Crisis en Europa. Los jóvenes españoles toman las calles desalen- tados por una situación social que, de modo perverso, los deja al borde de la nada. Hace casi 25 años, los vascos La Polla Records editaban su disco más emblemático, justamente No somos nada, y en sus canciones ya daban cuenta (muy claramente) de un estado de situación que, como una bomba urgente, acaba de explotar en la cara de los que por comodidad se pasaron tres décadas mirando para otro lado. Radicales hasta la rabia, La Polla Records son precisos: cualquier acumulación de poder que medie entre el individuo y el mundo, necesariamente se convierte en abuso. En “Qué paz”, una de esas canciones, se afirma que la paz social que impone el capitalismo, repartiendo migas de un pan fantasma, es la paz del cementerio que sólo sirve para encubrir aquella guerra que ya había sido expuesta por Marx, pero un siglo y medio antes. Desde el título, No somos nada permite una triple lectura; con ironía furiosa superpone a la formula condoliente, la certeza de que bajo el poder siempre hay personas, nunca nada. Pero también una afirmación: antes que ser parte de la farsa, elegimos no ser. Y además entrega un mensaje, un consejo para estos jóvenes del futuro: súbanse los pantalones, no se dejen dar.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura del diario Tiempo Argentino.
viernes, 27 de mayo de 2011
ENTREVISTA - Antonio Skármeta: Todos los millones de Chile no valen un solo muerto
Cualquiera que haya visto en una foto la cara de Antonio Skármeta no puede sino tener algo de simpatía por ese tipo grandote, de ojos que apenas son dos ranuras desde donde la mirada se le empecina en un gesto de sonrisa perpetua. Skármeta sonríe, siempre, y por eso no es extraño que su último libro, Los días del Arcoíris, coloque en uno de sus centros a la alegría. En primer plano la novela cuenta la historia del famoso plebiscito de 1988, con el que el dictador Augusto Pinochet quiso perpetuarse en el gobierno de Chile, disfrazando a su atropello de mascarita democratica. Alimentando este fondo, diversas tramas van modelando un universo que recrea con muchos matices, una época en la cual el régimen asesino creía encontrarse en la cúspide de la popularidad. Está la del profesor Santos, detenido frente a sus pupilos en la clase de filosofía. La de su hijo Nico (por el aristotélico Nicómaco), uno de esos alumnos, que se debate entre el miedo y el coraje ante a una realidad de hierro. La de Adrián Bettini, el mejor publicista de Chile, a quien alternativamente se le ofrece ser director de la campaña por el Sí, que le permitiría a Pinochet renovar su tiranía, y la del No, que implicaba el retorno a la democracia en un plazo no mayor a un año, y que deberá decidir entre sus principios y su miedo. La de Patricia, novia de Nico e hija de Adrián, mujer indispensable para ofrecer con sencillez siempre una mirada positiva de la realidad y del futuro. Y Laura Yáñez, personaje escondido y fundamental. La historia de amor adolescente y la forma poética en que la campaña del No se va convirtiendo en un canto y una apelación a la alegría, son dos líneas paralelas que se justifican mutuamente.
No es la primera vez que Skármeta ubica a alguna de sus obras en el período de Pinochet. En la novela Ardiente paciencia -también conocida como El cartero de Neruda a partir del éxito de la película Il postino-, sutilmente ponía en paralelo las muertes de Salvador Allende y Pablo Neruda, ocurridas apenas con días de diferencia en septiembre de 1973. En El baile de la victoria, también llevada al cine por Fernando Trueba, aquellos años vuelven a estar en el pasado de sus protagonistas. “Hay temas que son tan inspiradores, que te asaltan y te dicen que tienes que ponerte servicio de ellos. Creo que en el caso de Los días del Arcoíris y la realidad misma me da una lección poética y me induce a transformar una historia real en poesía”, dice Skármeta sin abandonar, claro, la cautivante sonrisa que parece no haber forma de quitarle de los ojos.
-El tema de las dictaduras sigue abierto, pero no sólo en Chile y en escritores de su generación, sino en toda Latinoamérica y también en autores más jóvenes. ¿Por qué cree que todavía se necesita volver sobre esa historia?
-Las grandes conmociones locales y universales son verdades, fuerzas que atañen a la vida cotidiana actual de todos los hombres. La crucifixión de Cristo, sucedió hace 2000 años y es una y otra vez motivo de análisis. Y de fe: ya ves la cantidad de gente que va todos los domingos a celebrar la misa. La segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la demencial aventura nazi, una y otra vez es sujeto de grandes obras literarias o películas de excelente factura. Nosotros mismos, en América latina, hemos tenido una confrontación con la historia que violó todas las reglas de la humanidad, y no es extraño que en la actualidad todos estos asuntos pesen, porque hemos aprendido de estos grandes desastres a manejar mejor nuestras vidas, para hacerlas más plenas, más ricas.
-Existe cierta idea algo maliciosa, de que algunos escritores latinoamericanos (también ocurre en el cine) insisten en los temas relacionados con los años de plomo, porque se supone que es lo que el mundo espera que escriban los autores de la región.
Por primera vez se produce lo inesperado: los ojos del escritor se despliegan, enormes, y entregan una expresión que sorprende. Lejos de la sonrisa, Skármeta deja en claro su rechazo ante la duda.
-No, mi amigo: estamos hablando de muchas vidas perdidas, de heridas en el alma de las naciones, de las cuales los artistas son testigos. Los dolores y las tragedias son fuente de inspiración espontánea y noble. Suponer que detrás de esto hay una intención para llamar a los lectores es simplemente miserable.
-En contra de esta idea del escritor capaz de manipular sus temas con afán mercantil, Robert Louis Stevenson afirmó que “el primer deber de todo hombre que se propone escribir es intelectual”. ¿Esta opción es más tolerable?
-Mira, la palabra deber cuando se aplica a la creación, a mí me pone los pelos de punta Hay tanta gente predicando y santificando por el mundo cuál debe ser el rol intelectual del creador, cuando se trata de un problema estrictamente individual, de la intimidad del alma de un hombre con su propio destino y su propia obra. Quién le puede decir que tiene el deber de hacer ninguna cosa: el ejercicio supremo de la libertad, que puede ir hasta el libertinaje expresivo de la mayor libertad surrealista o descomprometida, es perfectamente legítimo en un artista. La palabra deber vinculada al arte me desespera, me incomoda.
-¿Piensa entonces que el arte tiene su propia ética, su propia moral?
-Pienso que existen obras de arte que tienen una mayor densidad, un mayor valor, y un encanto superior cuando pulsan -o suenan en acorde- con los sentimientos de una época. Las obras de los creadores que están atentos a eso, a mí me suelen conmover más que otras que ignoran esta referencia. De todas formas, hay escritores que viven muy recluidos en un mundo literario, incluso buscan tanto esa reclusión y respetan hasta tal grado los recovecos de su intimidad, que por propia voluntad optan por una literatura francamente hermética, que hace las delicias de los hermenéuticos y los críticos desentrañadores. Allí ocurre una aventura del lenguaje muy apasionante y que en algunos autores yo puedo seguir. Pero mis preferencias van hacia otro tipo de escritura, la de una literatura que está metida en el curso de los tiempos y de la vida.
-Un valor muy importante dentro de su novela es la alegría. Es el sentimiento que la Concertación trata de aludir y despertar en el pueblo chileno. Dentro del libro En tierras bajas, de Herta Müller, hay un texto que dice “También hay miedo en la alegría. Mi corazón palpita de miedo en la alegría, de miedo de no poder seguir alegrándome, de miedo de que el miedo y la alegría sean la misma cosa”. ¿La alegría puede ser máscara de algo más?
-Es emocionante este párrafo que me leíste. He notado que lo que caracteriza a los artistas sensibles y a los más sagaces, es una continua percepción de la fugacidad, de la vulnerabilidad de las grandes emociones y experiencias humanas. Todo es tan vulnerable, tan frágil, y con cuánta profundidad los filósofos y artistas han visto y cantado estas ráfagas de alegría que a veces vienen en un mundo tan lleno de conflictos. Pablo Neruda entre los 100 sonetos de amor, que le dedica a Matilde, hay uno de ellos en que dice “si muero, sobrevíveme con tanta fuerza pura que despiertes la furia del pálido y del frío” y agrega “no quiero que se muera mi herencia de alegría”. Fíjate la formulación final de ese hombre enfrentando su muerte que le dice esto tan intenso y tan bello. Y yo creo que en Los días del Arcoíris hay mucha alegría dentro de las sombras, porque es una novela escrita desde la libertad conquistada, en el fragor de la lucha por esa conquista hecha. Es una novela puesta en la perspectiva y un abrazo fraternal y cariñoso que alguien que disfruta la libertad, le da agradecido a quienes la consiguieron.
-Hay dos historias que a lo largo de la novela corren en paralelo: son la historia del plebiscito y la historia de amor. Ambas terminan juntas, en el momento en el que el No gana y esa libertad comienza a ser posible. Siendo que las dos son metáforas la una de la otra, ¿cómo seguiría 20 años después aquella historia de amor entre dos adolescentes?
-Yo creo que bien. Porque la experiencia de haber sido testigos de la dificultad de haber reconquistado la libertad, es un bien tan preciado que los marca para toda la vida, los deja transformados en seres energéticos, y por lo tanto deben andar con dignidad, con alegría y conciencia por la vida. Y otra cosa que podría decirte es que la democracia es un bien en sí; es decir: no aspira a nada superior a ella, no te plantea una utopía completa al final del camino. No te plantea finales de camino. Lo único que te exige la democracia es mantenerse a sí misma. Ahora, la práctica de la democracia -y aquí me pongo un poquito aristotélico- hace al hombre democrático. Ejercer la democracia implica incluir cada vez más gente, más libertades, incluir más alegría.
Valer menos que un pedo
-¿Usted cree que la historia es destino, azar, o una construcción?
-Estoy convencido de algo que plantea una muchacha joven en la novela: que el ser es lo que se hace. Para decirlo en la expresión de Ortega, “que el hombre es un animal fantástico que se produce a sí mismo”. Ante las alternativas que me pusiste, diría que la historia es una construcción, y dentro de la construcción, el poder más fantástico y maravilloso, más generoso que tiene la humanidad, es la creación.
-Ante esa elección podemos concluir que ni Pinochet ni el plebiscito surgen de la nada, sino que son consecuencia de esa construcción.
-Sucede que son dos actos con valencias tan distintas, porque una cosa es la dictadura y otra la libertad; una cosa es la perversión y otra la democracia. Claro, en términos estrictos son dos construcciones, pero para eso está la ética, está el juicio, está la razón. Por eso la de Pinochet es una figura condenable universalmente, como universalmente fueron condenados los de la junta militar argentina y varios otros. Y son motivos de admiración Mozart, Van Gogh, los trabajos de Marlon Brando en el cine.
-¿No siente que aun habiendo perdido ese plebiscito y habiendo tenido que dejar el poder, aquella obra devastadora de las dictaduras continúa siendo exitosa?
-En alguna pequeña proporción, si. Pero la mayor proporción, que es la relevante, no.
-Sin embargo es habitual encontrar en los espacios de discusión, por ejemplo en Internet, expresiones reaccionarias de una gran cantidad de personas que siguen pensando que aquello era válido.
-Lo único que debo corregirte es la palabra “mucha”. Las redes sociales permiten que posiciones extremistas organizadas tengan un peso informativo desmedido. Pero esto se mide en el funcionamiento de la sociedad. Tras el plebiscito y después de un tiempo, en Chile la democracia fue precaria. Y esa precariedad inicial duró hasta que la gente se convenció de que los méritos de la democracia son mayores a los riesgos de vivir en una dictadura represiva. Créeme: que 40 tontos digan en un blog “Pinochet salvador de la patria, te recordaremos siempre”, no es un dato significativo. Chile tiene hoy otros problemas que se derivan de la práctica democrática.
-Aceptemos que no son muchos, pero algunos de ellos siguen siendo muy poderosos.
-Pero hay que ver qué representatividad tienen.
-Es que tal vez no sean representativos, pero llegan a mucha gente y podrían serlo.
-Bueno, hay personas que también son representativas y piensan que el origen del buen rendimiento económico y de la macroeconomía estable de Chile se debe a la política neoliberal de los seguidores de Milton Friedman, y hoy en día siguen diciendo que fue gracias a Pinochet, que libró esta batalla económica.
Los ojos de Skármeta pierden su carácter horizontal y vuelven a arder en el fuego circular de la indignación.
-¡Te quiero decir que todos los millones que pudiera tener hoy Chile, no valen ni un solo muerto! Para terminar con el tema, porque no me impresiona ese argumento ni me impresionan esas personas, a las cuales encuentro moralmente detestables: ¡lo que hizo Pinochet fue un atentado a la humanidad y su progreso económico no vale un pedo! Lo que haya que conseguir debe hacerse con armonía enfática, sin cárcel, sin violencia, sin asesinatos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
No es la primera vez que Skármeta ubica a alguna de sus obras en el período de Pinochet. En la novela Ardiente paciencia -también conocida como El cartero de Neruda a partir del éxito de la película Il postino-, sutilmente ponía en paralelo las muertes de Salvador Allende y Pablo Neruda, ocurridas apenas con días de diferencia en septiembre de 1973. En El baile de la victoria, también llevada al cine por Fernando Trueba, aquellos años vuelven a estar en el pasado de sus protagonistas. “Hay temas que son tan inspiradores, que te asaltan y te dicen que tienes que ponerte servicio de ellos. Creo que en el caso de Los días del Arcoíris y la realidad misma me da una lección poética y me induce a transformar una historia real en poesía”, dice Skármeta sin abandonar, claro, la cautivante sonrisa que parece no haber forma de quitarle de los ojos.
-El tema de las dictaduras sigue abierto, pero no sólo en Chile y en escritores de su generación, sino en toda Latinoamérica y también en autores más jóvenes. ¿Por qué cree que todavía se necesita volver sobre esa historia?
-Las grandes conmociones locales y universales son verdades, fuerzas que atañen a la vida cotidiana actual de todos los hombres. La crucifixión de Cristo, sucedió hace 2000 años y es una y otra vez motivo de análisis. Y de fe: ya ves la cantidad de gente que va todos los domingos a celebrar la misa. La segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la demencial aventura nazi, una y otra vez es sujeto de grandes obras literarias o películas de excelente factura. Nosotros mismos, en América latina, hemos tenido una confrontación con la historia que violó todas las reglas de la humanidad, y no es extraño que en la actualidad todos estos asuntos pesen, porque hemos aprendido de estos grandes desastres a manejar mejor nuestras vidas, para hacerlas más plenas, más ricas.
