martes, 15 de enero de 2013

CUENTO - Uncertain regard



La primera vez que lo vi, Marcos se sacaba los mocos con las uñas, para después quedarse un rato largo orbitando con su cabeza alrededor de la punta del dedo, como queriendo estudiar de memoria cada detalle desde todos los ángulos posibles. Al mismo tiempo movía los labios como si hablara consigo mismo, haciendo un dictado mental de vaya a saber qué conclusiones, y cuando se cansaba pegaba el moco en el guardapolvo del chico que tuviera la desgracia de sentarse delante, con tanto cuidado que las víctimas nunca se daban cuenta. Enseguida se sacaba otro y de nuevo lo mismo: los demás terminaban el día con la ropa llena de Marcos. Desde entonces me senté junto a él, nunca adelante. Tardamos en llevarnos bien, sin embargo, aunque ya no nos veamos, admito con pena que es el más viejo de los amigos que tengo.

Cuando empecé a compartir banco con él lo hice sobre todo por el asco que me daba su costumbre, más que para evitar ser blanco de sus pegotes. Yo había aprendido viendo películas que cuando la cámara se concentra en lo profundo del plano, lo que está adelante se vuelve neblinoso, fantasmal, hasta que los detalles desaparecen como si se mirara a través de ellos. Marcos de veras me daba asco y creí que la mejor forma de evitarlo era tenerlo tan cerca que la proximidad me esfumara los detalles de su rutina. El truco no funcionó, pero por los motivos equivocados. Al principio llegué a perderlo de vista y casi no me daba cuenta cuando se escarbaba la nariz, pero no tardó en distraerme su voz. Es que no movía la boca de manera silenciosa tal como yo creía, sino que realmente hablaba. Lo hacía bajito, casi no se lo sentía; de hecho no recuerdo que la señorita Lenora le llamara la atención por hablar en clase. Ni por hablar ni por sacarse los mocos, ni por pegárselos en el pelo a las nenas de los pupitres que estaban delante nuestro: nunca jamás le llamó la atención. Pero junto a él, en el silencio de la clase, no había forma de evitar su canturreo insonorizado. Pensé que le hablaba a los mocos, que les contaba historias o que sostenía conversaciones con ellos: supuse que se trataba de una versión pretenciosa del amigo invisible y me dio un poco de risa. No mucho, la verdad me asustó. Pero a mí sí me retó la señorita Lenora y me mandó a escribir diez hojas de “no debo reírme en clase mientras la señorita Lenora explica las vocales abiertas y las vocales cerradas”.

Al principio hablábamos solamente durante los recreos. Un poco porque yo siempre fui alumno aplicado, y otro porque las clases eran el momento reservado a su ritual. Nuestros temas tampoco eran muchos. Yo le hablaba bastante de las películas que veía los sábados por televisión y a veces en el cine. Él casi no miraba películas. Su papá prefería el fútbol y su madre, las novelas. Pero nunca hablábamos de los mocos. Hasta que un día le pregunté qué es lo que hacía con ellos, por qué les hablaba. Marcos se encogió de hombros. Mirando para otro lado dijo que él no hablaba con los mocos. Recuerdo que lo miré un rato esperando que se le escapara una sonrisa de los ojos. No dijo nada más. Yo insistí. Le dije que no mintiera, que lo escuchaba todo el tiempo hablarle a los mocos y que también lo había visto pegoteándole las trenzas rubias a Meliana. Sobre todo insistí en que lo había escuchado perfectamente hablándole a los mocos. Entonces, torciendo un poco la boca, reconoció que hablaba. Pero de ninguna manera aceptó que fuera “con” los mocos, sino que hablaba “de” los mocos. Eso dijo. Me lo quedé mirando de nuevo. Cuando notó mi ausencia, se metió el dedo en la nariz, sacó un moco y lo puso justo frente a mis ojos.

- ¿Qué ves?

- Un moco -le dije corriendo un poco la cara, tratando de que no notara las arcadas.

- Sí, un moco. Pero todos son distintos.

Mantenía la mano frente a mi cara con el índice apuntando al cielo, exhibiendo el moco en un gesto que tenía algo de amenazante. Le pregunté qué era lo que veía, más para que lo sacara de mi vista que para saber qué cosa encontraba de interesante en esa pasta aprisionada entre el filo de la uña y la carne del dedo. El truco funcionó: Marcos acercó el moco a su propia cara y mientras lo sondeaba comenzó a hablar. Algunas de las palabras que usó las escuché esa mañana por primera vez en mi vida.

