mapa, y cómo en esta geografía pueden repetirse algunas formas porque todo en la tierra se origina de manera encadenada, pero cada paisaje, como cada película, se revela particular.”
Pero no se trata sólo de una coincidencia geográfica, sino de un repetido espacio familiar, en donde lo cotidiano se encuentra retorcido por elementos extraños. Universos eminentemente femeninos en donde lo masculino aparece ajeno a la cuestión doméstica, produciendo un juego en el cual ambas zonas se ensombrecen mutuamente. “Siempre donde algo se evidencia hay otra cosa que se oculta. Comenzar el dibujo por lo cotidiano quizás tiene que ver con delinear primero lo más conocido para intentar percibir ahí la forma más profunda y extraña que lo complementa”, concluye Seggiaro.
-No es menor la mirada que ofrece la película acerca de las culturas desplazadas en nuestro país. ¿Representó alguna dificultad particular trabajar sobre este tema? -La zona del chaco salteño donde están las comunidades wichí y muchas otras, es un lugar complejo. Llegar y estar ahí es bellísimo y mágico, pero también difícil. Más allá de la adversidad climática, hay muchas cosas que complican la situación en el lugar y todas ellas tienen que ver con la exclusión y la falta de consideración que existe con sus habitantes. Todo esto puede complicar cualquier rodaje, pero lo más triste es que es la gente del lugar la que lo sufre a diario.
-También hay una mirada sobre los papeles que cumple la mujer en la sociedad, pero también de las dificultades que deben enfrentar. ¿Hay en vos una necesidad de representar el universo femenino desde tu trabajo en el cine?
-Lo femenino es la piedra basal de Nosilatiaj, la historia tiene su origen en un relato que me contó mi madre, un relato acerca de una mujer. El relato oral, la figura materna, la transmisión de saberes, de valores, de sabores, las ideas de belleza, el pelo, Yolanda. Puede decirse que esta película nace y se proyecta desde el universo femenino, pero como algo que tiene que ver con su propia historia y la mía al hacerla, no como una intención de centrar ahí mi trabajo en el cine.
-Aún así es sorprendente que el cine salteño se esté dando a conocer a través de una trinidad femenina. ¿Por qué pensás que se ha dado esta situación?
-No sé bien por qué se da esto, pero confieso que me gusta cómo suena. Supongo que tiene que ver con un cierto orgullo de género. Aunque hay una sensibilidad femenina capaz de narrar y de explorar de forma muy especial el mundo, y ahora las mujeres tenemos mucho más acceso a trabajar en lo que nos propongamos, hubo épocas no muy lejanas donde esto no era así y de ahí venimos. También creo que todas las sensibilidades son importantes y lo más importante es que haya películas sensibles, no tanto si están hechas por hombres o por mujeres. Creo que esas fronteras por suerte no importan tanto ahora.
-¿Pero sentís que hay dificultades en tu profesión ligadas a la cuestión del género?
-Todavía hay machismo en muchos rincones de nuestra sociedad y eso no les es ajeno a muchas personas que forman parte de la industria del cine. Pero por suerte también hay mucha gente respetuosa y sensible con la que se puede trabajar verdaderamente bien. Es cuestión de armar buenos equipos.
-¿Qué importancia tuvo la aparición de una personalidad tan poderosa como la de Martel en el cine salteño?
-Creo que el verdadero impulso del cine en Salta se da con Lucrecia, con La Ciénaga y sus otras dos películas. Es un privilegio enorme y da un profundo orgullo que esto sea así. Podemos pensarla como una maravillosa punta de lanza, tanto en lo puramente cinematográfico como en relación al público local. El impacto que produjo La Ciénaga en el público salteño fue tan fuerte que también algo se abrió, se soltó ahí, y preparó el terreno para todo lo que pueda venir.
-Con todo esto, ¿Salta consiguió establecerse como un polo cinematográfico? ¿Hay una estructura que apoye la aparición de nuevos directores?
-Hasta el momento no hay en la provincia ninguna política audiovisual o cinematográfica sistematizada. Se consiguen ciertos apoyos como parte de la ardua gestión de los propios realizadores o productores, pero todavía no se pondera la industria cinematográfica como tal a nivel provincial. Lo que sí hay es cada vez mas gente trabajando en diversos proyectos cinematográficos, o películas de otros lados que eligen la provincia como locación, y hay técnicos salteños trabajando en ellas. Desde hace un tiempo comenzamos a agruparnos en asociaciones para tejer redes, crear trabajo y profesionalizar el medio y tenemos películas representando al cine nacional por las pantallas del mundo. Todo este movimiento está generando algo muy interesante y esperamos que redunde en políticas de apoyo concretas.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 23 de mayo de 2013
CINE - "Los posibles", de Santiago Mitre y Juan Onofri Barbato: La batalla del movimiento
No es fácil expresar en palabras lo que transmite una película tan potente como Los posibles, de Santiago Mitre y Juan Onofri Barbato. Una dificultad que tiene que ver con lo extraño del objeto cinematográfico que representa, proveniente de ese universo que a priori parece tan apartado, que es la danza. No es aquí el mejor lugar para reconstruir la relación entre estas dos artes escénicas, pero sí puede decirse que Los posibles no es un musical estilo Hollywood, que no es comparable a la reescritura en clave de baile que hizo Leonardo Favio de su propio clásico en Aniceto, ni es Pina de Wim Wenders. Pero tampoco es video danza, ni un documental sobre un cuerpo de baile, ni se la puede reducir con el estigma simplista de ser danza filmada. Tal vez lo más cercano a una definición que puede hacerse de este film consiste en decir que se trata de un relato que prescindiendo de todo lenguaje oral, consigue narrar desde el puro movimiento y el sonido. Los posibles es baile y es música, pero combinados de un modo que lejos de acercarnos al ballet de alta gama, nos arroja miles de años atrás en la historia, para conectarnos con el sentimiento tribal de hombres danzando en torno a una hoguera, al compás de los golpes sobre el parche de un tambor.
Antes de ser película Los posibles es una obra coreográfica creada por KM.29, grupo autogestivo de danza moderna surgido del trabajo realizado por algunos docentes en el Centro de Día Casa Joven La Salle, de González Catán, uno de los barrios más humildes al oeste del conurbano. Cuando comenzó el proceso, los bailarines ahí formados eran chicos que recibían asistencia social en ese centro, y la obra es una creación grupal de maestros y alumnos. Los posibles se representó con éxito durante varios años en el Teatro Argentino de La Plata, el más importante de la provincia de Buenos Aires. Todos los detalles en la genealogía de la obra hablan de su valor, y el trabajo de Mitre y Onofri le hace honor a los antecedentes.
El relato comienza con varias escenas en las que diferentes jóvenes, todos hombres solos, de espaldas a cámara y en primer plano, se hallan en diferentes paisajes suburbanos: un monoblock; el costado de una ruta; la ruta misma. Están inmóviles pero enseguida, como obedeciendo a un llamado sordo, cada uno se pone en marcha. La acción se traslada al interior de una construcción de concreto, de apariencia despojada y racionalista. El lugar, amplio y rodeado de galerías abiertas en diferentes niveles, tiene algo de arquitectura industrial, como de fábrica abandonada. En una de esas galerías aéreas, los jóvenes alternativamente se agrupan y separan pero nunca de modo inconexo. Hay algo orgánico en el contacto que mantienen entre ellos a través de la mirada, de los roces de la ropa y de la piel, pero sobre todo hay una tensión física que se palpa en el ambiente incluso como espectador, desde la sala del cine. Los cuerpos se traccionan y rechazan como movidos por campos magnéticos, mientras un alienado colchón sonoro apoya ese reprimido flujo plástico. De golpe todo estalla, una explosión de movimiento, de sonido y también de color: si la primera parte se desarrolla en un blanco y negro contrastado, casi expresionista, con un sonido ominoso y desplazamientos contenidos, ahora todo es energía liberada en espasmos que responden al latido de una batería que replica el espíritu industrial del lugar. Más adelante un traveling notable retratará en detalle ese espacio, que no es sino el sótano de una magnífica sala de teatro, descendiendo por un ascensor que conecta ambos mundos. Como si se tratara de una versión futurista de El fantasma de la Ópera, los protagonistas bien podrían ser una horda de artistas descastados, bailarines zombis condenados al reducto marginal de las catacumbas del Coliseo.