-Existe cierta idea algo maliciosa, de que algunos escritores latinoamericanos (también ocurre en el cine) insisten en los temas relacionados con los años de plomo, porque se supone que es lo que el mundo espera que escriban los autores de la región.
Por primera vez se produce lo inesperado: los ojos del escritor se despliegan, enormes, y entregan una expresión que sorprende. Lejos de la sonrisa, Skármeta deja en claro su rechazo ante la duda.
-No, mi amigo: estamos hablando de muchas vidas perdidas, de heridas en el alma de las naciones, de las cuales los artistas son testigos. Los dolores y las tragedias son fuente de inspiración espontánea y noble. Suponer que detrás de esto hay una intención para llamar a los lectores es simplemente miserable.
-En contra de esta idea del escritor capaz de manipular sus temas con afán mercantil, Robert Louis Stevenson afirmó que “el primer deber de todo hombre que se propone escribir es intelectual”. ¿Esta opción es más tolerable?
-Mira, la palabra deber cuando se aplica a la creación, a mí me pone los pelos de punta Hay tanta gente predicando y santificando por el mundo cuál debe ser el rol intelectual del creador, cuando se trata de un problema estrictamente individual, de la intimidad del alma de un hombre con su propio destino y su propia obra. Quién le puede decir que tiene el deber de hacer ninguna cosa: el ejercicio supremo de la libertad, que puede ir hasta el libertinaje expresivo de la mayor libertad surrealista o descomprometida, es perfectamente legítimo en un artista. La palabra deber vinculada al arte me desespera, me incomoda.
-¿Piensa entonces que el arte tiene su propia ética, su propia moral?
-Pienso que existen obras de arte que tienen una mayor densidad, un mayor valor, y un encanto superior cuando pulsan -o suenan en acorde- con los sentimientos de una época. Las obras de los creadores que están atentos a eso, a mí me suelen conmover más que otras que ignoran esta referencia. De todas formas, hay escritores que viven muy recluidos en un mundo literario, incluso buscan tanto esa reclusión y respetan hasta tal grado los recovecos de su intimidad, que por propia voluntad optan por una literatura francamente hermética, que hace las delicias de los hermenéuticos y los críticos desentrañadores. Allí ocurre una aventura del lenguaje muy apasionante y que en algunos autores yo puedo seguir. Pero mis preferencias van hacia otro tipo de escritura, la de una literatura que está metida en el curso de los tiempos y de la vida.
-Un valor muy importante dentro de su novela es la alegría. Es el sentimiento que la Concertación trata de aludir y despertar en el pueblo chileno. Dentro del libro En tierras bajas, de Herta Müller, hay un texto que dice “También hay miedo en la alegría. Mi corazón palpita de miedo en la alegría, de miedo de no poder seguir alegrándome, de miedo de que el miedo y la alegría sean la misma cosa”. ¿La alegría puede ser máscara de algo más?
-Es emocionante este párrafo que me leíste. He notado que lo que caracteriza a los artistas sensibles y a los más sagaces, es una continua percepción de la fugacidad, de la vulnerabilidad de las grandes emociones y experiencias humanas. Todo es tan vulnerable, tan frágil, y con cuánta profundidad los filósofos y artistas han visto y cantado estas ráfagas de alegría que a veces vienen en un mundo tan lleno de conflictos. Pablo Neruda entre los 100 sonetos de amor, que le dedica a Matilde, hay uno de ellos en que dice “si muero, sobrevíveme con tanta fuerza pura que despiertes la furia del pálido y del frío” y agrega “no quiero que se muera mi herencia de alegría”. Fíjate la formulación final de ese hombre enfrentando su muerte que le dice esto tan intenso y tan bello. Y yo creo que en Los días del Arcoíris hay mucha alegría dentro de las sombras, porque es una novela escrita desde la libertad conquistada, en el fragor de la lucha por esa conquista hecha. Es una novela puesta en la perspectiva y un abrazo fraternal y cariñoso que alguien que disfruta la libertad, le da agradecido a quienes la consiguieron.
-Hay dos historias que a lo largo de la novela corren en paralelo: son la historia del plebiscito y la historia de amor. Ambas terminan juntas, en el momento en el que el No gana y esa libertad comienza a ser posible. Siendo que las dos son metáforas la una de la otra, ¿cómo seguiría 20 años después aquella historia de amor entre dos adolescentes?
-Yo creo que bien. Porque la experiencia de haber sido testigos de la dificultad de haber reconquistado la libertad, es un bien tan preciado que los marca para toda la vida, los deja transformados en seres energéticos, y por lo tanto deben andar con dignidad, con alegría y conciencia por la vida. Y otra cosa que podría decirte es que la democracia es un bien en sí; es decir: no aspira a nada superior a ella, no te plantea una utopía completa al final del camino. No te plantea finales de camino. Lo único que te exige la democracia es mantenerse a sí misma. Ahora, la práctica de la democracia -y aquí me pongo un poquito aristotélico- hace al hombre democrático. Ejercer la democracia implica incluir cada vez más gente, más libertades, incluir más alegría.
Valer menos que un pedo
-¿Usted cree que la historia es destino, azar, o una construcción?
-Estoy convencido de algo que plantea una muchacha joven en la novela: que el ser es lo que se hace. Para decirlo en la expresión de Ortega, “que el hombre es un animal fantástico que se produce a sí mismo”. Ante las alternativas que me pusiste, diría que la historia es una construcción, y dentro de la construcción, el poder más fantástico y maravilloso, más generoso que tiene la humanidad, es la creación.
-Ante esa elección podemos concluir que ni Pinochet ni el plebiscito surgen de la nada, sino que son consecuencia de esa construcción.
-Sucede que son dos actos con valencias tan distintas, porque una cosa es la dictadura y otra la libertad; una cosa es la perversión y otra la democracia. Claro, en términos estrictos son dos construcciones, pero para eso está la ética, está el juicio, está la razón. Por eso la de Pinochet es una figura condenable universalmente, como universalmente fueron condenados los de la junta militar argentina y varios otros. Y son motivos de admiración Mozart, Van Gogh, los trabajos de Marlon Brando en el cine.
-¿No siente que aun habiendo perdido ese plebiscito y habiendo tenido que dejar el poder, aquella obra devastadora de las dictaduras continúa siendo exitosa?
-En alguna pequeña proporción, si. Pero la mayor proporción, que es la relevante, no.
-Sin embargo es habitual encontrar en los espacios de discusión, por ejemplo en Internet, expresiones reaccionarias de una gran cantidad de personas que siguen pensando que aquello era válido.
-Lo único que debo corregirte es la palabra “mucha”. Las redes sociales permiten que posiciones extremistas organizadas tengan un peso informativo desmedido. Pero esto se mide en el funcionamiento de la sociedad. Tras el plebiscito y después de un tiempo, en Chile la democracia fue precaria. Y esa precariedad inicial duró hasta que la gente se convenció de que los méritos de la democracia son mayores a los riesgos de vivir en una dictadura represiva. Créeme: que 40 tontos digan en un blog “Pinochet salvador de la patria, te recordaremos siempre”, no es un dato significativo. Chile tiene hoy otros problemas que se derivan de la práctica democrática.
-Aceptemos que no son muchos, pero algunos de ellos siguen siendo muy poderosos.
-Pero hay que ver qué representatividad tienen.
-Es que tal vez no sean representativos, pero llegan a mucha gente y podrían serlo.
-Bueno, hay personas que también son representativas y piensan que el origen del buen rendimiento económico y de la macroeconomía estable de Chile se debe a la política neoliberal de los seguidores de Milton Friedman, y hoy en día siguen diciendo que fue gracias a Pinochet, que libró esta batalla económica.
Los ojos de Skármeta pierden su carácter horizontal y vuelven a arder en el fuego circular de la indignación.
-¡Te quiero decir que todos los millones que pudiera tener hoy Chile, no valen ni un solo muerto! Para terminar con el tema, porque no me impresiona ese argumento ni me impresionan esas personas, a las cuales encuentro moralmente detestables: ¡lo que hizo Pinochet fue un atentado a la humanidad y su progreso económico no vale un pedo! Lo que haya que conseguir debe hacerse con armonía enfática, sin cárcel, sin violencia, sin asesinatos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
miércoles, 25 de mayo de 2011
CINE - La palabra empeñada, de Juan Pablo Ruiz y Martín Masetti: El regreso histórico
Algunos acontecimientos de la historia, no por públicos e históricos dejan de ser poco conocidos: sus protagonistas son fantasmas secretos cuyos nombres difícilmente aparecen en las versiones oficiales o en los libros. El de Jorge Masetti es uno de esos nombres y su historia, un relato que merece ser iluminado para destacarlo entre el polvo al cual se lo ha relegado por décadas. Sobre todo en un momento político en el que el revisionismo ha conseguido a fuerza de codazos (necesarios, inevitables) recuperar un lugar desde donde discutir y reorganizar la trama histórica tradicional. En esa línea se encuentra La palabra empeñada, film documental dirigido y escrito por Juan Pablo Ruiz y Martín Masetti (nieto de Jorge). No es menor el hecho de volver a traer a la superficie su figura, porque puede ayudar a comprender algunas de las motivaciones que insuflaron el espíritu revolucionario a varias generaciones de jóvenes en América Latina. Pero además porque él mismo, sin buscarlo, acabó convertido en un nodo central del mapa político de los años 60, en el que convergían y del cuál partieron infinidad de líneas que dejaron huellas más notorias de las que se le reconocen al propio Masetti.
Antes que nada, Jorge Masetti fue periodista y ahí comienza su historia grande, que es la que La palabra empeñada busca rescatar. Como enviado especial de radio El mundo, fue el único cronista argentino que cubrió la gesta cubana a finales de los 50. Ahí consiguió históricas entrevistas con Fidel Castro y con un Ernesto Guevara al que todavía no se le notaba la cadencia caribeña en el acento. Masetti, como tantos hombres que, de un modo u otro, tuvieron la oportunidad de ser testigos de todo aquello, acabó fascinado tanto por el espíritu de la Revolución como por las personalidades cautivantes de sus líderes, y decidió cambiar Buenos Aires por La Habana.
A partir de este dato La palabra empeñada reparte su relato en tres partes, que de manera cronológica ordenan la progresión del proceso de cambio operado en Masetti. Y comienza por su regreso a Cuba como periodista para fundar Prensa Latina, hito fundamental para terminar de definir la forma en que aquella Revolución elegía mostrarse al mundo y contrarrestar la acción mediática del imperio enemigo. Desde allí los puentes tendidos son poderosísimos. Figuras tan importantes como Rodolfo Walsh (cuya militancia periodística lo llevó a la desaparición en 1977, como responsable de ANCLA, la agencia de noticias clandestina de Montoneros) o el más tarde Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, formaron parte de aquella empresa; sus nombres, por sí solos, dan una idea de la importancia de Masetti entre sus contemporáneos y el respeto que merece su labor en la proyección histórica. Más tarde declinará su labor periodística para abrazar lo que él consideraba una obligación como soldado revolucionario y en esa transformación se basa la segunda parte de la película. Masetti viajó por el mundo como agente cubano, de Argel a Praga, trabando amistad con algunos de los líderes políticos de la época. Ya la tercera y última parte se centra en uno de los sueños que este periodista convertido en guerrillero compartía con su amigo El Ché: llevar la revolución a la Argentina.
En contra de un formato documental demasiado tradicional (sobre todo atendiendo a otros ejemplos -como el reciente ganador del BAFICI Qu'ils reposent en révolte, del francés Sylvain George-, que sin desatender al contenido consiguen un desarrollo formal notable y novedoso), La palabra empeñada tiene dos grandes virtudes. La primera es la impecable lista de cabezas parlantes, que incluyen desde el director de cine Alejandro Doria, el historiador Osvaldo Bayer y el mencionado Gabo, hasta su compañero de campaña Ciro Bustos y otros hombres que estuvieron bajo las ordenes de Masetti en la selva de Orán (Salta), todos capaces de contar en primera persona la influencia y la importancia de su figura. La otra es la habilidad de Ruiz y Masetti (nieto), directores y guionistas, para infundirle al relato (sobre todo en el acto final, “La revolución en la Argentina”) una tensión narrativa a la que hasta se puede emparentar con otros géneros, como el Thriller Político. En ese reparto de fortalezas y debilidades, La palabra empeñada entrega un balance positivo que cumple con creces el objetivo de rescatar un nombre, un apellido y una historia.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Antes que nada, Jorge Masetti fue periodista y ahí comienza su historia grande, que es la que La palabra empeñada busca rescatar. Como enviado especial de radio El mundo, fue el único cronista argentino que cubrió la gesta cubana a finales de los 50. Ahí consiguió históricas entrevistas con Fidel Castro y con un Ernesto Guevara al que todavía no se le notaba la cadencia caribeña en el acento. Masetti, como tantos hombres que, de un modo u otro, tuvieron la oportunidad de ser testigos de todo aquello, acabó fascinado tanto por el espíritu de la Revolución como por las personalidades cautivantes de sus líderes, y decidió cambiar Buenos Aires por La Habana.
A partir de este dato La palabra empeñada reparte su relato en tres partes, que de manera cronológica ordenan la progresión del proceso de cambio operado en Masetti. Y comienza por su regreso a Cuba como periodista para fundar Prensa Latina, hito fundamental para terminar de definir la forma en que aquella Revolución elegía mostrarse al mundo y contrarrestar la acción mediática del imperio enemigo. Desde allí los puentes tendidos son poderosísimos. Figuras tan importantes como Rodolfo Walsh (cuya militancia periodística lo llevó a la desaparición en 1977, como responsable de ANCLA, la agencia de noticias clandestina de Montoneros) o el más tarde Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, formaron parte de aquella empresa; sus nombres, por sí solos, dan una idea de la importancia de Masetti entre sus contemporáneos y el respeto que merece su labor en la proyección histórica. Más tarde declinará su labor periodística para abrazar lo que él consideraba una obligación como soldado revolucionario y en esa transformación se basa la segunda parte de la película. Masetti viajó por el mundo como agente cubano, de Argel a Praga, trabando amistad con algunos de los líderes políticos de la época. Ya la tercera y última parte se centra en uno de los sueños que este periodista convertido en guerrillero compartía con su amigo El Ché: llevar la revolución a la Argentina.
