La primera vez que lo vi,
Marcos se sacaba los mocos con las uñas, para después quedarse un rato largo orbitando
con su cabeza alrededor de la punta del dedo, como queriendo estudiar de
memoria cada detalle desde todos los ángulos posibles. Al mismo tiempo movía
los labios como si hablara consigo mismo, haciendo un dictado mental de vaya a
saber qué conclusiones, y cuando se cansaba pegaba el moco en el guardapolvo del
chico que tuviera la desgracia de sentarse delante, con tanto cuidado que las
víctimas nunca se daban cuenta. Enseguida se sacaba otro y de nuevo lo mismo: los
demás terminaban el día con la ropa llena de Marcos. Desde entonces me senté junto
a él, nunca adelante. Tardamos en llevarnos bien, sin embargo, aunque ya no nos
veamos, admito con pena que es el más viejo de los amigos que tengo.
Cuando empecé a
compartir banco con él lo hice sobre todo por el asco que me daba su costumbre,
más que para evitar ser blanco de sus pegotes. Yo había aprendido viendo
películas que cuando la cámara se concentra en lo profundo del plano, lo que
está adelante se vuelve neblinoso, fantasmal, hasta que los detalles
desaparecen como si se mirara a través de ellos. Marcos de veras me daba asco y
creí que la mejor forma de evitarlo era tenerlo tan cerca que la proximidad me
esfumara los detalles de su rutina. El truco no funcionó, pero por los motivos
equivocados. Al principio llegué a perderlo de vista y casi no me daba cuenta
cuando se escarbaba la nariz, pero no tardó en distraerme su voz. Es que no
movía la boca de manera silenciosa tal como yo creía, sino que realmente
hablaba. Lo hacía bajito, casi no se lo sentía; de hecho no recuerdo que la
señorita Lenora le llamara la atención por hablar en clase. Ni por hablar ni
por sacarse los mocos, ni por pegárselos en el pelo a las nenas de los pupitres
que estaban delante nuestro: nunca jamás le llamó la atención. Pero junto a él,
en el silencio de la clase, no había forma de evitar su canturreo insonorizado.
Pensé que le hablaba a los mocos, que les contaba historias o que sostenía
conversaciones con ellos: supuse que se trataba de una versión pretenciosa del
amigo invisible y me dio un poco de risa. No mucho, la verdad me asustó. Pero a
mí sí me retó la señorita Lenora y me mandó a escribir diez hojas de “no debo
reírme en clase mientras la señorita Lenora explica las vocales abiertas y las vocales
cerradas”.
Al principio hablábamos
solamente durante los recreos. Un poco porque yo siempre fui alumno aplicado, y
otro porque las clases eran el momento reservado a su ritual. Nuestros temas
tampoco eran muchos. Yo le hablaba bastante de las películas que veía los
sábados por televisión y a veces en el cine. Él casi no miraba películas. Su
papá prefería el fútbol y su madre, las novelas. Pero nunca hablábamos de los
mocos. Hasta que un día le pregunté qué es lo que hacía con ellos, por qué les
hablaba. Marcos se encogió de hombros. Mirando para otro lado dijo que él no
hablaba con los mocos. Recuerdo que lo miré un rato esperando que se le
escapara una sonrisa de los ojos. No dijo nada más. Yo insistí. Le dije que no
mintiera, que lo escuchaba todo el tiempo hablarle a los mocos y que también lo
había visto pegoteándole las trenzas rubias a Meliana. Sobre todo insistí en
que lo había escuchado perfectamente hablándole a los mocos. Entonces,
torciendo un poco la boca, reconoció que hablaba. Pero de ninguna manera aceptó
que fuera “con” los mocos, sino que hablaba “de” los mocos. Eso dijo. Me lo
quedé mirando de nuevo. Cuando notó mi ausencia, se metió el dedo en la nariz,
sacó un moco y lo puso justo frente a mis ojos.
- ¿Qué ves?
- Un moco -le dije
corriendo un poco la cara, tratando de que no notara las arcadas.
- Sí, un moco. Pero
todos son distintos.
Mantenía la mano frente
a mi cara con el índice apuntando al cielo, exhibiendo el moco en un gesto que
tenía algo de amenazante. Le pregunté qué era lo que veía, más para que lo
sacara de mi vista que para saber qué cosa encontraba de interesante en esa
pasta aprisionada entre el filo de la uña y la carne del dedo. El truco
funcionó: Marcos acercó el moco a su propia cara y mientras lo sondeaba comenzó
a hablar. Algunas de las palabras que usó las escuché esa mañana por primera
vez en mi vida.