Mitre y Onofri toman distancia del original teatral y lejos de asumir el lugar esperable del espectador, poniendo su cámara por fuera de la acción, deciden meterse en el ojo del tornado para tener el primer plano del músculo tenso, el detalle del sudor sobre la piel, la proximidad del gesto vivo en cada rostro y desde ahí dar cuenta de los vínculos que los protagonistas van forjando. Aun así se extraña la inclusión de más planos generales que permitieran contemplar el organismo total de algunos desplazamientos, cuya riqueza muchas veces no termina de percibirse en su compleja plenitud. Del mismo modo puede resultar incómoda la escena final, que al revelar la realidad simple que habita tras los protagonistas de una obra deslumbrante, no hace sino pinchar el globo de lo fantástico para tomar un atajo hacia un realismo tal vez innecesario. Ninguna de estas objeciones desmerece el trabajo cinematográfico realizado por este grupo de artistas unidos que han conseguido hacer del baile una película digna de verse.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Antes de ser película Los posibles es una obra coreográfica creada por KM.29, grupo autogestivo de danza moderna surgido del trabajo realizado por algunos docentes en el Centro de Día Casa Joven La Salle, de González Catán, uno de los barrios más humildes al oeste del conurbano. Cuando comenzó el proceso, los bailarines ahí formados eran chicos que recibían asistencia social en ese centro, y la obra es una creación grupal de maestros y alumnos. Los posibles se representó con éxito durante varios años en el Teatro Argentino de La Plata, el más importante de la provincia de Buenos Aires. Todos los detalles en la genealogía de la obra hablan de su valor, y el trabajo de Mitre y Onofri le hace honor a los antecedentes.
El relato comienza con varias escenas en las que diferentes jóvenes, todos hombres solos, de espaldas a cámara y en primer plano, se hallan en diferentes paisajes suburbanos: un monoblock; el costado de una ruta; la ruta misma. Están inmóviles pero enseguida, como obedeciendo a un llamado sordo, cada uno se pone en marcha. La acción se traslada al interior de una construcción de concreto, de apariencia despojada y racionalista. El lugar, amplio y rodeado de galerías abiertas en diferentes niveles, tiene algo de arquitectura industrial, como de fábrica abandonada. En una de esas galerías aéreas, los jóvenes alternativamente se agrupan y separan pero nunca de modo inconexo. Hay algo orgánico en el contacto que mantienen entre ellos a través de la mirada, de los roces de la ropa y de la piel, pero sobre todo hay una tensión física que se palpa en el ambiente incluso como espectador, desde la sala del cine. Los cuerpos se traccionan y rechazan como movidos por campos magnéticos, mientras un alienado colchón sonoro apoya ese reprimido flujo plástico. De golpe todo estalla, una explosión de movimiento, de sonido y también de color: si la primera parte se desarrolla en un blanco y negro contrastado, casi expresionista, con un sonido ominoso y desplazamientos contenidos, ahora todo es energía liberada en espasmos que responden al latido de una batería que replica el espíritu industrial del lugar. Más adelante un traveling notable retratará en detalle ese espacio, que no es sino el sótano de una magnífica sala de teatro, descendiendo por un ascensor que conecta ambos mundos. Como si se tratara de una versión futurista de El fantasma de la Ópera, los protagonistas bien podrían ser una horda de artistas descastados, bailarines zombis condenados al reducto marginal de las catacumbas del Coliseo.
Mitre y Onofri toman distancia del original teatral y lejos de asumir el lugar esperable del espectador, poniendo su cámara por fuera de la acción, deciden meterse en el ojo del tornado para tener el primer plano del músculo tenso, el detalle del sudor sobre la piel, la proximidad del gesto vivo en cada rostro y desde ahí dar cuenta de los vínculos que los protagonistas van forjando. Aun así se extraña la inclusión de más planos generales que permitieran contemplar el organismo total de algunos desplazamientos, cuya riqueza muchas veces no termina de percibirse en su compleja plenitud. Del mismo modo puede resultar incómoda la escena final, que al revelar la realidad simple que habita tras los protagonistas de una obra deslumbrante, no hace sino pinchar el globo de lo fantástico para tomar un atajo hacia un realismo tal vez innecesario. Ninguna de estas objeciones desmerece el trabajo cinematográfico realizado por este grupo de artistas unidos que han conseguido hacer del baile una película digna de verse.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
sábado, 18 de mayo de 2013
CINE - "Planetario", de Baltazar Tokman: Los hijos, ese espejo de miedos y obsesiones
A su manera especial, Planetario, de Baltazar Tokman, es uno de esos documentales que rehacen una saga familiar a partir de la mirada interior de uno de sus miembros, que se encarga de registrar, descomponer y volver a ensamblar una historia que en el proceso se vuelve a la vez propia y ajena. Con salvedades: primero, aquí ese registro se multiplica por seis, que es la cantidad de familias que se registran a sí mismas e integran el relato; luego, Tokman, el director, no forma parte de ninguna de ellas. Esas variaciones, lejos de disminuir la carga de la mirada, la multiplican. De una manera obvia en esas seis familias que son las que le dan carne a este menú. Pero es justamente la mirada del director la que consigue urdir una trama única que engarza a esos seis relatos en uno sólo, y a partir de esa operación amplificar y condensar sus sentidos diversos y muchas veces opuestos.
Planetario recolecta los registros caseros de seis familias de distintos lugares del mundo que no se conocen entre sí, cuyos miembros fundadores, un padre y una madre (a veces ambos y otras sólo uno de ellos), han hecho de la costumbre de filmar a sus hijos un rito sagrado. Padres y madres de la India, la Argentina, Polonia, Rusia, Egipto y los Estados Unidos, atentos a capturar cada momento de la vida de sus pequeños. “Antes tenías que anotar todo en un cuaderno”, dice uno de ellos al comienzo como signo de los tiempos y de ahí surgen las primeras preguntas. ¿Esos padres realmente están atentos a sus hijos? ¿Puede atenderse al encuadre, al foco, a la luz al mismo tiempo que se atiende la vida? ¿Puede actuarse la vida? El documental muestra que no siempre: varios de los momentos más emotivos del film ocurren cuando los protagonistas (incluido quien maneja la cámara) están más preocupados por vivir que por filmar. Como aquella en que el padre argentino deja la cámara sobre el tablero del auto para decirle a su hijo de 10 años que con su madre harán todo lo posible para que pueda hacer en su vida lo que elija y el chico termina llorando en brazos del adulto que por un momento, apenas un momento, se olvidó de filmar. En esa escenificación de la manipulación parental se pone en evidencia, como por arte de mágia (la mágia del cine), el caracter casi inevitablemnete manipulador del relato cinematográfico.
En el deseo manifiesto de guardar para siempre el registro de los momentos felices se esconde la convicción de que la tristeza y el dolor acechan. Filmar se vuelve entonces una lucha contra la muerte y sus avatares: el abandono; la soledad; los miedos, desde los más infantiles a los de orden político; la guerra. El futuro. El mérito de Tokman consiste en haber detectado las formas del miedo en esos paisajes estereotípicos del momento feliz. Sobre todo en la forma delicada con que los va dejando aparecer aquí y allá, entre los pliegues de lo cotidiano. “Mientras más cumpleaños y años nuevos pasan, significa que queda cada vez menos tiempo”, confiesa alguien por ahí. “Trabajé en fotografía y eso me hizo conocer el valor del instante”, dice otro. “Esperamos lo mejor, pero nos preparamos para lo peor”, concluye otro más sobre el final de la película. No parece casual que en casi todas las familias que dan forma a este Planetario, el tema de Dios aparezca de maneras disímiles pero poderosas: la idea de Dios ha sido siempre el conjuro más primario y radical en contra de los miedos. En Planetario, incluso en los padres más nihilistas (como el ruso), Dios no deja de aparecer como la mejor solución contra todas las muertes.