Describió ese moco durante los casi diez minutos que quedaban de recreo. Después lo amasó en una bolita y la catapultó con la punta del dedo hacia el pelo de un nene más grande que justo pasaba por ahí. Sin pensar le pregunté si quería venir al cine el fin de semana. Aceptó, pero con cara de que en realidad la cosa no le interesaba demasiado. Se sacó otro moco y empezó a hablar de las pizzas de muzzarella y del color de los ojos de su abuela.

Sentí gran alegría cuando sus padres lo dejaron venir. Los míos tuvieron que insistir bastante, pero un sábado a la tarde estábamos ocupando cuatro butacas justo en el centro de la primera fila del pullman, en el primer piso de la sala, que era el lugar exacto donde obligaba a mis padres a sentarnos (para ello los hacía ir temprano a hacer la cola: nunca soporté ver cine de costado o desde abajo, donde las diagonales distorsionan el punto de vista que el director imaginó durante el rodaje. Todo tiene sentido en las películas, incluso –sobre todo- esa incierta mirada que va formando el relato). Todavía me acuerdo bien de lo que proyectaron esa vez, aunque Marcos se la pasó todo el tiempo cuchicheando en la butaca de al lado. Era la historia de una logia secreta cuyos miembros, hombres de ciencia, se imponen la tarea de educar a un grupo de huérfanos hasta convertirlos en perfectos caballeros, para hacerlos pasar por jóvenes de buen linaje e infiltrar así lo más selecto de la alta sociedad de la Europa victoriana. Aunque no contaré el final, diré que me pareció una versión interesante de una vieja paranoia muy en boga.

Tras el cine fuimos a tomar chocolate con churros, pero cuando quise comentar la película, costumbre que también había impuesto a mis padres después de cada salida, casi no pude decir palabra. Marcos estaba maravillado con el corto que habían pasado antes de la proyección principal. Era un noticiero que contaba de manera subrayada las aventuras de un tipo dedicado a escarbar la tierra y sacar conclusiones acerca del pasado, de acuerdo a las diferencias que iba encontrando en la composición de las capas de suelo a medida que iba penetrando en él. Yo no recordaba demasiado de aquel corto y Marcos acaparó la atención durante toda la merienda. Mis padres se miraban de reojo y sonreían, encantados con las derivaciones absurdas que mi amigo iba exponiendo a partir de la historia de ese hombre que se enterraba, con la misma pasión que él ponía al sacarse los mocos. Lla memoria volvió a retorcerme el estómago.

Vimos varias películas pero nunca nos gustaba lo mismo. De a poco dejamos de compartir cosas y el cine fue lo primero que resignamos, tal era la distancia entre nuestras miradas. (Aunque en el fondo lo que más me molestaba era que hablara durante las proyecciones.) La última vez que fuimos juntos nada había cambiado.

Cuando Marcos me llamó para invitarme de nuevo, yo seguía yendo al cine al menos una vez por semana. Hacía varios años que habíamos terminado la escuela, cada uno se encontraba avanzando en su propia carrera, y el recuerdo hizo que la invitación me causara desconfianza. Él debe haberlo notado, porque enseguida argumentó que al fin había encontrado su lugar en el mundo dentro del cine. Esa sola revelación me sonó tan meritoria que consiguió desmantelar mis prevenciones y abonar mi curiosidad.

Nos encontramos ese mismo fin de semana en la puerta del cine. Llegué apenas 5 minutos antes de que comenzara la proyección. El tiempo no lo había cambiado mucho, excepto que ahora se dejaba unas patillas y un bigote abundante que parecía salirle de la nariz para montarse sobre su labio superior.

El cine estaba sobre la peatonal y tenía su entrada cavada entre una casa de cambio y un café que ya entonces era antiguo. Ninguna persona decente hubiera adivinado que allí había un cine. Como Marcos había llegado un rato antes para sacar las entradas, tras bajar por una escalera angosta pasamos directo a la sala, que no era grande, ni cómoda, ni concurrida. En apariencia era el típico antro de cine arte, donde cada espectador consume el tiempo previo más pendiente de sí mismo que de los habitantes de las butacas vecinas. Induje a Marcos sin demasiado esfuerzo a ocupar el centro de la sala.

Cuando las luces se apagaron me recosté en mi asiento y de inmediato me impactaron los títulos corriendo al revés sobre una serie de imágenes urbanas de textura casi documental, musicalizadas con algo que mi ignorancia sólo me permite definir como pop fusión. Los nombres de los actores me confirmaron que se trataba de cine independiente europeo: Svetlana Busetic, Lebón d’Age, Dick Enbutt, Ann O’Forced y Sel Lancômme.

