La literatura del siglo XX sin dudas ha producido artistas notables; tanto, que un hombre con la evidente habilidad para narrar de Roald Dahl no se encuentra entre ellos. Pero, como solía repetir Borges cuando necesitaba elevar a algún poeta menor, un sólo verso afortunado justifica una vida dedicada a la escritura. Y Dahl ha sido capaz de algunos textos que merecen la admiración del lector.
La literatura de Dahl lleva con claridad las marcas de nacimiento de su genealogía británica y no cuesta nada encontrar las líneas tendidas hacia las obras de otros isleños notables. Alcanza con leer "Katina", primer relato del volumen, para que la emoción nos desborde como no sucedía desde "El cumpleaños de la infanta", de Oscar Wilde. Porque Dahl heredó algo de la sensibilidad de Wilde, pero también su tendencia hacia una ingeniería de la manipulación. De igual manera consigue emular por momentos el humor de Saki. Sin embargo a quien se puede mencionar para tener una referencia más cercana de su estilo, es a O’Henry. Como ocurre con el norteamericano, la mayoría de estos cuentos adolece de una vocación costumbrista, que se desespera por sorprender al lector con sus finales ingeniosos. Y mientras algunos de ellos provocan una sonrisa, otros recuerdan la olvidable prosa de aquellas antologías de ciencia ficción cargadas de autores desconocidos, que la editorial Bruguera solía publicar durante los 60 ó 70.
Más allá de eso, algunos cuentos resultan de verdad recomendables, como el mencionado "Katina" o "El gran gramatizador automático". En este último Dahl fantasea con una máquina que puede programarse para reemplazar al autor en el proceso de escritura. La máquina no se ha inventado, pero sí ha triunfado un sistema en el que la producción literaria se parece mucho al montaje fordiano, en donde importa menos lo literario que la producción. Y esa ironía anticipatoria sí es digna de admirarse.
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil)
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