Gracias a la habilidad de Tokman Planetario consigue ser el registro que esos padres llevan de sus hijos, pero también y quizá sobre todo, la catarsis inconsciente de esos padres tratando de convivir lo mejor que pueden con sus obsesiones. De a poco el documental va develando los por qué de algunas de las situaciones que fue presentando a lo largo de su relato, pero de un modo sutil, sin subrayados. Entonces la imagen de un hombre en uniforme cantando una canción, solo con su cámara en un comedor vacío, puede ser por demás elocuente. Planetario retrata la avidez con que cada ser humano se abraza a la felicidad, quizá porque, como el poeta, todos saben que “tristeza nao tem fim, felicidade sim”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Tiempo Argentino.
Planetario recolecta los registros caseros de seis familias de distintos lugares del mundo que no se conocen entre sí, cuyos miembros fundadores, un padre y una madre (a veces ambos y otras sólo uno de ellos), han hecho de la costumbre de filmar a sus hijos un rito sagrado. Padres y madres de la India, la Argentina, Polonia, Rusia, Egipto y los Estados Unidos, atentos a capturar cada momento de la vida de sus pequeños. “Antes tenías que anotar todo en un cuaderno”, dice uno de ellos al comienzo como signo de los tiempos y de ahí surgen las primeras preguntas. ¿Esos padres realmente están atentos a sus hijos? ¿Puede atenderse al encuadre, al foco, a la luz al mismo tiempo que se atiende la vida? ¿Puede actuarse la vida? El documental muestra que no siempre: varios de los momentos más emotivos del film ocurren cuando los protagonistas (incluido quien maneja la cámara) están más preocupados por vivir que por filmar. Como aquella en que el padre argentino deja la cámara sobre el tablero del auto para decirle a su hijo de 10 años que con su madre harán todo lo posible para que pueda hacer en su vida lo que elija y el chico termina llorando en brazos del adulto que por un momento, apenas un momento, se olvidó de filmar. En esa escenificación de la manipulación parental se pone en evidencia, como por arte de mágia (la mágia del cine), el caracter casi inevitablemnete manipulador del relato cinematográfico.
En el deseo manifiesto de guardar para siempre el registro de los momentos felices se esconde la convicción de que la tristeza y el dolor acechan. Filmar se vuelve entonces una lucha contra la muerte y sus avatares: el abandono; la soledad; los miedos, desde los más infantiles a los de orden político; la guerra. El futuro. El mérito de Tokman consiste en haber detectado las formas del miedo en esos paisajes estereotípicos del momento feliz. Sobre todo en la forma delicada con que los va dejando aparecer aquí y allá, entre los pliegues de lo cotidiano. “Mientras más cumpleaños y años nuevos pasan, significa que queda cada vez menos tiempo”, confiesa alguien por ahí. “Trabajé en fotografía y eso me hizo conocer el valor del instante”, dice otro. “Esperamos lo mejor, pero nos preparamos para lo peor”, concluye otro más sobre el final de la película. No parece casual que en casi todas las familias que dan forma a este Planetario, el tema de Dios aparezca de maneras disímiles pero poderosas: la idea de Dios ha sido siempre el conjuro más primario y radical en contra de los miedos. En Planetario, incluso en los padres más nihilistas (como el ruso), Dios no deja de aparecer como la mejor solución contra todas las muertes.
Gracias a la habilidad de Tokman Planetario consigue ser el registro que esos padres llevan de sus hijos, pero también y quizá sobre todo, la catarsis inconsciente de esos padres tratando de convivir lo mejor que pueden con sus obsesiones. De a poco el documental va develando los por qué de algunas de las situaciones que fue presentando a lo largo de su relato, pero de un modo sutil, sin subrayados. Entonces la imagen de un hombre en uniforme cantando una canción, solo con su cámara en un comedor vacío, puede ser por demás elocuente. Planetario retrata la avidez con que cada ser humano se abraza a la felicidad, quizá porque, como el poeta, todos saben que “tristeza nao tem fim, felicidade sim”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Tiempo Argentino.
jueves, 16 de mayo de 2013
LIBROS - "El rumbo de las islas perdidas", de Raúl González Tuñón: Vida más allá de la galaxia Borges
Los universos literarios no son muy distintos de ese otro, el original, el que lo contiene todo y a todos: grandes espacios vacíos con algunas cuantas estrellas grandes y luminosas, y millones de otras, invisibles, a las que esa enorme oscuridad que tejen entre el tiempo y la distancia mantiene escondidas. La literatura argentina también es así, una constelación cuyo centro ocupa un sol enorme y algunas estrellas, planetas y satélites de diversa intensidad apareciendo aquí y allá, en diferentes momentos. No son pocos los que se preguntan si hay vida más allá de Borges y se dedican a indagar para, cada tanto, aportar alguna prueba concluyente. Es el caso de la Editorial Descierto, un emprendimiento independiente dedicado sobre todo a la poesía, que recientemente reeditó El rumbo de las islas perdidas, uno de los últimos y más particulares libros del poeta Raúl González Tuñón, uno de esos escritores cuya luz propia tuvo la desgraciada suerte de compartir el espacio generacional con el propio Borges.
Se trata de un libro de poemas editado originalmente en 1969, inspirado en un fragmento del poema “Los titanes” de Hölderlin, cuya estructura es curiosa. González Tuñón enumera un conjunto de ideas dentro de un poema inicial, titulado “Apuntes para este libro”, que luego reutiliza usando cada uno de los versos de este texto como títulos para los poemas que van organizando el resto del libro. Pero además incluye un regalo infrecuente: a continuación de los poemas, los editores han incluido las copias facsimilares de los textos originales, tal como fueron tipiados por el autor, incluyendo correcciones, a máquina o a mano, junto a la tapa y varias de las ilustraciones que componían aquel volumen, realizadas por la artista plástica Elena Diz. Se trata pues de una edición muy valiosa para quienes sepan apreciar esta clase de tesoros, que le aportan un valor agregado a la ya de por sí valiosa poesía de González Tuñón.
“El origen de esta publicación es un poco casual”, afirma Fernando Gioia, editor y responsable del grupo que sostiene a la Editorial Descierto. “Tuve la suerte de conocer a Miguel Derlis, que es el editor del libro original, y de que el hijo de González Tuñón nos autorizara a publicar las copias de los originales. El libro posee un diseño muy sencillo, porque la idea es no ponernos por encima del libro, sino que el libro hable por sí mismo.” El resultado final es notable. El propio Miguel Derlis, poeta, primer editor de El rumbo de las islas perdidas y autor del prólogo de esta edición, confirma que es así. “Pienso que se trata del libro más lírico de Raúl, él mismo me lo decía. No digo que sea un libro atípico, porque Raúl era un gran lírico, pero en los textos incluidos deja de lado esa cosa social y política que siempre tiñó su poesía”, dice Derlis. Derlis se encarga de acentuar este rescate de Raúl González Tuñón que lleva adelante Editorial Descierto. “Tuve la suerte de ser amigo de Raúl. Cuando empecé con las Ediciones del Alto Sol, donde publicamos este mismo libro con un trabajo hecho a pulmón, le pedí si tenía a bien entregarnos un libro para prestigiar la colección y él me ofrece El rumbo de las islas perdidas. Pero con un poco de incomodidad, sin querer que nos pusiéramos en gastos, porque dudaba sobre quién iba a querer comprar un libro suyo en esa época. Y así fue que sacamos esa primera edición, que además cuenta con dibujos de Elena Diz, la única mujer que integró el famoso grupo Espartaco de artistas plásticos. Sacamos mil ejemplares de ese libro: demás está decir que en efecto casi no se vendió. En aquel momento un amigo que tenía una librería en Caballito, se llevó para allá como doscientos ejemplares: recién los pudo vender en 1974, tras de la muerte de Raúl. Ahí sí el libro se empezó a buscar, como siempre. Corrió con la misma suerte que suele correr toda la poesía: cuando el autor está vivo casi no pasa nada, o pasa poquito, siempre y cuando no toques al sistema. Es decir, el libro nunca le redituó a la editorial, pero eso a mí no me interesaba. Yo estaba cumpliendo con el amigo.”
