viernes, 27 de mayo de 2011

ENTREVISTA - Antonio Skármeta: Todos los millones de Chile no valen un solo muerto

Cualquiera que haya visto en una foto la cara de Antonio Skármeta no puede sino tener algo de simpatía por ese tipo grandote, de ojos que apenas son dos ranuras desde donde la mirada se le empecina en un gesto de sonrisa perpetua. Skármeta sonríe, siempre, y por eso no es extraño que su último libro, Los días del Arcoíris, coloque en uno de sus centros a la alegría. En primer plano la novela cuenta la historia del famoso plebiscito de 1988, con el que el dictador Augusto Pinochet quiso perpetuarse en el gobierno de Chile, disfrazando a su atropello de mascarita democratica. Alimentando este fondo, diversas tramas van modelando un universo que recrea con muchos matices, una época en la cual el régimen asesino creía encontrarse en la cúspide de la popularidad. Está la del profesor Santos, detenido frente a sus pupilos en la clase de filosofía. La de su hijo Nico (por el aristotélico Nicómaco), uno de esos alumnos, que se debate entre el miedo y el coraje ante a una realidad de hierro. La de Adrián Bettini, el mejor publicista de Chile, a quien alternativamente se le ofrece ser director de la campaña por el Sí, que le permitiría a Pinochet renovar su tiranía, y la del No, que implicaba el retorno a la democracia en un plazo no mayor a un año, y que deberá decidir entre sus principios y su miedo. La de Patricia, novia de Nico e hija de Adrián, mujer indispensable para ofrecer con sencillez siempre una mirada positiva de la realidad y del futuro. Y Laura Yáñez, personaje escondido y fundamental. La historia de amor adolescente y la forma poética en que la campaña del No se va convirtiendo en un canto y una apelación a la alegría, son dos líneas paralelas que se justifican mutuamente.
No es la primera vez que Skármeta ubica a alguna de sus obras en el período de Pinochet. En la novela Ardiente paciencia -también conocida como El cartero de Neruda a partir del éxito de la película Il postino-, sutilmente ponía en paralelo las muertes de Salvador Allende y Pablo Neruda, ocurridas apenas con días de diferencia en septiembre de 1973. En El baile de la victoria, también llevada al cine por Fernando Trueba, aquellos años vuelven a estar en el pasado de sus protagonistas. “Hay temas que son tan inspiradores, que te asaltan y te dicen que tienes que ponerte servicio de ellos. Creo que en el caso de Los días del Arcoíris y la realidad misma me da una lección poética y me induce a transformar una historia real en poesía”, dice Skármeta sin abandonar, claro, la cautivante sonrisa que parece no haber forma de quitarle de los ojos.

-El tema de las dictaduras sigue abierto, pero no sólo en Chile y en escritores de su generación, sino en toda Latinoamérica y también en autores más jóvenes. ¿Por qué cree que todavía se necesita volver sobre esa historia?

-Las grandes conmociones locales y universales son verdades, fuerzas que atañen a la vida cotidiana actual de todos los hombres. La crucifixión de Cristo, sucedió hace 2000 años y es una y otra vez motivo de análisis. Y de fe: ya ves la cantidad de gente que va todos los domingos a celebrar la misa. La segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la demencial aventura nazi, una y otra vez es sujeto de grandes obras literarias o películas de excelente factura. Nosotros mismos, en América latina, hemos tenido una confrontación con la historia que violó todas las reglas de la humanidad, y no es extraño que en la actualidad todos estos asuntos pesen, porque hemos aprendido de estos grandes desastres a manejar mejor nuestras vidas, para hacerlas más plenas, más ricas.
-Existe cierta idea algo maliciosa, de que algunos escritores latinoamericanos (también ocurre en el cine) insisten en los temas relacionados con los años de plomo, porque se supone que es lo que el mundo espera que escriban los autores de la región.

Por primera vez se produce lo inesperado: los ojos del escritor se despliegan, enormes, y entregan una expresión que sorprende. Lejos de la sonrisa, Skármeta deja en claro su rechazo ante la duda.