En contra de un formato documental demasiado tradicional (sobre todo atendiendo a otros ejemplos -como el reciente ganador del BAFICI Qu'ils reposent en révolte, del francés Sylvain George-, que sin desatender al contenido consiguen un desarrollo formal notable y novedoso), La palabra empeñada tiene dos grandes virtudes. La primera es la impecable lista de cabezas parlantes, que incluyen desde el director de cine Alejandro Doria, el historiador Osvaldo Bayer y el mencionado Gabo, hasta su compañero de campaña Ciro Bustos y otros hombres que estuvieron bajo las ordenes de Masetti en la selva de Orán (Salta), todos capaces de contar en primera persona la influencia y la importancia de su figura. La otra es la habilidad de Ruiz y Masetti (nieto), directores y guionistas, para infundirle al relato (sobre todo en el acto final, “La revolución en la Argentina”) una tensión narrativa a la que hasta se puede emparentar con otros géneros, como el Thriller Político. En ese reparto de fortalezas y debilidades, La palabra empeñada entrega un balance positivo que cumple con creces el objetivo de rescatar un nombre, un apellido y una historia.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
CINE - Dormir al sol, de Alejandro Chomski: De Bioy Casares al cine
No son habituales en el cine argentino los cruces con los autores clásicos de la propia literatura. Tal vez la más transitada resulte la obra de Cortázar, visitada por triplicado durante los años 60 por un joven Manuel Antín y que cuenta con una docena de otras adaptaciones (entre ellas las realizadas por Michelangelo Antonioni y Jean–Luc Godard). Borges, Arlt, Lugones, Güiraldes y otros autores de generaciones posteriores no han sido tan recorridos por la cinematografía local y mucho menos, global. Contrariamente a lo que podría pensarse, dentro de este grupo también se encuentra Adolfo Bioy Casares. Cualquiera pensaría que una novela tan popular como La invención de Morel debería tener al menos una media docena de adaptaciones, sin embargo apenas si se cuentan dos, ambas realizadas hace más de 35 años en Europa (sin contar su posible y no acreditada relación con la famosa Marienbad, de Alain Resnais).
Este año dos noticias sorprendieron justamente por ir en contra de esta corriente. La primera fue el comienzo de la adaptación de El limonero real, la novela de Juan José Saer (otro olvidado) a manos del prestigioso director Gustavo Fontán (recientemente reconocido con un premio Konex a su trayectoria). La otra es el recorrido que está comenzando a tener en el circuito de festivales Dormir al sol, adaptación que el director Alejandro Chomski realizó de la famosa novela homónima de Bioy Casares, que acaba de presentarse con éxito en el San Francisco International Film Festival, en los Estados Unidos. Sin embargo, la relación de Chomski con Bioy no empezó con este trabajo. “Ya había adaptado a Bioy en 1993 cuando filmé Escape al otro lado, una versión del cuento ‘Planes para una fuga al Carmelo’. A partir de ahí empezamos a conversar la adaptación de Dormir al sol, porque nos pareció que tenía posibilidades de llegar a tener un tono buñuelesco, director que ambos admiramos mucho”.
–¿Fue dificultoso conseguir la autoriza- ción para hacerlo?
–Fue difícil, porque los derechos no los administra- ba él sino la famosa agencia de Carmen Balcells en Barcelona, y desde que manifesté mi intención de filmarla, los derechos pasaron por diferentes personas y empresas, antes de estar libres. Recién conseguí la autorización años después del fallecimiento de Bioy y gracias a las gestiones de su hijo Fabián, quien conocía bien mi relación de años con su padre y mi interés en la novela.
–¿Por qué elegiste adaptar Dormir al sol y no otro trabajo de Bioy Casares?
–Es que la novela en sí, y la apuesta del tono al que había que llegar para lograr hacer un buen film, eran desafíos que me interesaba emprender. Escribí 17 versiones del guión hasta conseguir un draft satisfactorio. Imaginate que sólo a pocas semanas del rodaje sentí que estaba listo para ser trasladado a imágenes visuales.
–¿Nunca te resultó intimidante tener que responder a la expectativa de llevar al cine a un autor tan prestigioso?
–No. No en aquel momento. Empecé a trabajar sobre el libro en 1995 y entonces era bastante más joven e inconsciente: no sabía muy bien dónde me estaba metiendo...
–¿Y qué significa esta película dentro de tu filmografía?
–Es una película que me enorgullece. Es un milagro que finalmente se haya podido hacer y con la calidad que se logró alcanzar. En un momento, me parecía imposible de concretar, por lo arriesgado del tema y su comercialidad: al no haberse hecho antes y con éxito un film sobre este género específico era –y aún lo es, aunque un poco menos– un salto al vacío.
–Teniendo en cuenta esos riesgos, ¿cómo le fue en las proyecciones en San Francisco?
–La película se pasó tres veces a sala llena y siempre con las localidades agotadas. La gente se rió mucho en las proyecciones y más de la mitad de la audiencia se quedó a los debates posteriores. Y las opiniones de la crítica especializada han sido todas excelentes.
–¿A qué otros festivales asistirás con Dormir al sol?
–Tuvo su estreno mundial en el Festival de Pusan, el más grande del mundo asiático, donde fue el único film argentino en participar, y también en los festivales internacionales de Chicago, Goa, San Pablo, La Habana, Jakarta y Santa Bárbara. Lo siguiente será el festival de Montreal, y después la première europea en el festival internacional de Karlovy Vary, en la República Checa. En la Argentina esperamos estar estrenando este año, durante el mes de septiembre.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Este año dos noticias sorprendieron justamente por ir en contra de esta corriente. La primera fue el comienzo de la adaptación de El limonero real, la novela de Juan José Saer (otro olvidado) a manos del prestigioso director Gustavo Fontán (recientemente reconocido con un premio Konex a su trayectoria). La otra es el recorrido que está comenzando a tener en el circuito de festivales Dormir al sol, adaptación que el director Alejandro Chomski realizó de la famosa novela homónima de Bioy Casares, que acaba de presentarse con éxito en el San Francisco International Film Festival, en los Estados Unidos. Sin embargo, la relación de Chomski con Bioy no empezó con este trabajo. “Ya había adaptado a Bioy en 1993 cuando filmé Escape al otro lado, una versión del cuento ‘Planes para una fuga al Carmelo’. A partir de ahí empezamos a conversar la adaptación de Dormir al sol, porque nos pareció que tenía posibilidades de llegar a tener un tono buñuelesco, director que ambos admiramos mucho”.
–¿Fue dificultoso conseguir la autoriza- ción para hacerlo?
–Fue difícil, porque los derechos no los administra- ba él sino la famosa agencia de Carmen Balcells en Barcelona, y desde que manifesté mi intención de filmarla, los derechos pasaron por diferentes personas y empresas, antes de estar libres. Recién conseguí la autorización años después del fallecimiento de Bioy y gracias a las gestiones de su hijo Fabián, quien conocía bien mi relación de años con su padre y mi interés en la novela.
–¿Por qué elegiste adaptar Dormir al sol y no otro trabajo de Bioy Casares?
–Es que la novela en sí, y la apuesta del tono al que había que llegar para lograr hacer un buen film, eran desafíos que me interesaba emprender. Escribí 17 versiones del guión hasta conseguir un draft satisfactorio. Imaginate que sólo a pocas semanas del rodaje sentí que estaba listo para ser trasladado a imágenes visuales.
–¿Nunca te resultó intimidante tener que responder a la expectativa de llevar al cine a un autor tan prestigioso?
–No. No en aquel momento. Empecé a trabajar sobre el libro en 1995 y entonces era bastante más joven e inconsciente: no sabía muy bien dónde me estaba metiendo...
–¿Y qué significa esta película dentro de tu filmografía?
–Es una película que me enorgullece. Es un milagro que finalmente se haya podido hacer y con la calidad que se logró alcanzar. En un momento, me parecía imposible de concretar, por lo arriesgado del tema y su comercialidad: al no haberse hecho antes y con éxito un film sobre este género específico era –y aún lo es, aunque un poco menos– un salto al vacío.
–Teniendo en cuenta esos riesgos, ¿cómo le fue en las proyecciones en San Francisco?
–La película se pasó tres veces a sala llena y siempre con las localidades agotadas. La gente se rió mucho en las proyecciones y más de la mitad de la audiencia se quedó a los debates posteriores. Y las opiniones de la crítica especializada han sido todas excelentes.
–¿A qué otros festivales asistirás con Dormir al sol?
–Tuvo su estreno mundial en el Festival de Pusan, el más grande del mundo asiático, donde fue el único film argentino en participar, y también en los festivales internacionales de Chicago, Goa, San Pablo, La Habana, Jakarta y Santa Bárbara. Lo siguiente será el festival de Montreal, y después la première europea en el festival internacional de Karlovy Vary, en la República Checa. En la Argentina esperamos estar estrenando este año, durante el mes de septiembre.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 21 de mayo de 2011
ENTREVISTA - Diego Mohadeb, director de marketing de Alpargatas: El Eternauta a tus pies
Alguien dijo que vio al mismísimo Eternauta caminar por las calles de Buenos Aires. Y también que las legendarias zapatillas Flecha están de vuelta. Quizá las dos noticias sean en realidad una sola, pero lo mejor es empezar por el comienzo.
Cada cultura tiene sus señas particulares, sus huellas y marcas que la hacen reconocible en el universo de las manifestaciones humanas. Un archivo de la identidad que, como los anillos en los troncos de los árboles, permite hacer distintas lecturas y reconocer de un modo vívido algunos hitos en la historia de los pueblos. Historias que no sólo acumulan nombres propios, sino también objetos, imágenes, pequeños recuerdos robados al tiempo: la memorabilia de la historia.
Junto con el afianzamiento del capitalismo y los procesos industriales, durante el siglo XX aparece la cultura de masas, que además de utilizar los formatos tradicionales como la literatura, la música o la pintura, empezó a generar soportes que son propios de la época. Así surgieron el cine y su hermana menor, la historieta. Pero esa explosión de la industria también comenzó a generar productos de consumo, que con el tiempo acabaron adheridos a los imaginarios de esas culturas populares. Surgieron así marcas registradas, cuya sola aparición es una referencia directa a identidades nacionales específicas: las gaseosas estadounidenses; las motos japonesas; el auto rojo italiano; las alpargatas argentinas.
Justamente Alpargatas es una empresa de 125 años, que empezó a crecer con la manufactura del tradicional calzado con suela de yute que desde siempre se usa en el campo. Con la decisión de ampliar el mercado, en los años ’50 y ’60 crearon nuevas marcas, entre ellas las zapatillas Flecha, las primeras de producción nacional y una de las responsables de la popularización del calzado deportivo en el país. Fue un gran ícono de la empresa durante mucho tiempo y como tantas marcas tuvo sus vaivenes, hasta que alrededor del año 2000 (con la gran crisis en ciernes) se decide discontinuarla. En consonancia con los tiempos, la empresa acaba de relanzar las Flecha uniendo fuerzas con otros íconos del Nac&Pop. Se trata de tres colecciones –homenaje, que incluyen al renacido juego de encastre Rasti; a Mafalda, la reina niña de la historieta nacional; y nada menos que a El Eternauta, la gran creación de Héctor Oesterheld (desaparecido durante la última dictadura militar), y el dibujante Francisco Solano López, la novela gráfica más importante del cómic argentino. “Pensamos en qué era lo que podía contar Flecha. Y lo primero que se nos ocurrió fue en mantener su valor de marca de bandera en la que el país puede reconocer parte de su historia”, dice Diego Mohadeb, director de márketing a cargo del proyecto. “Entonces buscamos otras expresiones de nuestra cultura popular y así aparecieron estos tres íconos argentinos asociados a la gente joven –que es el público natural de Flecha– y también a la historia.”
–¿El trabajo se realizó en colaboración con Solano López?
–Por supuesto. Trabajamos en conjunto con él para ver cómo conseguíamos hacer resurgir dos símbolos muy importantes de la Argentina, como son El Eternauta en tanto libro fundamental del cómic argentino, y esta marca, como referencia de la industria nacional. Obviamente que para trabajar el personaje necesitábamos los derechos –que no son nada fáciles de conseguir, igual que los de Mafalda–, pero la verdad que cuando les contamos el proyecto, lo que significaba Flecha y lo que queríamos volver a hacer, tanto Solano como Quino aceptaron encantados.
–El Eternauta tuvo siempre una lectura política muy fuerte. ¿Cómo absorbe eso la marca?
–La connotación política es innegable, lo mismo pasa con Mafalda, pero nos parece que el valor de estas creaciones supera lo político, que es mucho más fuerte y amplio en lo artístico y cultural. La creatividad que hay detrás de los personajes y su carácter argentino es el valor que quisimos rescatar. Ahora por ejemplo algunas agrupaciones políticas también adoptaron al personaje desde su lectura política y, si bien ambas lecturas son complementarias, nosotros no buscamos esa asociación, simplemente porque van por caminos paralelos. A nosotros nos pareció oportuno colaborar en afianzar a El Eternauta como ícono de la historieta nacional y la gente relacionada con el dibujo y hasta el diseño, también lo sienten de esa manera.
–Sucede que ambos personajes representan o miran la historia política de una manera crítica.
–Bueno, somos animales políticos y no podemos ocultar la relación entre esa lectura histórica de ambas historietas y los valores que intentamos rescatar como marca y como empresa. Es decir, tenemos historia en la Argentina, queremos reconocerla y nos parece que estos íconos que son parte de esa historia tienen por sí mismos la potencia suficiente para representarla. De todas maneras, tal vez todo esto forme parte de una post racionalización: la realidad es que lo que buscamos fue relacionar los aspectos que tanto los personajes y la marca comparten como símbolos reconocibles de la cultura popular argentina. Y desde allí instalarnos en el imaginario como una marca de bandera nacional, como sucede con las alpargatas. Todo el análisis y la mirada social del proyecto me parece muy atinada, pero sinceramente no fue nuestro punto de partida.
–¿Qué aceptación tuvo el producto comercialmente?