Gónzález Tuñón formó parte del grupo de la revista Martín Fierro, uno de los centros poéticos de las vanguardias argentinas de los años 20, y estuvo ligado de distinta manera a los grupos de Boedo y Florida. “Para mí es un autor con un peso muy importante, sobre todo este libro, porque sale bastante de su poética habitual”, dice Gioia. “Es un autor importante que además mantenía una relación muy cercana con muchos de los poetas iberoamericanos más importantes de su generación”, como César Vallejo, Neruda o Rafael Alberti. Sin dudas su rescate se erige como un pequeño acto de justicia. “El tiempo de contemplación de muchas obras no es el suyo propio, sino que a veces recién consiguen atención muchos años después”, concluye Gioia y no hace más que hablar del universo.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Se trata de un libro de poemas editado originalmente en 1969, inspirado en un fragmento del poema “Los titanes” de Hölderlin, cuya estructura es curiosa. González Tuñón enumera un conjunto de ideas dentro de un poema inicial, titulado “Apuntes para este libro”, que luego reutiliza usando cada uno de los versos de este texto como títulos para los poemas que van organizando el resto del libro. Pero además incluye un regalo infrecuente: a continuación de los poemas, los editores han incluido las copias facsimilares de los textos originales, tal como fueron tipiados por el autor, incluyendo correcciones, a máquina o a mano, junto a la tapa y varias de las ilustraciones que componían aquel volumen, realizadas por la artista plástica Elena Diz. Se trata pues de una edición muy valiosa para quienes sepan apreciar esta clase de tesoros, que le aportan un valor agregado a la ya de por sí valiosa poesía de González Tuñón.
“El origen de esta publicación es un poco casual”, afirma Fernando Gioia, editor y responsable del grupo que sostiene a la Editorial Descierto. “Tuve la suerte de conocer a Miguel Derlis, que es el editor del libro original, y de que el hijo de González Tuñón nos autorizara a publicar las copias de los originales. El libro posee un diseño muy sencillo, porque la idea es no ponernos por encima del libro, sino que el libro hable por sí mismo.” El resultado final es notable. El propio Miguel Derlis, poeta, primer editor de El rumbo de las islas perdidas y autor del prólogo de esta edición, confirma que es así. “Pienso que se trata del libro más lírico de Raúl, él mismo me lo decía. No digo que sea un libro atípico, porque Raúl era un gran lírico, pero en los textos incluidos deja de lado esa cosa social y política que siempre tiñó su poesía”, dice Derlis. Derlis se encarga de acentuar este rescate de Raúl González Tuñón que lleva adelante Editorial Descierto. “Tuve la suerte de ser amigo de Raúl. Cuando empecé con las Ediciones del Alto Sol, donde publicamos este mismo libro con un trabajo hecho a pulmón, le pedí si tenía a bien entregarnos un libro para prestigiar la colección y él me ofrece El rumbo de las islas perdidas. Pero con un poco de incomodidad, sin querer que nos pusiéramos en gastos, porque dudaba sobre quién iba a querer comprar un libro suyo en esa época. Y así fue que sacamos esa primera edición, que además cuenta con dibujos de Elena Diz, la única mujer que integró el famoso grupo Espartaco de artistas plásticos. Sacamos mil ejemplares de ese libro: demás está decir que en efecto casi no se vendió. En aquel momento un amigo que tenía una librería en Caballito, se llevó para allá como doscientos ejemplares: recién los pudo vender en 1974, tras de la muerte de Raúl. Ahí sí el libro se empezó a buscar, como siempre. Corrió con la misma suerte que suele correr toda la poesía: cuando el autor está vivo casi no pasa nada, o pasa poquito, siempre y cuando no toques al sistema. Es decir, el libro nunca le redituó a la editorial, pero eso a mí no me interesaba. Yo estaba cumpliendo con el amigo.”
Gónzález Tuñón formó parte del grupo de la revista Martín Fierro, uno de los centros poéticos de las vanguardias argentinas de los años 20, y estuvo ligado de distinta manera a los grupos de Boedo y Florida. “Para mí es un autor con un peso muy importante, sobre todo este libro, porque sale bastante de su poética habitual”, dice Gioia. “Es un autor importante que además mantenía una relación muy cercana con muchos de los poetas iberoamericanos más importantes de su generación”, como César Vallejo, Neruda o Rafael Alberti. Sin dudas su rescate se erige como un pequeño acto de justicia. “El tiempo de contemplación de muchas obras no es el suyo propio, sino que a veces recién consiguen atención muchos años después”, concluye Gioia y no hace más que hablar del universo.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
lunes, 13 de mayo de 2013
LA COLUMNA TORCIDA - Te veo en el Infierno (A Jeff Hanneman, de Slayer, In Memoriam)
Siempre me gustó la música: estoy casi seguro de que es una de las primeras cosas que me regaló mamá cuando nací. De hecho recuerdo ser dueño de mis propios discos desde que la memoria me empieza, junto a otras imágenes algo difusas en las que me veo comiéndole la comida a mi perro Napoleón, o muy asustado por el truco del dedo cortado en la caja de fósforos que tanto divertía Fausto, mi hermano mayor, y a Ludovico, mi tío menor.
Enseguida viene un período oscuro en el que no tuve ni discos ni películas y en el cual los libros fueron mi única compañía. Y después por fin la adolescencia, la vida en cuerpo y alma, en carne viva, ese territorio en el que todo duele más pero también donde el placer puede ser infinito. Por entonces era capaz de quedarme junto a la radio la misma cantidad de horas que pasaba encerrado en el baño y es todo lo que diré al respecto.
Enseguida viene un período oscuro en el que no tuve ni discos ni películas y en el cual los libros fueron mi única compañía. Y después por fin la adolescencia, la vida en cuerpo y alma, en carne viva, ese territorio en el que todo duele más pero también donde el placer puede ser infinito. Por entonces era capaz de quedarme junto a la radio la misma cantidad de horas que pasaba encerrado en el baño y es todo lo que diré al respecto.
Con la adolescencia llegó también la libertad para elegir una banda de sonido propia, escudos protectores que pasaron a engrosar la coraza de ese "Yo" que no sólo se sentía dentro de mí, sino que era parte de lo que los demás metían dentro de la misma bolsa cuando me nombraban. Sonidos que se convertían en adendas de las personalidades adolescentes que construíamos en los '80, cuando era más fácil emparentar a nuestros compañeros de generación con The Cure, Soda Stereo, Los Fabulosos Cadillacs, Pink Floyd o V8 antes que con sus propios padres. La música, los discos y las bandas eran, como los amigos, "esa familia que se elige". No sin tristeza creo que eso ya casi no existe, que hoy los adolescentes son como ejércitos de replicantes clonados por las redes sociales. Un pensamiento que demuestra lo viejo que soy, aunque no siempre fue así.
