martes, 27 de julio de 2010

CINE - El viaje de Avelino, de Francis Estrada: Un viaje al corazón del país

El silencio se extiende sobre todo lo que la vista puede abarcar, pero uno está seguro de que llega incluso todavía más allá, hasta los límites mismos del mundo. Por sobre las montañas y los ríos, por encima de los hombres, el silencio es el paisaje en el que se mueve Avelino. Los días completos sin palabras, viajando entre los valles que, roca a roca, forman parte de los Andes catamarqueños. Esa es la tierra seca y secreta en que Avelino nació, donde se hizo hombre y fue armando esa familia enorme a la que tanto ama. Todo sucede en silencio. En su omnipresencia, ese silencio se convierte en una paradoja interesante: casi sin palabras, a partir de la narración de una historia única, Francis Estrada, director del documental El viaje de Avelino, consigue un retrato de capas múltiples en las que no sólo es posible reconocer al viajero del título. Hay también una idea de familia, tan lejana y tan próxima de la que puede tener cualquier hombre de ciudad, que la simple transpolación se traduce en emoción y en miedo: hay una idea de comunidad tan distante de la impersonalidad de las grandes urbes que resulta tierno y misterioso el modo en que todos saben el nombre del protagonista, que atraviesa durante días completos esa inmensidad de piedra. Hay una idea de país distinta de la que puede tenerse estando inmerso en la rutina del mundo moderno, una en la que todos los ojos deben ser mirados, todas las manos tendidas y tomadas, y todas las voces escuchadas. Incluso (o sobre todo) esos alaridos mudos con los que tantos argentinos piden con urgencia, aunque rara vez sean escuchados. La travesía de Avelino Vega junto a Nely, su pequeña hija enferma, por entre las montañas y a lomo de burro desde Río Grande, su pueblito, para llegar al hospital más cercano, es apenas una excusa. Todos somos Avelino, dice Estrada sin decir, sólo con imágenes.
Es en ese carácter múltiple que la película crece, disparando desde un único relato las líneas que la asocian a las diversas realidades mencionadas y hasta demanda, exige, toda atención. El proyecto nace de una noticia transmitida por la señal TN hace unos años, en la que se rescataba la secreta historia de Avelino y su viaje. En ese sentido, Estrada confirma que “la película no está atada a la actualidad estrictamente. Intenta recuperar una experiencia humana que a mí me conmovió y que a la vez registra realidades, entornos que conviven en este amplio y diverso espacio nacional.” Pero justamente ese origen periodístico –producto de un periodismo excesivamente necesitado de encontrar color sensible– no sólo dio al director una historia que contar, sino también le señaló un tono para su narración, lejos de la noticia y mucho más cerca del paisaje y de los hombres. “Me interesaba reconstruir el mundo y las situaciones que se dieron en aquellas jornadas de la manera más austera”, afirma. “Lo complicado era que no podía dejar de haber emoción y progreso narrativo, y ahí venía el problema de intervenir sobre la gente y los espacios. Buscar el equilibrio entre ambos parámetros fue una preocupación permanente.”
Está claro entonces, ante la reconstrucción dramática de aquel viaje, que lo documental no pasa por la historia misma. La dramatización es el mecanismo de arranque de una película que intenta ver con mayor profundidad. El retrato final corresponde más a esa comunidad que a un hecho eventual, como el viaje de ese padre con su hija. “La gente de Río Grande, ‘gente de la montaña’, no está acostumbrada a transmitir sus sensaciones de la manera en que lo hacemos en nuestra cultura urbana”, dice Francis Estrada. Justamente el trabajo actoral resultó un desafío para el equipo de documentalistas: “No sé si ellos en algún momento entendieron que estaban haciendo una película. De hecho ni Avelino ni el resto de la gente de Río Grande fue alguna vez al cine”, afirma el director, y desde allí puede entenderse su intento de pluralidad. A partir de este cruce cultural, en el que los documentalistas son un cuerpo extraño que invade la realidad de las montañas (a la manera de la novela Soy leyenda, del estadounidense Richard Matheson), el rodaje vivió momentos de gran tensión: “Teníamos que estar atentos a las sensaciones que la rememoración de esos hechos dolorosos les producía a ellos y ser respetuosos de eso. Se trató de una cuestión ética. Hubo un momento en que Teresa, la esposa de Avelino, se puso muy mal durante la filmación de una escena en la que se hablaba de la gravedad de la enfermedad de Nely. Ese dolor era funcional a la estrategia de reconstrucción de la situación, pero decidimos parar porque no podíamos manipular de esa manera el dolor ajeno.”
La película se exhibe en una sala que fue inaugurada para dedicarse de manera exclusiva a la difusión de cine documental. Estrada se alegra doblemente por el estreno de su película. “Los que estamos ligados a la actividad cinematográfica tenemos un trabajo permanente que consiste en la construcción y fortalecimiento de circuitos de exhibición que nos permitan llegar al público. Creo que es una gran iniciativa del INCAA.” El Viaje de Avelino deja su valija abierta e invita a participar del camino. Las conclusiones, como dice su director, van por cuenta del que se atreva a espiar dentro.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