Describió ese moco
durante los casi diez minutos que quedaban de recreo. Después lo amasó en una
bolita y la catapultó con la punta del dedo hacia el pelo de un nene más grande
que justo pasaba por ahí. Sin pensar le pregunté si quería venir al cine el fin
de semana. Aceptó, pero con cara de que en realidad la cosa no le interesaba
demasiado. Se sacó otro moco y empezó a hablar de las pizzas de muzzarella y del
color de los ojos de su abuela.
Sentí gran alegría
cuando sus padres lo dejaron venir. Los míos tuvieron que insistir bastante,
pero un sábado a la tarde estábamos ocupando cuatro butacas justo en el centro de
la primera fila del pullman, en el primer piso de la sala, que era el lugar exacto
donde obligaba a mis padres a sentarnos (para ello los hacía ir temprano a
hacer la cola: nunca soporté ver cine de costado o desde abajo, donde las
diagonales distorsionan el punto de vista que el director imaginó durante el
rodaje. Todo tiene sentido en las películas, incluso –sobre todo- esa incierta
mirada que va formando el relato). Todavía me acuerdo bien de lo que
proyectaron esa vez, aunque Marcos se la pasó todo el tiempo cuchicheando en la
butaca de al lado. Era la historia de una logia secreta cuyos miembros, hombres
de ciencia, se imponen la tarea de educar a un grupo de huérfanos hasta
convertirlos en perfectos caballeros, para hacerlos pasar por jóvenes de buen
linaje e infiltrar así lo más selecto de la alta sociedad de la Europa
victoriana. Aunque no contaré el final, diré que me pareció una versión
interesante de una vieja paranoia muy en boga.
Tras el cine fuimos a
tomar chocolate con churros, pero cuando quise comentar la película, costumbre
que también había impuesto a mis padres después de cada salida, casi no pude
decir palabra. Marcos estaba maravillado con el corto que habían pasado antes
de la proyección principal. Era un noticiero que contaba de manera subrayada
las aventuras de un tipo dedicado a escarbar la tierra y sacar conclusiones
acerca del pasado, de acuerdo a las diferencias que iba encontrando en la
composición de las capas de suelo a medida que iba penetrando en él. Yo no
recordaba demasiado de aquel corto y Marcos acaparó la atención durante toda la
merienda. Mis padres se miraban de reojo y sonreían, encantados con las derivaciones
absurdas que mi amigo iba exponiendo a partir de la historia de ese hombre que
se enterraba, con la misma pasión que él ponía al sacarse los mocos. Lla
memoria volvió a retorcerme el estómago.
Vimos varias películas pero
nunca nos gustaba lo mismo. De a poco dejamos de compartir cosas y el cine fue
lo primero que resignamos, tal era la distancia entre nuestras miradas. (Aunque
en el fondo lo que más me molestaba era que hablara durante las proyecciones.) La
última vez que fuimos juntos nada había cambiado.
Cuando Marcos me llamó
para invitarme de nuevo, yo seguía yendo al cine al menos una vez por semana. Hacía
varios años que habíamos terminado la escuela, cada uno se encontraba avanzando
en su propia carrera, y el recuerdo hizo que la invitación me causara
desconfianza. Él debe haberlo notado, porque enseguida argumentó que al fin
había encontrado su lugar en el mundo dentro del cine. Esa sola revelación me
sonó tan meritoria que consiguió desmantelar mis prevenciones y abonar mi
curiosidad.
Nos encontramos ese
mismo fin de semana en la puerta del cine. Llegué apenas 5 minutos antes de que
comenzara la proyección. El tiempo no lo había cambiado mucho, excepto que
ahora se dejaba unas patillas y un bigote abundante que parecía salirle de la
nariz para montarse sobre su labio superior.
El cine estaba sobre la
peatonal y tenía su entrada cavada entre una casa de cambio y un café que ya
entonces era antiguo. Ninguna persona decente hubiera adivinado que allí había
un cine. Como Marcos había llegado un rato antes para sacar las entradas, tras bajar
por una escalera angosta pasamos directo a la sala, que no era grande, ni
cómoda, ni concurrida. En apariencia era el típico antro de cine arte, donde
cada espectador consume el tiempo previo más pendiente de sí mismo que de los
habitantes de las butacas vecinas. Induje a Marcos sin demasiado esfuerzo a
ocupar el centro de la sala.
Cuando las luces se
apagaron me recosté en mi asiento y de inmediato me impactaron los títulos
corriendo al revés sobre una serie de imágenes urbanas de textura casi
documental, musicalizadas con algo que mi ignorancia sólo me permite definir
como pop fusión. Los nombres de los actores me confirmaron que se trataba de
cine independiente europeo: Svetlana Busetic, Lebón d’Age, Dick Enbutt, Ann
O’Forced y Sel Lancômme.