En aquel paraíso parcial de mi adolescencia, los fallidos intentos de mis padres por sacar a flote un vínculo imposible que ellos mismos habían hundido eran mucho menos importantes para mí que las estrategias que trazábamos con mis amigos para apoderarnos del equipo de música en cada fiesta a la que éramos invitados. Desde ahí imponíamos el avatar sonoro de nuestra identidad. No pasó mucho tiempo para que fuéramos invitados a cada vez menos fiestas, pero eso ahora no importa. Porque en todos estos años han pasado parejas, he perdido amigos, hermanos y padres, pero la música sigue conmigo.
(A Jeff Hanneman, guitarrista de Slayer, uno de esos amigos que ni la muerte podrá quitarme.
In Memoriam.)
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Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
domingo, 12 de mayo de 2013
El dolor que el agua no se llevó: entrevista con Leopoldo Brizuela y Chicha Mariani, vecinos de La Plata
Calles anegadas, la gente bajo el agua y la lluvia persistente que amenaza con no detenerse nunca y arrasar con todo. Escenas que se repiten con insistencia durante este último mes. Son los fotogramas de la impotencia que sirvieron todos los canales de televisión, los diarios y las revistas, en un menú que se acompaña con las cifras que fue revelando ese horror. Tantos barrios destruidos; tantas familias sin hogar; tantos millones perdidos. Tantos muertos. Y al fin la sospecha de que algo falló convertida en la certeza de que fueron muchos los que fallaron, todos ellos con nombre y apellido.
Ya sin el agua pero todavía en estado de emergencia, un mes después la gente intenta recuperar sus rutinas, fingir resignación ante la idea de que la vida no pide permiso y convencerse con urgencia de volver a empezar. Pero no: los accidentes que pueden evitarse no son accidentes y nadie se merece perder todo de esa manera. Ni las perdidas reparables (las que pueden medirse en términos económicos y por lo tanto materiales), ni mucho menos las otras, esas que como la verdad, no tienen remedio. Entre ellas la muerte es el pozo más profundo.
Pero hay otras pérdidas igual de irreparables y a su manera casi tan penosas, que también involucran ausencias que son para siempre, definitivas, como cualquier otra muerte. Cartas, fotografías, libros, recuerdos de familia, discos, prendas de vestir. Cualquier objeto que parezca insignificante para cualquiera puede ser un fragmento poderoso de la vida de alguien más, un otro que ha depositado allí sus esperanzas, su felicidad, su memoria y hasta la propia vida. Un poder que no puede transmitirse, incomprensible a los ojos de los demás, aunque su dolor es tan legítimo como los otros. Pero hay algo en ese carácter intransferible que empuja a sus dueños a soslayarlo, relegarlo y esconderlo, como si no tuvieran la importancia que en realidad tienen. Aún cuando ese dolor también merece atención, lo primero que aparece en sus dueños es la vergüenza. La engañosa idea de que hay una escala para medir el sufrimiento cuando en realidad es sólo uno, partido en miles de astillas repartidas entre un cuerpo de víctimas.
María Isabel Chorobik de Mariani, Chicha, fundadora y segunda presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, nació en Mendoza pero vive en La Plata desde hace muchos años. Su hijo y su nuera fueron dos de las 30 mil víctimas que dejó la dictadura cívico militar entre 1976 y 1983. Desde el 77 busca su nieta Clara Anahí, secuestrada junto a sus padres. Durante todos estos años Chicha fue acumulando los documentos, publicaciones y objetos que recolectó en su búsqueda, hasta construir un archivo que fue incluido por la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) dentro del Programa Memorias del Mundo y declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad. Ese archivo fue arrasado por la lluvia del 2 de Abril. “Esta inundación –yo la llamo el apocalipsis- destruyó gran parte de mi capacidad de trabajo, fue un golpe muy duro, inaguantable”, dice Chicha. “Hasta que me enteré que es lo que estaba pasando acá en La Plata, gente que había muerto, ocultamientos, engaños. Entonces cuando los periodistas me llamaron preferí no decir nada, porque al lado de las vidas perdidas me sentía incapaz de hablar de la indignación por mi archivo, porque la superaba mi indignación por la pérdida de vidas.” El pudor, la vergüenza, el respeto por el dolor ajeno.
Leopoldo Brizuela es escritor, uno de los más destacados de la escena literaria latinoamericana en la actualidad. Autor de múltiples novelas y volúmenes de relatos, su último libro, Una misma noche, obtuvo el prestigioso premio Alfaguara de Novela 2012. En ella se cuenta la historia de un hombre que en su infancia durante la dictadura presenció el intento de secuestro de una vecina y ahora, ya grande, se avergüenza de su propio dolor ante el de quienes sufrieron pérdidas mayores en aquellos años. Brizuela vive en Tolosa, barrio en las afueras de La Plata. El agua arruinó su biblioteca, incluyendo libros, discos y los muebles de la casa de su madre. Otra vez la vergüenza es lo que aparece primero. “Hablar de eso me da un poco de pudor, porque es muy personal. Tengo 50 y sé que todo eso que perdí en algún momento se iba a ir. La tristeza es ver que te pasa toda una vida bajo los ojos”, recuerda el escritor. “Durante toda la tormenta me mantuve frío, como diciendo ‘bueno, voy a perder los libros, está bien’. Y después fue muchísima la tristeza. En el garaje de la casa de mamá estaba gran parte de la biblioteca, los vinilos, las cartas, las dedicatorias y todas esas cosas que el otro día tiré, pero tan rápido que me voy acordando ahora. A la mañana cuando me levanté era como una pileta y ahí encima, sobre esa cosa negra, mis libros flotando. No me siento bien hablando de eso, porque me parece banal cuando otra gente perdió la vida.”
A pesar de que la propuesta era clara, ni Chicha ni Leopoldo se pueden sacar las imágenes de aquella noche. Para él, entre todas esas otras pérdidas la más importante es la calma y la seguridad. “Eso es terrible, no sos el de antes. Incluso te hace pensar en las guerras y en las dictaduras: hay gente que dice que no le pasó nada porque se salvó, pero vivió determinadas cosas que no se le olvidan más”, reconoce Brizuela y enseguida ese miedo aparece en imágenes que le devuelve su memoria. “Yo en mi casa tuve un metro de agua, pero cuando tuve que ir cobrar la jubilación de mi mamá al centro de Tolosa, que es donde más agua se acumuló, a medida que avanzaba por las calles veía como iba subiendo la marca que dejó en las paredes. Cuando la marca me pasó en altura me dio un escalofrío pensando en lo que pasó esta gente. Eso seguido de toda esta inacción que hay ahora, que es de cuarta, produce que todos temblemos cuando caen dos gotitas”. Chicha también siente que esa noche se llevó parte de su vida. “A mí me sacaron de casa con el agua al cuello y en ningún momento tuve miedo. Me dolió muchísimo, porque no quería salir y tenía miedo de dejar mis cosas: después de haber perdido mi familia con la dictadura militar creía que ya nada me podía afectar, pero esto me afectó mucho”, afirma adolorida. “Me he pasado estos años desde que no los tengo buscando lo que ha quedado de ellos: un escarpín de la nena; un papel de mi hijo… porque los militares destruyeron su casa, no me quedó casi nada. Se llevaron las fotografías, también saquearon mi casa, así que tengo las pocas cosas que he ido encontrando a lo largo de mi vida. Pero ahora se fueron con el agua. Papeles, documentos, la historia de la vida de uno. Ya no es sólo la perdida material de las cosas, sino lo que contiene cada papelito, cada pequeño objeto de ellos.” El relato de Chicha recorta en esta nueva pérdida el fantasma de aquella otra con la que convive hace 36 años y merece ser oído en silencio. “No quería dejar que esta parte de mi vida se perdiera, porque sin esto es como que me pierdo yo también. Mi vida está acá, lo que me queda. Perdí la parte más importante con la dictadura y ahora, si me iba de la casa, me quedaba sin lo poquito que todavía conservaba de ellos. Por eso agradeceré todo lo que me quede de vida a las personas y las entidades que me dieron la fuerza para levantarme de la cama donde estuve 15 días, porque no podía. Ahora tengo 89 años y todo es más difícil.”