domingo, 25 de julio de 2010

LIBROS - Homenaje a Roald Dahl: de piloto a escritor en sólo una vida

Cualquiera sabe que en los cuentos las historias siempre suceden muy lejos y sus protagonistas no son sino gente común a la que le pasan cosas raras, o personajes raros que deben atravesar circunstancias aún más extraordinarias. Pero hubo un hombre, un aviador, que descubrió (aunque es probable que se lo inventara él solito) que no hacía falta irse muy lejos para encontrar universos inesperados. Su nombre ya de por sí era raro, un regalo que, como todos los chicos del mundo, recibió de sus padres, dos inmigrantes noruegos en la británica roca de Gales. Se llamaba Roald Dahl. Por supuesto que cuando decidió convertirse en piloto de aviones de guerra no sabía que su destino era otro.
Fue justamente en la cabina de su Hawkins Hurricane de la Real Fuerza Aérea que conoció a los Gremlins, unos duendes traviesos que vivían en los motores de los aviones y cuya mayor diversión consistía en detener las máquinas en pleno vuelo, muertos de risa viendo a los pilotos llorar de miedo. Los muy pícaros al fin se apiadaban y dejaban que las hélices volvieran a girar, para alivio de los tripulantes. Años más tarde las historias de estos duendes dieron forma a su primer libro de cuentos para chicos. (Mucho tiempo después, un director de cine un poco atrevido transformó a los Gremlins en unos monstruitos que nada tienen que ver con los verdaderos. Aunque también resultaron maravillosos y divertidos).
Después ya no pudo parar: Roald el aviador se volvió escritor, uno de los más ocupados, inventando cada vez más historias, siempre un poco asquerosas y cómicas, hasta que los chicos de todo el mundo lo eligieron como uno de sus favoritos. Tanto, que mucho de lo que él imaginaba sirvió para que otros directores de cine, un poco menos insolentes que el anterior, eligieran sus cuentos para hacerlos película. Y es verdad que son entretenidas, pero nunca tanto como sus libros. Matilda (Danny de Vito, 1990), Jim y el durazno gigante (Henry Selick, 1996) y El fantástico señor Zorro (Wes Anderson, 2009) fueron algunas. Y hasta filmaron dos con su novela Charlie y la fábrica de chocolate (Mel Stuart, 1971 y Tim Burton, 2005), ¡así de genial era su imaginación! Una vez le preguntaron cuál era su fórmula para hacer libros infantiles; él respondió: “Conspirar con los niños en contra de los adultos”. No se equivocaba.
Roald Dahl también fue padre ¡y qué padre! Tuvo casi tantos hijos como libros: cinco en total, cuatro nenas y un único varón. Cuando Theo (así se llama ese nene, que ahora es un señor) tenía apenas cuatro meses de vida, sufrió un tremendo accidente: el carrito de bebé donde dormía su siesta fue atropellado por un taxi, causándole algunos golpes que derivaron en hidrocefalia, una enfermedad que provoca que el líquido se acumule dentro de la cabeza, sin que entonces hubiera forma de sacárselo. Pero aunque estaba muy triste, el valiente Roald no se acobardó. Junto a dos amigos –uno ingeniero, el otro cirujano–, el gran escritor y mejor padre creó una aparatito para salvar a su hijo. El artefacto fue bautizado con el nombre de Válvula Wade-Dahl-Till, en homenaje a los amigos inventores, y ayudo en el tratamiento de su hijo, que mejoró, creció y hoy él también tiene una hija. Eso sí que es ser buen padre, dicen todos los que escuchan esta historia, casi casi tan buena como las que Roald siguió escribiendo hasta que su propio cuento se terminó en 1990. Pasaron 20 años, pero sus libros y su invento siguen conspirando con millones de chicos para hacer de la infancia un lugar menos horrible.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

domingo, 18 de julio de 2010

CINE - El Hada Buena - Una fábula peronista, de Laura Casabé: La fórmula para convertir a Perón y Evita en la gran broma sagrada

