El celacanto es un pez, aunque quizá sea conveniente conjugar en pasado al verbo ser. Para quien no lo sabe, se trata de una especie marina de origen prehistórico que se creía extinta hace millones de años, pero de la cual durante el siglo XX comenzaron a encontrarse unos cuantos ejemplares con vida aquí y allá. Para sorpresa del mundo científico y maravilla de los niños del mundo, el celacanto estaba vivo.
Es extraño el celacanto, pues representa una especie única de pez cuyas aletas lobuladas no son otra cosa que una malformación que, con los años (millones de ellos), acabarían por ser las patas que con tanta elegancia saben portar los mamíferos y otras especies de la aristocracia animal. En cambio el celacanto es apenas una módica aberración prehistórica, cuya monstruosidad surge de su propia hibridez. Igual que mi abuelo, que en Buenos Aires parecía hablar en italiano, pero cuando viajaba a su tierra natal era acusado de hacerlo en español. La inmigración (que como los procesos evolutivos siempre tiene algo de adaptación al medio ambiente) también había convertido a su lengua en algo monstruoso. Pero no hablemos de mi abuelo.
Aunque los celacantos encontrados ya suman unas cuantas decenas desde que en 1938 un desinformado pescador sacara del agua al primero, en el estuario de un río del sur de África, su existencia continua siendo más un mito que otra cosa. No más que una leyenda de marineros que, como todo el mundo sabe, son una raza que suele propender a la exageración, la fantasía y, por qué no, a la fabulación más absoluta, igual que los taxistas. Miren sino a Joseph Conrad, que fue marino antes que escritor aunque, es verdad, nunca chofer de taxi.
A partir de todo esto es posible decir que aquellos que alguna vez atraparon un celacanto entre sus redes, han sido por demás afortunados. Pero no más que otros: los que alcanzaron a distinguir un ser abominable entre las nevadas himalayas; los que han visto el largo cuello de una bestia agitar la superficie del agua de un lago escocés; o quienes aseguran haber reconocido el amor en los ojos de alguien más. No a todo el mundo le ocurren cosas así. Hay que tener mucha suerte.
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Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiemp Argentino.
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