Junto a ese dolor propio, de una naturaleza tan íntima, crece también otro de carácter colectivo. Dentro de él cada uno es también todos. “No concibo tener que ver las pertenencias de medio mundo flotando por la calle, las ropas de todo el vecindario enredadas en las rejas de mi casa. Porque tuve que juntar mis propios recuerdos, pero también los de mis vecinos. Todo eso me produjo una desazón tan grande, unas ganas de irme, de no saber más nada.” En Chicha el dolor es también enojo e indignación. Para Brizuela el horror ajeno le abre más puertas a los miedos propios, un territorio en el cual lo sufrido por otros forma parte de las potenciales tragedias de las que uno mismo se salvó. “Es cierto que vas escuchando y a todos nos ha pasado más o menos lo mismo, peor o más leve, pero te vas identificando tanto en los relatos que vas escuchando que terminás convencido de que cualquiera de esas cosas te podría haber pasado a vos. Imaginar lo que podría haber pasado es casi tan fuerte como lo que en realidad pasó.” El poder de la propia ficción.
Sin embargo, el recuerdo de lo que el agua se llevó comienza a aparecer con fuerza. “Yo tenía La Flauta Mágica en vinilo, que eran ocho discos que me regaló María Elena Walsh cuando tenía 14 años y nunca más voy a escuchar esos discos. Pero no es por los discos en sí, sino porque son esas cosas que vos crees que te van a acompañar durante toda tu vida”, se lamenta Brizuela una vez más. Y otra: “Mucha gente te dice que hay técnicas para secar los libros, pero vos te los querés sacar de encima porque no es que los roció una llovizna. Es agua con mierda, con aceite, que apesta. Todos estos días estamos obsesionados con sacarnos el olor de la muerte, porque es el olor de la muerte. Es muy siniestro ver como cosas tan queridas están llenas con el olor de la muerte”. Por su parte Chicha encuentra un motivo para volver a mirar todo de manera positiva. “Mi madre, que murió hace seis años a los 98, tenía unos aros que usó toda la vida. Yo los tenía guardados en una cajita y cuando bajó el agua aparecieron en la salida de autos de la casa, casi saliendo a la vereda, amontonaditos en un rincón, los dos juntos sin estar unidos. Ahí los encontraron y me los trajeron los chicos que me ayudaron acá. No sabés lo que significó, como un mensaje: tener paciencia y seguir.” Con casi el 80 por ciento de su archivo recuperado gracias a la colaboración de muchas personas y entidades que se acercaron a colaborar, Chicha prefiere pensar en el futuro pero sin olvidar el pasado. Como siempre. “Espero que las autoridades le den a este horror la importancia que tiene y vean de hacer las obras necesarias. Es bueno que en algún lado quede esta invitación a cuidar a la gente, porque no siempre se la cuida. Que no pase nunca más.” No es casual que estas charlas terminen otra vez con esas mismas palabras.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Ya sin el agua pero todavía en estado de emergencia, un mes después la gente intenta recuperar sus rutinas, fingir resignación ante la idea de que la vida no pide permiso y convencerse con urgencia de volver a empezar. Pero no: los accidentes que pueden evitarse no son accidentes y nadie se merece perder todo de esa manera. Ni las perdidas reparables (las que pueden medirse en términos económicos y por lo tanto materiales), ni mucho menos las otras, esas que como la verdad, no tienen remedio. Entre ellas la muerte es el pozo más profundo.
Pero hay otras pérdidas igual de irreparables y a su manera casi tan penosas, que también involucran ausencias que son para siempre, definitivas, como cualquier otra muerte. Cartas, fotografías, libros, recuerdos de familia, discos, prendas de vestir. Cualquier objeto que parezca insignificante para cualquiera puede ser un fragmento poderoso de la vida de alguien más, un otro que ha depositado allí sus esperanzas, su felicidad, su memoria y hasta la propia vida. Un poder que no puede transmitirse, incomprensible a los ojos de los demás, aunque su dolor es tan legítimo como los otros. Pero hay algo en ese carácter intransferible que empuja a sus dueños a soslayarlo, relegarlo y esconderlo, como si no tuvieran la importancia que en realidad tienen. Aún cuando ese dolor también merece atención, lo primero que aparece en sus dueños es la vergüenza. La engañosa idea de que hay una escala para medir el sufrimiento cuando en realidad es sólo uno, partido en miles de astillas repartidas entre un cuerpo de víctimas.
María Isabel Chorobik de Mariani, Chicha, fundadora y segunda presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, nació en Mendoza pero vive en La Plata desde hace muchos años. Su hijo y su nuera fueron dos de las 30 mil víctimas que dejó la dictadura cívico militar entre 1976 y 1983. Desde el 77 busca su nieta Clara Anahí, secuestrada junto a sus padres. Durante todos estos años Chicha fue acumulando los documentos, publicaciones y objetos que recolectó en su búsqueda, hasta construir un archivo que fue incluido por la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) dentro del Programa Memorias del Mundo y declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad. Ese archivo fue arrasado por la lluvia del 2 de Abril. “Esta inundación –yo la llamo el apocalipsis- destruyó gran parte de mi capacidad de trabajo, fue un golpe muy duro, inaguantable”, dice Chicha. “Hasta que me enteré que es lo que estaba pasando acá en La Plata, gente que había muerto, ocultamientos, engaños. Entonces cuando los periodistas me llamaron preferí no decir nada, porque al lado de las vidas perdidas me sentía incapaz de hablar de la indignación por mi archivo, porque la superaba mi indignación por la pérdida de vidas.” El pudor, la vergüenza, el respeto por el dolor ajeno.
Leopoldo Brizuela es escritor, uno de los más destacados de la escena literaria latinoamericana en la actualidad. Autor de múltiples novelas y volúmenes de relatos, su último libro, Una misma noche, obtuvo el prestigioso premio Alfaguara de Novela 2012. En ella se cuenta la historia de un hombre que en su infancia durante la dictadura presenció el intento de secuestro de una vecina y ahora, ya grande, se avergüenza de su propio dolor ante el de quienes sufrieron pérdidas mayores en aquellos años. Brizuela vive en Tolosa, barrio en las afueras de La Plata. El agua arruinó su biblioteca, incluyendo libros, discos y los muebles de la casa de su madre. Otra vez la vergüenza es lo que aparece primero. “Hablar de eso me da un poco de pudor, porque es muy personal. Tengo 50 y sé que todo eso que perdí en algún momento se iba a ir. La tristeza es ver que te pasa toda una vida bajo los ojos”, recuerda el escritor. “Durante toda la tormenta me mantuve frío, como diciendo ‘bueno, voy a perder los libros, está bien’. Y después fue muchísima la tristeza. En el garaje de la casa de mamá estaba gran parte de la biblioteca, los vinilos, las cartas, las dedicatorias y todas esas cosas que el otro día tiré, pero tan rápido que me voy acordando ahora. A la mañana cuando me levanté era como una pileta y ahí encima, sobre esa cosa negra, mis libros flotando. No me siento bien hablando de eso, porque me parece banal cuando otra gente perdió la vida.”