–Las zapatillas salieron a la venta hace muy poco tiempo, pero en los ambientes del diseño, los medios y el cómic te diría que el proyecto ha tenido una recepción excelente. Un objetivo en el que estamos trabajando es darle mayor visibilidad al proyecto: creo que nos falta hacer más conocido a nuestro Eternauta. Es una cuenta pendiente casi personal, porque me encantaría darle a la historieta, desde nuestro lugar, el empujón que merece como obra fundamental del género. De todas formas creo que hay que darle tiempo: muchas veces desde el márketing somos ansiosos por conseguir objetivos y esto en realidad es un proceso. Creo que con Mafalda el trabajo es más sencillo porque el personaje es mucho más masivo. Es un proyecto en el que todavía estamos en una etapa de semilla y ojalá consigamos hacerlo crecer como queremos.
–Hasta ahora hablamos de qué le aportan estos personajes a la marca, pero ¿qué le aporta este cruce a los personajes?
–Creemos que algo importante puede ser la coincidencia en la idea del rescate de un mundo más simple, que viene a reivindicar lo básico en contra de lo ostentoso de, por ejemplo, el diseño al que estamos acostumbrados a ver en marcas internacionales. Claro que, aunque respetamos el diseño histórico y reconocible de la marca, las Flecha de hoy tienen aplicada una tecnología inexistente en los ’60 y los ’70, que le permiten competir de igual a igual. Más allá de eso, es muy difícil que la marca pueda sumarle algo a personajes tan complejos y sólidos: somos nosotros quienes tomamos más de lo que podemos aportar. Más allá de mantenerlos vigentes o reivindicarlos. Quizá eso sea poco en contra de lo mucho que recibimos, pero es un orgullo colaborar desde nuestro lugar en su difusión.
–Este tipo de asociaciones son habituales entre íconos de la cultura pop extranjera y líneas de indumentaria, ¿pero recordás que se haya hecho antes con personajes de la cultura nacional?
–Se han hecho emprendimientos más pequeños, de estudios de diseño por ejemplo, para colecciones limitadas. Pero te diría que masivamente, a nivel industrial, esta es la primera vez. Nosotros tenemos la ventaja competitiva de producir en el país, que marcas más chicas que mandan a manufacturar sus productos afuera no están en condiciones de asumir. En cuanto a marcas internacionales, es sabido que los costos de producir a gran escala, por ejemplo en China, son muy inferiores, pero el hecho de que el 90% de nuestra producción sea nacional nos da la posibilidad de estar más cerca del consumidor argentino que las otras no tienen. Y esa sí es una decisión política.
–¿Y pensás que esa decisión favoreció los acuerdos con Solano y con Quino?
–Creo que sí, que si hubieran ido las marcas internacionales a proponerles algo parecido no hubieran conseguido estos acuerdos. Estoy convencido de eso y muy orgulloso.
Ya no nieva en Buenos Aires (no por ahora; tal vez no más). Pero gracias a Flecha, El Eternauta por primera vez camina de verdad sobre las calles de su ciudad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Cada cultura tiene sus señas particulares, sus huellas y marcas que la hacen reconocible en el universo de las manifestaciones humanas. Un archivo de la identidad que, como los anillos en los troncos de los árboles, permite hacer distintas lecturas y reconocer de un modo vívido algunos hitos en la historia de los pueblos. Historias que no sólo acumulan nombres propios, sino también objetos, imágenes, pequeños recuerdos robados al tiempo: la memorabilia de la historia.
Junto con el afianzamiento del capitalismo y los procesos industriales, durante el siglo XX aparece la cultura de masas, que además de utilizar los formatos tradicionales como la literatura, la música o la pintura, empezó a generar soportes que son propios de la época. Así surgieron el cine y su hermana menor, la historieta. Pero esa explosión de la industria también comenzó a generar productos de consumo, que con el tiempo acabaron adheridos a los imaginarios de esas culturas populares. Surgieron así marcas registradas, cuya sola aparición es una referencia directa a identidades nacionales específicas: las gaseosas estadounidenses; las motos japonesas; el auto rojo italiano; las alpargatas argentinas.
Justamente Alpargatas es una empresa de 125 años, que empezó a crecer con la manufactura del tradicional calzado con suela de yute que desde siempre se usa en el campo. Con la decisión de ampliar el mercado, en los años ’50 y ’60 crearon nuevas marcas, entre ellas las zapatillas Flecha, las primeras de producción nacional y una de las responsables de la popularización del calzado deportivo en el país. Fue un gran ícono de la empresa durante mucho tiempo y como tantas marcas tuvo sus vaivenes, hasta que alrededor del año 2000 (con la gran crisis en ciernes) se decide discontinuarla. En consonancia con los tiempos, la empresa acaba de relanzar las Flecha uniendo fuerzas con otros íconos del Nac&Pop. Se trata de tres colecciones –homenaje, que incluyen al renacido juego de encastre Rasti; a Mafalda, la reina niña de la historieta nacional; y nada menos que a El Eternauta, la gran creación de Héctor Oesterheld (desaparecido durante la última dictadura militar), y el dibujante Francisco Solano López, la novela gráfica más importante del cómic argentino. “Pensamos en qué era lo que podía contar Flecha. Y lo primero que se nos ocurrió fue en mantener su valor de marca de bandera en la que el país puede reconocer parte de su historia”, dice Diego Mohadeb, director de márketing a cargo del proyecto. “Entonces buscamos otras expresiones de nuestra cultura popular y así aparecieron estos tres íconos argentinos asociados a la gente joven –que es el público natural de Flecha– y también a la historia.”
–¿El trabajo se realizó en colaboración con Solano López?
–Por supuesto. Trabajamos en conjunto con él para ver cómo conseguíamos hacer resurgir dos símbolos muy importantes de la Argentina, como son El Eternauta en tanto libro fundamental del cómic argentino, y esta marca, como referencia de la industria nacional. Obviamente que para trabajar el personaje necesitábamos los derechos –que no son nada fáciles de conseguir, igual que los de Mafalda–, pero la verdad que cuando les contamos el proyecto, lo que significaba Flecha y lo que queríamos volver a hacer, tanto Solano como Quino aceptaron encantados.
–El Eternauta tuvo siempre una lectura política muy fuerte. ¿Cómo absorbe eso la marca?
–La connotación política es innegable, lo mismo pasa con Mafalda, pero nos parece que el valor de estas creaciones supera lo político, que es mucho más fuerte y amplio en lo artístico y cultural. La creatividad que hay detrás de los personajes y su carácter argentino es el valor que quisimos rescatar. Ahora por ejemplo algunas agrupaciones políticas también adoptaron al personaje desde su lectura política y, si bien ambas lecturas son complementarias, nosotros no buscamos esa asociación, simplemente porque van por caminos paralelos. A nosotros nos pareció oportuno colaborar en afianzar a El Eternauta como ícono de la historieta nacional y la gente relacionada con el dibujo y hasta el diseño, también lo sienten de esa manera.
–Sucede que ambos personajes representan o miran la historia política de una manera crítica.
–Bueno, somos animales políticos y no podemos ocultar la relación entre esa lectura histórica de ambas historietas y los valores que intentamos rescatar como marca y como empresa. Es decir, tenemos historia en la Argentina, queremos reconocerla y nos parece que estos íconos que son parte de esa historia tienen por sí mismos la potencia suficiente para representarla. De todas maneras, tal vez todo esto forme parte de una post racionalización: la realidad es que lo que buscamos fue relacionar los aspectos que tanto los personajes y la marca comparten como símbolos reconocibles de la cultura popular argentina. Y desde allí instalarnos en el imaginario como una marca de bandera nacional, como sucede con las alpargatas. Todo el análisis y la mirada social del proyecto me parece muy atinada, pero sinceramente no fue nuestro punto de partida.
–¿Qué aceptación tuvo el producto comercialmente?
–Las zapatillas salieron a la venta hace muy poco tiempo, pero en los ambientes del diseño, los medios y el cómic te diría que el proyecto ha tenido una recepción excelente. Un objetivo en el que estamos trabajando es darle mayor visibilidad al proyecto: creo que nos falta hacer más conocido a nuestro Eternauta. Es una cuenta pendiente casi personal, porque me encantaría darle a la historieta, desde nuestro lugar, el empujón que merece como obra fundamental del género. De todas formas creo que hay que darle tiempo: muchas veces desde el márketing somos ansiosos por conseguir objetivos y esto en realidad es un proceso. Creo que con Mafalda el trabajo es más sencillo porque el personaje es mucho más masivo. Es un proyecto en el que todavía estamos en una etapa de semilla y ojalá consigamos hacerlo crecer como queremos.
–Hasta ahora hablamos de qué le aportan estos personajes a la marca, pero ¿qué le aporta este cruce a los personajes?
–Creemos que algo importante puede ser la coincidencia en la idea del rescate de un mundo más simple, que viene a reivindicar lo básico en contra de lo ostentoso de, por ejemplo, el diseño al que estamos acostumbrados a ver en marcas internacionales. Claro que, aunque respetamos el diseño histórico y reconocible de la marca, las Flecha de hoy tienen aplicada una tecnología inexistente en los ’60 y los ’70, que le permiten competir de igual a igual. Más allá de eso, es muy difícil que la marca pueda sumarle algo a personajes tan complejos y sólidos: somos nosotros quienes tomamos más de lo que podemos aportar. Más allá de mantenerlos vigentes o reivindicarlos. Quizá eso sea poco en contra de lo mucho que recibimos, pero es un orgullo colaborar desde nuestro lugar en su difusión.
–Este tipo de asociaciones son habituales entre íconos de la cultura pop extranjera y líneas de indumentaria, ¿pero recordás que se haya hecho antes con personajes de la cultura nacional?
–Se han hecho emprendimientos más pequeños, de estudios de diseño por ejemplo, para colecciones limitadas. Pero te diría que masivamente, a nivel industrial, esta es la primera vez. Nosotros tenemos la ventaja competitiva de producir en el país, que marcas más chicas que mandan a manufacturar sus productos afuera no están en condiciones de asumir. En cuanto a marcas internacionales, es sabido que los costos de producir a gran escala, por ejemplo en China, son muy inferiores, pero el hecho de que el 90% de nuestra producción sea nacional nos da la posibilidad de estar más cerca del consumidor argentino que las otras no tienen. Y esa sí es una decisión política.
–¿Y pensás que esa decisión favoreció los acuerdos con Solano y con Quino?
–Creo que sí, que si hubieran ido las marcas internacionales a proponerles algo parecido no hubieran conseguido estos acuerdos. Estoy convencido de eso y muy orgulloso.
Ya no nieva en Buenos Aires (no por ahora; tal vez no más). Pero gracias a Flecha, El Eternauta por primera vez camina de verdad sobre las calles de su ciudad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 20 de mayo de 2011
LIBROS - Metrópolis, de Fernando Martín Peña: Crónica de un hallazgo anunciado
Algunas películas merecen ser vistas más de una vez, porque desde el deseo empujan al espectador a repetir la experiencia del placer. Del mismo modo hay historias que da gusto volver a escuchar, aunque el cuento se haya contado muchas veces. Una de ellas es la que el investigador y coleccionista de cine Fernando Martín Peña cuenta en su libro Metrópolis. Se trata de un relato cuyo objeto es exponer los detalles del hallazgo de la única copia completa de ese gran clásico del cine que es Metrópolis (1927), del alemán Fritz Lang, una noticia muy difundida que sorprendió al universo cinematográfico. Más allá de la puntillosa reconstrucción que Peña hace del derrotero de la película y del absurdo proceso de su gradual mutilación, lo que vuelve única a esta versión de la historia conocida es, sobre todo, el tono policial que adquiere cuando comienza el relato del hallazgo. Ahí, un Peña convertido en una suerte de Philip Marlowe va acumulando indicios durante 20 años, que incluyen una revelación inesperada, el enfrentamiento con dos inescrupulosos burócratas y hasta una mujer (Paula Félix-Didier, directora del Museo del Cine) que ayuda a cerrar el caso Metrópolis a poco de que parezca irresoluble. Ese final es en realidad el comienzo de otra historia, el de la restauración final de uno de los íconos más notables de la cultura del siglo XX. La edición se completa con un apéndice integrado por las reseñas del film que se hicieron en el momento de su estreno en 1928 y la dura crítica que le realizara el escritor inglés H.G.Wells.
Artículo Publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Artículo Publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 13 de mayo de 2011
LIBROS - Tres luces (Foster), de Claire Keegan: Seducir para anular cualquier defensa
En el universo de la literatura, cada tanto ocurre que algunos nombres vienen en secreto, abrigados entre susurros que los multiplican empujándolos de un oído a otro, para que su promesa permanezca ahí a buen resguardo, hasta que el destino les permita habitar un montón de páginas que al fin nos sea dado leer. Entre esos nombres que llegan desde lejos, montado en una cadena de alientos, está el de la irlandesa Claire Keegan. De ella acaba de publicarse la novela Tres luces, que será prueba suficiente para quienes esperaban que el sonido de su nombre encarnara en un libro; para comprobar cuán maravilloso puede ser el arte de las letras, cuando hay un artesano eficiente al otro lado del papel.
Tres luces cuenta una historia ambientada en Irlanda, pero que el imaginario de quien lea la novela enseguida trasladará a un entorno mucho más cercano y reconocible, mucho más personal. Ahí hay una clave: ante nuestros ojos, lo local deviene universal sin que sepamos en qué momento el conejo entró y salió de la galera. Será porque, como ocurre con los buenos libros, la historia de la nena que va a parar a casa de una pareja de amigos de sus padres, que viven solos en un pueblito vecino al de su familia, en la campiña rural irlandesa, hasta que su madre dé a luz a una nueva hermanita, está recorrido internamente por una cantidad de líneas que van enriqueciendo, reorientando y resignificando el relato. Pronto queda claro que se cuenta mucho más que lo anecdótico.