Si algo no es habitual en el cine argentino, es la capacidad de conseguir que los habituales presupuestos magros redunden en favor de la producción. Fabián Forte, director de películas de honrosa clase B –entre ellas la inminente Malditos sean!, en colaboración con Demián Rugna–, hombre de cine de los que no temen embarrarse los pies, suele decir que el cine argentino comete el pecado de escribir y producir guiones pensados para una industria rica en recursos, con los que no cuentan el 99% de las producciones nacionales. Y así, como el síntoma antecede a la enfermedad, ocurre que, cuando el dinero no alcanza, la cosa deriva en resultados híbridos, en pobreza visual y mala factura, en imaginación berreta que no consigue apuntalar ideas demasiado complejas para medios tan modestos. De todo eso se aprovecha El Hada Buena - Una fábula peronista, film de la directora Laura Casabé.
Lejos de representar un problema (o muchos), todo aquello que en otra película podría ser tachado de defectuoso, aquí se convierte en parte del presupuesto, en marca estética, en punto de partida. Abrevando en la farsa y la parodia, El Hada Buena es prima hermana de Filmatrón –película de la ya mítica productora de cine del barrio de Haedo, Farsa Producciones, premiada hace unos años por el público del BAFICI–, con la que comparte recursos éticos, estéticos y hasta parte del elenco. Pero el juego de espejos y reflejos no termina ahí. Cualquiera con el ojo entrenado y buena memoria encontrará pincelazos que recuerdan los brillantes trabajos grupales de los Monty Python y los solistas de Terry Gilliam; coincidencias con Delicatessen, de los franceses Jeunet y Caro, y más cerca en el tiempo, conexiones con los trabajos de los españoles Alex de la Iglesia (ver su debut Acción Mutante) y Javier Fesser con sus films La gran aventura de Mortadelo y Filemón y, sobre todo, la desencajada El milagro de P. Tinto.
Lo que diferencia a El Hada Buena (y a su vez la acerca a Zenitram, de Luis Barone), es su inusual fondo político, absoluta, ominosamente peronista. Será porque la historia se traslada a un futuro impreciso que, ni muy lejano ni tan próximo, casi puede ser presente y hasta pasado; o porque pinta una Argentina devastada, en la que se ha decidido “reinstalar el modelo benefactor” del peronismo como única tabla, a la vez de ley y salvación. Todo parecido con la historia posterior al 2001 no parece pura coincidencia. Lejos de ser los únicos privilegiados, en ese universo paralelo, los niños, cargan todo tipo de malformaciones y son sistemáticamente abandonados para ser transados en subastas públicas. Allí, familias desahuciadas los cambian por licuadoras viejas u otros trastos, con la esperanza de acceder al programa de padrinazgos alentado por el presidente Perón (apenas un holograma en mal estado que repite sin fin sus declamaciones históricas), subsidio que asegura a los beneficiados una pensión vitalicia. Por eso la adquisición de Juan Domingo Séptimo, un gordito rosado y saludable, se le aparece a los protagonistas como un bote salvavidas. En su nueva familia, Séptimo se encontrará con los peores exponentes de esa distópica sociedad. Una madre y un tío siniestros y hermanastros mutilados, celosos y escarados, que son instruidos en el dogma por la maniática tutora Sontag, cuyo nombre es un ejemplo claro de cómo funciona el humor intertextual en esta fábula de profunda raíz justicialista.
Es que el hada del título es la personificación de los anhelos que el primer peronismo supo depositar en la figura de la madre del movimiento, Eva Duarte. Un conjunto de fantasías entre las que se encontraban las realidades, la certeza de que Evita era la encarnación de todos los cambios: aquellos que fueron posibles pero también los otros, la bonanza que soñaron durante diez años las castas sociales históricamente relegadas. Lo notable de El Hada Buena es su capacidad para reciclar esa iconografía peronista, aprovechar su ubicua promesa de ascenso social, para narrar una fábula de esperanzas en un mundo vaciado. Ante la necesidad sin fin, el peronismo se convierte en luz al final del túnel. Y un objeto pasible de ser convertido a la vez en culto y gracia que, en manos de la directora Laura Casabé y sus guionistas, alcanza el grado de broma sagrada.


(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino)

sábado, 17 de julio de 2010

CINE - Aprendiz de brujo (The sorcererc's apprentice), de Jon Turteltaub: La costumbre de cambiarle la letra a las canciones

Hace algunos jueves, estas mismas páginas tuvieron oportunidad de abordar el estreno de Príncipe de Persia, último trabajo en colaboración entre el productor Jerry Bruckheimer y el pulpo Disney en pos de conseguir los favores de la caja registradora. Eso hasta hoy. Jerry y Disney volvieron a unir fuerzas por segunda vez en el año, para intentar el asalto de la taquilla desde todos los flancos posibles. Y, como ya demostraron con el príncipe del desierto, sin necesidad de invertir demasiado en ingenio. El nuevo proyecto lleva por nombre Aprendiz de brujo, una película cuya genética es propia de los días que corren. Así como Príncipe de Persia era la adaptación de un clásico de los fichines (también llamados videojuegos por los neófitos), la dupla “creativa” vuelve a demostrar que siempre se puede volver a exprimir una vieja idea y que en tiempos de productos light, ricos en color pero faltos de sustancia, sobra con un par de gotas para preparar un jugo. Los muchachos decidieron que para construir un blockbuster alcanzaba con tomar no más que el título de aquel recordado fragmento de la formidable Fantasía (1941; clásico de Disney, de cuando Walt todavía no se había comprado el Invierno), en el que nada menos que Mickey encarnaba al aprendiz de marras, trabajo que ahora le toca a Jay Baruchel, cuyo único punto de contacto con el gran ratón del Norte es cierta fisonomía roedora.
Esta nueva versión también necesita viajar a la Edad Media para comenzar su historia. Es nada menos que el mago Merlín (otro “guiño” autorreferencial de Disney) quien da origen a todo. Resulta que uno de sus tres alumnos dilectos, Horvath (interpretado por Alfred Molina, quien ya formaba parte del elenco de Príncipe de Persia), ha decidido pasarse al bando de la malvada hechicera Fata Morgana –“el Lado Oscuro de la magia”– robando el más temible de los conjuros: el que permite devolver la vida a los muertos. En la lucha por mantener semejante poder en buenas manos, Merlín se batirá con su némesis y pagará con la vida. Será Balthazar (Nicolas Cage), otro de los alumnos de Merlín, quien conseguirá neutralizarlos, confinando a los malvados en unas mamushkas. Pero lo hará a costa de encerrar también a Verónica (la hermosa Monica Bellucci), tercera alumna en discordia, de quien está enamorado. Antes de morir, Merlín le entregará a Balthazar un pequeño dragón de hierro, una herramienta que lo ayudará en la tarea de encontrar al primer merliniano, un niño aún no nacido que será el único capaz de destruir a Morgana. La búsqueda lo traerá a la moderna Nueva York.
A Aprendiz de brujo le alcanza con este breve prólogo para dejar claro el tono de aventuras que guiará la trama hasta la actualidad, donde la magia medieval fuera de época será suficiente excusa para desplegar el consabido arsenal de efectos especiales, infaltable en toda producción con ambiciones comerciales (o eso parece). Es justo decir que, sin cerrar del todo, Aprendiz de brujo representa un pasatiempo más eficaz que Príncipe de Persia y que, en comparación, sus toques de humor resultan más frescos cuanto más inesperados, aunque eso sólo ocurra de vez en cuando. Las subtramas románticas no escapan a las convenciones y la escena de las escobas vivientes con que se homenajea al Aprendiz original apenas logra validar la utilización del título. Sin defraudar, Jay Baruchel tampoco acaba de justificar su gran salto de soldado de la troupe Apattow a Chico Disney y así las cosas, lo más destacable termina resultando al fin Nicolas Cage, usualmente castigado (y no sin justicia) por algunas interpretaciones que dejan a la vista su madera de actor (de actor de madera). Lejos de la metáfora leñadora, Cage consigue darle humanidad a su mago y algo de magia a este Aprendiz de brujo. Un mérito que, para él y la película, no es nada menor.