A pesar de que la propuesta era clara, ni Chicha ni Leopoldo se pueden sacar las imágenes de aquella noche. Para él, entre todas esas otras pérdidas la más importante es la calma y la seguridad. “Eso es terrible, no sos el de antes. Incluso te hace pensar en las guerras y en las dictaduras: hay gente que dice que no le pasó nada porque se salvó, pero vivió determinadas cosas que no se le olvidan más”, reconoce Brizuela y enseguida ese miedo aparece en imágenes que le devuelve su memoria. “Yo en mi casa tuve un metro de agua, pero cuando tuve que ir cobrar la jubilación de mi mamá al centro de Tolosa, que es donde más agua se acumuló, a medida que avanzaba por las calles veía como iba subiendo la marca que dejó en las paredes. Cuando la marca me pasó en altura me dio un escalofrío pensando en lo que pasó esta gente. Eso seguido de toda esta inacción que hay ahora, que es de cuarta, produce que todos temblemos cuando caen dos gotitas”. Chicha también siente que esa noche se llevó parte de su vida. “A mí me sacaron de casa con el agua al cuello y en ningún momento tuve miedo. Me dolió muchísimo, porque no quería salir y tenía miedo de dejar mis cosas: después de haber perdido mi familia con la dictadura militar creía que ya nada me podía afectar, pero esto me afectó mucho”, afirma adolorida. “Me he pasado estos años desde que no los tengo buscando lo que ha quedado de ellos: un escarpín de la nena; un papel de mi hijo… porque los militares destruyeron su casa, no me quedó casi nada. Se llevaron las fotografías, también saquearon mi casa, así que tengo las pocas cosas que he ido encontrando a lo largo de mi vida. Pero ahora se fueron con el agua. Papeles, documentos, la historia de la vida de uno. Ya no es sólo la perdida material de las cosas, sino lo que contiene cada papelito, cada pequeño objeto de ellos.” El relato de Chicha recorta en esta nueva pérdida el fantasma de aquella otra con la que convive hace 36 años y merece ser oído en silencio. “No quería dejar que esta parte de mi vida se perdiera, porque sin esto es como que me pierdo yo también. Mi vida está acá, lo que me queda. Perdí la parte más importante con la dictadura y ahora, si me iba de la casa, me quedaba sin lo poquito que todavía conservaba de ellos. Por eso agradeceré todo lo que me quede de vida a las personas y las entidades que me dieron la fuerza para levantarme de la cama donde estuve 15 días, porque no podía. Ahora tengo 89 años y todo es más difícil.”
Junto a ese dolor propio, de una naturaleza tan íntima, crece también otro de carácter colectivo. Dentro de él cada uno es también todos. “No concibo tener que ver las pertenencias de medio mundo flotando por la calle, las ropas de todo el vecindario enredadas en las rejas de mi casa. Porque tuve que juntar mis propios recuerdos, pero también los de mis vecinos. Todo eso me produjo una desazón tan grande, unas ganas de irme, de no saber más nada.” En Chicha el dolor es también enojo e indignación. Para Brizuela el horror ajeno le abre más puertas a los miedos propios, un territorio en el cual lo sufrido por otros forma parte de las potenciales tragedias de las que uno mismo se salvó. “Es cierto que vas escuchando y a todos nos ha pasado más o menos lo mismo, peor o más leve, pero te vas identificando tanto en los relatos que vas escuchando que terminás convencido de que cualquiera de esas cosas te podría haber pasado a vos. Imaginar lo que podría haber pasado es casi tan fuerte como lo que en realidad pasó.” El poder de la propia ficción.
Sin embargo, el recuerdo de lo que el agua se llevó comienza a aparecer con fuerza. “Yo tenía La Flauta Mágica en vinilo, que eran ocho discos que me regaló María Elena Walsh cuando tenía 14 años y nunca más voy a escuchar esos discos. Pero no es por los discos en sí, sino porque son esas cosas que vos crees que te van a acompañar durante toda tu vida”, se lamenta Brizuela una vez más. Y otra: “Mucha gente te dice que hay técnicas para secar los libros, pero vos te los querés sacar de encima porque no es que los roció una llovizna. Es agua con mierda, con aceite, que apesta. Todos estos días estamos obsesionados con sacarnos el olor de la muerte, porque es el olor de la muerte. Es muy siniestro ver como cosas tan queridas están llenas con el olor de la muerte”. Por su parte Chicha encuentra un motivo para volver a mirar todo de manera positiva. “Mi madre, que murió hace seis años a los 98, tenía unos aros que usó toda la vida. Yo los tenía guardados en una cajita y cuando bajó el agua aparecieron en la salida de autos de la casa, casi saliendo a la vereda, amontonaditos en un rincón, los dos juntos sin estar unidos. Ahí los encontraron y me los trajeron los chicos que me ayudaron acá. No sabés lo que significó, como un mensaje: tener paciencia y seguir.” Con casi el 80 por ciento de su archivo recuperado gracias a la colaboración de muchas personas y entidades que se acercaron a colaborar, Chicha prefiere pensar en el futuro pero sin olvidar el pasado. Como siempre. “Espero que las autoridades le den a este horror la importancia que tiene y vean de hacer las obras necesarias. Es bueno que en algún lado quede esta invitación a cuidar a la gente, porque no siempre se la cuida. Que no pase nunca más.” No es casual que estas charlas terminen otra vez con esas mismas palabras.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 2 de mayo de 2013
CINE - "Simón, el hijo del pueblo", de Rolando Goldman y Julián Troksberg: Historia de un país tuerto
El relato comienza hace dos años, durante la celebración del Día de los Trabajadores de 2011, pero la historia nace mucho antes, con la primera gran corriente migratoria que la Argentina recibió desde Europa, a finales del siglo XIX. Ese es el punto de partida de Simón, hijo del pueblo, el documental dirigido por Rolando Goldman y Julián Troksberg que reconstruye la historia de Simón Radowitzky, un personaje fundamental pero silenciado de la historia de los movimientos obreros en el país. Tomando como eje las investigaciones que el historiador y escritor Osvaldo Bayer realizó sobre este joven inmigrante y militante del anarquismo que, junto con el socialismo, encarnaba las luchas por las reivindicaciones sindicales, el film de Goldman y Troksberg desanda varias de las páginas más sangrientas de la historia nacional pero aún así, de las más necesarias de recordar.
El propio Bayer, quien en la película se encarga de la narración histórica, afirma casi al comienzo de la película que le “gusta escribir sobre los héroes del pueblo” y no “sobre los héroes oficiales”. Allí, en esa oposición entre héroes populares y próceres canónicos, se apoya uno de los ejes principales de esta historia.
Como en otros documentales que narran diferentes etapas de los movimientos obreros y los cambios sociales en la Argentina (ver El día que cambió la historia, codirigido por Jorge Pastor Asuaje y Sergio Pérez; o Clase media, de Juan Carlos Domínguez), Simón, hijo del pueblo comienza con el final de la campaña del desierto. Luego de que los ejércitos de Julio Argentino Roca sepultara la barbarie, masacrando a la población natural de la Patagonia y ganando aquel “desierto” para la civilización, surgió la máxima contradictoria que indicaba que gobernar era poblar. Justamente lo opuesto de lo que Roca acababa de hacer. Nació así el impulso de la inmigración, cuyo principal objetivo era reemplazar el indeseable salvajismo de los pueblos originarios, importando de Europa población civilizada. Ese falso gesto de brazos abiertos al mundo ocultaba una necesidad: la de una mano de obra barata para ocupar los puestos de trabajo que la creciente industria nacional, ligada sobre todo a los productos agrícolo-ganaderos, precisaba para apuntalar su progreso. Millones de trabajadores europeos desocupados llegaron entonces con sus familias a la Argentina, en busca de esa vida próspera que una Europa atestada y en crisis les negaba. Pero acá no los esperaba el paraíso.
La Argentina naciente, gobernada desde Buenos Aires y diseñada a imagen y semejanza de Europa, no ofrecía condiciones de trabajo mucho más favorables que las que dejaban atrás en sus propios países. Jornadas de trabajo de más de 12 horas y salarios miserables formaban parte de la vida laboral en la tierra nueva. Es así que los inmigrantes, venidos principalmente de Italia y España pero también de Polonia y Rusia, comenzaron a organizarse tal como lo hacían en sus tierras, formando los primeros movimientos obreros del país. La llegada del anarquismo y el socialismo fue un efecto colateral no previsto de aquel plan de gobernar poblando. Aquellos trabajadores tomaron al primero de mayo, día de la masacre de Chicago, como una fecha destinada a reunirse y hacer manifiesto su reclamo por mejoras en las condiciones de trabajo. El 1° de mayo de 1909, el jefe de policía de Buenos Aires, coronel Ramón L. Falcón ordeno reprimir a los trabajadores reunidos, dejando un saldo de cuatro muertos y muchos heridos. Consultado por la causa de tan violenta acción contra los obreros, Falcón dijo que los manifestantes llevaban banderas rojas en lugar de la azul y blanca.