-No, mi amigo: estamos hablando de muchas vidas perdidas, de heridas en el alma de las naciones, de las cuales los artistas son testigos. Los dolores y las tragedias son fuente de inspiración espontánea y noble. Suponer que detrás de esto hay una intención para llamar a los lectores es simplemente miserable.
-En contra de esta idea del escritor capaz de manipular sus temas con afán mercantil, Robert Louis Stevenson afirmó que “el primer deber de todo hombre que se propone escribir es intelectual”. ¿Esta opción es más tolerable?
-Mira, la palabra deber cuando se aplica a la creación, a mí me pone los pelos de punta Hay tanta gente predicando y santificando por el mundo cuál debe ser el rol intelectual del creador, cuando se trata de un problema estrictamente individual, de la intimidad del alma de un hombre con su propio destino y su propia obra. Quién le puede decir que tiene el deber de hacer ninguna cosa: el ejercicio supremo de la libertad, que puede ir hasta el libertinaje expresivo de la mayor libertad surrealista o descomprometida, es perfectamente legítimo en un artista. La palabra deber vinculada al arte me desespera, me incomoda.
-¿Piensa entonces que el arte tiene su propia ética, su propia moral?
-Pienso que existen obras de arte que tienen una mayor densidad, un mayor valor, y un encanto superior cuando pulsan -o suenan en acorde- con los sentimientos de una época. Las obras de los creadores que están atentos a eso, a mí me suelen conmover más que otras que ignoran esta referencia. De todas formas, hay escritores que viven muy recluidos en un mundo literario, incluso buscan tanto esa reclusión y respetan hasta tal grado los recovecos de su intimidad, que por propia voluntad optan por una literatura francamente hermética, que hace las delicias de los hermenéuticos y los críticos desentrañadores. Allí ocurre una aventura del lenguaje muy apasionante y que en algunos autores yo puedo seguir. Pero mis preferencias van hacia otro tipo de escritura, la de una literatura que está metida en el curso de los tiempos y de la vida.
-Un valor muy importante dentro de su novela es la alegría. Es el sentimiento que la Concertación trata de aludir y despertar en el pueblo chileno. Dentro del libro En tierras bajas, de Herta Müller, hay un texto que dice “También hay miedo en la alegría. Mi corazón palpita de miedo en la alegría, de miedo de no poder seguir alegrándome, de miedo de que el miedo y la alegría sean la misma cosa”. ¿La alegría puede ser máscara de algo más?
-Es emocionante este párrafo que me leíste. He notado que lo que caracteriza a los artistas sensibles y a los más sagaces, es una continua percepción de la fugacidad, de la vulnerabilidad de las grandes emociones y experiencias humanas. Todo es tan vulnerable, tan frágil, y con cuánta profundidad los filósofos y artistas han visto y cantado estas ráfagas de alegría que a veces vienen en un mundo tan lleno de conflictos. Pablo Neruda entre los 100 sonetos de amor, que le dedica a Matilde, hay uno de ellos en que dice “si muero, sobrevíveme con tanta fuerza pura que despiertes la furia del pálido y del frío” y agrega “no quiero que se muera mi herencia de alegría”. Fíjate la formulación final de ese hombre enfrentando su muerte que le dice esto tan intenso y tan bello. Y yo creo que en Los días del Arcoíris hay mucha alegría dentro de las sombras, porque es una novela escrita desde la libertad conquistada, en el fragor de la lucha por esa conquista hecha. Es una novela puesta en la perspectiva y un abrazo fraternal y cariñoso que alguien que disfruta la libertad, le da agradecido a quienes la consiguieron.
-Hay dos historias que a lo largo de la novela corren en paralelo: son la historia del plebiscito y la historia de amor. Ambas terminan juntas, en el momento en el que el No gana y esa libertad comienza a ser posible. Siendo que las dos son metáforas la una de la otra, ¿cómo seguiría 20 años después aquella historia de amor entre dos adolescentes?
-Yo creo que bien. Porque la experiencia de haber sido testigos de la dificultad de haber reconquistado la libertad, es un bien tan preciado que los marca para toda la vida, los deja transformados en seres energéticos, y por lo tanto deben andar con dignidad, con alegría y conciencia por la vida. Y otra cosa que podría decirte es que la democracia es un bien en sí; es decir: no aspira a nada superior a ella, no te plantea una utopía completa al final del camino. No te plantea finales de camino. Lo único que te exige la democracia es mantenerse a sí misma. Ahora, la práctica de la democracia -y aquí me pongo un poquito aristotélico- hace al hombre democrático. Ejercer la democracia implica incluir cada vez más gente, más libertades, incluir más alegría.