(Artículo escrito originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12)

martes, 6 de julio de 2010

LIBROS - Los mejores relatos de Roald Dahl: El discreto encanto de lo simple

La literatura del siglo XX sin dudas ha producido artistas notables; tanto, que un hombre con la evidente habilidad para narrar de Roald Dahl no se encuentra entre ellos. Pero, como solía repetir Borges cuando necesitaba elevar a algún poeta menor, un sólo verso afortunado justifica una vida dedicada a la escritura. Y Dahl ha sido capaz de algunos textos que merecen la admiración del lector.
La literatura de Dahl lleva con claridad las marcas de nacimiento de su genealogía británica y no cuesta nada encontrar las líneas tendidas hacia las obras de otros isleños notables. Alcanza con leer "Katina", primer relato del volumen, para que la emoción nos desborde como no sucedía desde "El cumpleaños de la infanta", de Oscar Wilde. Porque Dahl heredó algo de la sensibilidad de Wilde, pero también su tendencia hacia una ingeniería de la manipulación. De igual manera consigue emular por momentos el humor de Saki. Sin embargo a quien se puede mencionar para tener una referencia más cercana de su estilo, es a O’Henry. Como ocurre con el norteamericano, la mayoría de estos cuentos adolece de una vocación costumbrista, que se desespera por sorprender al lector con sus finales ingeniosos. Y mientras algunos de ellos provocan una sonrisa, otros recuerdan la olvidable prosa de aquellas antologías de ciencia ficción cargadas de autores desconocidos, que la editorial Bruguera solía publicar durante los 60 ó 70.
Más allá de eso, algunos cuentos resultan de verdad recomendables, como el mencionado "Katina" o "El gran gramatizador automático". En este último Dahl fantasea con una máquina que puede programarse para reemplazar al autor en el proceso de escritura. La máquina no se ha inventado, pero sí ha triunfado un sistema en el que la producción literaria se parece mucho al montaje fordiano, en donde importa menos lo literario que la producción. Y esa ironía anticipatoria sí es digna de admirarse.


(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil)

CINE - Océanos, de Jacques Perrin y Jacques Cluzaud: Claroscuros de la extinción


Como ya dijo Homero Simpson en su película, no hay motivo para pagar en el cine lo que en la televisión es gratis. Mucho menos por un documental de animales. O sí, en realidad hay uno, el de siempre: el ritual mismo del cine (eso ya sería suficiente), y la promesa de encontrarse con imágenes que revelen una postal secreta de la naturaleza, mucho más allá de lo visto ya en las clásicas ediciones de La aventura del hombre que todos los lunes Mario Grasso presentaba en los ’80. Justamente es ése el valor agregado que ofertan (más que ofrecer) una serie de trabajos que han decidido probar suerte en la pantalla grande a partir del Oscar al Mejor Documental obtenido en 2006 por la francesa La marcha de los pingüinos. Pero no es mucho más que eso lo que distingue a estos productos de sus parientes catódicos. O al menos es lo que puede decirse de las tres o cuatro súper producciones del género apoyadas por Disney o la BBC, cuyo mayor exponente es La Tierra, estrenada el año pasado, a la que ahora se suma Océanos. Si bien es cierto que todos ellos alcanzan un alto nivel de preciosismo visual, en lo narrativo no consiguen dejar de ser una versión acromegálica de Animal Planet.
A partir de un escenario marino, Océanos busca lo mismo que en La Tierra se intentaba de manera integral: generar conciencia acerca de los efectos devastadores de la humanidad sobre el equilibrio natural del planeta, con el lente puesto en las maravillas que esa acción hiere sin remedio en la morada de Poseidón. El intento en sí mismo no es lo criticable, como tampoco lo es (en general) el contenido de Océanos: es loable que un proyecto bregue por la protección de aquello que, amenazado, no tiene defensa. Sin embargo (siempre es incómodo encontrar unos cuantos sin embargos en proyectos con objetivos tan nobles) no se puede dejar pasar por alto la dudosa validez de algunos de los recursos elegidos para conseguir esa toma de conciencia en el espectador. Objeciones que minimizan la virtud innegable de su despliegue visual.
La película abre con una iguana nadando en el mar como un Godzilla en miniatura y ése, entre otros, es un hallazgo simpático que revela hasta qué punto la naturaleza ha inspirado al cine. Pero el obstáculo más notorio de Océanos es el concepto sobre el que se ha construido, el intento de regir la narración con los mismos elementos ya devastados por la tele. ¿Cuántas veces más un director de documentales probará conmover con la clásica escena de las crías de tortuga que, devoradas por las gaviotas, nunca llegan al mar? Todavía menos necesaria es la escena en que un tiburón, mutilado por quienes codician sus famosos cartílagos pero aun con vida, se hunde en el agua como un tronco para acabar desangrado en el lecho marino. La pregunta duplicada vuelve a ser ¿por qué?: por qué tanto desprecio del hombre por la naturaleza pero, también, por qué tanta saña del realizador con el público.
Sin dudas el documental es uno de los géneros más complejos y difíciles de realizar, sobre todo por su esencial pretensión de ser espejo fiel de la realidad. O, al menos, tan fiel como puede serlo cualquier construcción de la expresión humana, naturalmente tendenciosa. Desde ahí, nadie puede negar que la realidad es tanto más cruel que apenas ese único tiburón en medio de un holocausto marino y que sin dudas hay escenarios mucho más aberrantes que ése. Tan cierto como que Werner Herzog no necesitó más que su talento para presentar sus dilemas ecológico-existenciales en Encuentros en el fin del mundo (2007), con un lujo visual que nada le envidia a Océanos. A la que, por otra parte, no se le deben restar sus méritos como hipnótico retrato de la vida allá en el elemento mismo que la vio surgir, hace ya millones de años.