Antes de ser elegido como jefe de policía, el coronel Falcón había sido un miembro destacado del ejército de Roca, en el cual se distinguió particularmente en las matanzas de indios. Las familias de los trabajadores muertos nunca recibieron resarcimiento alguno por sus familiares asesinados por la represión ordenada por Falcón. Simón, el hijo del pueblo cuenta la historia de Simón Radowitzky, miembro de una familia de inmigrantes ucranianos enrolados en el anarquismo. Los movimientos libertarios afirman que cuando la justicia desde arriba (el estado) no funciona, entonces el pueblo tiene derecho a ejercerla desde abajo, sobre todo en contra de los grandes tiranos. Simón fue elegido por sus 18 años edad, ya que por ser menor no podía ser condenado a muerte, para llevar a cabo un acto de justicia popular: matar a Ramón Falcón, uno de los hombres que más homenajes tiene actualmente en Buenos Aires incluyendo monumentos, calles y parques públicos que llevan su nombre. Por el contrario, Simón Radowitzky fue detenido y recluido en el penal de Ushuaia, y casi nadie recuerda su nombre.
La película lo rescata a través de un doble relato: por un lado la narración histórica realizada por Bayer; por el otro una ficcionalización que gira en torno a Julián, un sobrino bisnieto de Simón, personaje creado para la ocasión, quien descubre el vínculo a partir de la portada de una revista con la foto de su antepasado. Sin embargo en esta subtrama no todo es imaginario, ya que incluye parientes reales de aquel muchacho que sacrificó su libertad en pos de una justicia que tal vez pueda ser cuestionada en sus métodos, pero no en sus fines. Estos descendientes encarnan el clásico relato familiar en el que se sostiene y legitima toda tradición. Realizado con medios limitados pero con información abundante y precisa, Simón, el hijo del pueblo consigue algunos aciertos estéticos, como una interesante utilización de la música y sobre todo del material microfilmado, cuya dinámica y diseño son aprovechados también para una gráfica atractiva y oportuna de los títulos de la película, dos detalles que pueden parecer menores, pero que ayudan a crear un marco atractivo para lo verdaderamente importante: la información. Y allí el documental cumple con su cometido principal: transmitir un relato histórico que no debe perderse, porque forma parte legítima e indispensable del nacimiento de la nación Argentina y de una forma particular de reverla por fuera de toda canonización hegemónica. Porque la historia, si lo que busca es comprender el conjunto completo, debe ser primero el relato de los pueblos y no una mirada parcial impuesta desde el poder.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Como en otros documentales que narran diferentes etapas de los movimientos obreros y los cambios sociales en la Argentina (ver El día que cambió la historia, codirigido por Jorge Pastor Asuaje y Sergio Pérez; o Clase media, de Juan Carlos Domínguez), Simón, hijo del pueblo comienza con el final de la campaña del desierto. Luego de que los ejércitos de Julio Argentino Roca sepultara la barbarie, masacrando a la población natural de la Patagonia y ganando aquel “desierto” para la civilización, surgió la máxima contradictoria que indicaba que gobernar era poblar. Justamente lo opuesto de lo que Roca acababa de hacer. Nació así el impulso de la inmigración, cuyo principal objetivo era reemplazar el indeseable salvajismo de los pueblos originarios, importando de Europa población civilizada. Ese falso gesto de brazos abiertos al mundo ocultaba una necesidad: la de una mano de obra barata para ocupar los puestos de trabajo que la creciente industria nacional, ligada sobre todo a los productos agrícolo-ganaderos, precisaba para apuntalar su progreso. Millones de trabajadores europeos desocupados llegaron entonces con sus familias a la Argentina, en busca de esa vida próspera que una Europa atestada y en crisis les negaba. Pero acá no los esperaba el paraíso.
La Argentina naciente, gobernada desde Buenos Aires y diseñada a imagen y semejanza de Europa, no ofrecía condiciones de trabajo mucho más favorables que las que dejaban atrás en sus propios países. Jornadas de trabajo de más de 12 horas y salarios miserables formaban parte de la vida laboral en la tierra nueva. Es así que los inmigrantes, venidos principalmente de Italia y España pero también de Polonia y Rusia, comenzaron a organizarse tal como lo hacían en sus tierras, formando los primeros movimientos obreros del país. La llegada del anarquismo y el socialismo fue un efecto colateral no previsto de aquel plan de gobernar poblando. Aquellos trabajadores tomaron al primero de mayo, día de la masacre de Chicago, como una fecha destinada a reunirse y hacer manifiesto su reclamo por mejoras en las condiciones de trabajo. El 1° de mayo de 1909, el jefe de policía de Buenos Aires, coronel Ramón L. Falcón ordeno reprimir a los trabajadores reunidos, dejando un saldo de cuatro muertos y muchos heridos. Consultado por la causa de tan violenta acción contra los obreros, Falcón dijo que los manifestantes llevaban banderas rojas en lugar de la azul y blanca.
Antes de ser elegido como jefe de policía, el coronel Falcón había sido un miembro destacado del ejército de Roca, en el cual se distinguió particularmente en las matanzas de indios. Las familias de los trabajadores muertos nunca recibieron resarcimiento alguno por sus familiares asesinados por la represión ordenada por Falcón. Simón, el hijo del pueblo cuenta la historia de Simón Radowitzky, miembro de una familia de inmigrantes ucranianos enrolados en el anarquismo. Los movimientos libertarios afirman que cuando la justicia desde arriba (el estado) no funciona, entonces el pueblo tiene derecho a ejercerla desde abajo, sobre todo en contra de los grandes tiranos. Simón fue elegido por sus 18 años edad, ya que por ser menor no podía ser condenado a muerte, para llevar a cabo un acto de justicia popular: matar a Ramón Falcón, uno de los hombres que más homenajes tiene actualmente en Buenos Aires incluyendo monumentos, calles y parques públicos que llevan su nombre. Por el contrario, Simón Radowitzky fue detenido y recluido en el penal de Ushuaia, y casi nadie recuerda su nombre.
La película lo rescata a través de un doble relato: por un lado la narración histórica realizada por Bayer; por el otro una ficcionalización que gira en torno a Julián, un sobrino bisnieto de Simón, personaje creado para la ocasión, quien descubre el vínculo a partir de la portada de una revista con la foto de su antepasado. Sin embargo en esta subtrama no todo es imaginario, ya que incluye parientes reales de aquel muchacho que sacrificó su libertad en pos de una justicia que tal vez pueda ser cuestionada en sus métodos, pero no en sus fines. Estos descendientes encarnan el clásico relato familiar en el que se sostiene y legitima toda tradición. Realizado con medios limitados pero con información abundante y precisa, Simón, el hijo del pueblo consigue algunos aciertos estéticos, como una interesante utilización de la música y sobre todo del material microfilmado, cuya dinámica y diseño son aprovechados también para una gráfica atractiva y oportuna de los títulos de la película, dos detalles que pueden parecer menores, pero que ayudan a crear un marco atractivo para lo verdaderamente importante: la información. Y allí el documental cumple con su cometido principal: transmitir un relato histórico que no debe perderse, porque forma parte legítima e indispensable del nacimiento de la nación Argentina y de una forma particular de reverla por fuera de toda canonización hegemónica. Porque la historia, si lo que busca es comprender el conjunto completo, debe ser primero el relato de los pueblos y no una mirada parcial impuesta desde el poder.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.