La historia no era compleja. Tres estudiantes de vacaciones, dos chicas y un muchacho, llegan a una posada atendida por una mujer de aspecto severo, y se ven obligados a hospedarse todos en la misma habitación, debido a que la capacidad hotelera de la villa se encuentra superada por la celebración de las fiestas comunales. Un extraño huésped les informa durante la cena que dicho festejo es una suerte de bacanal, que por la descripción resulta muy similar a nuestro carnaval. Las primeras escenas dejaban en claro que el director debía tener experiencia en el campo del video arte experimental y que, a partir de la diferencia de registros dramáticos, había asumido el riesgo de conformar un elenco mixto que combinaba el trabajo de actores profesionales con amateurs. Mientras Bucetic y d’Age se lucían en sus roles de estudiante tímida pero curiosa la primera, y como ruda anfitriona la otra, Lancômme sobreactuaba los amaneramientos aristocráticos de su huésped misterioso, en tanto la interpretación de O’Forced asumía riesgos con imprudencia y Enbutt aportaba la venalidad necesaria para hacer admisibles las escenas más explícitas.

El andamiaje narrativo hacía coincidir los tres niveles de la posada (las habitaciones en el primer piso, el lobby y el sótano), con los tres niveles de conciencia de la teoría psicoanalítica. Estructurado de ese modo, el nivel superior era el espacio destinado a la fantasía superyoica, en cuyas escenas por lo general tomaban parte Enbutt y O’Forced, aunque a veces también se sumaba la exquisita Bucetic, quien invariablemente daba a cada uno de los planos en los que participaba una profundidad que los espectadores agradecían incluso corporalmente. Recién ahí comencé a sospechar que cierto movimiento era actuado en la misma sala, como si la vitalidad de lo proyectado desbordara la pantalla hacia la platea. Esa pequeña dispersión me reveló también que Marcos, hundido en su butaca, no había perdido la vieja costumbre de hablar en el cine. Traté de olvidar.

 El lobby del hostal correspondía, en tanto, a un espacio social represivo en donde la norma sometía a los personajes a diversos juegos de tensión que, de una forma u otra, los remitía a actuar en los otros dos niveles aquello que allí se refrenaba. Estaba claro que se trataba del ámbito regido por el Yo. Eso me llevó a repensar el concepto de tabú y en cómo las sociedades occidentales, sobre todo europeas (que era el caso), se obligan a sí mismas a fragmentar la existencia en compartimentos estancos. Una rigidez que, era evidente, esta película venía a criticar. Y por fin el subsuelo: soterrado, oculto, ese era el territorio del Ello, donde operaba lo indecible pero secretamente deseado. Ahí, Lebón d’Age y Lancômme sometían a Bucetic a perversas prácticas que, sin embargo, todos parecían disfrutar. Ya no cabían dudas de que la clave se hallaba en el personaje de Bucetic. Como Odiseo, era la única pasajera capaz de transitar el escenario completo, los tres niveles de esa posada. De su equilibrio dependía, en definitiva, que el relato no acabara en tragedia. Ella era el cordero que se entrega a sí mismo en sacrificio.

Estaba en eso cuando escuche aquella palabra y fue como un salto hacia afuera. En voz muy baja, como siempre, Marcos hablaba y entonces, inflamado de curiosidad, ya no pude evitar girar la cabeza para verlo. Desde el fondo de su butaca, el mayor de sus dedos señalaba al cielo sosteniendo en la punta un moco como de cera aún tibia y, entre espasmos, no dejaba de pronunciar esa misma palabra que enseguida creí recordar. Yo lo escuchaba absorto: había olvidado por completo la película y de hecho no recuerdo el final. Él en cambio no le sacaba los ojos a la pantalla y yo no se los sacaba a él, a la punta brillosa de su dedo que de golpe se me venía encima. Casi acostado en el aire, Marcos repetía como un mantra, muy bajito, “¿Quevés? ¿Quevés?”, y yo “Un moco, un moco”, mientras intentaba moverme hacia atrás sin conseguirlo. Recién cuando la punta de su dedo estuvo una vez más justo delante de mi vista pude escuchar la pregunta con claridad. “¿Querés?”

Cerré los ojos.

Como una marioneta a la que de golpe le cortaran los cables, giré sobre mi asiento y me vacié encima de la hilera de butacas que tenía a mis espaldas. Cuando volví a mirar, aún sin haber recuperado el ritmo normal de la respiración, Marcos se limpiaba el moco en el guardapolvo del compañero de adelante. 
  

Cuento publicado originalmente por GrupoKane, en su antología digital Nuestra última película.

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