(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12)

LIBROS - Kappa/ Los engranajes, de Ryonosuke Akutagawa: Reflejos sobre el agua

Un hombre sale a dar una caminata por el bosque, cuando sin aviso un kappa se cruza con él y decide perseguirlo. Entre la niebla y la sorpresa pierde su camino y en el intento de atrapar al extraño animal acaba por caer en un hueco profundo. Como en la Alicia de Carroll, es la entrada a un país desconocido, el de los kappa, criaturas míticas apenas conocidas por el hombre: allá el protagonista encontrará un espacio de inesperada comodidad. Akutagawa, autor de la novela y tal vez el escritor más importante de la literatura japonesa del siglo pasado, ubica allí un mundo que funciona como non plus ultra de la realidad, diseñado a medida de la necesidad de explicar su propia extrañeza frente a una vida que, es posible, ya había decidido terminar. Tal vez porque creía, como le ocurre al protagonista entre los kappa -como en el Soy leyenda, de Matheson-, que el intruso era él. Unidos por ese sentimiento de enajenación, personaje y autor coinciden al fin en rechazar una realidad que los ha expurgado de su organismo. No por nada el de la ficción se encuentra recluido en una institución mental.
Las novelas reunidas en esta edición, Kappa y Los engranajes, representan a un tiempo el mutis final de la obra y de la vida de Ryûnosuke Akutagawa, ambas publicadas por primera vez en 1927, apenas separadas por el acto mismo de su muerte. En Los engranajes, Akutagawa teje un relato en el que muchas veces es difícil comprender cuándo y dónde, dentro de la narración, se encuentra la frontera entre la realidad del escritor y el destino del protagonista, permitiendo al lector aceptar la velada sugerencia de que estas páginas representan, como el reflejo del cielo sobre el agua, un mapa fiel de los últimos días de ese hombre torturado. Delicados y sórdidos, los textos del japonés se alinean de algún modo con las trágicas literaturas más sombrías que trágicas de Kafka o Dostoievski.

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil)

CINE - Al sur de la frontera (South of the Border), de Oliver Stone: Un manual de América Latina para Homero Simpson


