domingo, 11 de septiembre de 2011

LIBROS - Edward Lear: El juego de ordenar el mundo desde el sinsentido

--> El camino de la humanidad, de las cavernas a los rascacielos de Kuala Lumpur, se sostiene en la búsqueda de un orden, en el intento de resolver el enigma tal vez sin solución de un universo caótico. La pregunta ha sido siempre: ¿hay realmente un caos ahí afuera? Mejor todavía, ¿es posible encontrarle un sentido? Y sobre todo ha sido la narración el vehículo para arriesgar algunas respuestas; un juego que deja en evidencia que esa búsqueda es un camino de doble mano, del hombre al universo, de ida y de vuelta. Así, el caos sólo adquiere sentido cuando alguien logra dárselo, jugando a encontrarle respuestas a esas preguntas.

EL ORDEN SINSENTIDO. De los relatos tribales, donde era el brujo quien orientaba el universo para hacerlo comprensible al resto de su comunidad, hasta llegar al supremo refinamiento que supone la construcción literaria, digamos, a la altura del siglo XIX, esa búsqueda de sentido fue perdiendo su carácter juguetón, para convertirse en cosa seria. El sentido fue la necesidad de un dios para las religiones, la materia de análisis de la filosofía, la cifra áurea en la matemática, la quimera del oro anhelada por la alquimia. En el trayecto se perdió aquel primitivo anhelo, más cercano al juego del chico que clasifica piedritas por colores, por tamaños o por cuanta categoría se le ocurra (en los niños las categorías son infinitas), que al empeño racional propio de la madurez, que es a la vez la del individuo y la de la historia.
Ante un progreso que con vanidad pretendía haber hallado el orden definitivo del mundo, y que por eso mismo se sentía insuperable –una de las formas en que se puede juzgar al período victoriano y a su correlato científico, el positivismo, desde el futuro–, no es raro que apareciera Edward Lear.

UN TIPO RARO. Tampoco es extraño que en aquel pico de civilización que representó la hegemonía del Imperio Británico durante el siglo XIX, surgiera también una poderosa fascinación por el absurdo. Edward Lear no sólo no fue ajeno a esta tendencia, sino que resultó a la vez su precursor y principal exponente. Nacido en 1812, Lear “era el menor de veinte hermanos, lo que ya tiene algo de absurdo”: la frase pertenece a un exquisito texto de César Aira, titulado justamente Edward Lear. Y por cierto que es certera: relegado en una cadena en la que tenía 19 eslabones previos, Lear fue criado por una tía. Ya a los 14 años empezó a ganarse la vida como dibujante, actividad en la que se desarrolló de manera autodidacta. Esa fue su puerta de entrada al mundo de la aristocracia británica. Lear realizó sus dibujos de animales (sobre todo aves) para asociaciones naturalistas o coleccionistas de animales y logró un notable desarrollo en su trabajo, llegando a darle clases a la joven reina Victoria. Pero también tenía extrañas limitaciones como dibujante: nunca fue capaz de representar la figura humana con igual eficiencia.
Aun más hábil, Lear era un exquisito malabarista de palabras. Su conversación y sentido del humor eran muy apreciados por sus amigos, a quienes también escribía maravillosas cartas. Sus trabajos literarios son esencialmente infantiles, basados en los recursos del absurdo, del llamado non-sense. Sus obras más conocidas son las series de limericks, breves artificios donde invariablemente Dios es máquina. Se trata de poemas de cinco versos donde los dos primeros riman con el último, que por lo general repite la estructura del primero, mientras que el tercero y el cuarto lo hacen entre sí. Los limericks, como cuenta Aira, se originan en los tradicionales cantitos de cantina o de marineros, pero refieren historias inverosímiles, en apariencia intrascendentes, que siempre ocurren a personas de las más excéntricas partes del mundo. El limerick, para Aira, podría leerse como una anécdota del colonialismo, donde el exotismo geográfico suma tanto al sinsentido como a una sonoridad inesperada para el inglés. Así surge la historia del viejo de Moldavia que dormía sobre una mesa; o la de la joven de Mesina que se subía a los árboles para ver el mar, cada una ilustrada con toscos dibujos que acentúan el carácter infantil del conjunto, siempre en presente continuo.

MIRADA DE NIÑO. En sus manos, el limerick es una suerte de Aikido literario: Lear aprovecha la potencia de 10 mil años de literatura para devolver un golpe que en el mismo instante en que demuele, construye. “Había un viejo de Nepal, tuvo una horrible caída de su caballo; pero, aunque roto en dos pedazos, con un pegamento fuerte arreglaron a ese hombre de Nepal”. ¿Por qué un autor como Aira se interesaría por escribir sobre otro como Lear, cuya lectura puede resultar una pérdida de tiempo para adultos sin remedio?: porque hay mucho de Lear en la prosa de Aira. “El trabajo de Lear, más que la destrucción del sentido (en la que nada importa), es la construcción del sinsentido (donde todo importa)”, escribe el argentino. Y no puede sino recordarse el aquelarre final de La guerra de los gimnasios, o la carrera de moto contra chico en bicicleta de Un sueño realizado, para ir sonriendo una respuesta. Es posible imaginar que si algo admira Aira de Lear, es su capacidad para volver a mirar al mundo como un montón de piedritas a las que se puede ordenar por tamaño, por color o por el sonido que hacen al rebotar contra el agua.
Artículo Publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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