Valer menos que un pedo


-¿Usted cree que la historia es destino, azar, o una construcción?
-Estoy convencido de algo que plantea una muchacha joven en la novela: que el ser es lo que se hace. Para decirlo en la expresión de Ortega, “que el hombre es un animal fantástico que se produce a sí mismo”. Ante las alternativas que me pusiste, diría que la historia es una construcción, y dentro de la construcción, el poder más fantástico y maravilloso, más generoso que tiene la humanidad, es la creación.
-Ante esa elección podemos concluir que ni Pinochet ni el plebiscito surgen de la nada, sino que son consecuencia de esa construcción.
-Sucede que son dos actos con valencias tan distintas, porque una cosa es la dictadura y otra la libertad; una cosa es la perversión y otra la democracia. Claro, en términos estrictos son dos construcciones, pero para eso está la ética, está el juicio, está la razón. Por eso la de Pinochet es una figura condenable universalmente, como universalmente fueron condenados los de la junta militar argentina y varios otros. Y son motivos de admiración Mozart, Van Gogh, los trabajos de Marlon Brando en el cine.
-¿No siente que aun habiendo perdido ese plebiscito y habiendo tenido que dejar el poder, aquella obra devastadora de las dictaduras continúa siendo exitosa?
-En alguna pequeña proporción, si. Pero la mayor proporción, que es la relevante, no.
-Sin embargo es habitual encontrar en los espacios de discusión, por ejemplo en Internet, expresiones reaccionarias de una gran cantidad de personas que siguen pensando que aquello era válido.
-Lo único que debo corregirte es la palabra “mucha”. Las redes sociales permiten que posiciones extremistas organizadas tengan un peso informativo desmedido. Pero esto se mide en el funcionamiento de la sociedad. Tras el plebiscito y después de un tiempo, en Chile la democracia fue precaria. Y esa precariedad inicial duró hasta que la gente se convenció de que los méritos de la democracia son mayores a los riesgos de vivir en una dictadura represiva. Créeme: que 40 tontos digan en un blog “Pinochet salvador de la patria, te recordaremos siempre”, no es un dato significativo. Chile tiene hoy otros problemas que se derivan de la práctica democrática.
-Aceptemos que no son muchos, pero algunos de ellos siguen siendo muy poderosos.
-Pero hay que ver qué representatividad tienen.
-Es que tal vez no sean representativos, pero llegan a mucha gente y podrían serlo.
-Bueno, hay personas que también son representativas y piensan que el origen del buen rendimiento económico y de la macroeconomía estable de Chile se debe a la política neoliberal de los seguidores de Milton Friedman, y hoy en día siguen diciendo que fue gracias a Pinochet, que libró esta batalla económica.

Los ojos de Skármeta pierden su carácter horizontal y vuelven a arder en el fuego circular de la indignación.

-¡Te quiero decir que todos los millones que pudiera tener hoy Chile, no valen ni un solo muerto! Para terminar con el tema, porque no me impresiona ese argumento ni me impresionan esas personas, a las cuales encuentro moralmente detestables: ¡lo que hizo Pinochet fue un atentado a la humanidad y su progreso económico no vale un pedo! Lo que haya que conseguir debe hacerse con armonía enfática, sin cárcel, sin violencia, sin asesinatos.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

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