El norteamericano medio y promedio, parodiado con precisión por Homero Simpson (quien no por casualidad acaba de ser elegido como el mejor personaje de ficción de los últimos veinte años por la muy norteamericana revista Entertainment Weekly), necesita que le den todo masticado. Lo importante de este asunto reside menos en reírse de ese paradigma, del defecto ajeno, que en ver qué de propio hay en ese modelo, porque tampoco es gratuito que Los Simpson sean uno de los programas más vistos y longevos de la televisión argentina contemporánea: algo íntimamente argentino hay en ese gordo prejuicioso, ignorante, ventajero y envidioso. Al sur de la frontera, documental con el que ese buen y muy desparejo director que es Oliver Stone intenta poner en cuestión la imagen que en los Estados Unidos se tiene de los presidentes de América latina en particular, pero de toda la región en términos más amplios, resulta para quienes no pueden evitar convivir con la diaria tarea de ser latinoamericanos un manual para principiantes. En un balance final se debe decir que el documental de Stone es entonces algo así como Latinoamérica explicada a Homero.
El motivo para incluir este concepto ya desde el primer párrafo es dejar claro que el trabajo de Stone no hace sino sobrevolar muy acotadamente la realidad de la región, consiguiendo enmarcarla en un relato histórico no mayor de veinte años. De este modo, la gesta chavista aparece como un emergente aislado y repentino, sólo ligado a la revolución cubana, con la muerte del Che en Bolivia incluida, como único antecedente. Como si no hubieran existido Perón, Allende o Sandino, por incluir algunos nombres clave. Es cierto: demasiada información para un pueblo ajeno a todo lo que no sea mirar el propio ombligo. Está claro también que Al sur de la frontera no busca ni puede ser una cátedra de historia.
Pero cuando parece que la película de Stone se volverá definitivamente prescindible, allí brota su valor. En este presentar a sus compatriotas su propia visión de la América al Sur, Stone se hace una pregunta tácita: ¿cómo llegamos a ser tan ignorantes? Y comienza a responderse desde la primera escena. En ella se ve a la conductora de un noticiero de la cadena Fox (sí, ¡la misma en la que trabaja Homero!) dando con sorpresa la noticia de que el presidente de Venezuela acaba de admitir que es adicto al cacao. ¡Qué! Sus compañeros sorprendidos tardan en comprender que la chica quiso decir coca, costumbre que Chávez habrá tomado prestada de su colega Evo, en un simbólico cierre de filas. Pero ¿por qué comenzar con esa ridícula gaffe? Porque la guerra de Oliver es, una vez más, con los mass media y su costumbre de embuchar a la opinión pública.
A partir de ahí, la película se centrará en el gobierno y la figura de Chávez y su permanente batalla contra los medios opositores (casi todos) que apoyaron y sostuvieron el fugaz golpe de Estado que lo alejó del poder por un par de días en 2002. Pero también en el poder que los medios hegemónicos tienen dentro de los Estados Unidos y cómo lo utilizaron para alimentar, en el sentido común de esos 300 millones de Homeros, la idea de que en Venezuela habita otro Saddam cuando sólo había, hay y habrá petróleo. En su novela Oil! (llevada al cine por Paul T. Anderson), Upton Sinclair escribió: “América tiene derecho a su parte en el petróleo del mundo, y no hay manera de conseguirlo de los rivales extranjeros sin echar sobre ellos la fuerza del gobierno”; o “la diplomacia es una pelea en grande por las concesiones del petróleo”; o “el petróleo está muy por encima de la cultura”. Todo eso en 1927. Está claro: ¡es el petróleo, idiota! O el gas de Bolivia; o el agua de Argentina, si es que uno se va a poner paranoico.
Más allá de su utilidad como leña para alimentar del fuego del debate local en torno del papel de los medios, está claro que como documental en la vena de los trabajos de Michael Moore, Al sur de la frontera acumula deméritos cinematográficos. Es tribunera, poco profunda, narrativamente incompleta y comparte los defectos del objeto criticado: vuelve a entregar la comida masticada. Entre sus virtudes puede decirse que, aun en su parcialidad, no miente. Y cuenta con el incalculable carisma de un grupo irrepetible de líderes regionales. En caso de que se quiera ir más profundo en los conceptos que muy esquemáticamente toca Al sur de la frontera (y muchos otros), los interesados pueden conseguir por ahí The corporation, impecable trabajo documental de Mark Achbar y Jennifer Abbott. Porque Homero no se nace y él sólo es divertido cuando lo guiona Groening.


(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12)

LIBROS - El cojo y el loco, de Jaime Bayly: Caprichos de estrella de televisión


Cuenta la leyenda que Jaime Bayly gano fama como conductor de televisión, oficio en el que se destacó a partir de su personaje de ambiguo entrevistador y de intentar módicas polémicas. Dice esa leyenda que todo ocurrió en los 90, aquella década habitada por los Menem, los Collor de Mello, los Fujimori, por no hablar del abyecto Abdalá Bucaram, todos hijos de una misma estirpe. Se cuenta que cuando el conductor de televisión quiso dedicarse a escribir, fue el propio Mario Vargas Llosa quien lo apadrinó para que pudiera cumplir aquel deseo. Quince años y doce libros después llega El cojo y el loco, nueva novela facturada por Jaime Bayly, el conductor de televisión, y todo intento de leyenda se desmorona ante el módico producto de la lectura.
Durante el Congreso de la Lengua 2004, en Rosario, Roberto Fontanarrosa dio un discurso en defensa de las malas palabras. En él, sin saberlo, el rosarino develaba el truco de El cojo y el loco: “Tal vez [las malas palabras] sean como los villanos de las viejas películas…, que en un principio eran buenos, pero que al final la sociedad los hizo malos”. Ese es todo el secreto detrás de los protagonistas de la novela de Bayly. Su estrategia es sencilla: crear dos personajes de alta alcurnia limeña, causarle a ambos durante la infancia algún daño que provoque el desprecio de sus familias, hasta convertirlos en bombas de tiempo, en marginales dentro de su propia clase -dos niños ricos que tienen tristeza-, para luego, como autor, abusar también de ellos. Recursos literarios que pueden resultar válidos si quien los escoge tiene la habilidad de esconder entre la narración los hilos que mueven ese andamiaje de miserias premeditadas. Caso contrario (caso puntual aquí) el relato se convierte en una evidente ingeniería de la vejación y un burdo intento de manipular al lector con un lenguaje pseudo marginal, desbordado de inocentes malas palabras. ¿Será que después de aquel discurso de Fontanarrosa todavía hay quien crea que puede escandalizar por la mera acumulación de vulgaridades?
Quedan todavía esos agradecimientos que el autor despliega como un pedigree al final de la novela, con los que cierra el círculo sobre los 90, encadenando los nombres de Shakira, Antonio y Aíto, apenas separados por un punto seguido de Joaquín Sabina. Vaya a saber si se alegrará el español de compartir el honor con esos amigos ajenos.