Keegan es capaz de crear escenas sumamente vívidas y poderosas del único modo posible, a partir de un manejo del lenguaje que, sin resignar riqueza ni poética, se hace fuerte en la sencillez. “Hundo el cucharón y me lo llevo a los labios. Esta agua está fría y limpia como ninguna otra que haya probado antes: tiene el gusto de mi padre yéndose, de él nunca habiendo venido, de no tener nada después de que él se fuera.[…] Bebo seis medidas de agua y deseo que, por ahora, este lugar sin vergüenza o secretos pueda ser mi casa”. Aquella niña acostumbrada a vivir en el permanente amontonamiento de una familia numerosa, descubre que en la soledad de un hogar transitorio, apenas habitado por el señor Kinsella y su mujer, por primera vez se siente acompañada. Algo se rompe y desde allí Keegan habla de deseos y de dolor, y sobre todo de la íntima ligazón que en ocasiones une a estos dos parientes no tan lejanos. “Kinsella me lleva de la mano. Apenas me la agarra, me doy cuenta de que mi padre jamás me agarró de la mano y una parte de mí quiere que Kinsella me deje ir para no sentir eso”. Keegan seduce y nos desmantela con paciencia. Cuando al fin estemos desactivados, desprovistos de toda defensa, con igual pericia asestará el golpe final.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
miércoles, 11 de mayo de 2011
CINE - Que la cosa funcione (Whatever works), de Woody Allen: Los chistes viejos de un maestro
Por esas razones a las que se puede llamar destino, azar o negocio, da lo mismo, la antepenúltima película de Woody Allen se estrena en Buenos Aires tres meses después que la anteúltima y apenas un día más tarde de que la más reciente tuviera su premier mundial en la apertura de Cannes. Esta inversión hace que Que la cosa funcione, película de 2009, suceda a Conocerás al hombre de tus sueños (2010), que pasó por aquí a principios de febrero con el relativo éxito que siempre tienen las películas de Allen. Suficiente como para que sus trabajos sigan llegando, aun los menos afortunados, como es el caso. Un hecho curioso funciona como disparador. Si bien es cierto que Woody Allen lleva ya seis años filmando en distintas ciudades del Viejo Continente, Que la cosa funcione no pertenece a esa serie europea que va de Match Point a la recién llegada Midnight in Paris. Por un rato el viejo Woody se permitió volver con sus cámaras a su NYC querido, para rodar esta comedia que lo sacó un rato del voluntario destierro.
Imposible evitar el lugar común de referir al grueso de su obra anterior: como Borges, Allen se empeña en rescribir las mismas historias una y otra vez, probando en cada ocasión giros novedosos. Objetivo que esta vez apenas consigue alcanzar, a pesar de que los primeros 15 minutos prometen bastante. El papel que suele corresponderle al propio director cuando se permite habitar ambos márgenes de la pantalla, esta vez es interpretado por Larry David, exitoso guionista de Seinfeld, de notable parecido con Carlitos Bianchi. Boris es un físico cuántico sesentón, genio absoluto, alguna vez mencionado como candidato al Nobel, que sin embargo no puede dejar de ver al mundo del peor modo. Es tremendista, sarcástico, hipocondríaco, fóbico y muchas otras cosas que los personajes de Woody arrastran ya desde su primera película como director en 1966 (y antes también). Pero Boris tiene un extra más o menos inesperado: es tremendamente agresivo, verbal y hasta físicamente violento. Para él los otros -incluyendo a sus amigos- son idiotas, fracasados, ignorantes y hasta retrasados mentales que no terminan de entender que son parte de una farsa absurda y sádica, llamada Vida. Ya en la primera escena, Boris echa mano de otro recurso clásico de Allen: rompe la convención de la cuarta pared, para explicar al público él mismo y sin vueltas, algunos detalles de su pensamiento. Y así se sabrá que acaba de divorciarse por exceso de compatibilidad con su ex; que da clases de ajedrez a algunos chicos de los que se burla y a los que incluso agrede, tirándoles el tablero por la cabeza, por ineficientes; que ha intentado suicidarse arrojándose por una ventana, y por eso carga con una renguera.
Eventualmente Boris le dará asilo a una chica recién llegada a la ciudad, que se escapó de su casa en algún estado sureño y no tiene ni para comer. Ella, aun con su mente simple, es todo lo humana que Boris no puede. En el juego de opuestos terminará deslumbrada por él, y él acostumbrándose a ella, motivos suficientes para que acaben casados. La madre de la chica, mujer burguesa, religiosa y bruta que viene buscando a su hija perdida, no tardará en aparecer. Por supuesto detestará a su yerno e intentará por todos los medios hacer que se separen.
Como ocurre en al menos otras 32 películas y pico de Woody Allen, en el fondo nadie está conforme con su lugar en el mundo. La diferencia es que aquí los estereotipos son tan abundantes y básicos, y los cambios que operan sobre ellos tan obvios y remanidos, que si el propio Boris pagara una entrada para ver esta película, no dudaría en pedir la cabeza del director. Sin dudas Boris es el gran acierto de Que la cosa funcione, un personaje de verdad notable no por lo que arrastra de la genética Allen (en exceso), sino por la poco frecuente violencia que acompaña esos mohines clásicos. Aun así, la película (con momentos de humor aceptables) no lo acompaña y hasta lo abandona, cediendo a la tentación del Hollywood ending, cliché del cual el propio director ha sabido burlarse. A diferencia de Conocerás al hombre de tus sueños, acá hay final feliz. Que, es cierto, no es convencional, pero que no deja de ser feliz. Y esto, en una película con un protagonista como Boris, no deja de ser una debilidad imperdonable.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12
Imposible evitar el lugar común de referir al grueso de su obra anterior: como Borges, Allen se empeña en rescribir las mismas historias una y otra vez, probando en cada ocasión giros novedosos. Objetivo que esta vez apenas consigue alcanzar, a pesar de que los primeros 15 minutos prometen bastante. El papel que suele corresponderle al propio director cuando se permite habitar ambos márgenes de la pantalla, esta vez es interpretado por Larry David, exitoso guionista de Seinfeld, de notable parecido con Carlitos Bianchi. Boris es un físico cuántico sesentón, genio absoluto, alguna vez mencionado como candidato al Nobel, que sin embargo no puede dejar de ver al mundo del peor modo. Es tremendista, sarcástico, hipocondríaco, fóbico y muchas otras cosas que los personajes de Woody arrastran ya desde su primera película como director en 1966 (y antes también). Pero Boris tiene un extra más o menos inesperado: es tremendamente agresivo, verbal y hasta físicamente violento. Para él los otros -incluyendo a sus amigos- son idiotas, fracasados, ignorantes y hasta retrasados mentales que no terminan de entender que son parte de una farsa absurda y sádica, llamada Vida. Ya en la primera escena, Boris echa mano de otro recurso clásico de Allen: rompe la convención de la cuarta pared, para explicar al público él mismo y sin vueltas, algunos detalles de su pensamiento. Y así se sabrá que acaba de divorciarse por exceso de compatibilidad con su ex; que da clases de ajedrez a algunos chicos de los que se burla y a los que incluso agrede, tirándoles el tablero por la cabeza, por ineficientes; que ha intentado suicidarse arrojándose por una ventana, y por eso carga con una renguera.
Eventualmente Boris le dará asilo a una chica recién llegada a la ciudad, que se escapó de su casa en algún estado sureño y no tiene ni para comer. Ella, aun con su mente simple, es todo lo humana que Boris no puede. En el juego de opuestos terminará deslumbrada por él, y él acostumbrándose a ella, motivos suficientes para que acaben casados. La madre de la chica, mujer burguesa, religiosa y bruta que viene buscando a su hija perdida, no tardará en aparecer. Por supuesto detestará a su yerno e intentará por todos los medios hacer que se separen.
Como ocurre en al menos otras 32 películas y pico de Woody Allen, en el fondo nadie está conforme con su lugar en el mundo. La diferencia es que aquí los estereotipos son tan abundantes y básicos, y los cambios que operan sobre ellos tan obvios y remanidos, que si el propio Boris pagara una entrada para ver esta película, no dudaría en pedir la cabeza del director. Sin dudas Boris es el gran acierto de Que la cosa funcione, un personaje de verdad notable no por lo que arrastra de la genética Allen (en exceso), sino por la poco frecuente violencia que acompaña esos mohines clásicos. Aun así, la película (con momentos de humor aceptables) no lo acompaña y hasta lo abandona, cediendo a la tentación del Hollywood ending, cliché del cual el propio director ha sabido burlarse. A diferencia de Conocerás al hombre de tus sueños, acá hay final feliz. Que, es cierto, no es convencional, pero que no deja de ser feliz. Y esto, en una película con un protagonista como Boris, no deja de ser una debilidad imperdonable.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12
domingo, 8 de mayo de 2011
CINE - Los Labios, de Santiago Loza e Iván Fund: Una construcción sobre encrucijadas
Tres médicas llegan a un pueblito rural. Están ahí para hacer un relevamiento de la situación social y sanitaria. Apoyadas con tibieza por las autoridades locales, son alojadas en un hospital abandonado, a punto de ser demolido, donde también empezarán a conocerse entre sí. Aunque el panorama no es alentador –la gente vive de manera miserable, con un altísimo grado de desocupación, enfermedad y abandono–, no hay en la mirada de las tres mujeres ni culpa ni lástima ni juicio. Profundamente humanas, comenzarán a integrarse a los ritmos y usos de la comunidad, cada una con las aristas de su propia experiencia. Esa asimilación al nuevo entorno no será ni sencilla ni gratuita. La bellísima escena final no hace otra cosa que retratar ética y poéticamente ese arduo proceso.
Los labios es una película de cruces y conexiones. Son las que ocurren entre lo documental y lo ficcional, entre narrar y describir, y fundamentalmente entre dos miradas cinematográficas muy poderosas. Tanto Iván Fund como Santiago Loza vienen de carreras cinematográficas muy sólidas y su reunión, de un modo bustosdomecquiano, ha producido una tercera entidad casi independiente de ellos mismos. Un fantasma tan real como los que deambulan por la tensa calma de Los labios.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
Los labios es una película de cruces y conexiones. Son las que ocurren entre lo documental y lo ficcional, entre narrar y describir, y fundamentalmente entre dos miradas cinematográficas muy poderosas. Tanto Iván Fund como Santiago Loza vienen de carreras cinematográficas muy sólidas y su reunión, de un modo bustosdomecquiano, ha producido una tercera entidad casi independiente de ellos mismos. Un fantasma tan real como los que deambulan por la tensa calma de Los labios.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
ENTREVISTA - Iván Fund y Santiago Loza, directores de la película Los labios.
Los labios, la película que dirigieron a dúo Santiago Loza e Iván Fund, es una de las más importantes del año pasado y se estrena recién ahora, luego de un intenso itinerario por festivales. Un camino que tuvo su cúspide en el premio a mejor actriz otorgado en conjunto a las protagonistas Adela Sanchéz, Victoria Raposo y Eva Bianco, en la sección Un Certain Regard del festival de Cannes. Se trata del primero que recibe el cine argentino en el festival más importante del mundo, desde los obtenidos por Pino Solanas hace más de 20 años.
La película ocurre en la intersección de ficción y documental (ver recuadro). Algunos de sus personajes son representados por la gente del pueblo de San Cristóbal donde se rodó. Personajes que tal vez para el espectador se parezcan demasiado a la realidad (o a las fantasías respecto de determinados estereotipos de realidades que en verdad se desconocen). Sin embargo, para los directores ese cruce, esa mutua asimilación de realidades y fantasías, nunca representó un problema. “Nunca lo sentimos como un límite, porque sabíamos lo que no queríamos que fuera la película en lo ético y en lo estético”, afirma Fund. Loza, su compañero, agrega que “todo lo que iba apareciendo trascendía la simple exposición, que cada persona que aparece como personaje tiene una entidad dramática y una identidad. Y la película se toma el tiempo para retratarlos como individuos”. “No había posibilidad de una mirada miserabilista ni ofensiva”, completa Fund.
–¿Creen que Los labios es una película política?
Loza: –Sí, pero no es cine político ni social, no es una película de denuncia. Hay política, pero desde una zona muy íntima.
Fund: –Hay una médula que tiene que ver con otra cosa.
Loza: –Si es político hablar de la ternura, entonces es una película política. Pero desde ella no se propone ningún tipo de solución.
–Está claro que no es una película militante.
Fund: –Si por militancia se entiende creer, tener fe en algo, entonces sí. Fuimos a buscar algo, a ver si existía, y eso aparece en el film.
Loza: –Pero no es coyuntural: no se refiere a algo que pasa aquí y ahora. De hecho el cuentito de las forasteras que van al paraje alejado y terminan siendo parte de ese lugar, es algo que puede pasar ahora, hace 50 años y seguirá pasando. No tiene que ver ni con el gobierno actual ni con una idea política concreta.
–Cómo funcionó la experiencia de cruzar dos miradas estéticas como la que pueden tener cada uno individualmente.
Fund: –Ocurre que tenemos una amistad, y empezamos a trabajar en Los labios hace cuatro años.
Loza: –Cuando llegó el rodaje no sólo habíamos escrito un guión: también habíamos hecho apuntes en contra del guión, lo habíamos refutado. Entonces cuando empezamos a rodar ya había una profunda confianza, la necesaria para renunciar o aceptar lo que el otro puede proponer.
–No hubo necesidad de chocar.
Loza: –No: chocamos siempre; pero en el rodaje no tanto, porque había que actuar. Pero claro que tuvimos diferencias y hubo mucha discusión.
Fund: –Si bien puede ser que cada uno tenga caminos distintos, fuimos para el mismo lado.
Loza: –Las miradas estéticas son distintas y en la película está esa puja.
–Hay una escena en la cual las protagonistas se alejan por un camino y un nene las sigue y se va de la mano de una de ellas. Esa escena define con precisión el cruce entre realidad y ficción que ocurre dentro de la película. ¿Con qué premisas se manejaron para guiar eso?
Fund: –La premisa era permitir que sucediera.
Loza: –Aceptar que pudiese suceder.
Fund: –De hecho esa es una de las escenas que sucedió naturalmente.
–Y se nota.
Loza: –Después hay un trabajo enorme de edición de Lorena Moriconi, pero la base de eso estuvo en permanecer abiertos.
Fund: –Fue necesario no sólo construir, sino permitirnos recibir, estar atentos. Sobre todo las actrices.
Loza: –Sentimos que a veces el mundo se abría generosamente hacia nosotros. Pensar que toda esa gente que colaboró no había tenido ningún contacto anterior con el cine, ni con la construcción de la ficción. Y respondieron con una naturalidad que a veces no encontrás en muchos actores. Estaban en sintonía con algo de lo que buscaba la película.
–Eligieron tres protagonistas mujeres. ¿Por qué necesitaban contar la historia desde lo femenino?