La historia no era
compleja. Tres estudiantes de vacaciones, dos chicas y un muchacho, llegan a
una posada atendida por una mujer de aspecto severo, y se ven obligados a
hospedarse todos en la misma habitación, debido a que la capacidad hotelera de
la villa se encuentra superada por la celebración de las fiestas comunales. Un
extraño huésped les informa durante la cena que dicho festejo es una suerte de
bacanal, que por la descripción resulta muy similar a nuestro carnaval. Las
primeras escenas dejaban en claro que el director debía tener experiencia en el
campo del video arte experimental y que, a partir de la diferencia de registros
dramáticos, había asumido el riesgo de conformar un elenco mixto que combinaba el
trabajo de actores profesionales con amateurs. Mientras Bucetic y d’Age se
lucían en sus roles de estudiante tímida pero curiosa la primera, y como ruda
anfitriona la otra, Lancômme sobreactuaba los amaneramientos aristocráticos de
su huésped misterioso, en tanto la interpretación de O’Forced asumía riesgos
con imprudencia y Enbutt aportaba la venalidad necesaria para hacer admisibles las
escenas más explícitas.
El andamiaje narrativo
hacía coincidir los tres niveles de la posada (las habitaciones en el primer
piso, el lobby y el sótano), con los tres niveles de conciencia de la teoría
psicoanalítica. Estructurado de ese modo, el nivel superior era el espacio
destinado a la fantasía superyoica, en cuyas escenas por lo general tomaban
parte Enbutt y O’Forced, aunque a veces también se sumaba la exquisita Bucetic,
quien invariablemente daba a cada uno de los planos en los que participaba una
profundidad que los espectadores agradecían incluso corporalmente. Recién ahí
comencé a sospechar que cierto movimiento era actuado en la misma sala, como si
la vitalidad de lo proyectado desbordara la pantalla hacia la platea. Esa
pequeña dispersión me reveló también que Marcos, hundido en su butaca, no había
perdido la vieja costumbre de hablar en el cine. Traté de olvidar.
El lobby del hostal correspondía, en tanto, a
un espacio social represivo en donde la norma sometía a los personajes a
diversos juegos de tensión que, de una forma u otra, los remitía a actuar en
los otros dos niveles aquello que allí se refrenaba. Estaba claro que se
trataba del ámbito regido por el Yo. Eso me llevó a repensar el concepto de tabú
y en cómo las sociedades occidentales, sobre todo europeas (que era el caso),
se obligan a sí mismas a fragmentar la existencia en compartimentos estancos.
Una rigidez que, era evidente, esta película venía a criticar. Y por fin el
subsuelo: soterrado, oculto, ese era el territorio del Ello, donde operaba lo
indecible pero secretamente deseado. Ahí, Lebón d’Age y Lancômme sometían a Bucetic
a perversas prácticas que, sin embargo, todos parecían disfrutar. Ya no cabían
dudas de que la clave se hallaba en el personaje de Bucetic. Como Odiseo, era
la única pasajera capaz de transitar el escenario completo, los tres niveles de
esa posada. De su equilibrio dependía, en definitiva, que el relato no acabara
en tragedia. Ella era el cordero que se entrega a sí mismo en sacrificio.
Estaba en eso cuando
escuche aquella palabra y fue como un salto hacia afuera. En voz muy baja, como
siempre, Marcos hablaba y entonces, inflamado de curiosidad, ya no pude evitar
girar la cabeza para verlo. Desde el fondo de su butaca, el mayor de sus dedos
señalaba al cielo sosteniendo en la punta un moco como de cera aún tibia y,
entre espasmos, no dejaba de pronunciar esa misma palabra que enseguida creí
recordar. Yo lo escuchaba absorto: había olvidado por completo la película y de
hecho no recuerdo el final. Él en cambio no le sacaba los ojos a la pantalla y
yo no se los sacaba a él, a la punta brillosa de su dedo que de golpe se me
venía encima. Casi acostado en el aire, Marcos repetía como un mantra, muy
bajito, “¿Quevés? ¿Quevés?”, y yo “Un moco, un moco”, mientras intentaba
moverme hacia atrás sin conseguirlo. Recién cuando la punta de su dedo estuvo una
vez más justo delante de mi vista pude escuchar la pregunta con claridad.
“¿Querés?”
Cerré los ojos.
Como una marioneta a la
que de golpe le cortaran los cables, giré sobre mi asiento y me vacié encima de
la hilera de butacas que tenía a mis espaldas. Cuando volví a mirar, aún sin
haber recuperado el ritmo normal de la respiración, Marcos se limpiaba el moco
en el guardapolvo del compañero de adelante.
Cuento publicado originalmente por GrupoKane, en su antología digital Nuestra última película.
Cuento publicado originalmente por GrupoKane, en su antología digital Nuestra última película.
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