(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil)

CINE - Principe de Persia (Prince of Persia); las arenas del tiempo, de Mike Newell: Las arenas del negocio


Los hombres de negocios no suelen equivocarse cuando deciden invertir en algo, lo que fuera, en este caso una película. Saben hasta dónde es seguro y en qué punto empieza el riesgo, y que a veces es más osado invertir en un film de bajo presupuesto y guión novedoso, que gastarse 150 millones en un refrito de viejas ideas. En el afiche de Príncipe de Persia: Las arenas del tiempo podría sin problemas leerse el tagline “Jerry Bruckheimer lo hizo” y a nadie le sorprendería. Es que Bruckheimer se ha cansado de producir éxitos, a tal punto que su nombre es más importante en películas como esta que el del propio director, por caso el británico Mike Newell. Sólo con la trilogía (pronto tetralogía) Piratas del Caribe, Bruckheimer recaudó casi 2700 millones. Príncipe de Persia es su nueva apuesta por la saga épica.
Basada en un popular videojuego, cuya primera versión fue jugada por señores que hoy han pasado de largo los 40, Príncipe de Persia utiliza para su paso al cine el molde de los mencionados Piratas, al punto de que cualquier adolescente podría intentar el ejercicio de encontrar las correlaciones entre una y otra. Una historia que en este caso cambia los mares de la colonia por el desierto, escenario de las conquistas del Imperio... el de Persia: no faltarán los intencionados que buscarán enseguida el pelo, trazando un paralelo entre aquellas campañas persas de antaño y las más actuales incursiones estadounidenses en la arena. Y como Bruckheimer está más allá de todo, hasta se permite volverse obamista en tiempos de Obama.
Dastan (Jake Gyllenhaal) es uno de los tres hijos del emperador, pero a diferencia de los otros él fue adoptado de niño, cuando el monarca descubre en él un valor y una nobleza inusuales. Ya grandes, los tres hermanitos parten en campaña para someter a quienes no guardan fidelidad al Imperio. Llegan así a las puertas de una ciudad sagrada que su padre ordenó no atacar. Sin embargo Tus, el mayor de los hermanos y comandante del ejército, ante la sospecha de que en esa ciudad se fabrican armas que son vendidas a los enemigos de Persia, reúne a los suyos para decidir si se debe o no respetar la orden paterna. A instancias de Nizam (Ben Kingsley), tío y consejero de los príncipes, y en contra de la percepción de Dastan, Tus decide atacar.
Las escenas de acción en Príncipe de Persia son subsidiarias de la nueva escuela del cine de ese género, cuyo mejor y tal vez fundacional exponente sea la saga Bourne: mucha acrobacia, parkour y persecuciones a la carrera en opresivos escenarios urbanos. De ese modo y con Dastan como héroe, la ciudad es tomada, pero las fábricas de armas no aparecen. Tamina, la bella princesa/vestal de la ciudad sagrada, les espeta a los herederos que “ni la tortura más terrible hará que aparezcan armas que no existen”. Es posible imaginar a Bruckheimer muerto de risa, disfrutando de la picardía de esa declaración inesperada en una de sus películas.
A partir de allí entrarán en juego una reliquia sagrada, una conspiración y un magnicidio, que acaban con Dastan y Tamina como prófugos, dando inicio a la esperable historia de amor-odio. En el camino la narración deviene fantástica, dando la vuelta de tuerca definitiva a la película. Que si bien mantiene su pulso no termina de fraguar. Como el protagonista, Jake Gyllenhaal, que con muy buenos antecedentes sobreactúa su Príncipe casi tanto como Orlando Bloom (un actor de menor valor) hacía con su pirata. Gemma Arterton contribuye con su belleza fría; Kingsley desarrolla su personaje con una ambigüedad que conoce de otros trabajos y Alfred Molina (de barba y pelo largo, casi un doble de Tom Araya, voz de los metaleros Slayer) da con gracia los infaltables pasos de comedia. Nadie duda del éxito de Príncipe de Persia en las boleterías, pero no estaría mal que Jerry B. le aportara algo al cine, que tantos favores (dólares) le ha hecho (ganar).


(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12)

LIBROS - En tierras bajas, de Herta Müller: El dolor de los sueños pasados

Cualquiera sabe que el premio Nobel suele ser mucho más político que otra cosa. Y cada año, cuando un nuevo campeón de las letras se suma a la lista, ahí están quienes se interesan por leerlo todo, queriendo saber qué maravillas o decepciones trae la obra premiada; intentando descubrir qué tan política o cuán literaria ha sido la decisión de los suecos esta vez. En 2009 le ha tocado a la escritora rumana de origen alemán Herta Müller y la gran ventana editorial ha abierto su obra al mundo.
Lo que en principio se suele destacar de la obra de Müller es su carácter de exilada; lo cual es destacar poco de cualquier obra y obliga a levantar la guardia. Una mujer escritora en la Rumania comunista, oponiéndose al tirano Causescu -uno de los tantos satanás que tuvo el fin del siglo- y radicada en Berlín desde 1987, obliga a creer que se trata (de nuevo) de un reconocimiento político. Hay que abrir sus libros para sacarse la duda o confirmar el mal augurio.
En tierras bajas es el primero de ellos, publicado en Rumania en 1982 con numerosos recortes impuestos por la censura del régimen. La versión integra debió esperar dos años y fue editada en Alemania: de esa versión de 1984 desciende la aparecida en nuestro país. Colección de textos muy breves, excepción hecha de aquel que da nombre al volumen, con los que la escritora traza un itinerario posible que atraviesa un pasado como aldeana suaba en Rumania; un camino de memorias abiertas, que abundan en una suerte costumbrismo onírico que da cuenta, a su modo, de la extraña paradoja de ser nativa y extranjera al mismo tiempo.
Memorias como sueños, en los que la vida parece limitada a recorrer la eterna estría del ciclo solar: primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera. Sueños de una mujer que evoca con desconfianza aquella mirada inocente de un mundo que nunca lo fue. Relatos rituales que necesitan anotarlo todo para mantener girando ese ciclo solar, reducido a mecanismo de Moebius.
Con narraciones que recorren los nodos de la vida simple, En tierras bajas es, ante todo, un libro en el que no pasa nada porque pasa demasiado. Es esa vida vulgar -la de padres y de hijos aplastados; la del trabajo y la gente de pueblo; la del dolor de una niña que mira con sorpresa los inexplicables dispositivos del mundo-, la que Herta Müller consigue atrapar en sus textos. Que no son cuentos, pero que quizá también sean poesía.