Loza: –Nunca hubo otra opción, nunca lo cuestionamos. No hubo una decisión al respecto: para nosotros siempre fueron mujeres.
Fund: –Después uno empieza a encontrar motivos o explicaciones. Podíamos sospechar lo que eso podía significar y después empezaron a aparecer reflexiones que venían a completar lo que ya estaba dado.
Loza: –También está la cuestión del título, Los labios, que nos gustó siempre.
Fund: –Porque tiene que ver con lo sensorial, con una forma de contacto con el mundo. Claro que hay un universo muy femenino, pero trasciende la cuestión de género.
–Aunque cada uno tiene su carrera, por recorrido, por trascendencia, por difusión, Los labios tal vez sea la película más exitosa de ambos.
Loza y Fund se miran, dudan. No parecen contentos con la observación.
Fund: –Si por exitosa se entiende ganar un premio en Cannes: seguro, sí. Pero yo no me puedo quedar en eso. Está buenísimo, pero no.
Loza: –Ojalá se repita eso, pero el verdadero éxito es que la película exista.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
La película ocurre en la intersección de ficción y documental (ver recuadro). Algunos de sus personajes son representados por la gente del pueblo de San Cristóbal donde se rodó. Personajes que tal vez para el espectador se parezcan demasiado a la realidad (o a las fantasías respecto de determinados estereotipos de realidades que en verdad se desconocen). Sin embargo, para los directores ese cruce, esa mutua asimilación de realidades y fantasías, nunca representó un problema. “Nunca lo sentimos como un límite, porque sabíamos lo que no queríamos que fuera la película en lo ético y en lo estético”, afirma Fund. Loza, su compañero, agrega que “todo lo que iba apareciendo trascendía la simple exposición, que cada persona que aparece como personaje tiene una entidad dramática y una identidad. Y la película se toma el tiempo para retratarlos como individuos”. “No había posibilidad de una mirada miserabilista ni ofensiva”, completa Fund.
–¿Creen que Los labios es una película política?
Loza: –Sí, pero no es cine político ni social, no es una película de denuncia. Hay política, pero desde una zona muy íntima.
Fund: –Hay una médula que tiene que ver con otra cosa.
Loza: –Si es político hablar de la ternura, entonces es una película política. Pero desde ella no se propone ningún tipo de solución.
–Está claro que no es una película militante.
Fund: –Si por militancia se entiende creer, tener fe en algo, entonces sí. Fuimos a buscar algo, a ver si existía, y eso aparece en el film.
Loza: –Pero no es coyuntural: no se refiere a algo que pasa aquí y ahora. De hecho el cuentito de las forasteras que van al paraje alejado y terminan siendo parte de ese lugar, es algo que puede pasar ahora, hace 50 años y seguirá pasando. No tiene que ver ni con el gobierno actual ni con una idea política concreta.
–Cómo funcionó la experiencia de cruzar dos miradas estéticas como la que pueden tener cada uno individualmente.
Fund: –Ocurre que tenemos una amistad, y empezamos a trabajar en Los labios hace cuatro años.
Loza: –Cuando llegó el rodaje no sólo habíamos escrito un guión: también habíamos hecho apuntes en contra del guión, lo habíamos refutado. Entonces cuando empezamos a rodar ya había una profunda confianza, la necesaria para renunciar o aceptar lo que el otro puede proponer.
–No hubo necesidad de chocar.
Loza: –No: chocamos siempre; pero en el rodaje no tanto, porque había que actuar. Pero claro que tuvimos diferencias y hubo mucha discusión.
Fund: –Si bien puede ser que cada uno tenga caminos distintos, fuimos para el mismo lado.
Loza: –Las miradas estéticas son distintas y en la película está esa puja.
–Hay una escena en la cual las protagonistas se alejan por un camino y un nene las sigue y se va de la mano de una de ellas. Esa escena define con precisión el cruce entre realidad y ficción que ocurre dentro de la película. ¿Con qué premisas se manejaron para guiar eso?
Fund: –La premisa era permitir que sucediera.
Loza: –Aceptar que pudiese suceder.
Fund: –De hecho esa es una de las escenas que sucedió naturalmente.
–Y se nota.
Loza: –Después hay un trabajo enorme de edición de Lorena Moriconi, pero la base de eso estuvo en permanecer abiertos.
Fund: –Fue necesario no sólo construir, sino permitirnos recibir, estar atentos. Sobre todo las actrices.
Loza: –Sentimos que a veces el mundo se abría generosamente hacia nosotros. Pensar que toda esa gente que colaboró no había tenido ningún contacto anterior con el cine, ni con la construcción de la ficción. Y respondieron con una naturalidad que a veces no encontrás en muchos actores. Estaban en sintonía con algo de lo que buscaba la película.
–Eligieron tres protagonistas mujeres. ¿Por qué necesitaban contar la historia desde lo femenino?
Loza: –Nunca hubo otra opción, nunca lo cuestionamos. No hubo una decisión al respecto: para nosotros siempre fueron mujeres.
Fund: –Después uno empieza a encontrar motivos o explicaciones. Podíamos sospechar lo que eso podía significar y después empezaron a aparecer reflexiones que venían a completar lo que ya estaba dado.
Loza: –También está la cuestión del título, Los labios, que nos gustó siempre.
Fund: –Porque tiene que ver con lo sensorial, con una forma de contacto con el mundo. Claro que hay un universo muy femenino, pero trasciende la cuestión de género.
–Aunque cada uno tiene su carrera, por recorrido, por trascendencia, por difusión, Los labios tal vez sea la película más exitosa de ambos.
Loza y Fund se miran, dudan. No parecen contentos con la observación.
Fund: –Si por exitosa se entiende ganar un premio en Cannes: seguro, sí. Pero yo no me puedo quedar en eso. Está buenísimo, pero no.
Loza: –Ojalá se repita eso, pero el verdadero éxito es que la película exista.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 5 de mayo de 2011
CINE- Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, de Mariano Cohn y Gastón Duprat: La crueldad humana
El nuevo trabajo de la dupla constituida por los directores Mariano Cohn y Gastón Duprat (aunque virtualmente se trate de un trío: todas sus películas de ficción han sido escritas por Andrés Duprat, hermano de Gastón), Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, igual que las dos anteriores -El artista (2008) y El hombre de al lado (2009)- trae nuevamente mucha sal en los bolsillos y tela para cortar. En sus trabajos anteriores, Cohn y Duprat presentaron algunos tópicos interesantes que no pasaron inadvertidos, y su tercera ficción renueva esa costumbre. Si en El Artista se planteaba el problema de los límites del arte y los artistas, y en El hombre de al lado las preguntas eran sobre todo materia social, en su nuevo film insisten con un juego entre creación, creador y criatura, que no parece inocente. Una de las discusiones potenciales es ética tanto como estética, y puede resumirse sencillamente: qué responsabilidad tienen un escritor, un pintor o, para el caso, un director de cine sobre sus personajes. ¿Son responsables de las circunstancias que atravesarán sus criaturas una vez liberadas a esos mundos de papel o celuloide? ¿Hasta dónde pueden permitirse intervenir en los hechos que vivirán o el modo en que van a hacerlo?
Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo comienza en un lugar y quizá una época remota, con la historia de un mercader que es alcanzado y muerto por un rayo en el desierto. Por milagro, y refutando las leyes meteorológicas que indican que jamás un rayo cae dos veces en el mismo punto, el hombre es revivido por otra descarga. Igual que ocurría con Christopher Walken en La zona muerta, ese ir hacia la luz y volver le dejará un don. Pero lejos de Cronemberg, este hombre entre perverso y juguetón (como un chico), no vivirá ese poder como un castigo ni lo usará con prudencia, sino para divertirse de manera anónima a costa de otros (la vieja diferencia entre “reírse de” o “reírse con”).
Hay quienes creen que el trabajo del artista es el de mero amanuense, un médium, la herramienta indispensable para que las historias pasen del limbo a la materia -un mal necesario-, y que mientras menos se note su presencia más perfecta será la obra. Enfrente están los que creen que es un demiurgo omnipotente, entre cuyas prerrogativas se encuentra la de poder tener a sus personajes para el cachetazo, sólo por el capricho de contar una historia a gusto. Aquí se ubica el beduino revivido y también los directores. Como se les criticó a los hermanos Cohen más de una vez, o a ellos mismos en El hombre de al lado, estos otros hermanos (los Cohn-Duprat), usarán a su personaje para dar con otro, Ernesto, el protagonista de Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, y por su intermedio manipularlo y demolerlo no con uno, sino con varios destinos crueles. Ernesto es un hombre aplastado por más de 60 años de una vida rica en frustraciones, a la que los directores, a través de un narrador -Alberto Laiseca, actuando magistralmente de sí mismo-, se permiten calificar de mediocre. Que es cierto: tal vez su vida y Ernesto mismo sean mediocres pero que, también tal vez, sea una conclusión a la que el espectador podría llegar por sí mismo. Claro que la calificación abierta de mediocridad permite un desborde de humor negro y áspero al respecto y aquí es donde se sospecha el abuso. Como si el juego fuera maltratarlo. Aquel beduino del comienzo encuentra a Ernesto en su pueblo y le propone regresar en el tiempo, a la fecha que él desee, para volver a vivir 10 años de su vida de la manera que mejor le parezca. En ese lapso, en la actualidad apenas se demorará lo que tarde en ir a comprar cigarros al kiosco (de ahí el título). A cambio recibirá un millón de dólares. Ernesto volverá a distintos pasados, siempre dando muestras de ineptitud, cobardía y otros defectos. Pero lejos de no tener salida, pareciera que fueran los propios directores quienes se las escondieran con malicia, sólo para disfrutar con sus derrotas: es una burla y no una crítica a la mediocridad.
Cohn y Duprat se suben al vértice de una pirámide de depredadores, dedicándose a ver y disfrutar de la paja en el ojo ajeno. Debajo de ellos viene el narrador, que no duda en reírse de la mediocridad de Ernesto pero también del beduino, quienes con poder en sus manos, también ellos sólo atinan a maltratar a los demás. El resucitado abusará de Ernesto y este, de todos aquellos a quienes crea que han colaborado en el pasado para castigarlo con un presente infeliz. El resultado es una comedia efectiva pero amarga (amarguísima), en la que los directores vuelven a lucirse sacando a actores como Emilio Disi y Darío Lopilato (que interpretan a Ernesto en diferentes etapas de su vida) de sus estereotipos televisivos, para redondear interpretaciones muy interesantes. Mención aparte para las conocidas dotes histriónicas de don Alberto Laiseca, que con su tono entre rural y sádico, consigue contar con gracia las crueldades más arbitrarias.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y espectáculo de Página/12.
Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo comienza en un lugar y quizá una época remota, con la historia de un mercader que es alcanzado y muerto por un rayo en el desierto. Por milagro, y refutando las leyes meteorológicas que indican que jamás un rayo cae dos veces en el mismo punto, el hombre es revivido por otra descarga. Igual que ocurría con Christopher Walken en La zona muerta, ese ir hacia la luz y volver le dejará un don. Pero lejos de Cronemberg, este hombre entre perverso y juguetón (como un chico), no vivirá ese poder como un castigo ni lo usará con prudencia, sino para divertirse de manera anónima a costa de otros (la vieja diferencia entre “reírse de” o “reírse con”).
Hay quienes creen que el trabajo del artista es el de mero amanuense, un médium, la herramienta indispensable para que las historias pasen del limbo a la materia -un mal necesario-, y que mientras menos se note su presencia más perfecta será la obra. Enfrente están los que creen que es un demiurgo omnipotente, entre cuyas prerrogativas se encuentra la de poder tener a sus personajes para el cachetazo, sólo por el capricho de contar una historia a gusto. Aquí se ubica el beduino revivido y también los directores. Como se les criticó a los hermanos Cohen más de una vez, o a ellos mismos en El hombre de al lado, estos otros hermanos (los Cohn-Duprat), usarán a su personaje para dar con otro, Ernesto, el protagonista de Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, y por su intermedio manipularlo y demolerlo no con uno, sino con varios destinos crueles. Ernesto es un hombre aplastado por más de 60 años de una vida rica en frustraciones, a la que los directores, a través de un narrador -Alberto Laiseca, actuando magistralmente de sí mismo-, se permiten calificar de mediocre. Que es cierto: tal vez su vida y Ernesto mismo sean mediocres pero que, también tal vez, sea una conclusión a la que el espectador podría llegar por sí mismo. Claro que la calificación abierta de mediocridad permite un desborde de humor negro y áspero al respecto y aquí es donde se sospecha el abuso. Como si el juego fuera maltratarlo. Aquel beduino del comienzo encuentra a Ernesto en su pueblo y le propone regresar en el tiempo, a la fecha que él desee, para volver a vivir 10 años de su vida de la manera que mejor le parezca. En ese lapso, en la actualidad apenas se demorará lo que tarde en ir a comprar cigarros al kiosco (de ahí el título). A cambio recibirá un millón de dólares. Ernesto volverá a distintos pasados, siempre dando muestras de ineptitud, cobardía y otros defectos. Pero lejos de no tener salida, pareciera que fueran los propios directores quienes se las escondieran con malicia, sólo para disfrutar con sus derrotas: es una burla y no una crítica a la mediocridad.
Cohn y Duprat se suben al vértice de una pirámide de depredadores, dedicándose a ver y disfrutar de la paja en el ojo ajeno. Debajo de ellos viene el narrador, que no duda en reírse de la mediocridad de Ernesto pero también del beduino, quienes con poder en sus manos, también ellos sólo atinan a maltratar a los demás. El resucitado abusará de Ernesto y este, de todos aquellos a quienes crea que han colaborado en el pasado para castigarlo con un presente infeliz. El resultado es una comedia efectiva pero amarga (amarguísima), en la que los directores vuelven a lucirse sacando a actores como Emilio Disi y Darío Lopilato (que interpretan a Ernesto en diferentes etapas de su vida) de sus estereotipos televisivos, para redondear interpretaciones muy interesantes. Mención aparte para las conocidas dotes histriónicas de don Alberto Laiseca, que con su tono entre rural y sádico, consigue contar con gracia las crueldades más arbitrarias.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y espectáculo de Página/12.