(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil)

CINE - Zenitram, de Luis Barone: Un súper hombre para la patria


La aparición del superhéroe, junto a la figura del vampiro, representa quizá la única mitología propia del siglo XX. Surgidos en los Estados Unidos durante la década del 30, los superhéroes encarnaban los deseos, el ansia y las fantasías de un pueblo corroído por el desastre de la Gran Depresión, que depositaba en ellos su esperanza, pero también su vanidad egomaníaca. Entre ellos, Superman equivale a Drácula: tal vez no sea el primero, pero sí el que reúne por primera vez todos los rasgos de su clase. Algo caído en desgracia ante el fabuloso éxito de sus colegas de Marvel y de su hermano menor, el Batman de Christopher Nolan, Superman continúa siendo el más norteamericano de los superhéroes. Y no por nada es sobre su molde que los creadores de Zenitram le han dado forma al primer superhéroe que responde a un patrón genético inesperado: es incorregiblemente argentino.
La historia de Zenitram es la de un porteño cualquiera, Rubén Martínez (Juan Minujín), que trabaja de recolector de residuos en una Buenos Aires colapsada. Ese porvenir que imagina la película no es ni muy lejano en el tiempo ni en sus alcances, si es que todos los caminos conducen a una crisis global: el agua se ha privatizado y se raciona con un sistema de tarjetas magnéticas. Como en las fantasías retro futuristas del cine estadounidense, por caso Blade Runner, el más exitoso de los fracasos de Ridley Scott, o más aun el Brazil de Terry Gilliam, Zenitram combina una construcción social y tecnológica asentada en el pasado (los años ’50 en la Argentina) pero en un contexto futuro, el año 2025. En ese desolador paisaje, Martínez pierde su trabajo de basurero en la primera escena de la película, convirtiéndose en uno más de los millones de roñosos muertos de hambre que se amontonan en una ciudad donde las villas han crecido hasta invadirlo casi todo. Más resignado que asustado por su incierto futuro, esa misma noche Martínez conoce a un extraño entre los mingitorios de un baño público, quien le revela un destino impensado, una personalidad dormida dentro de él mismo. Tras el semi-palíndromo de su propio apellido se esconde “el otro”; frente a un presente de miseria irremediable (el peor de los temores de la clase media vernácula), la fantasía del héroe que tomándose los genitales se vuelve poderoso. Un relato y un gesto que traen a la memoria la historia de superación del último gran héroe argentino, aquel que no duda en sugerir a sus enemigos “que la mamen”.
Porque si en Superman se esconden uno y todos los norteamericanos, la vida de Martínez/Zenitram reescribe la fábula del chico que consigue gambetear un destino de hambre y pobreza a partir de un don que es a la vez natural y sobrehumano, sueño común cuya última encarnación resulta Diego Maradona. Pero también pueden ser Palito Ortega, Gatica o Eva Perón. No hay héroes sin masa, sin una multitud que siga sus hazañas con admiración o lo recuerde a través del tiempo, y en ese colectivo soñador también se sostiene Zenitram. La referencia al peronismo es directa: una estética monumental/ministerial que el artista plástico Daniel Santoro, director de arte junto a Martín Oesterheld, ha denominado con gracia y precisión como “gótico justicialista”, es el telón de fondo sobre el que transcurre la acción. Exagerando el gigantismo de edificios emblemáticos, como el viejo Ministerio de Obras Públicas o el imponente Kavanagh, asfixiando a la ciudad con una favela interminable e invadiendo todo con un complejo fondo de íconos peronistas, Oesterheld y Santoro logran crear un espacio de argentinidad reconocible a simple vista. Si a eso se suma un héroe amado por el pueblo aun por sus defectos, de quien el poder político intenta sacar provecho, cualquiera notará que el resultado se parece a un espejo deformante, en el que la propia imagen se ve más gorda o más flaca, sin dejar nunca de ser propia.
Es cierto que Zenitram dista de ser perfecta en lo cinematográfico. Será que el trío Barone-De la Vega-Sasturain ha construido un guión que es más grande que la película que podían hacer, un problema económico habitual en el cine argentino. Sin embargo, Barone como director ha tenido buen pulso para poner esa imperfección de su lado. Ha entendido que el sainete era el mejor de los tonos para que los miembros de un elenco sólido (Luis Luque, Daniel Fanego, el propio Minujín, entre otros) pudieran jugar a ser personajes de historieta, lejos de un registro realista. Y justamente Zenitram es una buena película porque no se toma nada en serio. Ni a los superhéroes, ni al peronismo, ni a los argentinos. Lo bien que hace.


(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12)