CINE - Vienen por el oro, vienen por todo, de Pablo D'Alo Abba y Cristian Harbaruk: El pueblo unido
El paisaje parece de tarjeta postal, de esas que se engolosinan mostrando la monumental sucesión de curvas y rectas salpicadas por gruesas capas de blanco, y a primera vista consiguen impactar. Sin embargo, esos murales vivos que retratan las montañas no alcanzan a engañar a nadie: como aquellos cartógrafos abnegados de Borges, que urdieron el mapa de un imperio de igual tamaño que el imperio mismo, se intuye que la realidad es todavía más desmesurada y exuberante y perfecta de lo que puede verse en la inmensa pantalla de un cine. Entre esas moles de mineral y nieve, un hombre se viste con ropa humilde de trabajo, cierra su pequeña casilla de madera con una cadena y un candado y se va a trabajar. A descargar camiones. Aquello es Esquel y la acción transcurre en 2002, a poco de desatada la crisis que mantuvo al país de rodillas por algunos años largos, y el nivel de desocupación que asfixia a la ciudad llega a rozar el 40%. Aunque se trata de uno de los puntos más visitados de la Argentina, algunos de los vecinos reconocen que la plata del turismo se la reparten tres o cuatro, que dan trabajo, es cierto, pero pagan poco y mal. Es lógico que en ese escenario la llegada de un emprendimiento minero para la extracción de oro a gran escala represente una posibilidad para sostener una esperanza que no se quiere perder y que Esquel sienta que las oportunidades regresan. Pero los cuentos de hadas, está probado, no existen.
La ópera prima de Pablo D’Alo Abba y Cristián Harbaruk, el premiado documental Vienen por el oro, vienen por todo, retrata la odisea colectiva que emprendió la comunidad de Esquel a partir de la propuesta de la empresa Meridian Gold de crear una gran mina a cielo abierto en medio de las montañas, para explotar una veta de oro. El proyecto dividió a la gente de Esquel entre quienes apoyaban el proyecto (impulsado desde el estado provincial) como una necesaria fuente de trabajo, y quienes lo rechazaban, a sabiendas de las innumerables contras que, apenas escarbando un poco, empezaban a aparecer. Es que para abrir una mina de esa clase es necesario hacer desaparecer (literalmente) la mitad de una montaña, utilizando grandes cantidades de explosivos. Uno de los ingenieros a cargo del proyecto le explica a un grupo de vecinos (y a las cámaras) que para obtener 10 gramos de oro es necesario volar una tonelada de roca. Apenas 10 gramos, que luego se separan de la piedra utilizando millones de litros de agua y cianuro. El impacto ambiental de semejante combo no sólo afectaría al paisaje y las especies sino también, tarde o temprano, a la buena salud de la población de Esquel.
Lo interesante de Vienen por el oro, vienen por todo, es la eficiencia con que los directores explican de manera didáctica que las compañías extranjeras se benefician con una ley de minería promulgada en tiempos del menemismo. Mientras tanto, retratan el proceso de lucha de un grupo de vecinos que se oponen firmemente a la mina, sin olvidar en ningún momento los atendibles argumentos de la otra parte. Para una familia de desocupados crónicos, ¿qué diferencia hay entre morirse lentamente de hambre o lentamente envenenados? Lo curioso es que el grupo de gente que apoyaba la llegada de la mina era de una heterogeneidad social llamativa, ya que reunía a personas de clase media alta (aquellos que de uno u otro modo se beneficiarían con el emprendimiento) y la masa de desocupados o subocupados, cuya situación reclamaba una solución urgente.
En la polaridad de ese grupo es donde se volvía evidente que los problemas de fondo en Esquel eran otros, y que nada tenían que ver con la tramposa oportunidad de la minería a cielo abierto. Problemas que debían ser resueltos y que D’Alo Abba y Harbaruk han sabido expresar con claridad en el relato que hilvanan. Tanto como el corte transversal que realizan para retratar el conflicto social y el seguimiento de una resolución ejemplarmente democrática. Sin mayores trastornos y mediante un plebiscito popular, el proyecto fue al fin rechazado por el 82% de los votantes y Esquel todavía disfruta del perfil virgen de sus montañas. Aun así, las oficinas de Meridian Gold nunca abandonaron la ciudad. ¿Será que para los buitres lo último que se pierde también es la esperanza?
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
La ópera prima de Pablo D’Alo Abba y Cristián Harbaruk, el premiado documental Vienen por el oro, vienen por todo, retrata la odisea colectiva que emprendió la comunidad de Esquel a partir de la propuesta de la empresa Meridian Gold de crear una gran mina a cielo abierto en medio de las montañas, para explotar una veta de oro. El proyecto dividió a la gente de Esquel entre quienes apoyaban el proyecto (impulsado desde el estado provincial) como una necesaria fuente de trabajo, y quienes lo rechazaban, a sabiendas de las innumerables contras que, apenas escarbando un poco, empezaban a aparecer. Es que para abrir una mina de esa clase es necesario hacer desaparecer (literalmente) la mitad de una montaña, utilizando grandes cantidades de explosivos. Uno de los ingenieros a cargo del proyecto le explica a un grupo de vecinos (y a las cámaras) que para obtener 10 gramos de oro es necesario volar una tonelada de roca. Apenas 10 gramos, que luego se separan de la piedra utilizando millones de litros de agua y cianuro. El impacto ambiental de semejante combo no sólo afectaría al paisaje y las especies sino también, tarde o temprano, a la buena salud de la población de Esquel.
Lo interesante de Vienen por el oro, vienen por todo, es la eficiencia con que los directores explican de manera didáctica que las compañías extranjeras se benefician con una ley de minería promulgada en tiempos del menemismo. Mientras tanto, retratan el proceso de lucha de un grupo de vecinos que se oponen firmemente a la mina, sin olvidar en ningún momento los atendibles argumentos de la otra parte. Para una familia de desocupados crónicos, ¿qué diferencia hay entre morirse lentamente de hambre o lentamente envenenados? Lo curioso es que el grupo de gente que apoyaba la llegada de la mina era de una heterogeneidad social llamativa, ya que reunía a personas de clase media alta (aquellos que de uno u otro modo se beneficiarían con el emprendimiento) y la masa de desocupados o subocupados, cuya situación reclamaba una solución urgente.
En la polaridad de ese grupo es donde se volvía evidente que los problemas de fondo en Esquel eran otros, y que nada tenían que ver con la tramposa oportunidad de la minería a cielo abierto. Problemas que debían ser resueltos y que D’Alo Abba y Harbaruk han sabido expresar con claridad en el relato que hilvanan. Tanto como el corte transversal que realizan para retratar el conflicto social y el seguimiento de una resolución ejemplarmente democrática. Sin mayores trastornos y mediante un plebiscito popular, el proyecto fue al fin rechazado por el 82% de los votantes y Esquel todavía disfruta del perfil virgen de sus montañas. Aun así, las oficinas de Meridian Gold nunca abandonaron la ciudad. ¿Será que para los buitres lo último que se pierde también es la esperanza?
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
lunes, 2 de mayo de 2011
ENTREVISTA - Mario Sabato: Fragmentos de memoria
SABATO Y BORGES, ENTRE ESCRITORES. Cuando vino la caída de Perón, la llamada Revolución Libertadora, a mi padre lo nombraron director de Mundo Argentino, una revista. En un momento le llegó una denuncia seria de que se estaba torturando a obreros y sindicalistas peronistas. Y mi padre lo denunció en la revista y en una audición de Radio Nacional en la que estaban Borges, papá y otros. Y me parece que a Borges esa denuncia le pareció de muy mal gusto. Esa fue la razón histórica de la pelea. En aquel momento lo desprecié profundamente a Borges: yo era muy chiquito, pero ya sabía que no había torturas buenas y torturas malas y me parecía que alguien que ejercía la literatura, una de las cosas más nobles que puede hacer alguien, no podía tener semejante mezquindad. Por suerte la gente recuerda al Borges que vale, que es ese gigantesco literato. Y es que no merece ser recordado: Borges como persona es muy inferior a Borges como literato y en definitiva eso es lo que va a quedar en la literatura. A esta altura del partido, yo no estoy tan convencido de lo que creía entonces, que una excelente película o un maravilloso poema correspondían a una excelente persona. Lamentablemente no es así. A veces no es así, a veces sí. En definitiva, no importa demasiado y menos si uno no es contemporáneo. […]
Pero no creo que aquella disputa haya sido enriquecedora de ninguna manera. Para ninguno de los dos. Aunque también era imposible que no sucediese, porque aquel era tiempo de pasiones y era bueno que existieran las pasiones. Y la disputa, por otra parte, no fue por razones minúsculas ni muchísimo menos: denunciar las torturas y los fusilamientos de los que habían sido sus opositores, como en el caso de mi padre, es algo para mí tan importante o más que cualquier obra. Lo que pasa es que después de todo eso, a pesar de todo eso, lo que queda es la obra. Y eso es lo trascendente; lo demás tiene que ver con el compromiso cotidiano, que tiene que estar y nadie, ningún ser humano, es capaz de ser tan generoso como para olvidarse de las mezquindades, de las tradiciones, de los oportunismos. […] Con la experiencia, con el tiempo, uno mantiene las convicciones más importantes, las básicas, las que importan, y empieza a darse cuenta al mismo tiempo que del resto sabe muy poco. Que no es tan fácil juzgar, que no es tan fácil determinar y que muchísimas veces uno se equivoca cuando lo hace. No creo que la duda sea la jactancia de los intelectuales: creo que es la ventaja de los intelectuales. La ventaja comparativa que podemos tener, dudar. No estar seguros, contradecirnos. Buscar y buscar. Buscar sabiendo que uno, la mayor parte de las cosas que busca, no las va encontrar. […]
Entonces pienso que ambos perdieron mucho en esos años que estuvieron separados. […] Pero esos son los efectos de conocerse, los inconvenientes de conocerse, porque los literatos de repente (parece inconcebible pero es así) tienen pasiones minúsculas: celos, esos celos que podría tener una chica de barrio, a ese nivel.
Papá se llevaba bien con algunos escritores un poco mayores que él, como Marechal o Gombrowicz, a quien conoció bastante y a quien promovió un poco en Buenos Aires. Pero con Cortázar, por ejemplo, tenían una relación distante: no se querían demasiado y era por esos celos. Ese es un buen ejemplo de celos, esas cosas pequeñas, minúsculas, ridículas, pero muy divertidas. Cosas que uno conoce cuando está cerca. Borges, por ejemplo, era mezquino. Y mezquino mal: jamás lo elogió públicamente a un escritor gigantesco y su íntimo amigo Bioy Casares, con quien mi padre no se llevaba mal, aunque eran muy diferentes. Mi padre en cambio podía ser… tal vez la palabra más correcta sería justamente esa: celoso. Como un chico.
ERNESTO Y MATILDE, UNA HISTORIA DE AMOR. Yo creo que si hay bienes gananciales, la obra de mi padre debería haberlo sido. Papá escribió por mamá: obligado por mamá, incentivado por mamá, corregido por mamá. Impulsado por mamá. Y lo triste de esto es que mi madre era un excelente poeta y jamás quiso publicar. Es decir, se dio a sí misma el destino de ser quien empujaba y sostenía a mi padre. Y no fue solamente eso, sino que realmente mi madre fue la única persona sensata en mi casa: ella era absolutamente imprescindible, para todos. Así que yo creo que las obras de él deberían estar firmadas por Ernesto y Matilde Sabato. Si yo pudiera como heredero hacer esto, sería un acto de justicia.
SABATO Y LA MUERTE. Creo que papá se olvidó de morir, ese es el punto. Es la edad: por la edad uno se olvida cosas y bueno, creo que él se olvidó de morir. Tiene una tenacidad notable. Más allá de los chistes que él hacía, si en el momento en que filmamos aquellas escenas con las que más tarde realicé la película Ernesto Sabato, mi padre, yo le hubiera preguntado si pensaba que podía llegar a vivir 99 o 100 años, él me hubiera respondido que ni remotamente. Es una familia de longevos la de mi padre: o se morían jóvenes de cáncer o vivían hasta los 100 años. Bueno, ahí está.
Fragmentos de una entrevista realizada en Junio de 2010, con motivo del estreno del documental Ernesto Sabato, mi padre, de Mario Sabato, estrenado con motivo del cumpleaños número 99 del escritor.
Pero no creo que aquella disputa haya sido enriquecedora de ninguna manera. Para ninguno de los dos. Aunque también era imposible que no sucediese, porque aquel era tiempo de pasiones y era bueno que existieran las pasiones. Y la disputa, por otra parte, no fue por razones minúsculas ni muchísimo menos: denunciar las torturas y los fusilamientos de los que habían sido sus opositores, como en el caso de mi padre, es algo para mí tan importante o más que cualquier obra. Lo que pasa es que después de todo eso, a pesar de todo eso, lo que queda es la obra. Y eso es lo trascendente; lo demás tiene que ver con el compromiso cotidiano, que tiene que estar y nadie, ningún ser humano, es capaz de ser tan generoso como para olvidarse de las mezquindades, de las tradiciones, de los oportunismos. […] Con la experiencia, con el tiempo, uno mantiene las convicciones más importantes, las básicas, las que importan, y empieza a darse cuenta al mismo tiempo que del resto sabe muy poco. Que no es tan fácil juzgar, que no es tan fácil determinar y que muchísimas veces uno se equivoca cuando lo hace. No creo que la duda sea la jactancia de los intelectuales: creo que es la ventaja de los intelectuales. La ventaja comparativa que podemos tener, dudar. No estar seguros, contradecirnos. Buscar y buscar. Buscar sabiendo que uno, la mayor parte de las cosas que busca, no las va encontrar. […]
Entonces pienso que ambos perdieron mucho en esos años que estuvieron separados. […] Pero esos son los efectos de conocerse, los inconvenientes de conocerse, porque los literatos de repente (parece inconcebible pero es así) tienen pasiones minúsculas: celos, esos celos que podría tener una chica de barrio, a ese nivel.
Papá se llevaba bien con algunos escritores un poco mayores que él, como Marechal o Gombrowicz, a quien conoció bastante y a quien promovió un poco en Buenos Aires. Pero con Cortázar, por ejemplo, tenían una relación distante: no se querían demasiado y era por esos celos. Ese es un buen ejemplo de celos, esas cosas pequeñas, minúsculas, ridículas, pero muy divertidas. Cosas que uno conoce cuando está cerca. Borges, por ejemplo, era mezquino. Y mezquino mal: jamás lo elogió públicamente a un escritor gigantesco y su íntimo amigo Bioy Casares, con quien mi padre no se llevaba mal, aunque eran muy diferentes. Mi padre en cambio podía ser… tal vez la palabra más correcta sería justamente esa: celoso. Como un chico.
ERNESTO Y MATILDE, UNA HISTORIA DE AMOR. Yo creo que si hay bienes gananciales, la obra de mi padre debería haberlo sido. Papá escribió por mamá: obligado por mamá, incentivado por mamá, corregido por mamá. Impulsado por mamá. Y lo triste de esto es que mi madre era un excelente poeta y jamás quiso publicar. Es decir, se dio a sí misma el destino de ser quien empujaba y sostenía a mi padre. Y no fue solamente eso, sino que realmente mi madre fue la única persona sensata en mi casa: ella era absolutamente imprescindible, para todos. Así que yo creo que las obras de él deberían estar firmadas por Ernesto y Matilde Sabato. Si yo pudiera como heredero hacer esto, sería un acto de justicia.
SABATO Y LA MUERTE. Creo que papá se olvidó de morir, ese es el punto. Es la edad: por la edad uno se olvida cosas y bueno, creo que él se olvidó de morir. Tiene una tenacidad notable. Más allá de los chistes que él hacía, si en el momento en que filmamos aquellas escenas con las que más tarde realicé la película Ernesto Sabato, mi padre, yo le hubiera preguntado si pensaba que podía llegar a vivir 99 o 100 años, él me hubiera respondido que ni remotamente. Es una familia de longevos la de mi padre: o se morían jóvenes de cáncer o vivían hasta los 100 años. Bueno, ahí está.
Fragmentos de una entrevista realizada en Junio de 2010, con motivo del estreno del documental Ernesto Sabato, mi padre, de Mario Sabato, estrenado con motivo del cumpleaños número 99 del escritor.
domingo, 1 de mayo de 2011
ENTREVISTA - Mario Sabato: En nombre del Padre.
Hace exactamente 10 años fallecía Ernesto Sabato, uno de los escritores cuya obra supo definir la literatura argentina del siglo XX, pero que también fue uno de los grandes actores políticos de su época. Sus disputas con Jorge Luis Borges, de quién fue amigo en su juventud y con quién se reencontró tibiamente durante la vejez, fueron un símbolo no solo de la dimensión que la literatura alcanzó en nuestro país gracias a la generación que ambos integraron, si no también de las diferencias profundas que polarizan a la sociedad argentina.
En esta entrevista, publicada originalmente el 23 de junio de 2010, en la víspera del último cumpleaños del escritor, su hijo, el cineasta Mario Sabato, habla sobre su padre, por entonces ya retirado de la vida pública. La idea era hablar de su padre, no solo de los aspectos públicos de su figura, sino del hombre privado. Por supuesto que la nota está teñida por la inevitable subjetividad filial, pero en las respuestas de Mario también hay un retrato de Ernesto muy íntimo e intenso. Un retrato que es también el de una época.
La importancia de su obra, el trabajo realizado por la Conadep en la redacción del histórico Nunca Más, que forma parte del intenso recorrido político que realizó el escritor, y detalles de la vida doméstica fueron algunos de los temas abordados en aquella oportunidad. Al día siguiente Ernesto cumpliría 99 años y menos de un año más tarde llegaría su despedida. Como homenaje, hoy volvemos a publicar esta entrevista, que actualmente ya no se encontraba disponible en la web. A la memoria de Ernesto Sabato.
Entrevista a Mario Sabato
Mañana cumple años don Ernesto Sabato, el último nombre, el último hombre notable de una generación fundamental de la literatura argentina. Noventa y nueve, nada más. Ese hijo que entre los 11 hermanos (11 varones) de una familia de inmigrantes calabreses llegó a escribir alguno de los títulos más representativos de una época y alcanzó a convertirse en protagonista ineludible en las disputas literarias, estéticas, políticas de su tiempo. Hoy ya hace cuatro años que Ernesto Sabato mantiene una reclusión por cuestiones de salud, custodiado por sus nietos y su hijo, el director de cine Mario Sabato. El escritor y ensayista espera de que ese sea el escenario de sus aplacados pasos finales por el suelo de Santos Lugares, ese barrio que para él es urbi et orbi: el mundo entero.
Justamente Mario Sábato, autor del documental Ernesto Sabato, mi padre, estrenado en la Argentina hace muy pocos meses, se permite hablar del presente y las memorias de ese hombre que representa para él mucho más que uno de los únicos cuatro argentinos que han tenido el honor de recibir el Premio Cervantes de Literatura. El cineasta Mario habla de Ernesto, el escritor, desde su único lugar posible: el de hijo.
-¿Cómo se siente en esta relación con ese padre que ha marcado un camino tan importante y en el que usted a veces, por ahí, sigue siendo ya grande el hijo de Sabato?
-Es inevitable, pero estoy acostumbrado. Empezó a los 16 años, cuando mi padre comenzó a ser famoso, y he tenido medio siglo para ir acostumbrándome. En general es más problema para los demás, como para vos preguntarme a ver si todavía estoy molesto, cuando no me molesta en lo más mínimo. Estoy habituado, aunque tiene sus ventajas y sus desventajas, claro.
-¿Cuál sería la desventaja?
-La desventaja es que mi padre ha obtenido muchos enemigos en la vida y yo los heredé. Cosas que a veces no se atreven a decirle a mi padre me las suelen decir a mí, pero bueno. Mi padre siempre vivió, como diría… creo que fue Pirandello: “vivere intensamente”; y cuando la gente vive intensamente… bueno, en realidad la gente no sé. Pero en el caso de mi padre, ha tenido enormes méritos y también ha cometido enormes errores, como corresponde a los que no se quedan callados o a los que el mundo no les resulta indiferente. Así que ha tenido siempre enemigos y entre esos enemigos trato de discernir entre los que simplemente lo son por envidia, de aquellos que tienen algunas razones más ponderables para criticarlo.
-¿Cuál ha sido la influencia que como padre ha tenido ese hombre para ustedes?
-Por suerte su popularidad me ocurrió ya de adolescente, ¿no? Digamos, papá, si no me equivoco, publicó Sobre héroes y tumbas, que fue lo que lo erigió en uno de los referentes de la literatura, no sólo Argentina, en 1963. Y yo ya tenía entonces 18 años. Así que, es más fácil acostumbrarse. Y eran épocas de mayores pasiones: las antinomias que siempre existieron, en aquel caso se reflejaban por ejemplo en Borges o Sabato, que era una soberana estupidez, porque el que elegía a Sabato se perdía a Borges y el que elegía a Borges se perdía a Sabato, ¿no? Es mejor decir Borges y Sabato; o libros y alpargatas. Pero estaban las pasiones, que eran fuertes, y además la cultura era un ámbito de militancia. Estaban las disputas entre revistas literarias o sectores -yo participe ya de muy chiquito en El escarabajo de oro-. Una vez lo corrimos al Yaya Sebreli atravesando la avenida Corrientes, peligrosamente porque en aquel entonces todavía era doble mano, pero por motivos de posturas literarias e ideológicas… Es mejor esto de todas maneras que las peleas entre barrabravas, ¿no? Me parecen más razonables. Igual lo digo con humor y con nostalgia, pero también con melancolía, ¿no? Prefiero esas pasiones a otras. Prefiero en realidad las pasiones a las no pasiones.
-Está claro, pero ¿lo alcanzaron?
-No, no lo alcanzamos. Lamentablemente (risas).
-Y después de eso ¿han podido recomponer alguna relación en algún espacio que no fuera el de la corrida? ¿O siempre se mantuvieron a distancia?
-No, no, no. El otro día, en no sé dónde, leí algo de Sebrelli y reaccione con mucha antipatía. Entonces me pregunté ¿por qué tanta antipatía? Y estuve pensándolo, hasta que me acordé de esta historia. Pero bueno, qué se yo...
-La obra de su padre, tanto la literaria como la plástica, están cargadas de espacios muy ominosos, oscuros y tremendos. En la vida cotidiana ¿cómo aparecían esos espacios? Porque imagino que tendrían que aparecer.
-Aparecían; especialmente desde el humor y desde el sentido de la vida: siempre mi padre tuvo un sentido trágico de la vida. En la familia un poco se atenúo con el tiempo, porque mis hijos lo toman en broma definitivamente, entonces ahí empezó a entender un poco más el humor hacia esa particularidad de su carácter. Pero te diría que en general fue bastante molesto: alguien con el sentido trágico de la vida es lo peor que le puede pasar a una familia. Lo que pasa es que ese sentido trágico, en cuanto se refiere a cosas trascendentes e importantes, casi siempre es inevitable. Más aún: es sospechoso alguien que frente a lo que pasa en el mundo en muchos aspectos, se lo tome en broma.
-Usted decía recién que los nietos se lo toman en broma. Me imagino que los nietos lo transforman a uno, de alguna manera, en una caricatura de uno mismo...
-Un poco sí. Pero no sé si en una caricatura, porque la palabra es fea… un retrato menos severo...
-Menos solemne.
-¡Menos solemne! Diría que sí.
-¿Y él cómo se siente con ese personaje?
-¡Ah, no!, fantástico. Primero lo sorprendía y después no solamente lo aceptaba, sino que lo promovía. Muchas veces él mismo hacía cosas para provocar la diversión de mis hijos o las hijas de mi hermano.
-¿Cómo está su padre hoy, sigue manteniéndose informado?
-No. Hace rato que lo tenemos entre algodones y ahora ya no está bien. Quisimos que pasara estos últimos años en una razonable tranquilidad que no hubiera existido si le hubiéramos dejado ver los diarios y los noticieros.
-Entonces tampoco escribe, ni realiza ninguna actividad intelectual.
-No.
-No hemos hablado del Nunca más. ¿Qué lugar ocupa en la obra de su padre?
-No, no. Él nunca lo tomó como parte de su obra. Lo tomó como parte de una obligación moral que tenía. Digamos que, como familia, el recuerdo que tenemos (entendiendo la importancia mayúscula que tuvo eso), nos inunda de orgullo. Pero al mismo tiempo fue un calvario y una demolición para mi padre y nunca lo superó.
-Todo ese trabajo.
-No tanto el trabajo, eso no era lo grave, porque se repartían: había muchos y muy buenos haciendo ese trabajo. El tema era ver de cerca, porque uno sospechaba, pero no se imaginaba ese nivel de horror. La brutalidad, la miserabilidad; encontrarse con la gente que buscaba a sus familiares, saber lo que les había pasado. Eso es algo que cualquier persona sensible no pasa sin recibir huellas muy, muy profundas. Y las que dejó en mi padre fueron devastadoras. Él tuvo tres episodios en su vida que fueron los que lo demolieron: la enfermedad de mi madre y su muerte posterior, la muerte de mi hermano y la Conadep. Estas tres cosas fueron lo peor que le puede haber pasado a mi padre.
-Usted menciona su madre y me parece que por ahí es la mejor forma de terminar una conversación sobre su padre. ¿Hubiera sido posible la obra de Sabato sin Matilde?
-De ninguna manera. Yo creo que sí hay bienes gananciales, la obra de papá lo es. Papá escribió por mamá: obligado por mamá, incentivado por mamá, corregido por mamá. Impulsado por mamá. Y lo triste de esto, es que mi madre era un excelente poeta y jamás quiso publicar. Es decir, se dio a sí misma el destino de ser quien empujaba y sostenía a mi padre. Y no fue solamente eso, sino que realmente mi madre fue la única persona sensata en mi casa: cuando se murió ella, bien utilizado el término, la situación se desmadró. Ella era absolutamente imprescindible, para todos. Así que yo creo que las obras de él deberían estar firmadas por Ernesto y Matilde Sabato. Si yo pudiera como heredero hacer esto, sería un acto de justicia.
Con Borges y Papá
-Usted recién hablaba justamente de las enemistades y los enemigos, y es inevitable no hablar de la polémica con Borges. ¿Recuerda algo en particular de aquello, algún hecho se le quedó grabado?
-Sí, también con el fervor de la adolescencia, ¿no? Ni siquiera adolescencia, porque esto que te cuento ocurrió en el ‘56, y yo tenía 11 años. Mi familia, yo no, porque era muy chiquito, no era peronista... hay una diferencia enorme entre no ser peronista y ser antiperonista: en general los gorilas son aquellos que critican al peronismo por sus virtudes, cuando tiene tantos defectos que uno podría criticar. No fue nada dramático, porque no recuerdo ninguna situación de tristeza en mi infancia, por el contrario tuve una infancia muy feliz, pero la pasamos mal durante el peronismo. Y cuando vino la caída de Perón, la llamada Revolución Libertadora, a mi padre lo nombraron director de Mundo argentino y pasamos a una etapa de prosperidad que fue muy fugaz. En ese momento papá se compró su primer auto: nunca me acuerdo bien si era un Estanciero o el Fiat 1100 que nombro en la película, un automóvil modestísimo, pero era “el auto”. Y bueno, llegó una denuncia a la revista, seria, de que se estaba torturando a obreros y sindicalistas peronistas. Y mi padre lo denunció en la revista y en una audición de Radio Nacional muy culturosa, en la que estaban el presidente de la Sade, que no me acuerdo quién era, Borges, papá... A Borges esa denuncia le pareció de muy mal gusto, me parece. Fue la razón de la pelea, ¿no? Y yo en aquel momento lo desprecié profundamente a Borges: era muy chiquito, pero ya sabía que no había torturas buenas y torturas malas, y me parecía que alguien que ejercía la literatura, una de las cosas más nobles que puede hacer alguien, no podía tener semejante mezquindad. Bueno, por suerte Borges se murió y la gente se olvidó del Borges despreciable y recuerda al Borges que vale, que es ese gigantesco literato.
Y está bien eso... digo, es muy borgeano ese olvido oportuno de lo que no merece ser recordado. Y es que realmente no merece ser recordado: Borges como persona es muy inferior a Borges como literato y, en definitiva, lo que va a quedar es la literatura. Si lo vale. Yo a esta altura del partido no estoy tan convencido de lo que creía entonces, que una excelente película o un maravilloso poema correspondían a una excelente persona. Lamentablemente no es así. A veces no es así; a veces sí. En definitiva, no importa demasiado, sobre todo si uno no es contemporáneo.
Articulo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino en Junio de 2010, Cuando Ernesto Sabato cumplía 99 años.